Dedico una entrada a este pequeño ensayo del escritor y poeta franco–uruguayo Ricardo Paseyro por dos motivos fundamentales; primero, porque todo él, desde el párrafo inicial hasta el final, es una descarga de pasión por la poesía absolutamente electrizante. Segundo, porque adoro los libros que me llevan a una reflexión minuciosa sobre lo cotidiano. El tránsito frecuente de un mismo camino genera automatismos y usos donde el saber desemboca de ordinario en un simulacro que encubre la inercia. Entiéndaseme bien; no soy poeta, no leo poesía con frecuencia, ni siquiera tengo una forma poética de encarar la vida. Es el cultivo de ciertas amistades que sí viven imbuidas en esa querencia y, por influencia suya, mi intento esporádico por capturar en versos este mundo cuajado de asimetrías semánticas, lo que me ha llevado a una cierta familiaridad con la poesía. Sin embargo, más allá de una vaga sensación de que no todo lo que se presenta como tal lo es, apenas había dedicado tiempo a indagar sobre sus contornos, y mucho menos a fijar en una Poética principios tan vagos. Esta lectura —que de entrada advierto que no es apta para todos los públicos— viene, si no a colmar, sí al menos a paliar una laguna que, paradójicamente, arranca con una discrepancia radical respecto de la piedra angular sobre la que Paseyro yergue su teoría poética; y es que el autor parte de considerar que la poesía representa una forma de conocimiento especialmente cualificada:
«La poesía se propone lo que la sola razón no puede abarcar o explicar, es un complejo de intuición, sensibilidad, lucidez mental, transformadas en una unidad superior, infinitamente más grande que su simple alianza o suma. La poesía desborda la razón, sin abolirla […] El hombre, esclavo de lo aparente, quiere desengañarse, romper la corteza de la existencia exterior. La poesía puede ser ese instrumento del conocimiento inmediato, fulgurante, fugitivo, revelador de lo esencial y permanente.» [1]
No abrigo dudas sobre la contribución que brinda la experiencia artística, su creación, aun su disfrute, a que se iluminen zonas penumbrosas donde no alcanza la luz científica, o donde la insuficiencia de sus objetivos, que siempre proscriben las certezas, deja flotando la sensación de que hay algo más; no hay lugar para esa controversia. Si se plantea es porque, en su poética, Paseyro parece fallar un juicio epistemológico global en favor de la Poesía, fuente última de verdadero saber; así cuando cita a Pierre Klossowski:
«La ciencia, que no ve en ningún lado ni lo eterno ni lo existente en sí, y sólo tiene en cuenta lo que se transforma y lo histórico, no puede sino detestar esas fuerzas eternizantes que son el arte y la religión —fuerzas de olvido, negación misma de la ciencia, en las que se confunden pasado, presente y porvenir— […] El poema es un “médium”: cuanto mejor ayuda a reconstruir la experiencia inefable que describe, más se acerca a su perfección como poema. Los ornamentos estéticos son apenas la figura que toma el alma, la esencia, para manifestarse y hacerse accesible, para comulgar y ser compartida.»
Las concomitancias con la religión —del latín: re–ligare, re–legere— resultan más que evidentes. El poeta vendría a ocupar el puesto de una suerte de dios de Boecio, colocado fuera del tiempo y el espacio, que percibe toda la realidad en un fogonazo y tiene el poder para recomponer e inmortalizar el vínculo prístino entre el verbo y la materia, roto por las fuerzas de la naturaleza tras la creación y corrompido de continuo por la cultura:
«Pero ser poeta implica el privilegio de convertir, por la poesía, el manido vocablo en una clave potencial del conocimiento. Hacer poesía significa conocer, nombrar por su nombre verdadero. Existe un lenguaje verdadero, representación sonora exacta del modo como el Verbo originó las formas del Universo. La poesía es la palabra exacta, la palabra en que se alberga la esencia de la cosa nombrada, es ésta misma; cuando se encarna con lo nombrado, la palabra se electriza, es poesía, conocimiento. […] Así petrificadas las palabras, así arrebatadas al viento que las lleva, se hace del poema una entidad temporal y espacial que ha abolido el espacio y el tiempo […] La grandeza de un poema podría medirse por su capacidad para trascender una sensación, un pensamiento, e inmovilizarles en el fluir del tiempo.»
Dejando de lado esa discrepancia inicial, comparto plenamente su idea de que a través de la poesía se plasma el espíritu humano; la consecuencia inmediata es irrefragable: o es universal o no es. El arte poético admite tantas revoluciones como buenos poetas haya y, sin duda, no se es poeta más que en una lengua. Pero una cosa es ser poeta en francés o ruso —pongamos por ejemplo— y otra bien distinta ser un poeta francés o ruso. El poeta es poeta, y su labor se ciñe a la versión de un único poema universal; su labor es personal pero no opera con una fuerza desagregada porque la poesía aúna cosmos y átomo en una realidad indivisible:
«Imprevisible y único, último porque no puede continuarse, porque se agota en sí mismo y tiene en sí mismo su principio, su fin y su sentido, cada poema rehace y recrea toda la poesía, toda la experiencia poética. Infinitamente repetido, el acto poético de conocer es siempre otro: sus resultados no se aprenden, no son acumulables, no van “en progreso”: el poeta parte de cero cada vez que poetiza. El acto de hacer poesía necesita y convoca todas las facultades del espíritu, sin cesar reconstituidas.»
Sin renunciar a la teorización poética, sino volviendo a ella para reforzar y ampliar sus inducciones a partir del caso particular, el ensayo gana en agudeza cuando desciende a los ejemplos concretos. Unamuno y Juan Ramón Jiménez incorporan, a un ser profundamente hispánico, el componente de la agonía; el primero, que expatria los tipismos del folclore mediterráneo o andaluz y el ascetismo castellano, forja un modo de ser español de influencia protestante en que toda contradicción encuentra asiento. Su desprecio por la poesía entendida como música, como potencia adormecedora o ensimismada de belleza es radical; sólo se redime como acicate para la remoción de la conciencia ética del lector. Resume la idea de forma sutil uno de sus versos: «Algo que no es música es la poesía». Y pese a ello o por ello, se entrega en la madurez de modo febril a la composición poética:
«Ni en España ni fuera de ella se mira a Unamuno como lo que fundamentalmente me parece haber sido: poeta. Poeta, por hombre espiritual, porque nada hay más cerca del espíritu que la poesía. Platón la definió como “el impulso que va de una palabra a otra, inflamándose en el fuego del espíritu”. El impulso unamunesco, este incendio constante de su palabra al toque del espíritu, tenía su natural, inmediata, flagrante expresión en la poesía.»
Participa Unamuno de la idea de que el poeta reproduce en su escala la creación divina: es un dios o, cuando menos, un médium de dios. Pero un dios cuyo espíritu está llamado a extinguirse. Es la suya agonía personal, nacional, religiosa, existencial. La constatación de la muerte, su establecimiento como única verdad y el declinar de las fuerzas físicas, liberan al espíritu de su cárcel muscular para abocarlo a la desesperación de su fin, a una gran injusticia:
«Viejo ya, célebre y glorioso como ningún español, el apetito de fama que se ligaba en él a su necesidad de inmortalidad deja sitio a un sentimiento mitigado y melancólico: su gloria es grande porque la muerte se acerca. Y la gloria no protege contra ella: Satisfacciones, / mis obras por el mundo entero; / mi sombra crece; / es mi sol que se está poniendo.»
La agonía de Jiménez es la que se induce por el choque de dos fuerzas irreconciliables; de una parte; la necesidad de erguir un puntal frente a la muerte y de hacerlo en términos poéticos —nuevamente la muerte como paradójica potencia creadora—; de otra, la insuficiencia de la palabra que resulta de acometer una experiencia que desborda su capacidad. El dios en miniatura, el dios poeta que devuelve el verbo a su cuna material, es en realidad un dios que da un paso más hacia el vacío y nace fallido:
«Porque en el extremo límite de la poesía de Juan Ramón hay una nostalgia del silencio, una conciencia aguda de que las palabras, aun las más hermosamente avecindadas, no son nada mejor que un remedo, una caricatura de lo inefable. […] Ello exige una disciplina interior lapidaria, y provoca la irremediable certidumbre de que siempre nos detenemos, por impotencia del Verbo, más acá del puro éxtasis, del total olvido, de la participación sin fronteras con lo infinito a que debe aspirar el alma —aspiración de la cual es, la poesía, espejo, símbolo y actividad.[…] Cuando Juan Ramón se declara en derrota, declara los lindes de la poesía y el poeta, define y establece honestamente un sentimiento trágico de la poesía.»
Al elegir las armas de la poesía para librar la batalla, vive su derrota como la derrota de la poesía misma; su derrota es el rechazo frontal de la propia obra y, constatadas y amojonadas las fronteras de la poesía, el anhelo de quietud:
«Su ascesis de soledad, o de solipsismo, es tan absoluta, que Juan Ramón sufre una purificación descarnada, espectral, espantosa. En sus mejores poemas no hay drama de anécdotas: hay tragedia de un alma sin morada, pulverizada al contacto con el infinito.»
Es interesante la reflexión de Paseyro sobre las potencias que moviliza la poesía: inteligencia general e inteligencia especializada, propiamente poética. Si no lo he entendido mal, la primera sería responsable de la criba cultural del objeto poetizable; mientras que la segunda respondería de la reelaboración del objeto seleccionado conforme a un patrón de belleza. Su sentencia es desconcertante por lo que tiene de desafío a la intuición; y es que descarta la posibilidad de poetas que se aúpen exclusivamente sobre la segunda. El poeta es por definición inteligente; sin esa virtud queda sólo lugar para un instinto poético imitativo, plagiario, que, no obstante, puede desorientar y hacerse pasar por poesía. No es el caso de Vicente Huidobro, capaz de hacer que el objeto brille poético de un modo natural; encomio de finura y perseverancia en el ideal de belleza, antítesis de talento lego:
«En lugar de la vociferación y el feísmo, de la populachería y el humanismo pegajoso dominantes en mucha literatura contemporánea, Huidobro pone clara tendencia a lo bello y lo limpio, a la nitidez y la palabra noble. No usa guantes asépticos (entonces no sería poeta), ni aleja las cosas a tal distancia que se pierdan de vista (entonces su voz llegaría helada): las toma sin tocarlas, no para disolverlas en informe masa, sino para que, netas, irradien mejor.»
Como nítida es la diferencia entre agitador demagógico y poeta social. El primero apela al gentío en lo que tiene de cuerpo informe, de masa deshumanizada que sólo conserva funciones gástricas y digestivas; su intimación es mero requerimiento. El poeta social es el hombre desnudo, la desgarrada piedad que es capaz de deslindar a cada individuo dentro de la multitud y emocionar hombre a hombre; su intimación es genuina, electriza la red neuronal que conecta a cada individuo con la experiencia colectiva que le da sentido, es decir, con su universalidad. Esta es la jurisdicción en que Paseyro coloca a César Vallejo; el desbordamiento de humanidad de sus poemas disloca la sintaxis, rompe toda limitación formal y aúpa su obra a la gran poesía:
«La poesía impone su verdad a los hombres, no los hombres a la poesía. Y en poesía es verdad lo bien dicho, lo bendecido y bautizado en las fuentes del ser. La poesía de Vallejo es la figura de la verdad poética más directa, más concreta, más realista, más apegada al acto inmediato del vivir que se haya escrito en castellano. […] Toda poesía rompe la gramática y la parla ordinaria de una de dos maneras (que pueden hermanarse): infundiendo a las palabras una carga excesiva de significación formal —Góngora, Darío— o sumándoles una demasía de contenido ontológico —osemos decirlo así— que las empuja a ras de tierra, a ras de ser, a ras de su aparición en la conciencia: es el caso de Vallejo, y en distinto plano, el de los superrealistas.»
Si sus alabanzas incorporan reflexiones hondas sobre el hacer poético, sus críticas, siempre con el encono y acerbidad que nace de la pasión extrema, dibujan mucho mejor el perfil de los conceptos que maneja. La crítica a Pablo Neruda —a quien define como «palabra muerta»— es feroz, implacable; su rechazo es moral, conceptual y formal. No nace en la militancia comunista de Neruda; sino en que su comunismo sea un mero postizo poético. La teoría estética marxista proscribe el formalismo: fondo y forma son un sólido puesto al servicio de la lucha de clases. El planteamiento repugna por lo demencial pero, aceptado como premisa mayor, genera una secuencia lógica que no puede concluir con la constante absolución burguesa de la obra nerudiana al amparo de su belleza o eufonía: o sirve a su objetivo revolucionario o no es lo que declara; así de sencillo.
En la teoría poética de Paseyro es una exigencia ineludible de la palabra la precisión; recordemos que ésta recompone vínculos, fija la esencia de la realidad; surge de una intuición creadora, no de una lotería de diccionario. Cuando Neruda dedica un poema a Stalin, el desprecio de Paseyro no nace de la naturaleza totalitaria, criminal y psicópata del personaje; sino de la oquedad y gratuidad del halago que concita: «Stalin / construía. / Nacieron / de sus manos / cereales, / tractores, / enseñanzas, / caminos / y él allí, / sencillo como tú y como yo, / si tú y yo consiguiéramos / ser sencillos como él. […] Stalin es el mediodía, / la madurez del hombre y de los pueblos […] Capitán lejano que al entrar en la muerte / dejó a todos los pueblos, como herencia, su vida.» Todo el poema está presidido por la fungibilidad de los términos; quitemos el nombre de Stalin, pongamos el de Hitler y llegaremos a la misma emoción falsa, porque no hay poesía sino fijación de un fetiche lo suficientemente nítido como para que ningún adepto se despiste en la gimnasia de banderías cuyo despertar se pretende. Esa dolencia de arbitrariedad verbal es continua en Neruda; para Paseyro, sus palabras surgen de la nada y en la nada se disuelven, inmunizadas contra la necesidad:
«No se arguya que la libertad del poeta reside precisamente en crear a su guisa conexiones curiosas o absurdas. La única libertad del poeta es la de inventar relaciones poéticas plausibles, tan audaces, tan asombrosas, tan nuevas como se quiera, pero en las que resida un mínimo grado de racionalidad (lo cual les permite ser transmitidas y compartidas), o que sean estéticamente bellas (y entonces nos ganan por el camino de la sensibilidad, aunque no se las comprenda enteramente).»
El otro bastión del nerudismo contra el que dirige su ataque Paseyro es la afectación de sencillez, la falsa vindicación del objeto cotidiano como objeto poetizable. No se discute la elección en sí: efectivamente un verdadero poeta puede llevar su talento al escalón más humilde del ser; se discute el móvil y el modo de poetizar. Si se escribe un poema sobre las moscas, por ejemplo, el móvil poético es la transustanciación en animal poético de un animal díptero con tendencia al chupeteo y zumbido molestos, en mosca hecha poema. La sola incorporación de la palabra mosca, sin el acercamiento debido, es soberbia por quien la postula y fetichismo por quien la acepta:
«La ignorancia no es sencillez: es ignorancia. Las Odas Elementales no exaltan lo sencillo: lo manosean. Acaso una alcachofa valga un Leonardo de Vinci o un poema de Baudelaire; pero el que lo afirma debe antes saber lo que vale un cuadro de Leonardo o un poema de Baudelaire, y luego tratar a la alcachofa como a un Baudelaire o un Leonardo: si no, su afirmación sería apenas prejuicio bárbaro. […] Incluso si la alcachofa es, por ella misma, un objeto poético, deja de serlo cuando se la transforma en sujeto de un mal poema; transformada en poema, la alcachofa se vuelve poema, y el poema se mide como poema, no como alcachofa, ni como su presunta glorificación. No basta la palabra alcachofa para que el poema sea bello y sencillo, como no alcanza la palabra rosa para que sea bello un poema de Rilke a las rosas.»
Más sutil es la crítica al estilo camaleónico de Octavio Paz, al que pone como ejemplo de arte imitativo carente de verdad propia. Un buen ejemplo de ello son la impronta zen y sus haikus, que privados del concepto de arte total con que surgen en la tradición japonesa —mezcla de poesía, pintura, caligrafía, etc. — desembocan en una manufactura versificadora, en mero formulismo; la espontaneidad no surge del talento innovador sino del hábito en una técnica algorítmica que no importa conexiones profundas. Esa incorporeidad es la que permite a Paz pescar a la cacea en los ismos de la moda, el tránsito sin solución de continuidad entre folclorismo y universalismo, indigenismo y cosmopolitismo, revolución y reacción, hispanofilia e hispanofobia, y un largo etcétera, caracterizado por la pérdida de genuinidad que resulta de sustituir compromiso por interés:
«Las muletas técnicas —la rima, el metro y su marco (soneto, cuarteta, alejandrino, etc.)— amparaban, por lo general, simulacros de poesía. Se las hizo añicos; se destruyó, después, la prosodia. Cortar la prosa y desplegarla en hileras irregulares no la transforma en poesía. Esta mistificación —tan flagrante que no es posible absolver a los burlados: son cómplices— tiene como agente habitual al verso “libre”. “Bastardo de la enseñanza secundaria y de la imprenta, el verso ‘libre’ —escribe Étiemble— analiza con la mirada lo que la escuela acostumbraba a disociar con el análisis gramatical.” Ahora bien, la poesía debe ser “ante todo un arte sensible a la oreja, a la boca, al espíritu, al corazón, pero lo menos posible al ojo”. Un hecho actual me parece que lo confirma: prohibida su publicación, excluida de la enseñanza, la gran poesía rusa contemporánea sobrevivió por la transmisión oral.»
Puede compartirse o no su modo de razonar y las conclusiones a que éste lo lleva; pero desde la primera página del ensayo queda claro que Paseyro maneja un concepto nítido de lo que es la poesía, en que el capricho verbal queda proscrito. La poesía puede crear una lógica propia, pero una vez establecida exige congruencia. La palabra es una palabra precisa que crea con las palabras con que se avecinda una relación de necesidad; en un registro casi místico, esa necesidad se impone al poeta, que dejaría de crear para limitarse a descubrir o recuperar, operando al modo con que el escultor desbasta un bloque de granito para rescatar al David o a la Piedad que se encierran en él. El poema no supera su naturaleza temporal haciéndose eterno sino definitivo.
Como constante parece su invectiva contra el fetichismo, aspecto que comparto: el poema no conoce de firma. Glorias, premios y laureles pasados ni quitan ni ponen valor a los poemas que los suceden en idéntica autoría. Un poema ha de juzgarse como poema a partir de su sutileza conceptual, originalidad de las relaciones que plantea, sensibilidad y fidelidad a un canon de belleza. Quien quiera adhesiones inquebrantables que elija equipo de fútbol, culto religioso o partido político.
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[1]
Citas, de
Poesía, poetas y antipoetas,
Madrid, Siruela, 2009.
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