domingo, 12 de diciembre de 2021

X. FERVOR DE BUENOS AIRES. JORGE LUIS BORGES


El objetivo último de esta humilde estafeta de aficionados a la literatura no es otro que animar la lectura de las títulos que se presentan. Al acercarse a la obra de un gigante de las letras como Jorge Luis Borges, me parece oportuno este recordatorio, porque tengo la impresión de que el monumento a la erudición encerrado en su obra ensayística y sobre todo, el prodigio de sutileza, sorpresa y derroche de talento que se vierte hasta en el más modesto de sus cuentos han terminado por eclipsar para el gran público su naturaleza más íntima, su ser más profundo, su condición primaria de poeta.

Borges regresa a Argentina en el año 1921 después de una larga estadía europea; en su morral, no pocos conceptos vanguardistas. Sin embargo, la lectura de Fervor de Buenos Aires, en lo que tiene de poemario quedo, intimista, de temática clásica y desnudo de metáforas bizarras, deja la sensación de autoría impermeable al fragor programático de las vanguardias literarias. En el prólogo a la edición de 1969, Borges declara: «No he reescrito el libro»; [1] lo que es una sentencia más que discutible. Es verdad que los poemas que se mantienen apenas sufren modificaciones más allá de cambios de adjetivos o la búsqueda de alguna construcción gramatical más elegante. Pero no es menos verdad que de los cuarenta y seis poemas originales, trece caen purgados, y que otros tres son de nueva factura; en resumen, las dos versiones difieren por completo en dieciséis poemas; lo que no se aviene muy bien con la idea de que no hubo reescritura. Entonces, por qué esa afirmación. No lo sé; pero quizás, de un modo inconsciente y referido a sus filias políticas, el propio autor nos esboce una clave en la nota final que aclara el sentido del poema Rosas, donde se reconoce como un salvaje unitario. [2] Curiosa paradoja, porque el principio informador de Rosas, su rechazo frontal del revisionismo histórico, es el que parece habilitar el auto revisionismo. El autor es veraz cuando afirma que Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después; pero en ese juego de sinécdoques, de partes y todos, escamotea que en él había cosas que quizás no encajasen bien en la imagen de autor “unitario” con la que habría de militar más tarde.

Sea como fuere, donde las proclamas ultraístas decretan acción, refracciones prismáticas de la realidad, poemas desconectados de idea o sentimiento y elevación de la metáfora a unidad lírica básica —lo que podríamos denominar, parafraseando a Octavio Paz, tropema—, Fervor nos ofrece una colección de poemas nostálgicos que agavillan cotidianidades y les dan un sentido trascendente; en los que la energía de lo común es, paradójicamente, portal para la divinidad; donde la reflexión profunda, casi filosófica, no ahoga la emoción; en los que se ensaya una reducción del ser lírico a formas esenciales, y la búsqueda de la palabra precisa desplaza las travesuras metafóricas. La propia selección de los escenarios por los que deambula el yo lírico ya resulta reveladora; donde Vighi o Marinetti incrustarían turbinas de vapor, pantógrafos de tranvía, moles administrativas de hormigón y marañas de nervios atados a subestaciones eléctricas, Borges se pasea por plazas vacías, cementerios, calles barridas por la lluvia y barrios de colores claudicantes. Fervor omite la ciudad oficial, y opta por los espacios liminares; es una poetización de arrabal, de calles que están a pique de dejar de serlo y perderse en el campo; de fronteras físicas que importan fronteras morales e invitan a la creación de mitos fundacionales. Fervor construye un espacio lábil, amenazado por la inconcreción: la tarde, la pampa, el gauchaje, el mar; que predisponen, en suma, para la emergencia de lo fatal y la aceptación del destino.

Veamos de qué forma tan peculiar se aborda un tema universal de la literatura, cual es la muerte, en La Recoleta:

«Convencidos de caducidad / por tantas nobles certidumbres del polvo, / nos demoramos y bajamos la voz / entre las lentas filas de panteones, / cuya retórica de sombra y de mármol / promete o prefigura la deseable / dignidad de haber muerto. / Bellos son los sepulcros, / el desnudo latín y las trabadas fechas fatales, / la conjunción del mármol y de la flor / y las plazuelas con frescura de patio / y los muchos ayeres de la historia / hoy detenida y única. / Equivocamos esa paz con la muerte / y creemos anhelar nuestro fin / y anhelamos el sueño y la indiferencia. / Vibrante en las espadas y en la pasión / y dormida en la hiedra, / sólo la vida existe. / El espacio y el tiempo son normas suyas, / son instrumentos mágicos del alma, / y cuando ésta se apague, / se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte, / como al cesar la luz / caduca el simulacro de los espejos / que ya la tarde fue apagando. / Sombra benigna de los árboles, / viento con pájaros que sobre las ramas ondea, / alma que se dispersa entre otras almas, / fuera un milagro que alguna vez dejaran de ser, / milagro incomprensible, / aunque su imaginaria repetición / infame con horror nuestros días. / Estas cosas pensé en la Recoleta, / en el lugar de mi ceniza.»

El poema se abre encadenando paradojas en un orden semántico: la convicción se gana por certidumbres de polvo, el silencio se invoca por retóricas de mármol. Ese espacio gótico —sepulcros, mármoles y flores, latines…— propicia una confusión moral: la falsa identidad entre paz (sueño) y muerte (fin). La introducción es un brillante preámbulo que permite el desarrollo de una tesis filosófica más profunda: el ser ficticio de la muerte, que se desvela como mera proyección mental de los vivos.

La segunda parte del poema abunda en la recreación de un escenario irreal —luz que cesa, sombra de árboles, ramas ondulantes, pájaros que flotan en el viento, almas dispersas…— para devolvernos a la paradoja, en este caso no semántica sino práctica, cerrando una suerte de anáfora moral: lo que antes eran certidumbres del polvo se personalizan como el lugar de mi ceniza.

El poema es un ejemplo extremo de anti vitalismo. Pese al encantamiento de sus abstracciones, o precisamente por ellas, el yo lírico se reconoce a sí mismo ejecutando acciones rituales, simulacro al fin y a la postre; lo que le predispone para vivir por adelantado su dispersión en otras almas. En suma, la tesis inmaterialista que hace depender espacio y tiempo, vida y muerte, del concurso de una mente pensante se sostiene sólo como razón pura, porque es inmediatamente refutada como razón práctica. Otro ejemplo de poema que abunda en la naturaleza fungible de la condición humana es Calle desconocida; dice así:

«Penumbra de la paloma / llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde / cuando la sombra no entorpece los pasos / y la venida de la noche se advierte / como una música esperada y antigua, / como un grato declive. / En esa hora en que la luz / tiene una figura de arena, / di con una calle ignorada, / abierta en noble anchura de terraza, / cuyas cornisas y paredes mostraban / colores tenues como el mismo cielo / que conmovía el fondo. / Todo —la medianía de las casas, / las modestas balaustradas y llamadores, / tal vez una esperanza de niña en los balcones— / entró en mi vano corazón / con limpidez de lágrima. / Quizá esa hora de la tarde de plata / diera su ternura a la calle, / haciéndola tan real como un verso / olvidado y recuperado. / Sólo después reflexioné / que aquella calle de la tarde era ajena, / que toda casa es un candelabro / donde las vidas de los hombres arden / como velas aisladas, / que todo inmediato paso nuestro / camina sobre Gólgotas.»

El poema se ubica en una referencia temporal marcada por la indefinición; arranca con una mención indirecta al final de un día, invirtiendo el orden natural de sus atributos físicos: deja de ser la parte de la jornada dominada por la luz para convertirse en aquella que tiene capacidad de generar un negativo: cuando la sombra no entorpece los pasos. Y esa indefinición se amplifica con una imagen antitética: figura de arena. La parte central del poema se desarrolla con un lenguaje muy cinematográfico, casi un plano secuencia que nos lleva desde el exterior —anchura de terrazas, cornisas y paredes, modestas balaustradas…— hasta el interior: entró en mi vano corazón. Esa transición, que no es sólo física sino también moral —aprovecha la polisemia de Vano como espacio abierto en una construcción y como adjetivo, vacío—, se amplifica a su vez con un elemento imaginario muy efectivo: una esperanza de niña en los balcones. Como ocurría en el anterior poema, la estructura lírica está al servicio de un desenlace filosófico. Si la conclusión de La Recoleta, al centrarse en la muerte, era la dispersión en la comunidad de almas, en éste, que se centra en el quehacer diario, es la universalidad de la experiencia humana. Aunque pesimista al fin y al cabo, metaforiza la idea de consunción de la llama de la vida más que la idea de tradición: la posibilidad de que una vela trasmita su lumbre a otra.

En cualquier caso, encontramos en Borges un poeta que explota con gran eficacia la idea de interrupción. Casi todos los poemas de esta colección se construyen a partir del enervamiento del orden cotidiano, bien sea por accidente, suceso natural, erección de un orden ritual paralelo o por un portal hacia lo mitológico. Un ejemplo de esto último nos lo brinda El truco:

«Cuarenta naipes han desplazado a la vida. / Pintados talismanes de cartón / nos hacen olvidar nuestros destinos / y una creación risueña / va poblando el tiempo robado / con floridas travesuras / de una mitología casera. / En los lindes de la mesa / la vida de los otros se detiene. / Adentro hay un extraño país: / las aventuras del envido y quiero, / la autoridad del as de espadas, / como don Juan Manuel, omnipotente, / y el siete de oros tintineando esperanza. / Una lentitud cimarrona / va demorando las palabras / y como las alternativas del juego / se repiten y se repiten, / los jugadores de esta noche / copian antiguas bazas: / hecho que resucita un poco, muy poco, / a las generaciones de los mayores / que legaron al tiempo de Buenos Aires / los mismo versos y las mismas diabluras.»

En este ejemplo se toma el juego como elemento disruptivo, como portal para explorar conexiones no evidentes. La primera parte se emplea en la determinación nítida de una frontera moral, en la que la interpretación de los actos abandona los cauces ordinarios para ingresar en una jurisdicción propia: la vida se ve desplazada, el destino propio se olvida, el tiempo se roba —se roba de allí donde se mide y se computa, esto es, de la convención—; en suma, la vida de los otros se detiene. ¿Quiénes son los otros? Evidentemente, los que no juegan; pero no es descartable del todo que ese los otros incorpore también a los propios jugadores —recordemos que esos talismanes de cartón tienen como propiedad enajenar nuestros destinos.

Ingresados en ese extraño país que es el juego, la parte central del poema es, paradójicamente, anti metafórica; pues no hace otra cosa que recordarnos el sentido de un objeto, la baraja, que de puro uso ha perdido su poder simbólico: los palos de la desencuadernada tienen un significado. El desenlace es, en su sentido etimológico, religioso; recompone los vínculos de una potencia quebrada por el ajetreo cotidiano. Si Calle desconocida era un poema desolador que igualaba a los hombres en una experiencia universal pero solitaria, Truco es un poema esperanzador que brinda a las personas la oportunidad de fundirse en un abrazo totalizador, trascender las generaciones y ganar la inmortalidad. Las ideas de este poema anticipan en cierto sentido La fundación mítica de Buenos Aires, donde retomará el componente simbólico de los naipes y el carácter eternal de la capital argentina, tomada ésta como metáfora de la vida social y quintaesencia de la polis.

Pese a los esfuerzos borgianos de contención, en ocasiones se filtra algún poema de composición más vanguardista. Carnicería es un buen ejemplo; dice así:

«Más vil que un lupanar, / la carnicería infama la calle. / Sobre el dintel / una ciega cabeza de vaca / preside el aquelarre / de carne charra y mármoles finales / con la remota majestad de un ídolo.»

De un simple vistazo se percibe una diferencia fundamental entre los anteriores poemas y éste: a la composición larga de más de veinte versos de estilo discursivo sucede un poema corto de menos de diez versos de estilo compendioso. El grueso de las composiciones de Fervor tiene un desarrollo nítido, con una presentación, un nudo y un desenlace moral; Carnicería es un poema tajante, caracterizado por la supresión de nexos, en el que la alegoría se sostiene sobre el juego polisémico: el yo lírico aprovecha un paseo por la calle en el que se topa con una carnicería (lugar en que se vende carne al detalle), para arrastrarnos mentalmente a la carnicería–holocausto (lugar en que se ejecutan matanzas rituales); de ahí ese léxico inquietante, que remite a las ideas de ceremonia —cabeza, presidir, aquelarre, majestad, ídolo— y denigración —vileza, infamar, ceguera. Ya no se trata de inspirar una reflexión filosófica sino de provocar un impacto estético–emocional; y en ese terreno es muy efectiva la construcción, por sinécdoque, de la imagen de los mármoles finales, en la que se juntan la función del mostrador de carne, el ara sacrificial y la lápida.

Otro poema en el que se percibe con nitidez cómo la construcción de metáforas prescinde de elementos de transición y se vuelve más osada es Un patio:

«Con la tarde / se cansaron los dos o tres colores del patio. / Esa noche, la luna, el claro círculo, / no domina su espacio. / Patio, cielo encauzado. / El patio es el declive / por el cual se derrama el cielo en la casa. / Serena, / la eternidad espera en la encrucijada de estrellas. / Grato es vivir en la amistad oscura / de un zaguán, de una parra y de un aljibe.»

Desde el comienzo el poema establece un paralelismo entre patio y luna. Lo que puede partir de mera similitud geométrica, por referencia a la idea de círculo o de espacio cerrado, se tiñe rápidamente de propiedades morales; en concreto, de la idea de decadencia, de la incapacidad para preservar el orden natural: los colores del patio están cansados, y la luna no domina su espacio —la interpretación más natural es que no tiene suficiente claridad—. Establecida la proximidad física y moral, la metáfora surge de modo abrupto por vía de la metonimia —Patio, cielo encauzado— al eliminar uno de los pares de la identidad, en una forma de trabar símbolos que recuerda los juegos creacionistas de Vicente Huidobro. Nuevamente el enervamiento de las fuerzas cotidianas que trae la tarde–noche es la gatera por la que se filtra el impulso totalizador, la experiencia cuasi mística de fusión con el universo. Nótese que, en este caso, el cierre levanta acta del estado emocional de un tímido o un solitario: la amistad se evacúa hacia la materia inerte o la vida vegetal, no hacia otra persona o grupo.

En una línea parecida, Barrio recuperado:

«Nadie vio la hermosura de las calles / hasta que pavoroso en clamor / se derrumbó el cielo verdoso / en abatimiento de agua y de sombra. / El temporal fue unánime / y aborrecible a las miradas fue el mundo, / pero cuando un arco bendijo / con los colores del perdón la tarde, / y un olor a tierra mojada / alentó los jardines, / nos echamos a caminar por las calles / como por una recuperada heredad, / y en los cristales hubo generosidades de sol / y en las hojas lucientes / dijo su trémula inmortalidad el estío.»

En este poema el vector disruptivo que concita una mirada alternativa del mundo es un elemento tan modesto como la lluvia, que obliga a los transeúntes a buscar refugio. De modo brillante, en una construcción paradójica, Borges toma dos fenómenos físicos neutros —agua y sombra—, les asigna una carga moral negativa, y los muta en fuente de luz, de revelación intelectual, con una conclusión implícita desasosegante: el estado convencional del hombre moderno es la alienación: Nadie vio la hermosura. El desarrollo es, en apariencia, esperanzador; está dominado por la idea de redención: un arco (iris) que bendice, unos colores que perdonan. Y digo, en apariencia, porque el restablecimiento de la normalidad incorpora sutilmente la idea de automatismo: nos echamos a caminar por las calles; como si un interruptor hubiese reanudado la rutina de un circuito y el hombre volviese a su ser natural, impermeable a las experiencias sublimadoras. No es casual que la acción se canalice a través de un sujeto inanimado: el estío.

Con independencia de cuál sea el terreno sobre el que se cimienten los poemas, Fervor abunda en desarrollos filosóficos, en los que el obrar humano se difumina, se relativiza; en los que la autoría de la acción se mitiga y adquiere un carácter accidental, fruto de un determinismo fatal. Una buena muestra de ese escepticismo estructural lo encontramos en Rosas:

«En la sala tranquila / cuyo reloj austero derrama / un tiempo ya sin aventuras ni asombro / sobre la decente blancura / que amortaja la pasión roja de la caoba, / alguien, como reproche cariñoso, / pronunció el nombre familiar y temido. / La imagen del tirano / abarrotó el instante, / no clara como un mármol en la tarde, / sino grande y umbría / como la sombra de una montaña remota / y conjeturas y memorias / sucedieron a la mención eventual / como un eco insondable. / Famosamente infame / su nombre fue desolación en las casas, / idolátrico amor en el gauchaje / y horror del tajo en la garganta. / Hoy el olvido borra su censo de muertes, / porque son venales las muertes / si las pensamos como parte del Tiempo, / esa inmortalidad infatigable / que anonada con silenciosa culpa las razas / y en cuya herida siempre abierta / que el último dios habrá de restañar el último día, / cabe toda la sangre derramada. / No sé si Rosas / fue sólo un ávido puñal como los abuelos decían; / creo que fue como tú y yo / un hecho entre los hechos / que vivió en la zozobra cotidiana / y dirigió para exaltaciones y penas / la incertidumbre de otros. // Ahora el mar es una larga separación / entre la ceniza y la patria. / Ya toda vida, por humilde que sea, / puede pisar su nada y su noche. / Ya Dios lo habrá olvidado / y es menos una injuria que una piedad / demorar su infinita disolución / con limosnas de odio.» [3]

El poema versa sobre lo que hoy por hoy, con sintagma antinómico, se denomina “memoria histórica”; en concreto, actualiza la reacción que suscita el recuerdo de uno de tantos espadones decimonónicos hispanoamericanos: Juan Manuel de Rosas. La introducción, aunque es más narrativa que lírica, no evita pinceladas de un simbolismo muy efectivo: decente blancura que amortaja la pasión roja de la caoba. Se mezcla lo físico con lo moral, lo real con lo figurado, la conversación con el crimen, la sobremesa de ambiente burgués con la evocación de la sangre, la decente blancura de los que pueden perorar con un brandy en la mano con la caoba roja de los que viven el momento histórico con los ojos desorbitados. La reacción nos resulta familiar por lo que tiene de sobreactuación: abarrotó el instante. Borges sabe capturar muy bien la asimetría entre el tiempo sin asombro de la gente bien y la fabulación de la memoria, entre lo cocido (imagen clara de mármol) y lo crudo (sombra de una montaña remota).

Dejando de lado un breve apunte en términos de clase social, que recoge el tradicional conflicto de intereses que opone agricultura y comercio frente a ganadería trashumante —desolación en las casas frente a idolátrico amor en el gauchaje—, es de reseñar el principio moral que anima el poema por lo que tiene de postura inaceptable para los cánones posmodernos que rigen el presente; esos conforme a los cuales David Hume es un racista; Thomas Jefferson, un esclavista; Enyd Blyton, una homófoba; y Winnie the Pooh, un ideólogo de la Falange enganchado a la morfina: la Historia carece de entidad frente al Tiempo; y el recuerdo, por infamante que sea, no es sino un lastre que frena la disolución de todo tirano en la nada.

También reflexionando sobre la relación conflictiva entre memoria y muerte, no podía quedar en el tintero el que es sin duda el poema más conocido del libro, Inscripción en cualquier sepulcro; que dice así:

«No arriesgue el mármol temerario / gárrulas transgresiones al todopoder del olvido, / enumerando con prolijidad / el nombre, la opinión, los acontecimientos, la patria. / Tanto abalorio bien adjudicado está a la tiniebla / y el mármol no hable lo que callan los hombres. / Lo esencial de la vida fenecida / —la trémula esperanza, / el milagro implacable del dolor y el asombro del goce— / siempre perdurará. / Ciegamente reclama duración el alma arbitraria / cuando la tiene asegurada en vidas ajenas, / cuando tú mismo eres el espejo y la réplica / de quienes no alcanzaron tu tiempo / y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra.»

A estas alturas queda claro que Borges tenía especial querencia por el mármol; aunque sólo fuese para ironizar sobre la locuacidad que el ser humano se empeña en asignar a esa piedra. Es éste un buen ejemplo de poema discursivo en el que las premisas se enlazan sin interferencias metafóricas, y donde la fuerza lírica se alcanza por medio de frases apodícticas, de gran perfección técnica, que interpelan directamente al lector. En casi todos estos poemas escatológicos se abunda en la misma idea: el quehacer humano es fungible; nuestro ser genuino se resguarda en vivencias que quedan obscurecidas por el día a día y a las que no prestamos atención; y ésas, que son universales, nos igualan en vida y nos garantizan la eternidad. Obsérvese el énfasis que el autor pone en el componente alienante que subyace en la pretensión de fama personal duradera, caracterizada como acción ciega (mente) y (alma) arbitraria.

Aunque no es una jurisdicción por la que se prodigue el autor, también puede espigarse en Fervor algún poema de temática amorosa, siquiera sea desde la perspectiva de la pérdida. Un ejemplo, Ausencia:

«Habré de levantar la vasta vida / que aún ahora es tu espejo: / cada mañana habré de reconstruirla. / Desde que te alejaste, / cuántos lugares se han tornado vanos / y sin sentido, iguales / a luces en el día. / Tardes que fueron nicho de tu imagen, / músicas en que siempre me aguardabas, / palabras de aquel tiempo, / yo tendré que quebrarlas con mis manos. / ¿En qué hondonada esconderé mi alma / para que no vea tu ausencia / que como un sol terrible, sin ocaso, / brilla definitiva y despiadada? / Tu ausencia me rodea / como la cuerda a la garganta, / el mar al que se hunde.»

Si hay un peligro mortal para la poesía es la caída en el tópico; este poema se mueve en su vecindad al desarrollar el vínculo entre la ruptura amorosa y la pérdida del sentido vital. Si logra conjurar el peligro es merced a una sutil metáfora que desarrolla de un modo paradójico la idea de luz: luz refleja, inútil y muerta —espejo, luces en el día, nicho de tu imagen—, frente a luz abrasadora —sol terrible, brilla despiadada—; que representan respectivamente el mobiliario sentimental animado por el amor perdido y ya carente de sustancia propia, frente al recuerdo vívido del amor ya mudado en ausencia. El yo lírico traslada la sensación de pérdida con la habitual hipérbole en este tipo de poemas, vinculándola en este caso, a la idea de muerte: nicho, hondonada, garganta, hunde… El autor consigue construir una emoción retórica que esquiva la idea tópica: la ausencia hunde al yo lírico en una memoria obsesiva que ya no fertiliza sino que ahoga; como la meta del olvido es imposible porque cada objeto cotidiano levanta acta de su amada, se invoca, retóricamente, la posibilidad de fintar el recuerdo.

Pero si hay algún tipo de composición que, desde mi punto de vista, represente mejor que ninguno la genuina lírica borgiana, ése es el poema declarativo, en el que la revelación trascendente surge de una racionalización a partir de una experiencia personal familiar. Calle desconocida y La Recoleta ya tenían un poco de ello; para mí el mejor de todo el poemario es Llaneza:

«Se abre la verja del jardín / con la docilidad de la página / que una frecuente devoción interroga / y adentro las miradas / no precisan fijarse en los objetos / que ya están cabalmente en la memoria. / Conozco las costumbres y las almas / y ese dialecto de alusiones / que toda agrupación humana va urdiendo. / No necesito hablar / ni mentir privilegios; / bien me conocen quienes aquí me rodean, / bien saben mis congojas y mi flaqueza. / Eso es alcanzar lo más alto, / lo que tal vez nos dará el Cielo: / no admiraciones ni victorias / sino sencillamente ser admitidos / como parte de una Realidad innegable, / como las piedras y los árboles.»

La apertura del poema es de una sutileza maravillosa, al aprovechar la proximidad funcional entre el pernio de una verja que da a un jardín y el pliego de un libro para establecer la identidad entre familia y conocimiento. Véase que la consulta de la página (dócil) no se anima por la búsqueda de un saber nuevo sino por una frecuente devoción: no se trata de aprender sino de reverdecer lo sabido, de reingresar en un espacio sagrado en que se conocen costumbres y almas, y en el que la propia dimensión no admite impostura. La trascendencia, esta vez en forma de identidad, surge de la fusión en una comunidad de almas que requiere, como primera providencia, desnudez de ánimo, renuncia a todo adorno o simulacro. Fiel a su fondo escéptico y desengañado, ese ser humano renovado, paradójicamente, se vuelve accidental y se despersonaliza: ingresa en una Realidad innegable, cuya naturaleza tiene de perdurable lo que tiene de inanimada.

En un registro parecido de epifanía personal, Cercanías; que dice así:

«Los patios y su antigua certidumbre, / los patios cimentados / en la tierra y el cielo. / Las ventanas con reja / desde la cual la calle / se vuelve familiar como una lámpara. / Las alcobas profundas / donde arde en quieta llama la caoba / y el espejo de tenues resplandores / es como un remanso en la sombra. / Las encrucijadas oscuras / que lancean cuatro infinitas distancias / en arrabales de silencio. / He nombrado los sitios / donde se desparrama la ternura / y estoy solo y conmigo.»

Como ocurría con Calle desconocida, el poema concita sensación de intimidad al llevar al lector desde un escenario exterior hasta el rincón más recóndito de la casa. Los espacios abiertos son asertivos; evocan antiguas certidumbres, firmes cimientos, familiaridades enrejadas; son en cierto sentido, metáfora de conocimiento. Frente a ellos, la descripción del interior propende a la indeterminación; en ellos se agavillan profundidades, destellos, resplandores, oscuridades y silencios. Es un decorado en el que lo intelectual se ve desplazado por lo sentimental. Este poema es en cierto sentido, el negativo moral de Llaneza. Si en aquél, cruzar la verja de un jardín representaba para el yo lírico su ingreso en una comunidad que afirmaba, por la vía de la disolución de los rasgos genuinamente propios, una identidad personal paradójica, en éste, la entrada en la casa implica el ingreso en un espacio imantado por la nostalgia pero carente de comunidad. Es el roce con la ausencia el que lleva a la conciencia de los límites precisos de un yo que, ahora sí, no se disuelve.

Como si Borges asignara al ocaso alguna fuerza telúrica especial, son varios los poemas de Fervor dedicados al atardecer. Entre ellos, porque aúna la particular querencia borgiana por la palabra precisa, su habitual acogida de la discontinuidad cotidiana y un tratamiento muy vanguardista de la metáfora, me parece memorable Atardeceres:

La clara muchedumbre de un poniente / ha exaltado la calle, / la calle abierta como un ancho sueño / hacia cualquier azar. / La límpida arboleda / pierde el último pájaro, el oro último. / La mano jironada de un mendigo / agrava la tristeza de la tarde. //El silencio que habita los espejos / ha forzado su cárcel. / La oscuridá es la sangre / de las cosas heridas. / En el incierto ocaso / la tarde mutilada / fue unos pobres colores.

Lo primero que se percibe es la alteración brusca del estado de ánimo. El arranque del poema es de un optimismo desconcertante; describe un escenario promisorio, en el que todo parece estar cargado de posibilidades: clara, exaltado, calle abierta, ancho sueño, cualquier azar. Y de repente todo se desbarata; a la idea de potencia sucede la de pérdida y declive: pierde el último pájaro, mano jironada, mendigo, tristeza. Es ese el punto en que se compone, por sinestesia, una magistral metáfora en la que se combinan las ideas de oscuridad y silencio: la imagen que vierten los espejos no es propia; es un eco ajeno, una forma de alienación, una cárcel. Lo que refleja un espejo sin luz es la no imagen, una liberación en forma de silencio. Cuando declina el mando de la luz, se invierte la polaridad, y los objetos son heridos por el silencio, relegados a su ser más humilde.

Resumiendo, Fervor de Buenos Aires es un poemario que permite hacerse una idea cabal de la forma en la que Borges concibe la poesía: intimista sin sensiblería, intelectual sin frialdad, precisa sin rebuscamiento y metafórica sin manierismo. Una colección de poemas que pasado un siglo desde su publicación son una fuente de placer para cualquier aficionado a la poesía.
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[1] Citas, de Poesía Completa, Madrid, Ediciones Destino, 2009.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso; dos barras (//), un salto de estrofa; un guion bajo al principio de verso (_), una sangría izquierda del texto.
Los interesados disponen de una versión completa del poemario en www.parnaíso.fervordebuenosaires.es.
[2] La inteligencia de esta sentencia ha de entenderse referida a la oposición entre Unitarios y Federales, responsable de las guerras civiles que se sucedieron en Argentina durante la primera mitad del siglo XIX. Resumiendo la pugna de un modo muy grosero, enfrentaría a los partidarios de tesis liberales de inspiración británica con partidarios de modelos económicos proteccionistas y fórmulas constitucionales de inspiración estadounidense.
[3] Ahora el mar es una larga separación entre la ceniza y la patria. Juan Manuel de Rosas se exilia en Inglaterra, y fallece en Southampton el 14 de marzo de 1877. Por el tiempo en que se publicó Fervor de Buenos Aires sus restos mortales continuaban en Europa; fueron repatriados en el año 1989.

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