domingo, 7 de junio de 2020

VIII. EL TRIUNFO DE LA MUERTE Y LA DEMOCRACIA DE LOS LACTANTES

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El arte es un sofisticado código de comunicación que, con vocación de trascendencia, puede proyectar significado a un tiempo en áreas tan dispares como ideología, moral, estética y emoción; de hecho, es la preeminencia de unas sobre otras de estas facetas un buen indicador del cambio de patrón cultural. Las obras de arte nos ayudan a comprender, por ejemplo, los cambios de mentalidad que van del Medievo al Renacimiento, y a ver cómo esos cambios se aceleran y transforman en revolución en el tránsito del hombre moderno al contemporáneo: son difíciles de concebir dos estados mentales más distanciados; en cierto sentido, el propio concepto de arte es expresivo de esa distancia.

El espectador antiguo era, fundamentalmente, un sujeto ideológico–moral; la obra de arte estaba al servicio de la legitimación del poder y del cuidado de las costumbres. Si no fuera exacerbar la piedad de los creyentes, alentar en la feligresía la observancia ciega a los mandatos de la Iglesia y abrumar al populacho con la magnificencia de la obra de Dios, ¿por qué construir catedrales, ornarlas con intrincados retablos y cuidarse de que los mejores pinceles del mundo conocido se encargasen de historiarlos? Si no fuera acreditar el poder y presentarlo como la emanación de un estado natural del ser o de la voluntad divina, ¿qué sentido tenía para Carlos I hacerse retratar en triunfo por Tiziano?, ¿para qué iba a requerir Enrique VIII del quehacer de Holbein? Si no fuera exhibir estatus social y suscitar miradas envidiosas entre amigos no tan amistosos y rivales comerciales, ¿para qué iban los Arnolfini o los Cassotti del mundo a necesitar de los Van Eyck o de los Lotto? No estoy extirpando de raíz la posibilidad de que comitentes tan insignes fuesen incapaces de experimentar la plenitud de la belleza y dejarse inundar por el anhelo de compartirla con el censo más o menos amplio de personas que accedieran a su contemplación; simplemente dudo de que fuera ése su estímulo primario.

Por el contrario, el espectador contemporáneo es, fundamentalmente, un sujeto estético–emocional. Quien hoy va a un museo —y excluyo a quien lo hace porque está pautado por las buenas costumbres dejarse ver por uno de vez en cuando para no parecer un Lucio Mumio cualquiera— no dirige su atención hacia las obras allí expuestas para comprender el sentido del mundo que le rodea sino para comprenderse a sí mismo, en forma de chute sentimental. En correspondencia con un tiempo, en teoría, racional, en que ciencia, economía o política monopolizan la maquinaria de creación de significados, el hombre contemporáneo puede prescindir de toda fuente de logos espiritualizada por los cánones de la belleza; dicho de otro modo, el arte es uno de los pocos reductos de actividad humana en que se puede apelar de modo abierto a la irracionalidad sin verse comprometido. Esto no quiere decir que el componente moral o ideológico de la obra de arte se haya volatilizado por completo, sino simplemente que se ha visto relegado a una existencia subalterna. Y es un ser ideológico–moral tan subalterno, que ni siquiera ejerce sus funciones de primera mano sino de un modo vicario, en tanto en cuanto pueda participar de la gran creación espiritual de nuestro tiempo, a saber, de la condición de mercadería. Un Van Gogh o un Matisse legitiman el estatus de un próspero hombre de negocios no porque sus pinceladas canten loas al orden burgués, sino porque son cromos caros que sólo están al alcance de las chequeras mejor provistas. No es de extrañar, por tanto, que el arte haya evolucionado hacia formas abstractas y no figurativas a medida que el ingenio financiero y bursátil ha ido aumentando la carga fiduciaria que subyace a la fabricación del dinero, desembocando en formas monetarias cuya espiritualidad desafía a los dioses más linajudos.

Hay, no obstante, casos excepcionales en que una obra de arte puede atravesar los reparos del tiempo, desplegando todos sus efectos en eras bien distantes; a ello contribuyen, sin duda, el carácter más o menos universal del tema tratado, la maestría del artista o, caso más raro, el advenimiento de circunstancias inusuales que hermanen esas épocas, generalmente, para mal: desastres naturales, epidemias, guerras, etc. Entiéndaseme bien; no estoy afirmando que la enfermedad y la muerte se vivan de igual modo en el presente, por más grave que sea su crisis sanitaria, que en el siglo XVI en que se pintó el cuadro que inspira estas líneas. Ni remotamente; en aquellos años, la muerte era una presencia que tenía de abrumador todo lo que tenía de cotidiano. Las epidemias se sucedían ininterrumpidamente —en un solo año, de 1665 a 1666, Londres vio cómo una peste segó la vida de casi un cuarto de su población—, las guerras de religión vivían su momento de triste esplendor y el hambre era la norma, no la excepción. La muerte no era algo teorético, que se pudiera confinar en hospitales asépticos y tanatorios recoletos, sino una realidad omnipresente, devastadora e intransigente. Sin embargo, lo relevante, desde el punto de vista de la lectura artística, no es cuánto tienen en común las vidas del creador y de su público, sino la posibilidad de que la misma obra, concebida en un tiempo y a la luz de una experiencia limitada, pueda abandonar los confines de su época y ser vista, siglos después, como algo más que un mero fetiche cultural ante el que tirarse un selfie; en concreto, como advertencia de la que extraer lección moral.

Lo primero que se puede decir de El triunfo de la muerte es lo evidente: que es una obra maestra, en la que, superada la inicial repulsión que genera lo macabro de las escenas, se impone la delicadeza de ejecución. El autor milita en un manierismo medievalizante. A contrapelo de la tendencia dominante en la época, favorable al estudio pormenorizado del punto de fuga, Bruegel apuesta por una composición más plana, sin renunciar con ello a la mayor profundidad de campo posible. El resultado es un cuadro poco estructurado, en el que la información no se ordena en torno a una escena principal, y va perdiendo jerarquía a medida que se aleja de ella hasta quedar diluida por sfumato en un paisaje vaporoso e irreal. Nada más separado de la intención del pintor; en todos los planos del cuadro están ocurriendo cosas que reclaman la atención del espectador; cuando es menester se sacrifica la proporción de las figuras en aras de una mayor nitidez descriptiva —vemos ejecuciones en lontananza cuyos protagonistas tienen mayor talla que otros que les preceden—; y el paisaje no es un mero marco sino un espacio relevante ocupado por la acción; más en concreto, por los antecedentes inmediatos de la acción que ocupa el primer plano. Porque es ésa la gran aportación de Bruegel: donde otros pintores superan el hieratismo propio del período clásico recurriendo a escorzos forzados y retorcimientos anatómicos de los modelos —a los que, por cierto, tampoco se renuncia; fijémonos, si no, en los dos espadachines que contienden con las huestes de la muerte en el primer plano, en particular, en el que continúa su porfía desde el suelo—, Bruegel apuesta porque sea la propia composición la que genere sensación de movimiento: el cuadro avanza; la acción va desde el horizonte hacia el primer plano, favoreciendo la conexión empática entre el espectador y los protagonistas; da la sensación de que la pintura tiene una continuidad natural fuera de sí; lo que es de suma importancia para la mayor efectividad de la conclusión moral. Aunque sobre esto volveremos más tarde.




El propio paisaje experimenta la transición, la idea de avance, pasando de unas colinas perfectamente perfiladas por el resplandor de un incendio forestal que se intuye tras ellas, a un tramo central de montes desvanecidos por el humo, para concluir en un cielo moteado por el vuelo de lo que parecen cuervos; da la impresión de que son estas aves siniestras las que arrastran el lienzo ceniciento tras de sí. En estas estampas tan distantes del primer plano Bruegel ya nos traslada una idea poderosa: la inutilidad de la huida. Las naves fondeadas en la ensenada se han echado al través, y las que lograron hacerse a la mar arden en llamas en la línea del horizonte; un hombre desnudo huye acosado por un perro que le muerde la pantorrilla; otro se esconde semidesnudo en el hueco de un tronco seco, buscando cuartel para su agonía: va herido de muerte con una lanza clavada en la espalda. El avance del ejército de calaveras es imparable: un escuadrón de caballería del apocalipsis hostiga a una turba campesina que ya se bate en retirada hacia una posición en la que va a verse copada por un segundo frente sepulcral; el pintor nos anticipa la suerte funesta de estas gentes antes aun de que se produzca.


Una observación somera podría consolidar la idea de que todo es confusión y abigarramiento; sin embargo, si nos fijamos con detalle vemos que la victoria de la muerte implica la erección de un nuevo orden, y que la labor destructiva es más planificada de lo que aparenta: los árboles se talan con esmero, las inhumaciones se cumplen disciplinadamente, las huestes victoriosas que parten desde la torre que está en la bahía desfilan agrupadas en perfecto orden cerrado, al igual que las que permanecen firmes dentro del castro que señorea uno de los promontorios más alejados; las ejecuciones, tanto el ahorcamiento como la decapitación, resultan fieles a una ordenanza; así como el destino de los cadáveres, que se depositan en ruedas carroñeras para cebo de alimañas. Más aún; hay un dominio de lo musical: calaveras que tañen campanas, una sección de añafileros que lucen una toga muy ceremonial mientras soplan su instrumento; otro que toca la zanfoña; otro los timbales. La mezcla de toda esa fanfarria pudiera parecer cacofónica; pero cada uno de los instrumentos marca el ritmo de una escena concreta en la que se ejecuta una acción particular: las campanas acompañan a los entierros; los añafileros componen un coro de la victoria; el toque de timbales encauza las masas hacia el vientre de un gigantesco ataúd; la zanfoña enmarca la cosecha de calaveras y así sucesivamente. Ese orden nuevo es, en algunos casos, la perfecta inversión del orden humano natural; así, en la pequeña laguna que hay en segundo plano, mientras los peces componen una suerte de macabro auditorio, las redes de pesca atrapan a los hombres y los arrastran a la orilla.


Ese segundo plano del cuadro es el reino de las masas. Casi todo se reduce a una montonera de cuerpos anónimos; cuando alguno vuelve su rostro hacia el espectador es para trasladar su absoluto pavor. La vista se va, casi instintivamente, hacia aquellas personas que lucen desnudas, por presentar una imagen agravada de desvalimiento. Resulta increíble la capacidad de anticipación del autor, que más o menos, viene a describirnos con detalle el funcionamiento de la maquinaria de represión totalitaria: la leva siniestra de la muerte fuerza una asociación de ideas inmediata con las imágenes que tantas veces hemos visto sobre los trenes de la muerte del nacionalsocialismo, en la que no falta el personaje iluso que se aferra a su pequeña valija, a su pequeño patrimonio mobiliario, como si le esperase otra cosa que el exterminio: en el caso del cuadro, una pequeña mesita. Y es que con ese detalle aparentemente intrascendental, Bruegel retrata con delicadeza la naturaleza humana: la incapacidad del hombre común, generalmente confiado en el imperio de la ley y de la tradición moral, para asumir la maldad en su grado absoluto, de la que se deriva la capacidad para aferrarse, en contra de toda duda razonable, a la esperanza.


El primer plano se construye en torno a un tópico, cual es la igualación ante la muerte. Se abandona el anonimato y los personajes desvelan su identidad con precisión. La corona yace tumbada: si no está muerto, el rey está moribundo, con la mirada perdida en el infinito, adornado con todos los atributos de su dignidad: corona, collar regio con su insignia correspondiente, manto de armiño, armadura de gala y cetro; y una calavera le recuerda el fin de su tiempo mostrándole un reloj de arena consumido, mientras otra saquea su botín. A su lado, corre similar suerte un obispo arrastrado por otra calavera que, con cierta burla, se cubre con sombrero de dignidad eclesiástica. Pudiera pensarse que la muerte se ceba con la falsa devoción, castigando con saña la venalidad de las autoridades y la simonía. Pero no; un humilde peregrino es despojado de sus ropas y pasado a cuchillo sin miramientos.

Es en la parte inferior derecha del cuadro en la que ocurren cosas más interesantes desde el punto de vista moral; lo que nos permite retomar la idea de continuidad fuera de la obra. La primera de todas es que la batalla se sostiene por un número ridículo de hombres; en concreto, tres. Sorprende la ausencia de contienda; las huestes de la muerte arrasan a unas masas empavorecidas cuya actitud primaria es la de huir, cuando no, resignarse o alienarse. Son muy pocos, en cumplimiento de la ley de toda sociedad en descomposición, los que pechan, los que se mantienen firmes en su puesto, los que cumplen con su deber, en este caso, luchar. Y Bruegel les rinde un homenaje aparentemente cruel pero cargado de sentido: dejarlos de espaldas al espectador, afanados en su faena; porque lo que los dignifica, en medio de la deserción masiva, es su valentía.


Y llegamos, por fin, a la esquina de la derecha, en la que están las clases acomodadas: ruedan por el suelo los naipes de una baraja, un tablero de backgammon y un arlequín que busca escondite bajo la mesa. Visten los retratados ropajes elegantes, que se intuyen de paños finos; una mesa con un mantel que aún conserva las huellas del plegado, sobre la que unos panes se han adelantado a otras viandas que no habrán de servirse jamás; una pareja de pánfilos, absortos a la destrucción total que les rodea, cantan una tonada, mientras los acoge la contrafigura espectral de un esqueleto que completa el terceto con su cello da spalla. Todo ello compone una metáfora del bienestar, de aquel grupo social que no se ve angustiado por su subsistencia material y que dispone de excedentes económicos que dedicar al ocio. ¿Y cuál es su reacción ante el desastre inminente?, ¿ante una destrucción de la que ya advertían lejanas columnas de humo en el horizonte a las que no quisieron prestar atención? Pues la que representan los pánfilos cantantes, es decir, negación y melancolía, y el caballero que, con gesto crispado, no atina a desenvainar su espada, a saber, incredulidad e ira.

Pues bien; ese estado mental, ese ciclo pendular entre la melancolía y la irascibilidad, ambos absolutamente estériles, es el que parece haber colonizado las democracias occidentales en su proceso de imparable decadencia. Creen los lactantes de la democracia que los regímenes de libertades y la relativa abundancia en que se desarrollan sus vidas son el estado natural del hombre, y no el producto de siglos de civilización y esfuerzo; creen nuestras masas empoderadas que todos los problemas que afligen a Occidente son el resultado de un complot contra su talento y méritos; creen esas generaciones reblandecidas por las comodidades que pueden barrer todas las piezas del tablero civilizatorio y que, por arte de magia, se alumbrará una era de plenitud intelectual, material y moral, un brotar de ríos de leche y miel, y un llover maná providencial.

Y así, en su modo iracundo, nos topamos con las sociedades decadentes que se aferran al populismo nacionalista. Responden casi todas ellas al perfil de país que aún conserva un mínimo de perspectivas económicas, y en la que la clase media intenta eludir su proletarización. Su apuesta política es común: racismo, xenofobia y cierre de filas en torno a un capital sobre el que apenas se vuelca trabajo ni innovación. Para aquellos países, como España, en los que una masa crítica de ciudadanos se ha despeñado por las simas de la depauperación económica, la respuesta iracunda suele venir de la mano del social–populismo, cuyas notas son las antagónicas: criminalización del capital e indirectamente del trabajo —que deja de apreciarse en su faceta individual, innovadora y creadora de valor, para limitarse a un obrar colectivo, en forma de reivindicación política áspera—, y la xenofilia, como ariete para “agudizar las contradicciones” —que diría la retórica marxista—, en este caso, generando un exceso de demanda no contributiva sobre los servicios públicos que los lleve al colapso, con el anhelo mal disimulado de que ello contribuya a la ampliación de las masas airadas de orientación revolucionaria. Se nutre este populismo con masas convencidas de que los derechos sociales pueden operar en una función exclusivamente superestructural, es decir, concebirse con una ley, nacer con un acto administrativo y defenderse con una sentencia, sin que en ningún punto de su periplo vital intervenga un acto generador de renta. Masas cuyo único impulso es el resentimiento social, y cuya aspiración es conquistar el Estado para dirigir su maquinaria coercitiva contra la porción disidente de la ciudadanía, caricaturizada como anti–pueblo, bien para hacerla apoquinar, bien para hacerla eliminar.

Y en su modo pusilánime, nos topamos con sociedades en las que se alienta el consumismo más idiota; ese que se expande a medida que el globalismo presiona a la baja los costes de producción, pero que arremete contra el trabajador asiático que lo procura, siempre reducido a la caricatura del “chino que trabaja doce horas al día por un plato de arroz, y que duerme en el taller”. Pues bien; esa caricatura racista humilla a la clase obrera de Asia, integrada por personas esculpidas por las necesidades, que fían al trabajo duro la posibilidad de brindar a sus hijos un futuro mejor; mientras que, por otra parte, enajena al occidental medio con la creencia absurda de que sin producir más que el asiático ni hacerlo con mejor calidad que éste, amerita más salario. ¿Por qué?, ¿porque lo dice algún tribuno de la plebe que no ha creado un solo puesto de trabajo en su vida?, ¿porque tener los ojos almendrados en lugar de rasgados es alguna fuente ignota de valor añadido?

En ese mismo registro escapista pasivo–agresivo, militan todas las utopías estacionarias y las arcadias económicas de crecimiento cero; que como buenas religiones milenaristas que son, cuentan con su particular profeta del Apocalipsis, Greta Thunberg; un producto de mercadotecnia socialdemócrata que tendría serias dificultades para explicar cómo llega la comida a su nevera, pero a la que se ha convertido en voz autorizada para perorar, nada más y nada menos, que de uno de los problemas científicos más desafiantes a los que se enfrenta la humanidad. Pues bien; después de siglos colonizando el planeta, derrocando gobiernos a voluntad, imponiendo títeres y sátrapas por doquier, saqueando recursos y haciendas, deslocalizando toda su chatarra y contaminando hasta el más remoto lugar del orbe; cuando, por fin, una nómina creciente de países resueltos, trabajadores y ambiciosos amenazan la autoridad de Occidente y pretenden su trozo de pastel, cree éste que es el momento de interrumpir la partida de naipes y petrificar el statu quo para salvar los muebles. La sola posibilidad de que algún conspirador en la sombra haya fantaseado con la idea de que China, Vietnam, India o Rusia vayan a dejarse embaucar con semejante patraña buenista habla bien a las claras del nivel de decadencia a que ha llegado Occidente en general y Europa en particular. Adenda en este mismo capítulo, son todas esas teorías amamantadas a los pechos de la Pachamama, que ven en el Covid–19, el azote con que la naturaleza venga los desmanes del capitalismo.

Resumiendo, Occidente se encamina hacia su final, básicamente, porque ha dado por sentadas demasiadas cosas, porque ha renunciado a los pilares civilizatorios que la auparon sobre el resto de las naciones —comercio, libertades individuales, conocimiento científico y democracia—. El grueso de su ideología dominante, marcada por la noción de identidad, como fuente de derechos, y la victimización, como fuente de promoción social, es estúpida y suicida, e ignora las más elementales reglas que rigen el mundo real y la naturaleza humana. Toda su acción y su inacción —el péndulo entre la ira y la melancolía— se subordinan a una premisa psicológica prevalente, cual es la de optimar el confort de las capas más adocenadas e improductivas de la clase media, facilitándole masajes de autocomplacencia y sentimiento de superioridad moral a coste cero. Al final pagarán uno y otro.

Baste señalar como colofón, que en medio de una pandemia devastadora, con decenas de miles de muertos a los que la autoridad competente se niega a contar con respeto, el Sr. Presidente del Gobierno de España, en su comparecencia en el Congreso de los Diputados, con fecha 3 de junio de 2020, declaraba que los esfuerzos públicos del Estado han de redirigirse hacia un frente prioritario porque: «Hablamos de emergencia sanitaria, pero la real, la emergencia que tenemos por delante es la emergencia climática a la que tenemos que dar respuesta. El país que necesitamos es el de la igualdad real y efectiva entre hombres y mujeres, y yo lo digo alto y claro: ¡Viva el 8 de marzo!». Bonito parlamento que da perfecto sentido a la labor deshumanizadora en la que se han afanado los palafreneros del pensamiento único; aquélla en que se ha borrado con saña cualquier referencia a personas de carne y hueso, y donde todo se ha reducido a un expediente geométrico–geológico: una v asimétrica, una curva por aplanar, un pico que doblar, una meseta que desescalar… una nueva normalidad, en suma. No quiero ser ingrato y tildar las palabras del segundo magistrado público de España como bazofia; les reconozco una utilidad marginal: por la vía de facto, con cuatro putas líneas, ha sido capaz de compendiar los seis volúmenes de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Edward Gibbon, y ahorrarnos su lectura. Nadie podrá decir que semejante proeza carezca de mérito.
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[1] Bruegel el Viejo, Pieter. El triunfo de la muerte, 1562–1563, Madrid, Museo Nacional del Prado.
Fotografías, de www.museodelprado.es.

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