lunes, 2 de mayo de 2016

V. A VUELTAS CON LA BRECHA SALARIAL DE GÉNERO

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Al hilo de la conmemoración del día por la igualdad salarial entre mujeres y hombres (22 de febrero) y el día internacional de la mujer trabajadora (8 de marzo) ha vuelto al primer plano de la actualidad el debate y la reflexión acerca de la llamada brecha salarial de género. Indagar acerca de sus razones, los factores que la originan y sus causas profundas, y sobre algunas posibles soluciones para reducirla no es tarea fácil; a pesar de los portentosos dispositivos institucionales, normativos y de medición y análisis con que se cuenta. Lo que aquí se pretende es simplemente aportar alguna información de interés para quienes deseen aproximarse al asunto.

Empecemos por el principio, por clarificar conceptos y desbrozar datos: se entiende por brecha salarial de género la disparidad de remuneraciones entre mujeres y hombres (en salario medio por hora), medida sin tener en cuenta diferencias de partida como la segregación ocupacional por sexos, la diversidad de puestos o niveles profesionales, la mayor cualificación o experiencia, la existencia de jornadas parciales, o cualesquiera otras condiciones o circunstancias que pudieran justificar objetiva y razonablemente el contraste de cuantías.

La discriminación salarial se produce sea cual sea la desagregación verificada —las mujeres cobran menos que los hombres en cualquier caso—, y es universal. Lo muestran fuentes de la autoridad del Global Gender Gap Report (informe que elabora el Foro Económico Mundial), que en términos de equidad salarial sitúa a España en el puesto 106 de un total de 145 países; o el Informe Mundial sobre salarios 2014–2015 de la OIT; mientras que la Comisión Europea fija la brecha en una media del 16,5%, que en España se mueve en una horquilla de entre un 18 y un 27%.

Por paradójico que pudiera parecer, la brecha aumenta cuanto mayores son los niveles de formación, la edad o la antigüedad del trabajador; más elevado el puesto de trabajo, mejor el empleo, y mayor y más competitiva y productiva es la empresa. Si se toma la variable del rendimiento del trabajador, la brecha se incrementa aún más (41,3%, frente a 19,3%).

Las tres variables multifactoriales —en el sentido de que en todas convergen estereotipos, prejuicios, tradiciones y cultura empresarial— que determinan estas diferencias se pueden reducir a tres: la ya aludida segregación de las ocupaciones, tanto horizontal como vertical; la estructura del salario y los criterios de atribución de valor al trabajo; y la división sexual de las tareas y los tiempos dedicados a su desempeño.

El porqué siguen existiendo profesiones y actividades masculinizadas y feminizadas tiene mucho que ver con la manera en que las mujeres se han reincorporado al mercado de trabajo y al empleo productivo fuera del hogar. Un reingreso en desventaja, después de décadas de estar relegadas al ámbito doméstico, y apartadas, incluso por imperativo legal, de ciertos trabajos y ocupaciones; y, consiguientemente, de los estudios y ciclos formativos correspondientes. Esto explica —pese al porcentaje de mujeres que completan sus estudios con éxito, incluso en carreras técnicas— la pervivencia de sectores eminentemente feminizados como el textil, la alimentación, la educación y los servicios. El porqué en esos sectores los salarios son, en general, inferiores es difícil de explicar, pero esto corresponde al ámbito del segundo de esos factores múltiples de segregación y desigualdad, la atribución de valor al trabajo y la composición y estructura de los salarios.

Respecto de la valoración del trabajo, de nuevo pesan los antecedentes: era común en las normas sectoriales del franquismo —las Reglamentaciones de Trabajo y las Ordenanzas Laborales— la fijación de un salario femenino, que no era otra cosa que un salario, para el mismo tipo de trabajo, de cuantía inferior al de los hombres. Lo que se ha sumado al empleo de criterios de valoración sexualmente caracterizados, la fuerza física, entre otros muchos (SSTC 145/1991, 58/1994, 147/1995 y 250/2000). Por su parte, en la estructura y composición de los salarios ha sido tradicional premiar condiciones y circunstancias como la mayor antigüedad, otras como la peligrosidad, la penosidad, la toxicidad, la insalubridad, la nocturnidad o la turnicidad, típicas del trabajo industrial, ya de por sí masculinizado; y en el ámbito de los servicios, la mayor dedicación, la puntualidad, la asiduidad, la permanencia, la prolongación de la jornada, el exceso de trabajo o el trabajo en festivos. Todos esos pluses tienden a penalizar a las personas con dedicaciones o trayectorias más cortas en el tiempo, intermitentes o discontinuas. Por fin, las retribuciones en función del rendimiento o la productividad, y los programas de remuneración por objetivos —bonus, primas, stock options, participación en el accionariado y otros similares—, característicos de puestos normalmente de libre designación y de mayor nivel, mando o responsabilidad, ni que decir tiene que excluyen en gran medida a las mujeres, por aquello del techo de cristal. En definitiva, ha sido normal minusvalorar de un modo u otro el trabajo femenino. De ello ofrecen ejemplos de gran crudeza los tribunales, como es el caso, por poner sólo un ejemplo, de la STS de 14 de mayo de 2014 (Rec.2328/13), que consideró discriminatorio por razón de sexo la atribución de un plus voluntario absorbible por una empresa hotelera, cuya cuantía era de 118,42 y 168,19 euros al mes para los empleados de los departamentos de cocina y bares, mientras que para las camareras de pisos era de 10,37 euros; sin más explicación que la mera discrecionalidad de la empresa.

En fin, la última pero no por ello menos importante, de las claves para entender la pervivencia de la brecha es la división sexual del trabajo, el reparto de las obligaciones de conciliación y de las tareas dentro y fuera del hogar, y los déficits de corresponsabilidad. Las estadísticas nos dicen que las mujeres dedican más tiempo que los hombres a trabajar en tareas domésticas y de cuidado, con independencia de cualquier otra variable —situación familiar, nivel de estudios o de renta—; que la contratación de mujeres es inferior a la de los hombres en todos los tramos de edad, pero sobre todo entre los 30 y los 44 años; o que las mujeres solteras ganan más de media que las casadas, al revés que ocurre con los hombres. Es más, la posibilidad o el deseo de ser madre influye incluso en las propias decisiones de las mujeres sobre su educación, formación académica, capacitación profesional y elección de empleo. Lo que explicaría, por ejemplo, la opción preferente de algunas féminas por el empleo en el sector público. Los hombres, en fin, despliegan una progresión en el empleo más lineal y con mayor continuidad que las mujeres, que tienen mayores interrupciones.

Es muy difícil de calibrar qué cúmulo de factores inciden en todo esto, pero algunos economistas lo explican mediante dos modelos o nociones: el modelo de Becker sobre el gusto por la discriminación, y la discriminación estadística. El primero es en realidad un simple prejuicio, la exclusión de la contratación y/o la promoción de una categoría de personas. La segunda consiste en juzgar a una persona en función de las características medias del grupo al que pertenece, lo que parece mover a ciertos empresarios a dejar de emplear a mujeres antes la mera expectativa de un embarazo o de la existencia de cargas familiares. Esto no ocurre, en cambio, con los varones.

Un ejemplo real de cómo operan estos prejuicios o inclinaciones de los empresarios se contiene en la STS de 18 de julio de 2011 (Rec.133/10), donde, a partir de la prueba estadística, se considera discriminatorio el sistema de ascensos que se aplica en una gran empresa —por libre designación y sin publicidad, o mediante la evaluación continuada por el superior jerárquico—, del que resulta que únicamente ascienden trabajadores varones, cuando la plantilla de ingreso es más o menos paritaria. Este no es ni mucho menos un caso aislado.

Acrecientan las diferencias y contribuyen a la depauperación de la situación de las mujeres modalidades más precarias de empleo como el trabajo a tiempo parcial. El hoy más conocido como trabajo por horas se ha potenciado con la crisis, pero también se han incrementado los casos de elección no voluntaria, a la par que se mantiene su carácter netamente feminizado. Tanto en la Europa de los 28 como en España, la mayor parte de los trabajadores a tiempo parcial son mujeres —en nuestro país más del 70%—. El impacto adverso que esta forma de trabajo tiene sobre los derechos laborales y de Seguridad Social de las personas trabajadoras lo erige en una de las principales fuentes de discriminaciones indirectas, como pone de relieve el mismísimo Tribunal de Justicia de la UE.

Otros fenómenos que acompañan a la crisis, como la devaluación salarial, también golpean con más fuerza al colectivo femenino; así en el último Boletín del Observatorio de la negociación colectiva a cargo de la Comisión Consultiva Nacional de Convenios Colectivos del MEYSS se destaca que la mayor parte de los descuelgues salariales de convenio se llevan a cabo en pequeñas empresas del sector servicios, donde la presencia de las mujeres es mayor. Pero otro tanto cabe decir de los nuevos y de los falsos autónomos, y en general del empleo irregular y sumergido. La feminización de la pobreza es un hecho.

Las desigualdad en el reparto de tareas y responsabilidades en el ámbito doméstico, y las dificultades para hacer real la conciliación de la vida personal, familiar y laboral —acrecentadas por algunas opciones interpretativas de las normas legales de los derechos de conciliación por parte de los tribunales ordinarios— darían para un extenso monográfico.

¿Qué se puede hacer para tratar de remediar esta indeseable y pertinaz situación de desigualdad? Pues resulta cuando menos llamativo que alguna literatura especializada en el ámbito de la economía laboral subraye el hecho de que si hay algo efectivo para lograr avances en este campo es, curiosamente, la legislación y la acción política, incluidas las acciones positivas o afirmativas, que, según dicen, han dado buenos resultados en países tan dispares como los EEUU o España —con mención expresa de la LO 3/2007, para la igualdad efectiva entre mujeres y hombres—. Y no será por falta de normas, pues lo cierto es que la normativa internacional, comunitaria e interna en este orden es ingente.

La igualdad y la no discriminación son valores y principios universales y transversales que se proyectan sobre todos los demás derechos humanos y libertades de las personas, forman parte del patrimonio inalienable de la humanidad, y comprometen a los poderes públicos a la adopción de medidas para su efectividad, para eliminar los obstáculos que los entorpecen. Así lo corroboran textos de la relevancia de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU 1948; El Convenio Europeo de Derechos Humanos del Consejo de Europa de 1950 (CEDH); la Carta Social Europea de 1961 (revisada en 1996); o textos monográficos y más específicos como la Convención de Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer de 1979 (CEDAW); o el Convenio nº100 de la OIT, relativo a la igualdad de remuneración entre la mano de obra masculina y la mano de obra femenina por un trabajo de igual valor, adoptado en Ginebra el 29 de junio de 1951 (ratificado por España en noviembre de 1967). Muchos de los cuales, por cierto, consagran ya el principio de igualdad retributiva —derecho a un igual salario por un trabajo de igual valor—, y propugnan el uso de criterios neutros y objetivos en la evaluación del trabajo.

En un entorno más próximo, el Derecho de la Unión Europea muestra ya desde el Tratado de Roma de 1957 la preocupación por la igualdad entre personas de uno y otro sexo, otorgando una posición preminente al principio de igualdad entre mujeres y hombres, especialmente en materia de remuneraciones. Más recientemente, el Tratado de Funcionamiento de 2012 convierte a la igualdad en objetivo institucional prioritario y exigencia de funcionamiento y de la acción política UE. Por su parte, la Carta de Derechos Fundamentales de la UE añade la posibilidad de adoptar medidas de acción positiva en favor del sexo menos representado. Entre las normas de Derecho social destaca la Directiva 2006/54/CE, de 5 de julio, relativa a la aplicación del principio de igualdad de oportunidades e igualdad de trabajo entre hombres y mujeres en asunto de empleo y ocupación, que se refiere a la retribución en términos similares al Convenio nº100 OIT, y alude expresamente a los sistemas de clasificación profesional. Y en la esfera del soft law, en fin, se puede mencionar el Compromiso estratégico para la igualdad entre mujeres y hombres 2016–2019, entre cuyas áreas prioritarias figura el aumento de la participación de la mujer en el mercado laboral, su independencia económica respecto del varón en condiciones de igualdad y la reducción de la brecha salarial y en las pensiones.

La normativa española, como en tantos otros ámbitos, dio un giro de ciento ochenta grados a raíz de la Constitución de 1978, dando lugar a la inconstitucionalidad sobrevenida de instituciones o disposiciones como la excedencia por matrimonio o la prohibición de un sinfín de trabajos y actividades enumeradas en el Decreto de 26 de julio de 1957 que, cumpliendo los designios del Fuero del Trabajo de 1938, pretendían libertar a la mujer casada del taller y de la fábrica. Con la transición en ciernes, la Ley 56/1961, de 22 de julio, sobre derechos políticos, profesionales y de trabajo de la mujer, reconocía la igualdad de remuneración pero seguía posibilitando la exclusión de las mujeres de ciertos trabajos.

La Constitución de 1978 no sólo reforzó el elenco de preceptos dedicados a proclamar la igualdad en general y entre mujeres y hombres en particular (arts.1, 9.2, 14 y 35.1), sino que dio pie a la aprobación de un Estatuto de los Trabajadores de 1980 que ahonda en las medidas necesarias para ese logro, incluidas acciones positivas para el empleo y otras como la eliminación de criterios sexualmente caracterizados en los sistemas de clasificación profesional, y promoción y ascenso, además de recoger y reiterar el principio de igualdad retributiva [arts.4.2 c); 17.1 y 4; 22.3; 23.2; 24 y 28]; o, más cercano en el tiempo, a que la doctrina del TC declarase la indudable dimensión constitucional de los derechos de conciliación [SSTC 3/2007 y 26/2011; STEDH de 19 de febrero de 2013, asunto García Mateos c. España; y STS de 23 de septiembre de 2013 (Rec.2043/2012)]. La ya mencionada LO 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva entre mujeres y hombres adopta, en fin, el criterio de la transversalidad —la adopción de la perspectiva de género en todos los ámbitos de actuación de los poderes públicos—, atribuye a la igualdad el papel de principio informador e interpretativo con carácter general, y refuerza el papel de la negociación colectiva al encomendarle el diseño y la adopción de medidas y Planes de Igualdad en las empresas.

De todos modos, queda mucho camino por recorrer. Las leyes por sí solas no cambian conductas ni eliminan prejuicios, aunque ayudan siquiera sólo sea mediante una función pedagógica. Sigue siendo imprescindible la concienciación de todo el cuerpo social, la educación igualitaria y la acción decidida de los poderes públicos. Y para todo ello no pueden ser excusa ni coartada la tan manida crisis, los recortes o los ajustes. En un enfoque más pegado al terreno, es preciso introducir sistemas de valoración del trabajo neutros, [2] que midan en verdad la productividad y la eficiencia, a partir de la formación, la capacitación y el rendimiento; eliminando quizá la fijación de salarios por tiempo para sustituirlos de nuevo por modelos salariales en función de resultados. Combatiendo a la vez el pernicioso presentismo laboral español, y extendiendo las medidas de conciliación en régimen de auténtica corresponsabilidad.

Los mismos autores que evidencian la existencia de decisiones discriminatorias —prejuiciosas o racional y estratégicamente calculadas— constatan que las empresas que las adoptan son, a la larga, menos rentables y competitivas. Y que la motivación, la satisfacción y el buen clima laboral contribuyen a incrementar la competitividad y la rentabilidad de las empresas. Todo ello no es concebible sin integrar a las mujeres.
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[1] Fotografía, de www.shorpy.com.
[2] Algunos pasos en ese sentido se han dado, como el diseño de una Herramienta de autodiagnóstico de brecha salarial de género [www.igualdadenlaempresa.es] en el marco del Plan Estratégico de Igualdad de Oportunidades 2014–2016; o la guía para la Valoración de puestos de trabajo con criterios no sexistas [basada en el criterio cualitativo de asignación de puntos por factor de la OIT: cuatro grandes factores: calificaciones, esfuerzos —mental, emocional y físico—, responsabilidades y condiciones de trabajo; y por competencias, personales, relacionales y situacionales].

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