domingo, 24 de diciembre de 2023

LIII. VIENTO DE CEDRO


SONETO XIX

LUZ DE INVIERNO

Púrpura, mármol, lacre, sello, ley;
el capricho de un césar dicta censo:
en la noche, un carpintero indefenso;
María, encinta; polvo, burro y buey.

Algún pastor y el frío son la grey
que ve a Dios nacer entre paja y pienso;
brindan a sus pies oro, mirra, incienso,
reyes de hinojos por quien será rey.

Ahogan tu risa las sillas vacías,
platea entre tus manos el testigo
que habrás de llevar las noches, los días...

Vuelves tu vista a la luz de Belén:
en el pobre portal se abre un postigo,
y el niño dice: «no estás solo, ven».

domingo, 12 de diciembre de 2021

X. FERVOR DE BUENOS AIRES. JORGE LUIS BORGES


El objetivo último de esta humilde estafeta de aficionados a la literatura no es otro que animar la lectura de las títulos que se presentan. Al acercarse a la obra de un gigante de las letras como Jorge Luis Borges, me parece oportuno este recordatorio, porque tengo la impresión de que el monumento a la erudición encerrado en su obra ensayística y sobre todo, el prodigio de sutileza, sorpresa y derroche de talento que se vierte hasta en el más modesto de sus cuentos han terminado por eclipsar para el gran público su naturaleza más íntima, su ser más profundo, su condición primaria de poeta.

Borges regresa a Argentina en el año 1921 después de una larga estadía europea; en su morral, no pocos conceptos vanguardistas. Sin embargo, la lectura de Fervor de Buenos Aires, en lo que tiene de poemario quedo, intimista, de temática clásica y desnudo de metáforas bizarras, deja la sensación de autoría impermeable al fragor programático de las vanguardias literarias. En el prólogo a la edición de 1969, Borges declara: «No he reescrito el libro»; [1] lo que es una sentencia más que discutible. Es verdad que los poemas que se mantienen apenas sufren modificaciones más allá de cambios de adjetivos o la búsqueda de alguna construcción gramatical más elegante. Pero no es menos verdad que de los cuarenta y seis poemas originales, trece caen purgados, y que otros tres son de nueva factura; en resumen, las dos versiones difieren por completo en dieciséis poemas; lo que no se aviene muy bien con la idea de que no hubo reescritura. Entonces, por qué esa afirmación. No lo sé; pero quizás, de un modo inconsciente y referido a sus filias políticas, el propio autor nos esboce una clave en la nota final que aclara el sentido del poema Rosas, donde se reconoce como un salvaje unitario. [2] Curiosa paradoja, porque el principio informador de Rosas, su rechazo frontal del revisionismo histórico, es el que parece habilitar el auto revisionismo. El autor es veraz cuando afirma que Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después; pero en ese juego de sinécdoques, de partes y todos, escamotea que en él había cosas que quizás no encajasen bien en la imagen de autor “unitario” con la que habría de militar más tarde.

Sea como fuere, donde las proclamas ultraístas decretan acción, refracciones prismáticas de la realidad, poemas desconectados de idea o sentimiento y elevación de la metáfora a unidad lírica básica —lo que podríamos denominar, parafraseando a Octavio Paz, tropema—, Fervor nos ofrece una colección de poemas nostálgicos que agavillan cotidianidades y les dan un sentido trascendente; en los que la energía de lo común es, paradójicamente, portal para la divinidad; donde la reflexión profunda, casi filosófica, no ahoga la emoción; en los que se ensaya una reducción del ser lírico a formas esenciales, y la búsqueda de la palabra precisa desplaza las travesuras metafóricas. La propia selección de los escenarios por los que deambula el yo lírico ya resulta reveladora; donde Vighi o Marinetti incrustarían turbinas de vapor, pantógrafos de tranvía, moles administrativas de hormigón y marañas de nervios atados a subestaciones eléctricas, Borges se pasea por plazas vacías, cementerios, calles barridas por la lluvia y barrios de colores claudicantes. Fervor omite la ciudad oficial, y opta por los espacios liminares; es una poetización de arrabal, de calles que están a pique de dejar de serlo y perderse en el campo; de fronteras físicas que importan fronteras morales e invitan a la creación de mitos fundacionales. Fervor construye un espacio lábil, amenazado por la inconcreción: la tarde, la pampa, el gauchaje, el mar; que predisponen, en suma, para la emergencia de lo fatal y la aceptación del destino.

Veamos de qué forma tan peculiar se aborda un tema universal de la literatura, cual es la muerte, en La Recoleta:

«Convencidos de caducidad / por tantas nobles certidumbres del polvo, / nos demoramos y bajamos la voz / entre las lentas filas de panteones, / cuya retórica de sombra y de mármol / promete o prefigura la deseable / dignidad de haber muerto. / Bellos son los sepulcros, / el desnudo latín y las trabadas fechas fatales, / la conjunción del mármol y de la flor / y las plazuelas con frescura de patio / y los muchos ayeres de la historia / hoy detenida y única. / Equivocamos esa paz con la muerte / y creemos anhelar nuestro fin / y anhelamos el sueño y la indiferencia. / Vibrante en las espadas y en la pasión / y dormida en la hiedra, / sólo la vida existe. / El espacio y el tiempo son normas suyas, / son instrumentos mágicos del alma, / y cuando ésta se apague, / se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte, / como al cesar la luz / caduca el simulacro de los espejos / que ya la tarde fue apagando. / Sombra benigna de los árboles, / viento con pájaros que sobre las ramas ondea, / alma que se dispersa entre otras almas, / fuera un milagro que alguna vez dejaran de ser, / milagro incomprensible, / aunque su imaginaria repetición / infame con horror nuestros días. / Estas cosas pensé en la Recoleta, / en el lugar de mi ceniza.»

El poema se abre encadenando paradojas en un orden semántico: la convicción se gana por certidumbres de polvo, el silencio se invoca por retóricas de mármol. Ese espacio gótico —sepulcros, mármoles y flores, latines…— propicia una confusión moral: la falsa identidad entre paz (sueño) y muerte (fin). La introducción es un brillante preámbulo que permite el desarrollo de una tesis filosófica más profunda: el ser ficticio de la muerte, que se desvela como mera proyección mental de los vivos.

La segunda parte del poema abunda en la recreación de un escenario irreal —luz que cesa, sombra de árboles, ramas ondulantes, pájaros que flotan en el viento, almas dispersas…— para devolvernos a la paradoja, en este caso no semántica sino práctica, cerrando una suerte de anáfora moral: lo que antes eran certidumbres del polvo se personalizan como el lugar de mi ceniza.

El poema es un ejemplo extremo de anti vitalismo. Pese al encantamiento de sus abstracciones, o precisamente por ellas, el yo lírico se reconoce a sí mismo ejecutando acciones rituales, simulacro al fin y a la postre; lo que le predispone para vivir por adelantado su dispersión en otras almas. En suma, la tesis inmaterialista que hace depender espacio y tiempo, vida y muerte, del concurso de una mente pensante se sostiene sólo como razón pura, porque es inmediatamente refutada como razón práctica. Otro ejemplo de poema que abunda en la naturaleza fungible de la condición humana es Calle desconocida; dice así:

«Penumbra de la paloma / llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde / cuando la sombra no entorpece los pasos / y la venida de la noche se advierte / como una música esperada y antigua, / como un grato declive. / En esa hora en que la luz / tiene una figura de arena, / di con una calle ignorada, / abierta en noble anchura de terraza, / cuyas cornisas y paredes mostraban / colores tenues como el mismo cielo / que conmovía el fondo. / Todo —la medianía de las casas, / las modestas balaustradas y llamadores, / tal vez una esperanza de niña en los balcones— / entró en mi vano corazón / con limpidez de lágrima. / Quizá esa hora de la tarde de plata / diera su ternura a la calle, / haciéndola tan real como un verso / olvidado y recuperado. / Sólo después reflexioné / que aquella calle de la tarde era ajena, / que toda casa es un candelabro / donde las vidas de los hombres arden / como velas aisladas, / que todo inmediato paso nuestro / camina sobre Gólgotas.»

El poema se ubica en una referencia temporal marcada por la indefinición; arranca con una mención indirecta al final de un día, invirtiendo el orden natural de sus atributos físicos: deja de ser la parte de la jornada dominada por la luz para convertirse en aquella que tiene capacidad de generar un negativo: cuando la sombra no entorpece los pasos. Y esa indefinición se amplifica con una imagen antitética: figura de arena. La parte central del poema se desarrolla con un lenguaje muy cinematográfico, casi un plano secuencia que nos lleva desde el exterior —anchura de terrazas, cornisas y paredes, modestas balaustradas…— hasta el interior: entró en mi vano corazón. Esa transición, que no es sólo física sino también moral —aprovecha la polisemia de Vano como espacio abierto en una construcción y como adjetivo, vacío—, se amplifica a su vez con un elemento imaginario muy efectivo: una esperanza de niña en los balcones. Como ocurría en el anterior poema, la estructura lírica está al servicio de un desenlace filosófico. Si la conclusión de La Recoleta, al centrarse en la muerte, era la dispersión en la comunidad de almas, en éste, que se centra en el quehacer diario, es la universalidad de la experiencia humana. Aunque pesimista al fin y al cabo, metaforiza la idea de consunción de la llama de la vida más que la idea de tradición: la posibilidad de que una vela trasmita su lumbre a otra.

En cualquier caso, encontramos en Borges un poeta que explota con gran eficacia la idea de interrupción. Casi todos los poemas de esta colección se construyen a partir del enervamiento del orden cotidiano, bien sea por accidente, suceso natural, erección de un orden ritual paralelo o por un portal hacia lo mitológico. Un ejemplo de esto último nos lo brinda El truco:

«Cuarenta naipes han desplazado a la vida. / Pintados talismanes de cartón / nos hacen olvidar nuestros destinos / y una creación risueña / va poblando el tiempo robado / con floridas travesuras / de una mitología casera. / En los lindes de la mesa / la vida de los otros se detiene. / Adentro hay un extraño país: / las aventuras del envido y quiero, / la autoridad del as de espadas, / como don Juan Manuel, omnipotente, / y el siete de oros tintineando esperanza. / Una lentitud cimarrona / va demorando las palabras / y como las alternativas del juego / se repiten y se repiten, / los jugadores de esta noche / copian antiguas bazas: / hecho que resucita un poco, muy poco, / a las generaciones de los mayores / que legaron al tiempo de Buenos Aires / los mismo versos y las mismas diabluras.»

En este ejemplo se toma el juego como elemento disruptivo, como portal para explorar conexiones no evidentes. La primera parte se emplea en la determinación nítida de una frontera moral, en la que la interpretación de los actos abandona los cauces ordinarios para ingresar en una jurisdicción propia: la vida se ve desplazada, el destino propio se olvida, el tiempo se roba —se roba de allí donde se mide y se computa, esto es, de la convención—; en suma, la vida de los otros se detiene. ¿Quiénes son los otros? Evidentemente, los que no juegan; pero no es descartable del todo que ese los otros incorpore también a los propios jugadores —recordemos que esos talismanes de cartón tienen como propiedad enajenar nuestros destinos.

Ingresados en ese extraño país que es el juego, la parte central del poema es, paradójicamente, anti metafórica; pues no hace otra cosa que recordarnos el sentido de un objeto, la baraja, que de puro uso ha perdido su poder simbólico: los palos de la desencuadernada tienen un significado. El desenlace es, en su sentido etimológico, religioso; recompone los vínculos de una potencia quebrada por el ajetreo cotidiano. Si Calle desconocida era un poema desolador que igualaba a los hombres en una experiencia universal pero solitaria, Truco es un poema esperanzador que brinda a las personas la oportunidad de fundirse en un abrazo totalizador, trascender las generaciones y ganar la inmortalidad. Las ideas de este poema anticipan en cierto sentido La fundación mítica de Buenos Aires, donde retomará el componente simbólico de los naipes y el carácter eternal de la capital argentina, tomada ésta como metáfora de la vida social y quintaesencia de la polis.

Pese a los esfuerzos borgianos de contención, en ocasiones se filtra algún poema de composición más vanguardista. Carnicería es un buen ejemplo; dice así:

«Más vil que un lupanar, / la carnicería infama la calle. / Sobre el dintel / una ciega cabeza de vaca / preside el aquelarre / de carne charra y mármoles finales / con la remota majestad de un ídolo.»

De un simple vistazo se percibe una diferencia fundamental entre los anteriores poemas y éste: a la composición larga de más de veinte versos de estilo discursivo sucede un poema corto de menos de diez versos de estilo compendioso. El grueso de las composiciones de Fervor tiene un desarrollo nítido, con una presentación, un nudo y un desenlace moral; Carnicería es un poema tajante, caracterizado por la supresión de nexos, en el que la alegoría se sostiene sobre el juego polisémico: el yo lírico aprovecha un paseo por la calle en el que se topa con una carnicería (lugar en que se vende carne al detalle), para arrastrarnos mentalmente a la carnicería–holocausto (lugar en que se ejecutan matanzas rituales); de ahí ese léxico inquietante, que remite a las ideas de ceremonia —cabeza, presidir, aquelarre, majestad, ídolo— y denigración —vileza, infamar, ceguera. Ya no se trata de inspirar una reflexión filosófica sino de provocar un impacto estético–emocional; y en ese terreno es muy efectiva la construcción, por sinécdoque, de la imagen de los mármoles finales, en la que se juntan la función del mostrador de carne, el ara sacrificial y la lápida.

Otro poema en el que se percibe con nitidez cómo la construcción de metáforas prescinde de elementos de transición y se vuelve más osada es Un patio:

«Con la tarde / se cansaron los dos o tres colores del patio. / Esa noche, la luna, el claro círculo, / no domina su espacio. / Patio, cielo encauzado. / El patio es el declive / por el cual se derrama el cielo en la casa. / Serena, / la eternidad espera en la encrucijada de estrellas. / Grato es vivir en la amistad oscura / de un zaguán, de una parra y de un aljibe.»

Desde el comienzo el poema establece un paralelismo entre patio y luna. Lo que puede partir de mera similitud geométrica, por referencia a la idea de círculo o de espacio cerrado, se tiñe rápidamente de propiedades morales; en concreto, de la idea de decadencia, de la incapacidad para preservar el orden natural: los colores del patio están cansados, y la luna no domina su espacio —la interpretación más natural es que no tiene suficiente claridad—. Establecida la proximidad física y moral, la metáfora surge de modo abrupto por vía de la metonimia —Patio, cielo encauzado— al eliminar uno de los pares de la identidad, en una forma de trabar símbolos que recuerda los juegos creacionistas de Vicente Huidobro. Nuevamente el enervamiento de las fuerzas cotidianas que trae la tarde–noche es la gatera por la que se filtra el impulso totalizador, la experiencia cuasi mística de fusión con el universo. Nótese que, en este caso, el cierre levanta acta del estado emocional de un tímido o un solitario: la amistad se evacúa hacia la materia inerte o la vida vegetal, no hacia otra persona o grupo.

En una línea parecida, Barrio recuperado:

«Nadie vio la hermosura de las calles / hasta que pavoroso en clamor / se derrumbó el cielo verdoso / en abatimiento de agua y de sombra. / El temporal fue unánime / y aborrecible a las miradas fue el mundo, / pero cuando un arco bendijo / con los colores del perdón la tarde, / y un olor a tierra mojada / alentó los jardines, / nos echamos a caminar por las calles / como por una recuperada heredad, / y en los cristales hubo generosidades de sol / y en las hojas lucientes / dijo su trémula inmortalidad el estío.»

En este poema el vector disruptivo que concita una mirada alternativa del mundo es un elemento tan modesto como la lluvia, que obliga a los transeúntes a buscar refugio. De modo brillante, en una construcción paradójica, Borges toma dos fenómenos físicos neutros —agua y sombra—, les asigna una carga moral negativa, y los muta en fuente de luz, de revelación intelectual, con una conclusión implícita desasosegante: el estado convencional del hombre moderno es la alienación: Nadie vio la hermosura. El desarrollo es, en apariencia, esperanzador; está dominado por la idea de redención: un arco (iris) que bendice, unos colores que perdonan. Y digo, en apariencia, porque el restablecimiento de la normalidad incorpora sutilmente la idea de automatismo: nos echamos a caminar por las calles; como si un interruptor hubiese reanudado la rutina de un circuito y el hombre volviese a su ser natural, impermeable a las experiencias sublimadoras. No es casual que la acción se canalice a través de un sujeto inanimado: el estío.

Con independencia de cuál sea el terreno sobre el que se cimienten los poemas, Fervor abunda en desarrollos filosóficos, en los que el obrar humano se difumina, se relativiza; en los que la autoría de la acción se mitiga y adquiere un carácter accidental, fruto de un determinismo fatal. Una buena muestra de ese escepticismo estructural lo encontramos en Rosas:

«En la sala tranquila / cuyo reloj austero derrama / un tiempo ya sin aventuras ni asombro / sobre la decente blancura / que amortaja la pasión roja de la caoba, / alguien, como reproche cariñoso, / pronunció el nombre familiar y temido. / La imagen del tirano / abarrotó el instante, / no clara como un mármol en la tarde, / sino grande y umbría / como la sombra de una montaña remota / y conjeturas y memorias / sucedieron a la mención eventual / como un eco insondable. / Famosamente infame / su nombre fue desolación en las casas, / idolátrico amor en el gauchaje / y horror del tajo en la garganta. / Hoy el olvido borra su censo de muertes, / porque son venales las muertes / si las pensamos como parte del Tiempo, / esa inmortalidad infatigable / que anonada con silenciosa culpa las razas / y en cuya herida siempre abierta / que el último dios habrá de restañar el último día, / cabe toda la sangre derramada. / No sé si Rosas / fue sólo un ávido puñal como los abuelos decían; / creo que fue como tú y yo / un hecho entre los hechos / que vivió en la zozobra cotidiana / y dirigió para exaltaciones y penas / la incertidumbre de otros. // Ahora el mar es una larga separación / entre la ceniza y la patria. / Ya toda vida, por humilde que sea, / puede pisar su nada y su noche. / Ya Dios lo habrá olvidado / y es menos una injuria que una piedad / demorar su infinita disolución / con limosnas de odio.» [3]

El poema versa sobre lo que hoy por hoy, con sintagma antinómico, se denomina “memoria histórica”; en concreto, actualiza la reacción que suscita el recuerdo de uno de tantos espadones decimonónicos hispanoamericanos: Juan Manuel de Rosas. La introducción, aunque es más narrativa que lírica, no evita pinceladas de un simbolismo muy efectivo: decente blancura que amortaja la pasión roja de la caoba. Se mezcla lo físico con lo moral, lo real con lo figurado, la conversación con el crimen, la sobremesa de ambiente burgués con la evocación de la sangre, la decente blancura de los que pueden perorar con un brandy en la mano con la caoba roja de los que viven el momento histórico con los ojos desorbitados. La reacción nos resulta familiar por lo que tiene de sobreactuación: abarrotó el instante. Borges sabe capturar muy bien la asimetría entre el tiempo sin asombro de la gente bien y la fabulación de la memoria, entre lo cocido (imagen clara de mármol) y lo crudo (sombra de una montaña remota).

Dejando de lado un breve apunte en términos de clase social, que recoge el tradicional conflicto de intereses que opone agricultura y comercio frente a ganadería trashumante —desolación en las casas frente a idolátrico amor en el gauchaje—, es de reseñar el principio moral que anima el poema por lo que tiene de postura inaceptable para los cánones posmodernos que rigen el presente; esos conforme a los cuales David Hume es un racista; Thomas Jefferson, un esclavista; Enyd Blyton, una homófoba; y Winnie the Pooh, un ideólogo de la Falange enganchado a la morfina: la Historia carece de entidad frente al Tiempo; y el recuerdo, por infamante que sea, no es sino un lastre que frena la disolución de todo tirano en la nada.

También reflexionando sobre la relación conflictiva entre memoria y muerte, no podía quedar en el tintero el que es sin duda el poema más conocido del libro, Inscripción en cualquier sepulcro; que dice así:

«No arriesgue el mármol temerario / gárrulas transgresiones al todopoder del olvido, / enumerando con prolijidad / el nombre, la opinión, los acontecimientos, la patria. / Tanto abalorio bien adjudicado está a la tiniebla / y el mármol no hable lo que callan los hombres. / Lo esencial de la vida fenecida / —la trémula esperanza, / el milagro implacable del dolor y el asombro del goce— / siempre perdurará. / Ciegamente reclama duración el alma arbitraria / cuando la tiene asegurada en vidas ajenas, / cuando tú mismo eres el espejo y la réplica / de quienes no alcanzaron tu tiempo / y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra.»

A estas alturas queda claro que Borges tenía especial querencia por el mármol; aunque sólo fuese para ironizar sobre la locuacidad que el ser humano se empeña en asignar a esa piedra. Es éste un buen ejemplo de poema discursivo en el que las premisas se enlazan sin interferencias metafóricas, y donde la fuerza lírica se alcanza por medio de frases apodícticas, de gran perfección técnica, que interpelan directamente al lector. En casi todos estos poemas escatológicos se abunda en la misma idea: el quehacer humano es fungible; nuestro ser genuino se resguarda en vivencias que quedan obscurecidas por el día a día y a las que no prestamos atención; y ésas, que son universales, nos igualan en vida y nos garantizan la eternidad. Obsérvese el énfasis que el autor pone en el componente alienante que subyace en la pretensión de fama personal duradera, caracterizada como acción ciega (mente) y (alma) arbitraria.

Aunque no es una jurisdicción por la que se prodigue el autor, también puede espigarse en Fervor algún poema de temática amorosa, siquiera sea desde la perspectiva de la pérdida. Un ejemplo, Ausencia:

«Habré de levantar la vasta vida / que aún ahora es tu espejo: / cada mañana habré de reconstruirla. / Desde que te alejaste, / cuántos lugares se han tornado vanos / y sin sentido, iguales / a luces en el día. / Tardes que fueron nicho de tu imagen, / músicas en que siempre me aguardabas, / palabras de aquel tiempo, / yo tendré que quebrarlas con mis manos. / ¿En qué hondonada esconderé mi alma / para que no vea tu ausencia / que como un sol terrible, sin ocaso, / brilla definitiva y despiadada? / Tu ausencia me rodea / como la cuerda a la garganta, / el mar al que se hunde.»

Si hay un peligro mortal para la poesía es la caída en el tópico; este poema se mueve en su vecindad al desarrollar el vínculo entre la ruptura amorosa y la pérdida del sentido vital. Si logra conjurar el peligro es merced a una sutil metáfora que desarrolla de un modo paradójico la idea de luz: luz refleja, inútil y muerta —espejo, luces en el día, nicho de tu imagen—, frente a luz abrasadora —sol terrible, brilla despiadada—; que representan respectivamente el mobiliario sentimental animado por el amor perdido y ya carente de sustancia propia, frente al recuerdo vívido del amor ya mudado en ausencia. El yo lírico traslada la sensación de pérdida con la habitual hipérbole en este tipo de poemas, vinculándola en este caso, a la idea de muerte: nicho, hondonada, garganta, hunde… El autor consigue construir una emoción retórica que esquiva la idea tópica: la ausencia hunde al yo lírico en una memoria obsesiva que ya no fertiliza sino que ahoga; como la meta del olvido es imposible porque cada objeto cotidiano levanta acta de su amada, se invoca, retóricamente, la posibilidad de fintar el recuerdo.

Pero si hay algún tipo de composición que, desde mi punto de vista, represente mejor que ninguno la genuina lírica borgiana, ése es el poema declarativo, en el que la revelación trascendente surge de una racionalización a partir de una experiencia personal familiar. Calle desconocida y La Recoleta ya tenían un poco de ello; para mí el mejor de todo el poemario es Llaneza:

«Se abre la verja del jardín / con la docilidad de la página / que una frecuente devoción interroga / y adentro las miradas / no precisan fijarse en los objetos / que ya están cabalmente en la memoria. / Conozco las costumbres y las almas / y ese dialecto de alusiones / que toda agrupación humana va urdiendo. / No necesito hablar / ni mentir privilegios; / bien me conocen quienes aquí me rodean, / bien saben mis congojas y mi flaqueza. / Eso es alcanzar lo más alto, / lo que tal vez nos dará el Cielo: / no admiraciones ni victorias / sino sencillamente ser admitidos / como parte de una Realidad innegable, / como las piedras y los árboles.»

La apertura del poema es de una sutileza maravillosa, al aprovechar la proximidad funcional entre el pernio de una verja que da a un jardín y el pliego de un libro para establecer la identidad entre familia y conocimiento. Véase que la consulta de la página (dócil) no se anima por la búsqueda de un saber nuevo sino por una frecuente devoción: no se trata de aprender sino de reverdecer lo sabido, de reingresar en un espacio sagrado en que se conocen costumbres y almas, y en el que la propia dimensión no admite impostura. La trascendencia, esta vez en forma de identidad, surge de la fusión en una comunidad de almas que requiere, como primera providencia, desnudez de ánimo, renuncia a todo adorno o simulacro. Fiel a su fondo escéptico y desengañado, ese ser humano renovado, paradójicamente, se vuelve accidental y se despersonaliza: ingresa en una Realidad innegable, cuya naturaleza tiene de perdurable lo que tiene de inanimada.

En un registro parecido de epifanía personal, Cercanías; que dice así:

«Los patios y su antigua certidumbre, / los patios cimentados / en la tierra y el cielo. / Las ventanas con reja / desde la cual la calle / se vuelve familiar como una lámpara. / Las alcobas profundas / donde arde en quieta llama la caoba / y el espejo de tenues resplandores / es como un remanso en la sombra. / Las encrucijadas oscuras / que lancean cuatro infinitas distancias / en arrabales de silencio. / He nombrado los sitios / donde se desparrama la ternura / y estoy solo y conmigo.»

Como ocurría con Calle desconocida, el poema concita sensación de intimidad al llevar al lector desde un escenario exterior hasta el rincón más recóndito de la casa. Los espacios abiertos son asertivos; evocan antiguas certidumbres, firmes cimientos, familiaridades enrejadas; son en cierto sentido, metáfora de conocimiento. Frente a ellos, la descripción del interior propende a la indeterminación; en ellos se agavillan profundidades, destellos, resplandores, oscuridades y silencios. Es un decorado en el que lo intelectual se ve desplazado por lo sentimental. Este poema es en cierto sentido, el negativo moral de Llaneza. Si en aquél, cruzar la verja de un jardín representaba para el yo lírico su ingreso en una comunidad que afirmaba, por la vía de la disolución de los rasgos genuinamente propios, una identidad personal paradójica, en éste, la entrada en la casa implica el ingreso en un espacio imantado por la nostalgia pero carente de comunidad. Es el roce con la ausencia el que lleva a la conciencia de los límites precisos de un yo que, ahora sí, no se disuelve.

Como si Borges asignara al ocaso alguna fuerza telúrica especial, son varios los poemas de Fervor dedicados al atardecer. Entre ellos, porque aúna la particular querencia borgiana por la palabra precisa, su habitual acogida de la discontinuidad cotidiana y un tratamiento muy vanguardista de la metáfora, me parece memorable Atardeceres:

La clara muchedumbre de un poniente / ha exaltado la calle, / la calle abierta como un ancho sueño / hacia cualquier azar. / La límpida arboleda / pierde el último pájaro, el oro último. / La mano jironada de un mendigo / agrava la tristeza de la tarde. //El silencio que habita los espejos / ha forzado su cárcel. / La oscuridá es la sangre / de las cosas heridas. / En el incierto ocaso / la tarde mutilada / fue unos pobres colores.

Lo primero que se percibe es la alteración brusca del estado de ánimo. El arranque del poema es de un optimismo desconcertante; describe un escenario promisorio, en el que todo parece estar cargado de posibilidades: clara, exaltado, calle abierta, ancho sueño, cualquier azar. Y de repente todo se desbarata; a la idea de potencia sucede la de pérdida y declive: pierde el último pájaro, mano jironada, mendigo, tristeza. Es ese el punto en que se compone, por sinestesia, una magistral metáfora en la que se combinan las ideas de oscuridad y silencio: la imagen que vierten los espejos no es propia; es un eco ajeno, una forma de alienación, una cárcel. Lo que refleja un espejo sin luz es la no imagen, una liberación en forma de silencio. Cuando declina el mando de la luz, se invierte la polaridad, y los objetos son heridos por el silencio, relegados a su ser más humilde.

Resumiendo, Fervor de Buenos Aires es un poemario que permite hacerse una idea cabal de la forma en la que Borges concibe la poesía: intimista sin sensiblería, intelectual sin frialdad, precisa sin rebuscamiento y metafórica sin manierismo. Una colección de poemas que pasado un siglo desde su publicación son una fuente de placer para cualquier aficionado a la poesía.
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[1] Citas, de Poesía Completa, Madrid, Ediciones Destino, 2009.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso; dos barras (//), un salto de estrofa; un guion bajo al principio de verso (_), una sangría izquierda del texto.
Los interesados disponen de una versión completa del poemario en www.parnaíso.fervordebuenosaires.es.
[2] La inteligencia de esta sentencia ha de entenderse referida a la oposición entre Unitarios y Federales, responsable de las guerras civiles que se sucedieron en Argentina durante la primera mitad del siglo XIX. Resumiendo la pugna de un modo muy grosero, enfrentaría a los partidarios de tesis liberales de inspiración británica con partidarios de modelos económicos proteccionistas y fórmulas constitucionales de inspiración estadounidense.
[3] Ahora el mar es una larga separación entre la ceniza y la patria. Juan Manuel de Rosas se exilia en Inglaterra, y fallece en Southampton el 14 de marzo de 1877. Por el tiempo en que se publicó Fervor de Buenos Aires sus restos mortales continuaban en Europa; fueron repatriados en el año 1989.

domingo, 21 de marzo de 2021

XVI. UN TRIBUTO A LA MEMORIA DE AURELIO DESDENTADO BONETE

[1]

Aurelio está en mi recuerdo desde que me reconozco a mí misma como aprendiz de iuslaboralista. Creo que le conocí personalmente en una de aquellas jornadas de Albacete, que organizaban Antonio Baylos, Luis Collado, Enrique Lillo y tantos otros insignes y admirados maestros; y ya desde entonces se convirtió en un referente indispensable para mi proceso de aprendizaje. [2]

Con el paso de los años, el destino me anudó a él de muy diversas formas. Primero, porque coincidimos —casualidad o sintonía— en inquietudes intelectuales y doctrinales. Muchas de mis modestas publicaciones entablaron diálogo con sus magníficos trabajos sobre cuestiones centrales de nuestra disciplina. Más tarde, porque la vida me llevó al Tribunal Supremo, donde el vínculo de magisterio, amistad, cariño y complicidad fraguó de manera definitiva.

Aurelio disfrutaba y te hacía disfrutar de una conversación dando un paseo desde la Plaza de la Villa de París a la librería Antonio Machado, a cualquier restaurante cercano para compartir comida y buen vino, o a su casa de El Escorial. Era un paseante y un conversador fascinante. Y en cualquiera de aquellos momentos prodigaba su saber de jurista cabal y concienzudo, pero también de intelectual librepensador y de hombre erudito. Hemos hablado, mejor dicho, le he escuchado con aprovechamiento tratar sobre Derecho, no solo del Trabajo, filosofía, literatura, poesía (qué lujo compartir con él, parte de su familia y mi querido Ignacio González del Rey la entrega del premio del Cafetín Croche en El Escorial). Fuimos juntos a mil sitios, a sesiones divulgativas a la Escuela Julián Besterio de la UGT, al CES. Siempre que podía, acudía desprovisto de escolta y de chofer, haciendo gala de su sencillez y despreocupación. Le recogía su mujer, Lola, o desplegaba su espíritu juvenil oficiando de copiloto para Magda Nogueira y su “bólido”; lo que sirve también para ilustrar su sana pasión por las mujeres, de las que sabía rodearse tanto en la vida personal como en la profesional.

Era un hombre vital y generoso, que prodigaba su vasto y profundo conocimiento como un igual, sin marcar diferencias ni jerarquías. Magnánimo en el elogio, nunca le mandé un escrito, por simple que fuera, al que no me respondiera con una sugerencia aprovechable o con una crítica laudatoria. Creía que los trabajos en los que estábamos empeñados tenían un momento de madurez, y una vez alcanzado, había que sacarlos adelante y publicarlos. Y eso me ha ayudado mucho.

Tengo una deuda intelectual con él impagable, pero la tengo tal vez mayor en el plano personal. Aurelio, también Lola, estuvieron a mi lado en momentos decisivos y difíciles de mi vida. Fue un amigo cercano y abnegado, incondicional y siempre disponible. Me consta que lo ha sido con muchas más personas. Si tuviera que destacar lo que para mí ha representado, además de en la esfera intelectual, científica y profesional, se resumiría diciendo que era un enamorado del amor. Del que destilaba por todos los poros de su cuerpo hacia Lola, su mujer, Eva y Elena, sus hijas, y sus nietos, Pero también hacia los demás, por el amor que él presentía y percibía en los que le rodeaban.

Y termino. Hasta para morirse Aurelio ha sido significativo. Se ha despedido de todos nosotros en el día del Padre, el 19 de marzo del año 2021, dejándonos a los que le queremos un poco huérfanos.
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[1] Fotografía, de www.contemporaneos2005.blogspot.com.
[2] Una semblanza entrañable de la colaboración de Aurelio con profesores de Derecho del Trabajo la hace Antonio Baylos en su blog, que puede verse aquí: www.baylos.blogspot.com.

domingo, 21 de febrero de 2021

II. EL NUEVO COMPLEMENTO PARA REDUCIR LA BRECHA DE GÉNERO EN LAS PENSIONES

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Por Iván A. Rodríguez Cardo

Empiezo estas líneas agradeciendo la invitación a los administradores del blog, y disculpándome de antemano si no soy capaz de adecuarme debidamente a las pautas de estilo, forma, tono y sin duda calidad que se desprende del resto de entradas. Parto de la premisa de que este es un blog público, al que se puede acceder con libertad, y que pese a su título no es un blog para juristas que quieran descubrir novedades literarias/poéticas, ni un blog para amantes de la literatura que quieran profundizar en aspectos jurídicos. Internet permite que puedan asomarse a estos balcones simplemente quienes se interesen por un tema concreto al que pueden llegar tras una búsqueda simple en los portales más comunes, principalmente Google. Por tanto, adelanto ya que no tengo intención de publicar un artículo jurídico en sentido estricto, sino una mera aproximación a una medida que tiene un significado político, ideológico, social y jurídico de gran calado, pero que no se ha configurado de la mejor manera posible, desde un plano jurídico. Esa es, la jurídica, la perspectiva de aproximación de las siguientes líneas, pero sin pretensión de gran precisión técnica en el lenguaje ni de profundizar con detalle en cada concreto aspecto, para que pueda ser útil a personas sin formación específica en el Derecho. En cualquier caso, dejo las consideraciones ideológicas para quienes gusten de hacer valoraciones de esa índole.

Como premisa de partida, es un hecho constatado que las pensiones que perciben las mujeres son más bajas que las que reciben los varones. Estadísticamente es un dato incuestionable y por ello se alude a “brecha prestacional”. La razón es simple. Las pensiones se calculan a partir de bases de cotización, que a su vez se relacionan directamente con el salario, de modo que los salarios más elevados disfrutan de pensiones más altas. Y es también un hecho cierto, y la administradora de este blog lo ha demostrado y ha obtenido un premio de investigación por ello, que los salarios de las mujeres son inferiores a los de los hombres, porque la “brecha salarial” existe. Por consiguiente, la “brecha prestacional” es una consecuencia de la “brecha salarial”, de modo que si se remediase la “brecha salarial” aparentemente no habría tal “brecha prestacional”.

Quizá la realidad sea un poco más compleja, porque la “brecha salarial” tiene causas muy diversas. Algunas se pueden combatir desde el derecho, pero otras a menudo se vinculan a decisiones (hay quien lo llamaría “renuncias”) de tipo personal. Si la “brecha salarial” pudiera eliminarse meramente a través de los principios de igualdad y no discriminación aplicados a la configuración del salario seguramente ya no existiría, o estaría a punto de ser erradicada, pero algunos factores son más profundos. De ahí que el legislador decidiera actuar directamente en el plano de las prestaciones, para que las diferencias de salario producto de la “brecha de género” no repercutieran con toda su intensidad en las pensiones, lo que derivó en el “complemento por maternidad”, regulado inicialmente en la DF 2ª de la Ley de Presupuestos para 2016 (Ley 48/2015). La referencia legal es, en este caso, relevante, porque muestra que ese complemento fue diseñado con bastante premura (no se incluyó en el Proyecto de Ley, sino a través de una enmienda durante la tramitación parlamentaria), con una finalidad eminentemente electoral, y por tanto no es de extrañar que adoleciera de defectos técnicos.

El complemento beneficiaba a las mujeres madres —biológicas o por adopción— de dos o más hijos, que disfrutarían de un incremento de su pensión contributiva (de jubilación, incapacidad permanente o viudedad) de entre un 5 y un 15% en función del número de descendientes, sin que fuera relevante si los hijos seguían o no vivos o si habían causado un perjuicio a la carrera profesional de la madre. No obstante, quizá lo más relevante es que el complemento, incorporado a la LGSS en el art. 60, no contemplaba expresamente como finalidad la erradicación de la “brecha prestacional”, sino que, sorprendentemente, trataba de compensar a las mujeres «por su aportación demográfica».

Como se adelantó, era un complemento con un diseño desafortunado, porque incrementar la pensión en un determinado porcentaje siempre beneficia más a las cuantías elevadas, que sufren menos “brecha prestacional”, y seguramente también derivan de una menor “brecha salarial”, amén de que reconocer el complemento a las pensiones máximas resulta muy extraño, porque ninguna “brecha prestacional” puede sufrir quien percibe la más alta pensión posible. En cualquier caso, resultaba sorprendente que la finalidad declarada del complemento fuera la «aportación demográfica», porque la adopción permitía disfrutar del complemento y resultaba imposible de justificar la exclusión de los hombres.

Por esas razones, y algunas otras, la STJUE de 12/12/2019, asunto WA, [2] concluyó que ese complemento era contrario al Derecho de la UE, pues discriminaba al varón, cuya aportación «a la demografía es tan necesaria como la de las mujeres». Por supuesto, el Gobierno español alegó que el complemento pretendía asimismo combatir la “brecha prestacional”, aun cuando nada dijera el precepto, pero el TJUE rechazó el argumento esgrimiendo varias razones:

1. «La circunstancia de que las mujeres estén más afectadas por las desventajas profesionales derivadas del cuidado de los hijos porque, en general, asumen esta tarea, no puede excluir la posibilidad de comparación de su situación con la de un hombre que asuma el cuidado de sus hijos y que, por esa razón, haya podido sufrir las mismas desventajas en su carrera».

2. «La existencia de datos estadísticos que muestren diferencias estructurales entre los importes de las pensiones de las mujeres y las pensiones de los hombres no resulta suficiente para llegar a la conclusión de que, por lo que se refiere al complemento de pensión controvertido, las mujeres y los hombres no se encuentren en una situación comparable en su condición de progenitores».

3. El diseño del complemento de maternidad «no contiene ningún elemento que establezca un vínculo entre la concesión del complemento de pensión controvertido y el disfrute de un permiso de maternidad o las desventajas que sufre una mujer en su carrera debido a la interrupción de su actividad durante el período que sigue al parto».

4 «En particular, se concede dicho complemento a las mujeres que hayan adoptado dos hijos, lo que indica que el legislador nacional no pretendió limitar la aplicación del artículo 60, apartado 1, de la LGSS a la protección de la condición biológica de las mujeres que hayan dado a luz».

5. «Esta disposición no exige que las mujeres hayan dejado efectivamente de trabajar en el momento en que tuvieron a sus hijos, por lo que no se cumple el requisito relativo a que hayan disfrutado de un permiso de maternidad. Este es el caso, concretamente, cuando una mujer ha dado a luz antes de acceder al mercado laboral».

6. Y se insiste en que la legislación española «no supedita la concesión del complemento de pensión en cuestión a la educación de los hijos o a la existencia de períodos de interrupción de empleo debidos a la educación de los hijos, sino únicamente a que las mujeres beneficiarias hayan tenido al menos dos hijos biológicos o adoptados y perciban una pensión contributiva de jubilación, viudedad o incapacidad permanente en cualquier régimen del sistema de Seguridad Social».

7. «El complemento de pensión controvertido se limita a conceder a las mujeres un plus en el momento del reconocimiento del derecho a una pensión, entre otras de invalidez permanente, sin aportar remedio alguno a los problemas que pueden encontrar durante su carrera profesional y no parece que dicho complemento pueda compensar las desventajas a las que estén expuestas las mujeres ayudándolas en su carrera y garantizando en la práctica, de este modo, una plena igualdad entre hombres y mujeres en la vida profesional».

Esos son, en esencia, los argumentos del TJUE, que generaron un problema de envergadura para la Seguridad Social española. En efecto, esa sentencia debería haber conllevado el reconocimiento del complemento a los hombres en las mismas condiciones que a las mujeres, lo que, más allá del coste económico que supone para las debilitadas arcas de la Seguridad Social (los dos progenitores lo cobrarían), da lugar a un efecto perverso, porque incrementa la brecha prestacional, ya que el complemento para los hombres sería superior al de las mujeres al aplicarse el porcentaje a una pensión de mayor importe (en términos estadísticos). Seguramente por ello el INSS ha denegado sistemáticamente las solicitudes presentadas por varones, y en las últimas semanas/meses están publicándose sentencias que, en general, reconocen ese complemento también a los hombres, lo que generará una desigualdad manifiesta entre quienes han acudido a la vía judicial y quienes no lo han hecho, que habrán sido discriminados (no lo digo yo, lo dice el TJUE) sin compensación alguna ante la falta de reconocimiento de oficio del complemento por parte del INSS.

Evidentemente, esta anomalía no podía perpetuarse, pero sorprende que el legislador haya sido tan poco diligente. El contexto COVID no puede utilizarse como excusa y la situación debiera haberse remediado durante el primer trimestre de 2020, antes de la declaración del estado de alarma. Sin embargo, más de un año hubo de transcurrir hasta que el Real Decreto-Ley 3/2021 puso fin al complemento por maternidad y lo sustituyó por el complemento para la «reducción de la brecha de género». [3] Los rasgos más relevantes del nuevo complemento son los siguientes:

1. Se reconoce a las mujeres que hayan tenido al menos un hijo (ya no dos, lo que parece más razonable) y sean beneficiarias de una pensión contributiva de jubilación (salvo jubilación parcial), incapacidad permanente o viudedad.

2. También se reconoce a los hombres, pero en su caso con requisitos adicionales. Para disfrutar del complemento si son pensionistas de viudedad es necesario que haya hijos con derecho a la pensión de orfandad. En caso de pensiones de incapacidad permanente y jubilación ha de probarse un perjuicio para la carrera profesional, en términos bastante estrictos, y complejos.

3. Sólo uno de los dos progenitores puede disfrutar del complemento, no los dos a la vez. Se contemplan reglas para decidir cuál de los dos tiene derecho, y no siempre son sencillas, porque no se causará pensión al mismo tiempo, lo que puede suponer que uno de los dos perciba el complemento durante un tiempo pero lo pierda cuando el otro progenitor acceda a la pensión y lo solicite.

4. El importe del complemento (en 2021, porque puede incrementarse cada año) es de 27 euros mensuales por cada hijo, con un máximo de cuatro. Por tanto, el importe máximo del complemento es de 108 euros al mes.

5. Este complemento seguirá vigente en tanto pueda apreciarse la brecha de género, entendida una diferencia de al menos un 5% entre el importe medio de las pensiones de jubilación contributiva causadas el año anterior por los hombres y por las mujeres.

6. Quienes percibían el complemento por maternidad pueden mantenerlo o bien optar por este nuevo complemento, pero no pueden percibirse los dos al mismo tiempo.

¿Se ajusta este nuevo complemento a los requisitos exigidos por el TJUE y cumple su propósito de reducir la brecha de género? En primer lugar, siguen sorprendiendo los notables, casi groseros, defectos de técnica legislativa, que habrían de corregirse. Al margen de que el complemento no puede cobrarse en 14 pagas en caso de pensiones por contingencia profesional, que se perciben en 12 pagas, es evidente que no puede ser requisito «causar una pensión de viudedad» (en caso de que el complemento se aplique a esta pensión), porque el sujeto causante de una pensión de viudedad es la persona que fallece; el legislador no puede confundir al sujeto causante con el beneficiario. Y resulta curioso (más bien inaudito) que, en caso de disputa entre dos progenitores para decidir quién cobra el complemento, los efectos económicos se produzcan «el primer día del mes siguiente al de la resolución, siempre que la misma se dicte dentro de los seis meses siguientes a la solicitud o, en su caso, al reconocimiento de la pensión que la cause», pero que, «pasado este plazo, los efectos se producirán desde el primer día del séptimo mes». Es decir, si la Administración resuelve en seis meses se retrotraen los efectos económicos, pero si tarda más en resolver no se produce esa retroacción, lo que probablemente supone «castigar» al beneficiario por la falta de diligencia de la propia Administración.

Pero más allá de eso, este complemento, que ahora sí trata de paliar la brecha de género, debería haber sido diseñado con más cuidado y precisión. Por lo pronto, es clara y notablemente discriminatorio para el varón. Es más, si se repasan las críticas de la sentencia del TJUE, y que antes se transcribieron, se aprecia sin dificultad que se pueden utilizar argumentos similares. La mujer tiene derecho al complemento por ser madre y pensionista, sin más. El perjuicio para su carrera profesional se presume iuris et de iure, esto es, se entiende que por el hecho de ser mujer ha sufrido un perjuicio en su pensión, sea o no cierto. Por tanto, una mujer que tuvo un hijo cuando aún no trabajaba, ese hijo falleció y esa mujer, que no tuvo más hijos, posteriormente desarrolló una actividad profesional exitosa disfrutará del complemento, incluso si su pensión alcanza la cuantía máxima legalmente posible. Sin embargo, el varón debe acreditar necesariamente un perjuicio —serio— para su carrera profesional. En el caso de los beneficiarios de la pensión de viudedad la diferencia es también evidente, porque la norma es consciente de que el beneficiario de la pensión de viudedad puede no haber trabajado nunca. La mujer percibirá el complemento por el hecho de ser mujer y ser (o haber sido) madre, mientras que un hombre no sólo debe tener hijos vivos, sino que además han de ser pensionistas de orfandad, lo que implica que han de ser jóvenes (o discapacitados), y seguramente también que el complemento se perderá cuando se extinga la pensión de orfandad, mientras que para la mujer tendrá carácter vitalicio. En realidad, los requisitos para los padres son tan exigentes que el objetivo final es que no perciban el complemento, mientras que en el caso de las madres el reconocimiento es automático, lo que parece contrario a la sentencia del TJUE.

Este nuevo diseño del complemento resulta sorprendente, aunque es cierto que la sentencia del TJUE estableció unos condicionantes muy difíciles de salvar. Sin ninguna duda, el complemento anterior era discriminatorio por razón de sexo, pero no puede olvidarse que hay una diferencia sistémica que es necesario corregir y no debería cuestionarse la pertinencia de un complemento de pensión únicamente para las mujeres, porque la «brecha prestacional» existe. El TJUE parece vincular directamente la brecha prestacional a la brecha salarial, y de algún modo remite a medidas que corrijan la brecha salarial y los perjuicios “visibles” en la carrera de seguro de la trabajadora (dejar de trabajar, cotizar menos, etc.). Esa es una perspectiva enormemente reduccionista y desenfocada, que seguramente pueda encajar en la interpretación de una directiva concreta, pero que debe ser superada. Desde luego, no parece que una Directiva de 1978, que es la utilizada en este caso, sea el mejor parámetro para medir una medida en el contexto de 2021, por más que el complemento anterior fuera claramente discriminatorio, o al menos no ha de ser el único parámetro jurídico.

Por lo pronto, la brecha prestacional no debería conectarse, al menos completamente, a situaciones de discriminación directa, sino que, como antes se insinuaba, muchas veces esa diferencia de pensión se debe a renuncias más o menos voluntarias que se tratan de encajar en el concepto de discriminación, y que en ocasiones seguramente pueden calificarse de ese modo, pero no siempre es tan sencillo. Piénsese, por ejemplo, en la mujer que voluntariamente renuncia a un ascenso o a un puesto mejor remunerado porque requiere mucha más disponibilidad horaria o viajes muy frecuentes. No me refiero a supuestos en los que la empresa relega a esa trabajadora por tener hijos, sino a que es la propia trabajadora la que prefiere ocupar otro puesto simplemente porque no quiere viajar o no quiere trabajar en determinados horarios o con un determinado régimen de disponibilidad horaria. Podrá achacarse esa decisión a un determinado modelo social no igualitario que debe cambiarse (“techo de cristal”), podrá insistirse en el fomento de políticas de corresponsabilidad, en las políticas de cuotas, podrá aducirse que eso también ocurre en el caso de algunos varones, pero lo cierto es que ese tipo de renuncias afectan más a mujeres. Lo mismo sucede en muchas ocasiones con la búsqueda consciente y voluntaria de un trabajo a tiempo parcial, y que se traduce en estadísticas que muestran una diferencia clara por razón de sexo. No me refiero a jornadas a tiempo completo que por motivos de conciliación se convierten en jornadas a tiempo parcial, pues ya hay remedios legales para evitar o reducir perjuicios en las prestaciones de Seguridad Social ante tales circunstancias, sino a la búsqueda de un trabajo a tiempo parcial —y no uno a tiempo completo— como mejor opción para compatibilizar las obligaciones familiares, personales y laborales. Porque se quiera o no se quiera, lo cierto es que la mujer sigue asumiendo una mayor carga en esas tareas, lo que se traduce a largo plazo en mayores dificultades para acceder a una pensión y en una menor cuantía. Y no siempre la situación encaja en una discriminación susceptible de remedio por vía legal, porque hay opciones personales legítimas que, se compartan o no, merecen respeto, y no son los tribunales los que pueden, ni deben, actuar en estos casos.

Precisamente por ello, el legislador ha de contar con un margen de actuación razonable, pero ha de ser muy preciso en el diseño de un complemento para paliar estas consecuencias. Por lo pronto, ha de decidir si ese complemento trata de compensar el perjuicio individual que sufre un trabajador por el hecho de tener hijos —y cuidarlos— o se dirige a erradicar una diferencia sistémica. En el primer caso tanto los hombres como las mujeres han de tener derecho al complemento y en las mismas condiciones, porque de lo contrario se estará discriminando a uno de ellos. Si el trabajador ha perdido su trabajo o ha visto reducida su cotización por tener que cuidar de los hijos, ser hombre o mujer es irrelevante.

Otra cosa distinta es que se pretenda corregir una diferencia sistémica, como es la brecha prestacional. En tal caso no tiene ningún sentido reconocer un complemento a los hombres, porque no sufren la brecha y, además, percibir el complemento agrandaría la diferencia sistémica. Sin embargo, tampoco parece razonable reconocer el complemento sin más a cualquier mujer, o a cualquier mujer que en algún momento haya tenido un hijo. Pueden introducirse otros elementos o factores de valoración que no impliquen necesariamente una discriminación directa o evidente (porque en tal caso habría de reconocerse igualmente al varón en las mismas circunstancias), sino que estén en la base de esa diferencia sistémica. Por ejemplo, si el propósito es erradicar la brecha prestacional habría que excluir del complemento a las pensiones más elevadas, principalmente a las máximas; también debería hacerse un ajuste más fino por actividades para detectar en qué profesiones hay más brecha salarial y en cuáles no hay, y por tanto no se justifica el complemento; podría exigirse que los hijos hubieran vivido un determinado tiempo, porque se ha llegado a plantear si en caso de aborto se podía percibir el complemento por maternidad, y tal supuesto podrá haber discriminación, pero resulta poco probable que haya perjudicado una carrera de seguro a largo plazo; podría establecerse un complemento más generoso o específico para el tiempo parcial, al menos mientras mayoritariamente sea ocupado por mujeres… Y, para dejar claro que el propósito es erradicar la brecha de género, deberían excluirse las pensiones de viudedad de este complemento, porque estas pensiones se calculan en atención a la cotización de quien ha fallecido, no de quien las percibe. La mayoría de los beneficiarios de pensiones de viudedad son mujeres, de modo que esas pensiones se calculan a partir de salarios de varones, más elevados, con lo que la brecha prestacional en este caso seguramente afectaría en mayor medida al varón, pues su pensión de viudedad se calcula conforme al salario de cónyuge/pareja de hecho, de ordinario una mujer, y por tanto con menor salario (en términos estadísticos). Otra cosa es que se entienda que las pensiones de viudedad tienen un importe reducido, o que muchas pensionistas de viudedad renunciaron a su carrera profesional para dedicarse al cuidado de la familia, pero esa situación puede haber acontecido con o sin hijos y desde luego el remedio no puede consistir en un complemento de 27 euros mensuales. La justificación del complemento en una pensión de jubilación o de incapacidad permanente no es la misma que en una pensión de viudedad.

Con esas cautelas, un complemento para reducir la brecha de género debería superar el examen del TJUE, porque obviamente no tiene sentido incluir a los hombres en un complemento con esa finalidad cuando no sufren la brecha de género. Pueden haber padecido discriminación, pero las medidas y remedios podrían (o deberían) ser distintas. El legislador, sin embargo, ha preferido un complemento híbrido, que será declarado discriminatorio en el futuro casi con total seguridad, y que puede dar lugar a situaciones extrañas. Por ejemplo, si el varón/padre está cobrando el complemento y posteriormente la madre accede a la pensión, ésta sólo percibirá el complemento si lo solicita y sigue los trámites correspondientes, lo que supondría la pérdida del complemento para el varón. Si no viven juntos (por ejemplo, en caso de divorcio), así sucederá, sin duda, pero si viven juntos no parece tener demasiado sentido, porque el importe será el mismo para ambos. En tal caso el complemento estará incrementando la brecha de género en lugar de reducirla. Por tanto, el complemento para reducir la brecha de género debería beneficiar exclusivamente a las mujeres. Si lo que se quiere es evitar perjuicios específicos en forma de reducción de cotización durante determinados períodos de tiempo por cuidado de hijos, lo más razonable seguramente sería extender las reglas sobre períodos de cotización u ocupación ficticia, que ya existen y permiten (tanto a hombres como a mujeres) computar como cotizados ciertos períodos en los que no se trabaja, o como cotizados a tiempo completo períodos de trabajo a tiempo parcial precisamente por esas circunstancias. Mezclar ambas finalidades en un mismo complemento no parece que pueda conducir a un buen resultado (jurídico).
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[1] Fotografía, de www.shorpy.com.
[2] C–450/18 (ECLI:EU:C:2019:1075); en www.curia.europa.eu.
[3] Real Decreto-ley 3/2021, de 2 de febrero, por el que se adoptan medidas para la reducción de la brecha de género y otras materias en los ámbitos de la Seguridad Social y económico; en www.boe.es.

domingo, 7 de junio de 2020

VIII. EL TRIUNFO DE LA MUERTE Y LA DEMOCRACIA DE LOS LACTANTES

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El arte es un sofisticado código de comunicación que, con vocación de trascendencia, puede proyectar significado a un tiempo en áreas tan dispares como ideología, moral, estética y emoción; de hecho, es la preeminencia de unas sobre otras de estas facetas un buen indicador del cambio de patrón cultural. Las obras de arte nos ayudan a comprender, por ejemplo, los cambios de mentalidad que van del Medievo al Renacimiento, y a ver cómo esos cambios se aceleran y transforman en revolución en el tránsito del hombre moderno al contemporáneo: son difíciles de concebir dos estados mentales más distanciados; en cierto sentido, el propio concepto de arte es expresivo de esa distancia.

El espectador antiguo era, fundamentalmente, un sujeto ideológico–moral; la obra de arte estaba al servicio de la legitimación del poder y del cuidado de las costumbres. Si no fuera exacerbar la piedad de los creyentes, alentar en la feligresía la observancia ciega a los mandatos de la Iglesia y abrumar al populacho con la magnificencia de la obra de Dios, ¿por qué construir catedrales, ornarlas con intrincados retablos y cuidarse de que los mejores pinceles del mundo conocido se encargasen de historiarlos? Si no fuera acreditar el poder y presentarlo como la emanación de un estado natural del ser o de la voluntad divina, ¿qué sentido tenía para Carlos I hacerse retratar en triunfo por Tiziano?, ¿para qué iba a requerir Enrique VIII del quehacer de Holbein? Si no fuera exhibir estatus social y suscitar miradas envidiosas entre amigos no tan amistosos y rivales comerciales, ¿para qué iban los Arnolfini o los Cassotti del mundo a necesitar de los Van Eyck o de los Lotto? No estoy extirpando de raíz la posibilidad de que comitentes tan insignes fuesen incapaces de experimentar la plenitud de la belleza y dejarse inundar por el anhelo de compartirla con el censo más o menos amplio de personas que accedieran a su contemplación; simplemente dudo de que fuera ése su estímulo primario.

Por el contrario, el espectador contemporáneo es, fundamentalmente, un sujeto estético–emocional. Quien hoy va a un museo —y excluyo a quien lo hace porque está pautado por las buenas costumbres dejarse ver por uno de vez en cuando para no parecer un Lucio Mumio cualquiera— no dirige su atención hacia las obras allí expuestas para comprender el sentido del mundo que le rodea sino para comprenderse a sí mismo, en forma de chute sentimental. En correspondencia con un tiempo, en teoría, racional, en que ciencia, economía o política monopolizan la maquinaria de creación de significados, el hombre contemporáneo puede prescindir de toda fuente de logos espiritualizada por los cánones de la belleza; dicho de otro modo, el arte es uno de los pocos reductos de actividad humana en que se puede apelar de modo abierto a la irracionalidad sin verse comprometido. Esto no quiere decir que el componente moral o ideológico de la obra de arte se haya volatilizado por completo, sino simplemente que se ha visto relegado a una existencia subalterna. Y es un ser ideológico–moral tan subalterno, que ni siquiera ejerce sus funciones de primera mano sino de un modo vicario, en tanto en cuanto pueda participar de la gran creación espiritual de nuestro tiempo, a saber, de la condición de mercadería. Un Van Gogh o un Matisse legitiman el estatus de un próspero hombre de negocios no porque sus pinceladas canten loas al orden burgués, sino porque son cromos caros que sólo están al alcance de las chequeras mejor provistas. No es de extrañar, por tanto, que el arte haya evolucionado hacia formas abstractas y no figurativas a medida que el ingenio financiero y bursátil ha ido aumentando la carga fiduciaria que subyace a la fabricación del dinero, desembocando en formas monetarias cuya espiritualidad desafía a los dioses más linajudos.

Hay, no obstante, casos excepcionales en que una obra de arte puede atravesar los reparos del tiempo, desplegando todos sus efectos en eras bien distantes; a ello contribuyen, sin duda, el carácter más o menos universal del tema tratado, la maestría del artista o, caso más raro, el advenimiento de circunstancias inusuales que hermanen esas épocas, generalmente, para mal: desastres naturales, epidemias, guerras, etc. Entiéndaseme bien; no estoy afirmando que la enfermedad y la muerte se vivan de igual modo en el presente, por más grave que sea su crisis sanitaria, que en el siglo XVI en que se pintó el cuadro que inspira estas líneas. Ni remotamente; en aquellos años, la muerte era una presencia que tenía de abrumador todo lo que tenía de cotidiano. Las epidemias se sucedían ininterrumpidamente —en un solo año, de 1665 a 1666, Londres vio cómo una peste segó la vida de casi un cuarto de su población—, las guerras de religión vivían su momento de triste esplendor y el hambre era la norma, no la excepción. La muerte no era algo teorético, que se pudiera confinar en hospitales asépticos y tanatorios recoletos, sino una realidad omnipresente, devastadora e intransigente. Sin embargo, lo relevante, desde el punto de vista de la lectura artística, no es cuánto tienen en común las vidas del creador y de su público, sino la posibilidad de que la misma obra, concebida en un tiempo y a la luz de una experiencia limitada, pueda abandonar los confines de su época y ser vista, siglos después, como algo más que un mero fetiche cultural ante el que tirarse un selfie; en concreto, como advertencia de la que extraer lección moral.

Lo primero que se puede decir de El triunfo de la muerte es lo evidente: que es una obra maestra, en la que, superada la inicial repulsión que genera lo macabro de las escenas, se impone la delicadeza de ejecución. El autor milita en un manierismo medievalizante. A contrapelo de la tendencia dominante en la época, favorable al estudio pormenorizado del punto de fuga, Bruegel apuesta por una composición más plana, sin renunciar con ello a la mayor profundidad de campo posible. El resultado es un cuadro poco estructurado, en el que la información no se ordena en torno a una escena principal, y va perdiendo jerarquía a medida que se aleja de ella hasta quedar diluida por sfumato en un paisaje vaporoso e irreal. Nada más separado de la intención del pintor; en todos los planos del cuadro están ocurriendo cosas que reclaman la atención del espectador; cuando es menester se sacrifica la proporción de las figuras en aras de una mayor nitidez descriptiva —vemos ejecuciones en lontananza cuyos protagonistas tienen mayor talla que otros que les preceden—; y el paisaje no es un mero marco sino un espacio relevante ocupado por la acción; más en concreto, por los antecedentes inmediatos de la acción que ocupa el primer plano. Porque es ésa la gran aportación de Bruegel: donde otros pintores superan el hieratismo propio del período clásico recurriendo a escorzos forzados y retorcimientos anatómicos de los modelos —a los que, por cierto, tampoco se renuncia; fijémonos, si no, en los dos espadachines que contienden con las huestes de la muerte en el primer plano, en particular, en el que continúa su porfía desde el suelo—, Bruegel apuesta porque sea la propia composición la que genere sensación de movimiento: el cuadro avanza; la acción va desde el horizonte hacia el primer plano, favoreciendo la conexión empática entre el espectador y los protagonistas; da la sensación de que la pintura tiene una continuidad natural fuera de sí; lo que es de suma importancia para la mayor efectividad de la conclusión moral. Aunque sobre esto volveremos más tarde.




El propio paisaje experimenta la transición, la idea de avance, pasando de unas colinas perfectamente perfiladas por el resplandor de un incendio forestal que se intuye tras ellas, a un tramo central de montes desvanecidos por el humo, para concluir en un cielo moteado por el vuelo de lo que parecen cuervos; da la impresión de que son estas aves siniestras las que arrastran el lienzo ceniciento tras de sí. En estas estampas tan distantes del primer plano Bruegel ya nos traslada una idea poderosa: la inutilidad de la huida. Las naves fondeadas en la ensenada se han echado al través, y las que lograron hacerse a la mar arden en llamas en la línea del horizonte; un hombre desnudo huye acosado por un perro que le muerde la pantorrilla; otro se esconde semidesnudo en el hueco de un tronco seco, buscando cuartel para su agonía: va herido de muerte con una lanza clavada en la espalda. El avance del ejército de calaveras es imparable: un escuadrón de caballería del apocalipsis hostiga a una turba campesina que ya se bate en retirada hacia una posición en la que va a verse copada por un segundo frente sepulcral; el pintor nos anticipa la suerte funesta de estas gentes antes aun de que se produzca.


Una observación somera podría consolidar la idea de que todo es confusión y abigarramiento; sin embargo, si nos fijamos con detalle vemos que la victoria de la muerte implica la erección de un nuevo orden, y que la labor destructiva es más planificada de lo que aparenta: los árboles se talan con esmero, las inhumaciones se cumplen disciplinadamente, las huestes victoriosas que parten desde la torre que está en la bahía desfilan agrupadas en perfecto orden cerrado, al igual que las que permanecen firmes dentro del castro que señorea uno de los promontorios más alejados; las ejecuciones, tanto el ahorcamiento como la decapitación, resultan fieles a una ordenanza; así como el destino de los cadáveres, que se depositan en ruedas carroñeras para cebo de alimañas. Más aún; hay un dominio de lo musical: calaveras que tañen campanas, una sección de añafileros que lucen una toga muy ceremonial mientras soplan su instrumento; otro que toca la zanfoña; otro los timbales. La mezcla de toda esa fanfarria pudiera parecer cacofónica; pero cada uno de los instrumentos marca el ritmo de una escena concreta en la que se ejecuta una acción particular: las campanas acompañan a los entierros; los añafileros componen un coro de la victoria; el toque de timbales encauza las masas hacia el vientre de un gigantesco ataúd; la zanfoña enmarca la cosecha de calaveras y así sucesivamente. Ese orden nuevo es, en algunos casos, la perfecta inversión del orden humano natural; así, en la pequeña laguna que hay en segundo plano, mientras los peces componen una suerte de macabro auditorio, las redes de pesca atrapan a los hombres y los arrastran a la orilla.


Ese segundo plano del cuadro es el reino de las masas. Casi todo se reduce a una montonera de cuerpos anónimos; cuando alguno vuelve su rostro hacia el espectador es para trasladar su absoluto pavor. La vista se va, casi instintivamente, hacia aquellas personas que lucen desnudas, por presentar una imagen agravada de desvalimiento. Resulta increíble la capacidad de anticipación del autor, que más o menos, viene a describirnos con detalle el funcionamiento de la maquinaria de represión totalitaria: la leva siniestra de la muerte fuerza una asociación de ideas inmediata con las imágenes que tantas veces hemos visto sobre los trenes de la muerte del nacionalsocialismo, en la que no falta el personaje iluso que se aferra a su pequeña valija, a su pequeño patrimonio mobiliario, como si le esperase otra cosa que el exterminio: en el caso del cuadro, una pequeña mesita. Y es que con ese detalle aparentemente intrascendental, Bruegel retrata con delicadeza la naturaleza humana: la incapacidad del hombre común, generalmente confiado en el imperio de la ley y de la tradición moral, para asumir la maldad en su grado absoluto, de la que se deriva la capacidad para aferrarse, en contra de toda duda razonable, a la esperanza.


El primer plano se construye en torno a un tópico, cual es la igualación ante la muerte. Se abandona el anonimato y los personajes desvelan su identidad con precisión. La corona yace tumbada: si no está muerto, el rey está moribundo, con la mirada perdida en el infinito, adornado con todos los atributos de su dignidad: corona, collar regio con su insignia correspondiente, manto de armiño, armadura de gala y cetro; y una calavera le recuerda el fin de su tiempo mostrándole un reloj de arena consumido, mientras otra saquea su botín. A su lado, corre similar suerte un obispo arrastrado por otra calavera que, con cierta burla, se cubre con sombrero de dignidad eclesiástica. Pudiera pensarse que la muerte se ceba con la falsa devoción, castigando con saña la venalidad de las autoridades y la simonía. Pero no; un humilde peregrino es despojado de sus ropas y pasado a cuchillo sin miramientos.

Es en la parte inferior derecha del cuadro en la que ocurren cosas más interesantes desde el punto de vista moral; lo que nos permite retomar la idea de continuidad fuera de la obra. La primera de todas es que la batalla se sostiene por un número ridículo de hombres; en concreto, tres. Sorprende la ausencia de contienda; las huestes de la muerte arrasan a unas masas empavorecidas cuya actitud primaria es la de huir, cuando no, resignarse o alienarse. Son muy pocos, en cumplimiento de la ley de toda sociedad en descomposición, los que pechan, los que se mantienen firmes en su puesto, los que cumplen con su deber, en este caso, luchar. Y Bruegel les rinde un homenaje aparentemente cruel pero cargado de sentido: dejarlos de espaldas al espectador, afanados en su faena; porque lo que los dignifica, en medio de la deserción masiva, es su valentía.


Y llegamos, por fin, a la esquina de la derecha, en la que están las clases acomodadas: ruedan por el suelo los naipes de una baraja, un tablero de backgammon y un arlequín que busca escondite bajo la mesa. Visten los retratados ropajes elegantes, que se intuyen de paños finos; una mesa con un mantel que aún conserva las huellas del plegado, sobre la que unos panes se han adelantado a otras viandas que no habrán de servirse jamás; una pareja de pánfilos, absortos a la destrucción total que les rodea, cantan una tonada, mientras los acoge la contrafigura espectral de un esqueleto que completa el terceto con su cello da spalla. Todo ello compone una metáfora del bienestar, de aquel grupo social que no se ve angustiado por su subsistencia material y que dispone de excedentes económicos que dedicar al ocio. ¿Y cuál es su reacción ante el desastre inminente?, ¿ante una destrucción de la que ya advertían lejanas columnas de humo en el horizonte a las que no quisieron prestar atención? Pues la que representan los pánfilos cantantes, es decir, negación y melancolía, y el caballero que, con gesto crispado, no atina a desenvainar su espada, a saber, incredulidad e ira.

Pues bien; ese estado mental, ese ciclo pendular entre la melancolía y la irascibilidad, ambos absolutamente estériles, es el que parece haber colonizado las democracias occidentales en su proceso de imparable decadencia. Creen los lactantes de la democracia que los regímenes de libertades y la relativa abundancia en que se desarrollan sus vidas son el estado natural del hombre, y no el producto de siglos de civilización y esfuerzo; creen nuestras masas empoderadas que todos los problemas que afligen a Occidente son el resultado de un complot contra su talento y méritos; creen esas generaciones reblandecidas por las comodidades que pueden barrer todas las piezas del tablero civilizatorio y que, por arte de magia, se alumbrará una era de plenitud intelectual, material y moral, un brotar de ríos de leche y miel, y un llover maná providencial.

Y así, en su modo iracundo, nos topamos con las sociedades decadentes que se aferran al populismo nacionalista. Responden casi todas ellas al perfil de país que aún conserva un mínimo de perspectivas económicas, y en la que la clase media intenta eludir su proletarización. Su apuesta política es común: racismo, xenofobia y cierre de filas en torno a un capital sobre el que apenas se vuelca trabajo ni innovación. Para aquellos países, como España, en los que una masa crítica de ciudadanos se ha despeñado por las simas de la depauperación económica, la respuesta iracunda suele venir de la mano del social–populismo, cuyas notas son las antagónicas: criminalización del capital e indirectamente del trabajo —que deja de apreciarse en su faceta individual, innovadora y creadora de valor, para limitarse a un obrar colectivo, en forma de reivindicación política áspera—, y la xenofilia, como ariete para “agudizar las contradicciones” —que diría la retórica marxista—, en este caso, generando un exceso de demanda no contributiva sobre los servicios públicos que los lleve al colapso, con el anhelo mal disimulado de que ello contribuya a la ampliación de las masas airadas de orientación revolucionaria. Se nutre este populismo con masas convencidas de que los derechos sociales pueden operar en una función exclusivamente superestructural, es decir, concebirse con una ley, nacer con un acto administrativo y defenderse con una sentencia, sin que en ningún punto de su periplo vital intervenga un acto generador de renta. Masas cuyo único impulso es el resentimiento social, y cuya aspiración es conquistar el Estado para dirigir su maquinaria coercitiva contra la porción disidente de la ciudadanía, caricaturizada como anti–pueblo, bien para hacerla apoquinar, bien para hacerla eliminar.

Y en su modo pusilánime, nos topamos con sociedades en las que se alienta el consumismo más idiota; ese que se expande a medida que el globalismo presiona a la baja los costes de producción, pero que arremete contra el trabajador asiático que lo procura, siempre reducido a la caricatura del “chino que trabaja doce horas al día por un plato de arroz, y que duerme en el taller”. Pues bien; esa caricatura racista humilla a la clase obrera de Asia, integrada por personas esculpidas por las necesidades, que fían al trabajo duro la posibilidad de brindar a sus hijos un futuro mejor; mientras que, por otra parte, enajena al occidental medio con la creencia absurda de que sin producir más que el asiático ni hacerlo con mejor calidad que éste, amerita más salario. ¿Por qué?, ¿porque lo dice algún tribuno de la plebe que no ha creado un solo puesto de trabajo en su vida?, ¿porque tener los ojos almendrados en lugar de rasgados es alguna fuente ignota de valor añadido?

En ese mismo registro escapista pasivo–agresivo, militan todas las utopías estacionarias y las arcadias económicas de crecimiento cero; que como buenas religiones milenaristas que son, cuentan con su particular profeta del Apocalipsis, Greta Thunberg; un producto de mercadotecnia socialdemócrata que tendría serias dificultades para explicar cómo llega la comida a su nevera, pero a la que se ha convertido en voz autorizada para perorar, nada más y nada menos, que de uno de los problemas científicos más desafiantes a los que se enfrenta la humanidad. Pues bien; después de siglos colonizando el planeta, derrocando gobiernos a voluntad, imponiendo títeres y sátrapas por doquier, saqueando recursos y haciendas, deslocalizando toda su chatarra y contaminando hasta el más remoto lugar del orbe; cuando, por fin, una nómina creciente de países resueltos, trabajadores y ambiciosos amenazan la autoridad de Occidente y pretenden su trozo de pastel, cree éste que es el momento de interrumpir la partida de naipes y petrificar el statu quo para salvar los muebles. La sola posibilidad de que algún conspirador en la sombra haya fantaseado con la idea de que China, Vietnam, India o Rusia vayan a dejarse embaucar con semejante patraña buenista habla bien a las claras del nivel de decadencia a que ha llegado Occidente en general y Europa en particular. Adenda en este mismo capítulo, son todas esas teorías amamantadas a los pechos de la Pachamama, que ven en el Covid–19, el azote con que la naturaleza venga los desmanes del capitalismo.

Resumiendo, Occidente se encamina hacia su final, básicamente, porque ha dado por sentadas demasiadas cosas, porque ha renunciado a los pilares civilizatorios que la auparon sobre el resto de las naciones —comercio, libertades individuales, conocimiento científico y democracia—. El grueso de su ideología dominante, marcada por la noción de identidad, como fuente de derechos, y la victimización, como fuente de promoción social, es estúpida y suicida, e ignora las más elementales reglas que rigen el mundo real y la naturaleza humana. Toda su acción y su inacción —el péndulo entre la ira y la melancolía— se subordinan a una premisa psicológica prevalente, cual es la de optimar el confort de las capas más adocenadas e improductivas de la clase media, facilitándole masajes de autocomplacencia y sentimiento de superioridad moral a coste cero. Al final pagarán uno y otro.

Baste señalar como colofón, que en medio de una pandemia devastadora, con decenas de miles de muertos a los que la autoridad competente se niega a contar con respeto, el Sr. Presidente del Gobierno de España, en su comparecencia en el Congreso de los Diputados, con fecha 3 de junio de 2020, declaraba que los esfuerzos públicos del Estado han de redirigirse hacia un frente prioritario porque: «Hablamos de emergencia sanitaria, pero la real, la emergencia que tenemos por delante es la emergencia climática a la que tenemos que dar respuesta. El país que necesitamos es el de la igualdad real y efectiva entre hombres y mujeres, y yo lo digo alto y claro: ¡Viva el 8 de marzo!». Bonito parlamento que da perfecto sentido a la labor deshumanizadora en la que se han afanado los palafreneros del pensamiento único; aquélla en que se ha borrado con saña cualquier referencia a personas de carne y hueso, y donde todo se ha reducido a un expediente geométrico–geológico: una v asimétrica, una curva por aplanar, un pico que doblar, una meseta que desescalar… una nueva normalidad, en suma. No quiero ser ingrato y tildar las palabras del segundo magistrado público de España como bazofia; les reconozco una utilidad marginal: por la vía de facto, con cuatro putas líneas, ha sido capaz de compendiar los seis volúmenes de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Edward Gibbon, y ahorrarnos su lectura. Nadie podrá decir que semejante proeza carezca de mérito.
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[1] Bruegel el Viejo, Pieter. El triunfo de la muerte, 1562–1563, Madrid, Museo Nacional del Prado.
Fotografías, de www.museodelprado.es.