ENLACE A LA PRIMERA PARTE
Interesante es también el tratamiento de la mujer en el drama. Una primera impresión nos lleva inevitablemente a la idea de que su consideración es negativa, pues el principal personaje femenino, lady Macbeth, es un compendio de villanías. Desde el mismo momento en que su marido le informa por carta del oráculo que le predice el trono, no concibe otro camino hacia él más que la traza criminal. La misión que se encomienda a sí misma es la de derribar las reticencias de su marido insuflándole coraje homicida y renegando de todo atisbo de compasión: «Ven deprisa, que yo vierta mi espíritu en tu oído y derribe con el brío de mi lengua lo que te frena […] Espesadme la sangre, tapad toda entrada y acceso a la piedad […] Venid a mis pechos de mujer y cambiad mi leche en hiel, espíritus del crimen, dondequiera que sirváis a la maldad en vuestra forma invisible». [1] Junto con Macduff, lady Macbeth es un personaje genuinamente político, en el sentido de que porta un concepto nítido de qué es el poder y cómo opera; en su mente poder y maldad forman un par de acción que descarta la tibieza y que no puede ensombrecerse con arrepentimientos estériles: «Tú quieres ser grande y no te falta ambición, pero sí la maldad que debe acompañarla. Quieres la gloria, mas por la virtud; no quieres jugar sucio, pero sí ganar mal.»
No encontramos en ella la caracterización habitual de la mujer medieval como solaz del guerrero; antes al contrario, es una mujer urdidora que no da descanso a su marido. Apenas llegado Macbeth al hogar y pese a que su laconismo indica cierta gravedad espiritual, no duda en abordarlo e incitarle al crimen: «Parécete a la cándida flor, pero sé la serpiente que hay debajo. Del huésped hay que ocuparse; y en mis manos deja el gran asunto de esta noche». En cierto sentido personifica una noción moderna de la mujer; define con claridad cuáles son sus objetivos, analiza las posibilidades de alcanzarlos, y una vez comprometida con unos medios, es resuelta e implacable. Sin embargo, entiendo que la imagen que el autor traslada de la mujer no es negativa, porque la caracterización de lady Macbeth progresa sobre la base de negar feminidad al personaje; en ocasiones porque ella misma la refuta: «Venid a mis pechos de mujer y cambiad mi leche en hiel, espíritus del crimen, dondequiera que sirváis a la maldad en vuestra forma invisible»; en otras, porque despierta ese juicio incluso en su marido: «¡No engendres más que hijos varones, pues tu indómito temple sólo puede crear hombres!», que es tanto como declarar su ser desnaturalizado. Ella misma porta un concepto de la acción claramente masculino; así cuando Macbeth reconoce la dignidad del rey, los honores que ha recibido de su mano e intenta desistir de la idea del crimen, lo ataja poniendo en duda sus redaños: «Cuando te atrevías eras un hombre; y ser más de lo que eras te hacía ser mucho más hombre», y a ese mismo modelo de acción varonil, de violencia como dominio masculino, se ve arrastrado Macbeth bajo su influencia; así cuando se enfrenta en el banquete al espectro de Banquo lo hace en profesión de hombría: «A cuanto el hombre se atreva, yo me atrevo: […] O resucita y rétame a campo abierto con tu espada; si el temblor me señorea, proclámame una niña.» El desenlace opera en un registro doblemente moralizante: lady Macbeth enloquece y se condena por su maldad, pero también por irrumpir en un mundo de hombres.
Tampoco las fatídicas son una imagen femenina fiable. Son seres etéreos que viven entre dos mundos; aparecen de la nada y en la niebla se disipan sin dejar rastro de sí. Su descripción física en los labios de Banquo es teratológica: «¿Quiénes son éstas, tan resecas y de atuendo tan extraño que no semejan habitantes de este mundo, estando en él? [...] Sin duda sois mujeres, mas vuestra barba me impide pensar que lo seáis.» Ni siquiera su forma de hablar semeja al de las personas; su leguaje se agrupa en haces conceptuales: «¿Cuándo volvemos a vernos? ¿Bajo lluvia, rayo y trueno? [...] Cuando acaben brega y bronca y haya derrota y victoria», que potencian su vínculo con un elemento telúrico o fuerza de la naturaleza: «¿Dónde has estado hermana? Matando Cerdos. Y tú, hermana, ¿dónde? Con castañas en la falda […] Te doy un viento […] Yo, uno más. Yo ya tengo los demás, y los puertos donde soplan», y dejan tras de sí un nudo paradójico de difícil interpretación: «Bello es feo y feo es bello. Flota en bruma y aire espeso», del que terminan contagiándose el resto de personajes; así Macbeth cuando parece intuir su primera aparición: «Un día tan feo y bello nunca he visto.» Su función no se ciñe a la propia de un oráculo que aguarda en lugar sagrado la consulta de quien quiere una adivinación, sino que irrumpen en la acción. Se ciernen sobre Macbeth desde un primer momento tentándolo con la corona, pero cocinan la ruina a sus espaldas. La intervención de Hécate sirve para que ese juego sucio se dignifique con la apariencia de una sentencia, en la que Macbeth no sería condenado por sus actos sino por su debilidad de carácter: «¿Cómo habéis tenido la insolencia de tratar con Macbeth para moverle con enigmas y pláticas de muerte […]? [...] Y lo peor es que sólo habéis logrado trabajar al servicio de un reacio, rencoroso y brutal que, como todos, no os ama más que en beneficio propio […] Asciendo al aire: pienso dedicar esta noche a un propósito fatal.»
El único personaje femenino digno de tal nombre es lady Macduff, víctima de la orgía represiva que desata Macbeth al enterarse de que su marido ha huido a Inglaterra. Este personaje es el que resulta más conmovedor de toda la obra, el que mejor representa la sensación de irrealidad que provoca ser víctima de una arbitrariedad manifiesta, de resistirse a creer que pueda estar pasando, y de desesperarse impotente cuando la realidad funesta toma cuerpo: «¿A dónde huir? Yo no he hecho ningún daño. Aunque bien recuerdo que estoy en el mundo, donde suele alabarse el hacer daño y hacer bien se juzga locura temeraria.» Cuando los asesinos la persiguen, queda tras ella una estela de humanidad desnuda con la que es imposible no identificarse.
La estructura del poder que se intuye es la propia del Estado feudal que se aúpa sobre la relación de señorío y vasallaje. El concepto de soberanía es patrimonial, como se encarga de fingir lady Macbeth ante Duncan: «Vuestros siervos administran a sus siervos y a sí mismos con sus bienes para rendir cuentas cuando así lo dispongáis y devolveros lo que es vuestro.» Esa relación de señorío se refuerza con el componente personal. El rey se rodea de los suyos, los agasaja y acepta de buen grado que le correspondan; así Duncan es en extremo cortés cuando se presenta ante su anfitriona, y cuando Macbeth se ausenta del banquete para que los asesinos de Banquo le informen de su misión, su mujer le afea el gesto: «Mi regio esposo, no das acogimiento. Un banquete es comida que se cobra si, en su curso, no se brindan atenciones: hay que mostrar complacencia.» De ese modo no extraña que los cargos y dignidades se otorguen por favor personal del rey, y que los castigos, como la ejecución del barón de Cawdor, resulten más del agravio personal que de la violación de la ley.
La referencia a la invasión noruega podría llevarnos a datar la acción en la época posterior a las correrías sajonas, a finales de la alta Edad Media, cuando los recién instaurados reinos escandinavos volcaron en las islas británicas parte de sus ansias expansionistas, y que llevaron a Canuto de Dinamarca al trono inglés. Sin embargo, la implicación aparentemente altruista del rey de Inglaterra en la restauración de la casa de Duncan me mueve a pensar que ha pesado más en el ánimo de Shakespeare el período de anarquía señorial que vivió su país durante la Guerra de las Dos Rosas, que inspira su Ricardo III y que le queda mucho más próxima en el tiempo. Sea como sea, la atmósfera de convulsión dinástica es perenne. En un espacio de tiempo muy reducido tenemos una rebelión local capitaneada por MacDonald con auxilio de los irlandeses, una invasión noruega en la que participa el barón de Cawdor, el asesinato del rey Duncan, el exilio de sus hijos, las purgas políticas de Macbeth, una invasión inglesa y la restauración dinástica de Malcolm. Resulta reveladora la huida de los hijos de Duncan al conocerse el asesinato del rey. El sentimiento de vulnerabilidad es comprensible; pero que ambos busquen refugio allende las fronteras de Escocia carece de sentido sin tomar en consideración ese factor de inestabilidad, de linaje no asentado con firmeza en la corona, donde una situación como la que se plantea puede voltearlos sin dificultad: «Donde estamos, en sonrisas hay puñales; más cercano a nuestra sangre, más sangriento», dice Donalbain. «No nos demoremos en corteses despedidas y, sin más, partamos. Si es grande el peligro, hurtarse a su vista es hurto legítimo», le responde Malcolm.
Como el reflejo de una dinastía desarraigada se entiende la acción de gobierno de Macbeth. Él sabe bien que depende del consenso de la nobleza en torno a su legitimidad; la misma que le aupó al trono puede desbancarle de él. De ahí que cuando quiera deshacerse de Banquo no pueda ordenar su detención y componer leyes y tribunales a su arbitrio para ejecutarle como haría un príncipe renacentista al estilo Tudor, sino que deba recurrir a acciones terroristas que no comprometan su honorabilidad. Sólo en la fase final de su reinado, cuando se extiendan las deserciones, no le importará prescindir de los barnices del buen gobierno para operar como un tirano que se apoya sobre la violencia desnuda y una red de vasallos dedicados a la delación, como se ve en el proceso contra Macduff, antes de ordenar que se mate a su familia: «Pero le citaré: no hay ninguno en cuya casa yo no tenga un informante»; y como atestigua Malcolm al recuperar el trono, cuando establece como prioridad de la corona: «repatriar a los amigos desterrados que huyeron de las trampas de un tirano vigilante, denunciar a los bárbaros agentes de este carnicero y su diabólica reina».
El contraste de caracteres y virtudes de gobernante entre Macbeth y Malcolm es evidente. Fuera de sus dotes de militar, Macbeth es un hombre sin carácter, fácilmente manipulable, y que cuando se lanza a la acción resulta arrebatado, propenso al pensamiento mágico y cegado por la acción irreflexiva. Frente a esto Malcolm construye sus opiniones a partir de los hechos conjugando empirismo y acción: «Lloraré lo que crea, creeré lo que sepa y, lo que pueda, hallaré ocasión de corregirlo.» Desde el momento en que la suerte le resulta adversa se muestra prudente. Se da cuenta de que la ejecución de los guardias de cámara de su padre resulta sospechosa y no avala la versión oficial sino que la ensombrece, y actúa en congruencia con sus reservas buscando seguridad en el exilio. Cuando recibe a Macduff en la corte inglesa, escruta con cautela sus intenciones, y sólo cuando está seguro de su lealtad le informa de sus planes.
Del diálogo que sostienen Malcolm y Macduff podemos entresacar un concepto del buen gobierno, visto por un súbdito, en que teoría y práctica se funden a la perfección. Cuando Malcolm describe los muchos vicios que le invalidan como rey, Macduff intenta convencerlo con la idea de que el gobernante no ha de ser un ángel virtuoso, sino una persona inteligente que tenga habilidad para mantener sus vicios dentro de unos límites socialmente tolerables y dar ocasión para que sus gobernados puedan prosperar a su vez: «La intemperancia sin freno es tirana de la vida […] Mas no temáis tomar lo que es vuestro: en secreto podéis dar campo libre a los placeres pareciendo casto y así engañando al mundo. Damas complacientes no escasean […] La codicia arraiga hondo y crece con raíces más perversas que la lujuria […] Mas no temáis: Escocia es pródiga en recursos que colmarán vuestro deseo, y sólo en vuestras propias tierras»; lo que equivale a una defensa de la corrupción y su comprensión dentro de un concepto mundano. Sin embargo, marca una frontera nítida entre lo que se considera aceptable e inaceptable, de inteligencia muy germánica y práctica, a saber: que no es lo mismo que el gobernante peque de lujuria que de codicia. Mientras la lujuria no conoce más límite que la complacencia de las damas y se declara que éstas no han de escasear, la codicia topa con un límite más tangible, pues ha de colmarse «y sólo en vuestras propias tierras», lo que casa con las tradiciones del parlamentarismo británico y su arraigado liberalismo. Sin embargo, y esto es lo más sorprendente, el concepto de gobierno que se presenta como aceptable se distancia del que los exiliados viven en la corte inglesa, donde se respira una atmósfera de irrealidad mágica, con un soberano investido de poderes sobrenaturales: «a enfermos con males pasmosos […] los cura colgándoles del cuello una medalla de oro que les pone rezando […] A su insólito poder se une el don celestial de la profecía».
El honor en su versión caballeresca es omnipresente. El rey noruego accede a pagar una indemnización por daños de guerra de diez mil táleros para que los escoceses le permitan enterrar a sus hombres muertos. El barón de Cawdor que complotó con los noruegos en contra de su rey se muestra sereno y digno en el momento de su ejecución, al punto de levantar el elogio nada sospechoso de complicidad del mismo Malcolm: «confesó palmariamente sus traiciones, implorando vuestro augusto perdón y mostrando su hondo pesar. En su vida nada le honró tanto como el modo de dejarla: murió como el que ha ensayado su muerte». En la escena final, cuando Ross informa a Siward de la muerte en combate de su hijo, éste suspende su duelo con una pregunta que hoy consideraríamos improcedente por insensible: «¿Fue herido por delante?» Sólo cuando Ross le contesta que sí, es decir, que murió como un valiente plantando cara al enemigo y no como un cobarde que huye de la batalla, deja escapar una bendición contenida: «Sea entonces soldado de Dios. Si tuviera tantos hijos como tengo cabellos, no podría desearles mejor muerte»; sentencia con que formula el ideal caballeresco de la milicia: la muerte en combate como acto supremo que da sentido a la vida del soldado, que se distingue con nitidez del que maneja un político como Malcolm, para el que la violencia se justifica subordinada a un fin práctico, como se desprende de su lacónico discurso: «Él merece más duelo; yo se lo daré».
También relacionada con el sentido del honor está la respuesta de los nobles escoceses a la invasión de los ingleses, donde la legitimidad se separa del poder establecido para descansar sobre la dignidad del pretendiente, sobre un juicio sobre sus actos y virtudes. La conversación de Menteth, Angus y Lennox es clarificadora de cómo la adhesión moral desborda la institucional, hasta desembocar en el juicio de Cathness que nos traslada la imagen ruda de cómo la putrefacción moral no admite más lenitivo que la sangre por derramar: «Bien, en marcha, a rendir acatamiento a quien le corresponde. Vayamos al encuentro del médico que ha de sanar esta nación y derramemos con él cuantas gotas de sangre purguen nuestra patria.» Pero es que hasta un personaje tan desquiciado como Macbeth no puede sustraerse al decoro de un gesto noble, como es el de ponderar las virtudes de Duncan como rey: «Duncan ejerce sus poderes con tanta mansedumbre y es tan puro en su alta dignidad que sus virtudes proclamarían el horror infernal de este crimen como ángeles con lengua de clarín».
En definitiva la obra se asienta sobre los valores nobiliarios, aunque se entrevén las fisuras por las que se filtra el dinero como basamento de lo que con el tiempo será el orden burgués. La historia en que estos valores se encauzan apunta la siniestra conclusión de que la violencia genera su propia lógica mercantil. Macbeth mata a Duncan por el poder. La acción es ilegítima y brutal pero racional: hay un fin y unos medios adecuados para su consecución. Sin embargo, una vez alcanzada la corona, Macbeth se ve arrastrado a un obrar demente cuyo fin no es más que eliminar los costes que la violencia genera. Su problema es que los costes operan en un régimen usurario que invalida cualquier intento de saldo, es decir, sigue matando porque ha matado y no puede volver atrás; ese es el verdadero destino revelado.
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[1]
Citas, de
Macbeth
(Trad. Ángel–Luis Pujante), Barcelona, Libros del Zorro Rojo, 2012.
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