domingo, 10 de noviembre de 2019

VIII. TRILCE. CÉSAR VALLEJO


Si Los Heraldos Negros ilustraban cómo César Vallejo iba desembarazándose del legado modernista para adquirir una voz genuina, [1] Trilce funde la experiencia de las vanguardias literarias para ponerla en sazón. Con este poemario Vallejo alcanza su madurez lírica dando a luz una de las obras más influyentes de la poesía hispánica de todos los tiempos.

Lo primero que debe decirse de este poemario es que no se trata de una lectura para todos los públicos. Vallejo es fiel, casi obsesivo, en la poetización de ciertos temas: la infancia perdida, la familia rota y la orfandad, el sexo, entendido a un tiempo como requerimiento inaplazable y como fuente de conflicto y frustración, la angustia existencial provocada por un mundo carente de sentido, el corsé de los convencionalismos burgueses, la falta de libertad, etc. Estos temas están, por supuesto, presentes en Trilce; su dificultad no estriba, por tanto, en la profundidad metafísica de lo que cuenta sino en la técnica rupturista que emplea.

Vallejo desborda la semántica convencional para incorporar una semiótica global que se desprende de las palabras; o por decirlo de modo más preciso, las emplea en un sentido poliédrico: en unas ocasiones recurre a ellas por su significado común, en otras por su sonido, en otras altera su sentido con una licencia ortográfica o tipográfica que encierra una clave para una exégesis alternativa.

Cuando las palabras no sirven a sus intereses, las voltea y convierte en su palíndromo; recurre a guarismos, palabros, invenciones, incluso a frases disparatadas. Pocos son los poemas de la colección que no se retuercen por sintaxis abruptas, aliteraciones muy marcadas, repeticiones extáticas, estudiadas faltas de ortografía, onomatopeyas, tipografías exóticas; y menos aun los que desvelan su sentido en una primera lectura. En Trilce, un poema puede observar fielmente una métrica clásica basada en endecasílabos y heptasílabos, para resolverse desgranando palabras letra a letra a lo largo de diez versos. Vallejo vuelca su alma y, como poeta, tal pareciera que su interés primario no es el de hacerse entender sino sentir; de ahí la dificultad para el lector.

En ocasiones el yo lírico trilceano es un ser constreñido por fuerzas absurdas que desbordan su capacidad de acción. La vida es un descuento, una experiencia sólo llevadera por medio de la alienación. Veamos cómo se plantea en Trilce II:

«_Tiempo Tiempo. // Mediodía estancado entre relentes. / Bomba aburrida del cuartel achica / tiempo tiempo tiempo tiempo. // _Era Era. // Gallos cancionan escarbando en vano. / Boca del claro día que conjuga / era era era era. // _Mañana Mañana. // El reposo caliente aún de ser. / Piensa el presente guárdame para / mañana mañana mañana mañana. // _Nombre Nombre. // ¿Qué se llama cuanto heriza nos? / Se llama Lomismo que padece / nombre nombre nombre nombrE.» [2]

Vallejo nos traslada una escena cuartelera o carcelaria; y todo se subordina a la creación de un estado emocional acorde con la esterilidad del tiempo. Las anáforas y repeticiones son un recurso muy evidente en la sensación de bucle, pero no están solas. La sintaxis se fragmenta, renuncia a un discurso continuo y avanza sincopadamente, en cuantos de información discreta desconectados del conjunto. Y eso es así porque en el fondo no importa que ésta se pierda: toda ella queda cancelada por el protagonista último del poema, que no es el yo lírico sino el ominoso Lomismo.

Por otra parte, el Mediodía, la fracción más significativa de la jornada, la más luminosa, la que debería concitar la acción, languidece estancado entre relentes, es decir, petrificado. El tiempo se revela una instancia tan absurda que no se vive, se achica aburridamente por una bomba como si fuese un agua sobrante e incómoda, mientras los gallos festejan la llegada de un nuevo día ausentes de su saludo ritual afanados en escarbar en la tierra para nada. El ser reposa caliente aún; es decir, carente de impulso vital y mero administrador de su inercia térmica.

La evolución de las repeticiones es muy reveladora: Tiempo–Era–Mañana–Nombre. Era juega con la polisemia, y puede operar igual como verbo conjugado, trasladándonos la idea de pasado, que como sustantivo, agrupando un período que resulta significativo, en este caso, por su monotonía. Dicho de modo más sintético: el tiempo deja de fluir para fundir pasado, presente y futuro en un ente nuevo que reclama definición, es decir, un nombre. Es el Lomismo que hiere al tiempo que eriza; es la incógnita que espera por despejarse y que heriza nos.

Otras veces la privación de libertad sirve para armar un sentimiento más complejo; quizás acicate para la sensación de orfandad; así Trilce XVIII:

«Oh las cuatro paredes de la celda. / Ah las cuatro paredes albicantes / que sin remedio dan al mismo número. // Criadero de nervios, mala brecha, / por sus cuatro rincones cómo arranca / las diarias aherrojadas extremidades. // Amorosa llavera de innumerables llaves, / si estuvieras aquí, si vieras hasta / qué hora son cuatro estas paredes. / Contra ellas seríamos contigo, los dos, / más dos que nunca. Y ni lloraras, / di, libertadora! // Ah las paredes de la celda. / De ellas me duelen entre tanto más / las dos largas que tienen esta noche // algo de madres que ya muertas / llevan por bromurados declives, / a un niño de la mano cada una. // Y sólo yo me voy quedando, / con la diestra, que hace por ambas manos, / en alto, en busca de terciario brazo / que ha de pupilar, entre mi dónde y mi cuándo, / esta mayoría inválida de hombre.»

El arranque del poema insiste en las fronteras que constriñen la acción: cuatro paredes. Es fácil imaginarse a un recluso recorriendo las cuatro esquinas de una celda, dando los mismos pasos, topando con los mismos límites, en un simulacro de paseo que no es más que mero tropismo. No sólo eso; el poeta genera un doble crescendo irritante: por una parte, mediante la aliteración del sonido r, que alcanza su clímax en aherrojadas; por otra parte, comprimiendo los confines de la prisión: las paredes pasan a ser los rincones, y éstos, las extremidades; es decir, cuerpo y espacio se aúnan: el yo deja de estar en una cárcel para ser la propia cárcel.

Es ese cautiverio total el que, por regresión, despierta la evocación de la madre, desarrollando desde ese momento un paralelismo en el que la omnipotencia de la ésta —llavera de innumerables llaves— contrasta con el desvalimiento infantil del yo lírico: mayoría inválida de hombre. El protagonista invoca a su madre y, en una bellísima metáfora, siente que las paredes más largas de la celda —aquellas que alcanza a tocar a un tiempo con las manos, y que reflejan de modo gráfico las dimensiones del espacio en que habita— son manos muertas que no infunden amor; y que le llevan a abandonar su contacto para extender la mano derecha en busca de la ayuda materna: el terciario brazo que ha de pupilar.

En Vallejo el número dos tiene un sentido de perfección humana, de superación de la soledad. Es muy revelador que en referencia a la madre se presente en un sentido superlativo: más dos que nunca, porque aplicado al amor de pareja y al sexo tiene las más de las veces un desenlace disolvente.

Otro ejemplo de desenvolvimiento del amor paterno–filial en un entorno hostil lo encontramos en Trilce XX:

«Al ras de batiente nata blindada / de piedra ideal. Pues apenas / acerco el 1 al 1 para no caer. // Ese hombre mostachoso. Sol, / herrada su única rueda, quinta y perfecta, / y desde ella para arriba. Bulla de botones de bragueta, / _libres, / bulla que reprende A vertical subordinada. / El desagüe jurídico. La chirota grata. // Mas sufro. Allende sufro. Aquende sufro. // Y he aquí se me cae la baba, soy / una bella persona, cuando / el hombre guillermosecundario / puja y suda felicidad / a chorros, al dar lustre al calzado / de su pequeña de tres años. // Engállase el barbado y frota un lado. / La niña en tanto pónese el índice / en la lengua que empieza a deletrear / los enredos de enredos de los enredos, / y unta el otro zapato, a escondidas, / con un poquito de saliba y tierra, / _pero con un poquito / _no má– / _.s.»

El poema se abre con dos sintagmas paradójicos que parecen representar la tesis y antítesis de un par dialéctico pendiente de resolución: nata blindada y piedra ideal; un choque de singularidades: el uno que se acerca al uno, dejando en el aire una operación aritmética inconclusa.

La primera sección es hostil, de una masculinidad ofensiva, casi sórdida: hombre mostachoso, rueda perfecta, bulla, botones de bragueta, A (la representación simbólica de la espada, el miembro viril), el desagüe jurídico. Todos los elementos militan en un campo semántico desagradable, y parecen conducirnos a una escena mingitoria, de ruda marcialidad y despotismo prusiano, que remata ese hombre guillermosecundario. Es fácil empatizar con la sensación de sufrimiento que declara el yo lírico.

Ese sufrimiento se disuelve de modo abrupto por la irrupción en escena de una niña pequeña que aún no domina el lenguaje: los enredos de enredos de los enredos, y que desarrolla una conducta imitativa de la de su padre: limpiar los zapatos con un poco de saliva; tan poca que la s se escinde del cuerpo de la voz como un escupitajo metafórico.

El autor da a entender que basta una leve fricción de los lazos familiares para erosionar todo ese despliegue de testosterona deshumanizadora. Es en la evocación de la familia donde Vallejo alcanza, desde mi punto de vista, sus poemas más hermosos. Un ejemplo nos lo brinda Trilce XXIII:

«Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos / pura yema infantil innumerable, madre. // Oh tus cuatro gorgas, asombrosamente / mal plañidas, madre: tus mendigos. / Las dos hermanas últimas, Miguel que ha muerto / y yo arrastrando todavía / una trenza por cada letra del abecedario. // En la sala de arriba nos repartías / de mañana, de tarde, de dual estiba, / aquellas ricas hostias de tiempo, para / que ahora nos sobrasen / cáscaras de relojes en flexión de las 24 / en punto parados. // Madre, y ahora! Ahora, en cuál alvéolo / quedaría, en qué retoño capilar, / cierta migaja que hoy se me ata al cuello / y no quiere pasar. Hoy que hasta / tus puros huesos estarán harina / que no habrá en qué amasar / ¡tierna dulcera de amor!, / hasta en la cruda sombra, hasta en el gran molar / cuya encía late en aquel lácteo hoyuelo / que inadvertido lábrase y pulula ¡tú lo viste tanto! / en las cerradas manos recién nacidas. // Tal la tierra oirá en tu silenciar, / cómo nos van cobrando todos / el alquiler del mundo donde nos dejas / y el valor de aquel pan inacabable. / Y nos lo cobran, cuando, siendo nosotros / pequeños entonces, como tú verías, / no se lo podíamos haber arrebatado / a nadie; cuando tú nos lo diste, / ¿di, mamá?»

El poema desarrolla una alegoría de la panificación como fuente de amor materno y se divide en tres secciones claramente diferenciadas: la primera describe el pasado, la paz del hogar y la generosidad de la madre nutricia; la segunda, el presente, la nostalgia por la pérdida; y la tercera, la hostilidad del mundo.

La figura materna es la perfección del amor: estuosa, innumerable, forjadora de un espacio en el que el tiempo claudica y se detiene: el bizcocho y la yema son hostias de tiempo que dejan los relojes en flexión y parados. Frente a la imagen de su madre, el yo lírico es un niño perenne que arrastra una trenza. Un amor materno, casi colosal, que despoja de toda virtud moral a sus hijos, relegándolos a la posición de los mendigos, más aun, de las gorgas.

En la segunda sección la madre ya no es más que un recuerdo que desata la tristeza: sus huesos molidos por el tiempo son harina. Es esta ausencia la que lleva al sujeto poético a constatar la despreocupación por la muerte en la que vivía de ordinario: el gran molar, la cruda sombra que se cierne sobre todo hombre desde que nace; y en la que sólo repara cuando se siente golpeado por la falta de un ser tan cercano.

La tercera sección muestra el contraste entre la paz del hogar y lo híspido del mundo exterior. Lo que en la primera instancia era pan que se recibía sin contraprestación, en la segunda es mercancía que se da por precio o se alquila. Toda la emoción contenida se canaliza a través de la pregunta final, que no sólo invoca a la madre sino que clama por el restablecimiento de la máxima de conducta que regía su obrar.

Otro poema sobre orfandad, infancia perdida y radical asimetría entre la dulzura del hogar y la hostilidad convencional nos lo brinda Trilce XXVIII:

«He almorzado solo ahora, y no he tenido / madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua, / ni padre que, en el facundo ofertorio / de los choclos, pregunte para su tardanza / de imagen, por los broches mayores del sonido. // Cómo iba yo a almorzar. Cómo me iba a servir / de tales platos distantes esas cosas, / cuando habráse quebrado el propio hogar, / cuando no asoma ni madre a los labios. / Cómo iba yo a almorzar nonada. // A la mesa de un buen amigo he almorzado / con su padre recién llegado del mundo, / con sus canas tías que hablan / en tordillo retinte de porcelana, / bisbiseando por todos sus viudos alvéolos; / y con cubiertos francos de alegres tiroriros, / porque estánse en su casa. Así, qué gracia! / Y me han dolido los cuchillos / de esta mesa en todo el paladar. // El yantar de estas mesas así, en que se prueba / amor ajeno en vez del propio amor, / toma tierra el bocado que no brinda la / _MADRE, / hace golpe la dura deglución; el dulce, / hiel; aceite funéreo, el café. // Cuando ya se ha quebrado el propio hogar, / y el sírvete materno no sale de la / tumba, / la cocina a oscuras, la miseria de amor.»

Unas sutiles pinceladas le bastan a Vallejo para capturar la esencia de una velada familiar: la conversación de la madre atenta a los aspectos prácticos: súplica, sírvete y agua; la del padre teorética y divagadora, esbozada con cierta ironía: los broches mayores del sonido.

Cuando se quiebra ese espacio puro, en el que el amor de los padres es el plato principal que se sirve a la mesa y las viandas mero pretexto, accedemos a un atrezo insustancial que no alimenta. Y ese juicio no cambia por el hecho de ser invitado a casa amiga: son platos distantes donde se prueba amor ajeno en vez del propio amor. Antes al contrario, esa segunda división del afecto agrava la sensación de ausencia. La descripción de la escena refleja distanciamiento emocional: el padre recién llegado del mundo, es decir, absorto en sus problemas; unas canas tías cuya cháchara hueca se acelera por una aliteración tintineante: tordillo retinte; unos cuchillos que duelen en el paladar, etc. Las metáforas de cierre nos trasladan el espíritu fúnebre del yo lírico de forma cruda y efectiva.

Si el amor en el ámbito de la familia es pórtico para el sufrimiento por la vía de la nostalgia, la pareja implica un sufrimiento estructural. Hay en el amor vallejiano un exceso de apremio que, bien por la vía de la carne, bien por la vía del sentimiento, desborda los cauces que le permitirían desembocar en una plenitud serena. Trilce VI nos ofrece una muestra de recuerdo anegado por la emoción:

«El traje que vestí mañana / no lo ha lavado mi lavandera: / lo lavaba en sus venas otilinas, / en el chorro de su corazón, y hoy no he / de preguntarme si yo dejaba / el traje turbio de injusticia. // Ahora que no hay quien vaya a las aguas, / en mis falsillas encañona / el lienzo para emplumar, y todas las cosas / del velador de tánto qué será de mí, / todas no están mías / a mi lado. / _Quedaron de su propiedad, / fratesadas, selladas con su trigueña bondad. // Y si supiera si ha de volver; / y si supiera qué mañana entrará / a entregarme las ropas lavadas, mi aquella / lavandera del alma. Qué mañana entrará / satisfecha, capulí de obrería, dichosa / de probar que sí sabe, que sí puede / _¡COMO NO VA A PODER! / Azular y planchar todos los caos.»

Con la referencia a las venas otilinas parece que el poema evoca su relación con Otilia Villanueva, con la que vivió un amor tormentoso, presionado por su entorno para que se casase y de la que se separó estando ella embarazada. Ya el arranque, un verso con un tiempo verbal descoordinado, refleja una tensión entre opuestos que se agrava con una sutil dialéctica de clase: ella es lavandera; él viste traje, es decir, se engalana con atributos burgueses —hay que recordar que estamos a principios de los años 20—. Esta primera sección se cierra con un juicio moral concluyente: tal y como se presenta la acción, si hoy no he de preguntarme si yo dejaba el traje turbio de injusticia, es porque no le cabe la duda de que la respuesta es afirmativa.

El desasosiego moral que deja tras de sí la ruptura con la amada se plasma en el desorden físico, en la falta de laboriosidad: no hay quien vaya a las aguas; y en el extrañamiento de sus objetos personales: Quedaron de su propiedad, usucapidos por el amor doméstico que ella volcaba sobre su ajuar.

El cierre del poema implica un falso anhelo. Ese Y si supiera no es más que un pretexto para avalorar la bondad de la mujer que se da por descontada. Ella podría recomponer todo lo quebrado; pero falla la premisa mayor. En el fondo el yo lírico no lo desea; para él siguen vigentes las causas que provocaron la ruptura y, desde el punto de vista moral, es menos costoso el remordimiento que recorrer la distancia que lo separaba de ella.

Podría pensarse que una relación basada en la concupiscencia, una vez quebrada, dejaría tras de sí un estado emocional más neutro. No es así para el yo trilceano. Puede servir de modelo Trilce IX:

«Vusco volvvver de golpe el golpe. / Sus dos hojas anchas, su válvula / que se abre en suculenta recepción / de multiplicando a multiplicador, / su condición excelente para el placer, / todo avía verdad. // Busco volvver de golpe el golpe. / A su halago, enveto bolivarianas fragosidades / a treintidós cables y sus múltiples, / se arrequintan pelo por pelo / soberanos belfos, los dos tomos de la Obra, / y no vivo entonces ausencia, / _ni al tacto. // Fallo bolver de golpe el golpe. / No ensillaremos jamás el toroso Vaveo / de egoísmo y de aquel ludir mortal / de sábana, / desque la mujer esta / _¡cuánto pesa de general! // Y hembra es el alma de la ausente. / Y hembra es el alma mía.»

Nos encontramos ante un poema de evidentísima connotación sexual; una sexualidad de la que el yo lírico extirpa todo lazo afectivo salvo, paradójicamente, en el momento de su conclusión y pérdida.

El poema se divide en tres partes que completan el bucle schopenhaueriano de la voluntad. La primera parte —Vusco volvvver de golpe el golpe— representa un deseo primario de cópula, sin barnices; el sujeto poético se concentra en la vagina; de ahí el relieve que alcanzan la reiteración y la licencia ortográfica: esa V que es tradicional representación del cáliz —ya se ha dicho que el pene se representaba por la A, la espada—. No se trata de un sexo de hembra más o menos espiritualizado sino bien materializado: su íntegra verdad reside en dos hojas anchas, suculenta recepción, y condición para el placer; más aun, destaca su potencia y desempeño mecánicos: en la primera sección, es un factor matemático —multiplicando y multiplicador— y juega al borde de la paronomasia supliendo vulva por válvula; en la segunda, ya en acción, son cables y sus múltiples. El arranque da a entender que el yo lírico se interna por una senda ya conocida y fracasada, la del encuentro físico —ya no es un golpe moral, como el que lo aturdía en Los Heraldos Negros—; de ahí que aspire a una resolución definitiva: de–volver el golpe de golpe, esto es, de una vez por todas, sin ulterior recurso.

La segunda sección representa la consumación: Busco volvver de golpe el golpe. La corrección ortográfica del verbo buscar recompone el orden natural de las cosas; la realización del deseo arrastra a los amantes a una realidad física unitaria —se arrequintan (se atan, se cosen) pelo por pelo… los dos tomos de la Obra— que elimina la sensación de alteridad: y no vivo entonces ausencia, ni al tacto. La confusión física es tan perfecta que las manos no sirven para acreditar la diferencia entre el propio cuerpo y el ajeno.

La tercera sección es el fracaso: Fallo bolver de golpe el golpe. El sexo que se ha gozado en sus aspectos más animales y mecánicos obedece a un principio rector egoísta que escapa del control de sus partícipes. Una de las metáforas parece traída de la tauromaquia: el yo lírico es el sujeto del enveto —palabro que por proximidad fonética nos lleva a envido o a embisto— y que se puede asociar al toroso vaveo sobre el que no ensillaremos, es decir, que se delata como una energía indócil e indomable.

Es en el dístico de cierre donde se plasma toda la crudeza del fracaso. La cópula ha concluido; el orgasmo (le petite mort) se imbrica con el ludir mortal, como anticipo, ahora sí, de la ausencia: Y hembra es el alma de la ausente. Paradójicamente, es al recuperar la noción de soledad cuando el yo poético se (re)humaniza: Y hembra es el alma mía.

Si de suyo el sexo vallejiano parece adolecer de una incapacidad connatural para fraguar comuniones definitivas, las convenciones burguesas vienen a complicarlo todavía más; así Trilce XIII:

«Pienso en tu sexo. / Simplificado el corazón, pienso en tu sexo, / ante el hijar maduro del día. / Palpo el botón de dicha, está en sazón. / Y muere un sentimiento antiguo / degenerado en seso. // Pienso en tu sexo, surco más prolífico / y armonioso que el vientre de la Sombra, / aunque la Muerte concibe y pare / de Dios mismo. / Oh Conciencia, / pienso, sí, en el bruto libre / que goza donde quiere, donde puede. // Oh, escándalo de miel de los crepúsculos. / Oh estruendo mudo. // ¡Odumodneurtse!»

De nuevo nos encontramos ante un apetito primario, que se despoja del lastre emocional: a plena luz del día, simplificado el corazón… muere un sentimiento. El raciocinio asociado a la sexualidad es para el yo lírico una forma de pensamiento caduco, una elaboración hipócrita —sentimiento antiguo, degenerado en seso—; mientras que la conciencia de lo sexual en su dimensión más genital es gratificante y liberadora: bruto libre que goza donde quiere. Son las convenciones sociales —escándalo de miel— las que generan la antinomia —estruendo mudo— y el desquiciamiento personal que Vallejo representa con ese cuasi palíndromo ilegible: ¡Odumodneurtse!

Otro de los temas que encuentra profuso tratamiento en la poética vallejiana es la religión. La mayoría de estos poemas se construyen con un juego de contrastes entre lo dogmático y lo espiritual. Cuando el yo lírico aborda la liturgia resulta hostil, casi blasfemo; cuando ya ha logrado una espita por la que se disipe esa tensión ritual, deja que el poema se inunde de una profunda piedad que lo redime todo. Sin embargo, en Trilce XIX, encontramos una rara avis que resquebraja los cimientos de sus creencias; dice así:

«A trastear, Hélpide dulce, escampas, / cómo quedamos de tan quedarnos. // Hoy vienes apenas me he levantado. / El establo está divinamente meado / y excrementicio por la vaca inocente / y el inocente asno y el gallo inocente. // Penetra en la maría ecuménica. / Oh sangabriel, haz que conciba el alma, / el sin luz amor, el sin cielo, / lo más piedra, lo más nada, / _hasta la ilusión monarca. // Quemaremos todas las naves! / Quemaremos la última esencia! // Mas si se ha de sufrir de mito a mito, / y a hablarme llegas masticando hielo, / mastiquemos brasas, / ya no hay dónde bajar, / ya no hay dónde subir. // Se ha puesto el gallo incierto, hombre.»

No insistiré en lo críptico que resulta su sentido. A buen seguro el poema admite varias interpretaciones; sugiero una de las posibles: Hélpide es un palabro de reminiscencia helenística que, escrita con mayúscula inicial, puede asociarse a la idea de divinidad; una divinidad que oscila entre dos opuestos: trastear y escampas, esto es, entre desorden y orden. Frente a esa divinidad, rizando un retruécano con el verbo quedar, parece que Vallejo nos presenta un sujeto poético colectivo y expectante.

La segunda estrofa es fiel a ese modelo de ruptura litúrgica. La escena del nacimiento reúne ingredientes canónicos y escatológicos de un modo muy atrevido y provocador. Divinamente y meado son conceptos que trasladan una idea paradójica que se refuerza por la proximidad fonética entre excremento y sacramento.

El resto del poema es una sucesión de paradojas y pares dialécticos cuyo sentido parece ser el de generar duda y suspender el juicio: alma–sin luz amor, piedra–nada, ilusión–monarca (espejismo infundado frente a autoridad), mito a mito (las mitologías no suelen ser sincréticas sino excluyentes) y hielo–brasas.

La resolución del poema consagra esa suspensión, esa duda de fe: ya no hay dónde bajar, ya no hay dónde subir. El yo lírico no tiene certeza alguna; ni la del ateo que sabe que todo su ser se descompondrá tras su muerte sin mayor epílogo (bajar a la tierra) ni la del creyente que ansía la resurrección (subir a los cielos). El remate no está exento de cierta ironía: el gallo cuyo canto martilleaba el vaticinio de Jesús a Pedro (Mateo 26:34) no sabe si cantar o enmudecer.

Junto a los universales de la poesía, Vallejo gusta de tratar temáticas oscuras, obsesiones filosóficas, acercamientos a los resortes del deseo que, a las dificultades propias de una temática de por sí abstrusa, añade las propias de una poetización vanguardista, alumbrando más de un poema de muy difícil comprensión. Trilce XLIV es un ejemplo de ello:

«Este piano viaja para adentro, / viaja a saltos alegres. / Luego medita en ferrado reposo, / clavado con diez horizontes. // Adelanta. Arrástrase bajo túneles, / más allá, bajo túneles de dolor, / bajo vértebras que fugan naturalmente. // Otras veces van sus trompas, / lentas ansias amarillas de vivir, / van de eclipse, / y se espulgan pesadillas inséctiles, / ya muertas para el trueno, heraldo de los génesis. // Piano oscuro ¿a quién atisbas / con tu sordera que me oye. / con tu mudez que me asorda? // Oh pulso misterioso.»

Todo es especulativo, pero una lectura podría tomar como clave la mutación del estado de energía representada por el piano. Lo que en el arranque viaja a saltos alegres termina siendo un vocativo Piano oscuro. ¿Qué ha ocurrido por el camino? Pues no lo sabemos con certeza pero da a entender que el piano, es decir, el estímulo, lo que viaja para adentro, ha de confrontar sus fuerzas —medita en ferrado reposo— con la capacidad de deseo que aún conserva el yo lírico y que parece bastante mermada: túneles de dolor, vértebras que fugan, lentas ansias amarillas de vivir. La pregunta final, trufada de paradojas, implica la espera, el anhelo de que ese principio enfervorizador alcance a pulsar la tecla adecuada.

Trilce LX presenta un cierto paralelismo con este último poema, aunque la evolución ya no implica suspensión sino abierto pesimismo; dice así:

«Es de madera mi paciencia, / sorda, vejetal. // Día que has sido puro, niño, inútil, / que naciste desnudo, las leguas / de tu marcha, van corriendo sobre / tus doce extremidades, ese doblez ceñudo / que después deshiláchase / en no se sabe qué últimos pañales. // Constelado de hemisferios de grumo, / bajo eternas américas inéditas, tu gran plumaje, / te partes y me dejas, sin tu emoción ambigua, / sin tu nudo de sueños, domingo. // Y se apolilla mi paciencia, / y me vuelvo a exclamar: ¡Cuándo vendrá / el domingo bocón y mudo del sepulcro; / cuándo vendrá a cargar este sábado / de harapos, esta horrible sutura / del placer que nos engendra sin querer, / y el placer que nos DestieRRA!»

El poema se abre con una curiosa inversión de atributos: el yo lírico se deshumaniza, se vuelve madera, árbol, ser viviente que no siente; mientras que el Día se humaniza; nace desnudo, puro, niño, inútil (todos son amplificadores semánticos del concepto de pureza, incluso el último: el arte es una forma de inutilidad).

La segunda sección es una readaptación vanguardista del tempus fugit: el día nace puro, pero ya hay leguas que marchan corriendo sobre tus doce extremidades (las horas del reloj), ese doblez ceñudo (reloj que ha de circunnavegarse dos veces para cumplir las 24 horas).

La tercera sección describe la mutación moral que experimenta el tiempo en fuga, y la forma en que esto afecta al protagonista: la pureza se torna corrupción: lo que era puro se vuelve grumo, es decir, coágulo, infección; lo que estaba desnudo luce gran plumaje. La paciencia que era de madera se apolilla; todo ello trasluce una alteración grave del estado de ánimo: la madera que vive pero no siente y que podemos interpretar como impasibilidad o resignación da pie a otra cosa: ¿cuál? La clave la suministra el desenlace.

La resolución es un mundo escindido, una horrible sutura, que se refuerza con el oxímoron: bocón–mudo, placer que engendra–placer que destierra; y por cuya unicidad clama un yo lírico en rebeldía —antes impasible— en pos de la seguridad; aunque ésta sólo se logre a través de la muerte. El poema concibe un presente inmemorial en el que el tiempo fluye en un continuo bucle, en un eterno retorno; pero con una diferencia radical. Allí donde el superhombre nietzcheano alcanzaba el éxtasis repitiendo ad infinitum el mismo tiempo después de labrarse una vida inundada de significado hasta en sus aspectos más ínfimos, el yo vallejiano está atrapado en una vida que es fuente de desarraigo y de la que quiere escapar por el portal de la muerte.

Y dejamos para el final el que sea posiblemente el poema más conocido de la colección, Trilce LXXV:

«Estáis muertos. // Qué extraña manera de estarse muertos. Quienquiera diría no lo estáis. Pero, en verdad, estáis muertos. // Flotáis nadamente detrás de aquesa membrana que, péndula del zenit al nadir, viene y va de crepúsculo a crepúsculo, vibrando ante la sonora caja de una herida que a vosotros no os duele. Os digo, pues, que la vida está en el espejo, y que vosotros sois el original, la muerte. // Mientras la onda va, mientras la onda viene, cuán impunemente se está uno muerto. Sólo cuando las aguas se quebrantan en los bordes enfrentados y se doblan y doblan, entonces os transfiguráis y creyendo morir, percibís la sexta cuerda que ya no es vuestra. // Estáis muertos, no habiendo antes vivido jamás. Quienquiera diría que, no siendo ahora, en otro tiempo fuisteis. Pero, en verdad, vosotros sois los cadáveres de una vida que nunca fue. Triste destino. El no haber sido sino muertos siempre. El ser hoja seca sin haber sido verde jamás. Orfandad de orfandades. // Y sinembargo, los muertos no son, no pueden ser cadáveres de una vida que todavía no han vivido. Ellos murieron siempre de vida. // Estáis muertos.»

Este poema difiere del resto en dos aspectos muy elementales: el primero es la versificación; por muy rudimentaria que sea en ocasiones la formación de estrofas por el Vallejo vanguardista, sí recurre a versos; mientras que éste se desgrana en una prosa poética que los omite. La segunda es la interpelación directa al lector y el tono: Vallejo no suele resultar tan hostil y desabrido; y aun en los poemas de mayor crítica social, aun en el tratamiento del vicio más desagradable, el poeta no se desentiende por entero del ser humano que lo protagoniza. En este poema, por contraste, traza una frontera nítida entre la realidad social y su deber ser.

El vosotros al que interpela es un sujeto omnicomprensivo frente al que sólo quedan dos perspectivas: la suya y la del resto, representada en ese Quienquiera diría no lo estáis. Para el sujeto poético el conjunto de la sociedad comparte una red convencional de mentiras que él viene a socavar.

La muerte está representada por la falta de voluntad, por un dejarse ir, por ser un eco sin voz propia: Flotáis nadamente, péndula del zenit al nadir, de crepúsculo a crepúsculo, vibrando ante la sonora caja, etc. Para el poeta, esa ausencia de espíritu es una variante de la amoralidad: cuán impunemente se está uno muerto. Sólo lo extraordinario es capaz de generar un remedo de sentimiento en una vida tan hueca: percibís la sexta cuerda que ya no es vuestra; otra metáfora musical que prolonga la idea del eco, de la reverberación por causa ajena y no por el tañido propio.

La siguiente sección avanza un paso más en la firmeza del juicio. No se acredita la muerte; se niega la vida previa. Un muerto sólo puede serlo en referencia a su condición preexistente de vivo. Vallejo va más allá: nunca se dio esa vida; sólo hubo apariencia de tal: Orfandad de orfandades, la esterilidad engendrando esterilidad, lo propio de una gigantesca comunidad zombi que resulta moralmente irredimible; de ahí la anáfora con el primer verso, que respeta la forma pero en la que se vislumbra una alteración emocional: lo que entonces parecía aldabonazo de conciencia, ahora parece desdén frente a lo irrecuperable.

En resumen, Vallejo intenta en Trilce un desnudo de la realidad humana que subyace a los convencionalismos, sobre todo un desnudo de la maquinaria del deseo. Al aspirar a una plasmación poética de ese mundo subyacente en términos tan poco transaccionales tropieza con las limitaciones inherentes al lenguaje, las propias de su estatuto convencional. Atrapado en esa aporía lírica se ve empujado a una semiología alternativa en la que, paradójicamente, sufren y se retuercen más los elementos más duros e imperecederos de la lengua, los nexos, creando una sintaxis alternativa que proyecta la información a fogonazos. Por eso la lectura conservadora fiel a las estructuras canónicas de la lengua tiene por reacción primaria el rechazo, la incomprensión absoluta; y es menester desprenderse de esos prejuicios lingüísticos para acceder a la profunda verdad de la poética vallejiana, una de las pocas voces capaces de arañarnos el alma construyendo poemas cuyo sentido último nunca se nos desvela del todo. Ése es su acierto; y ésa su dificultad.
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[1] www.leyteratura.blogspot.com.
[2] Citas, de Poesías Completas, Madrid, Visor libros, 2008.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso; dos barras (//), un salto de estrofa; un guion bajo al principio de verso (_), una sangría izquierda del texto.
Los interesados disponen de una versión completa del poemario en www.elescorpión.trilce.es.

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