AÑO: 1979.
DIRECCIÓN: GEORGE MILLER.
GUIÓN: GEORGE MILLER.
REPARTO: MEL GIBSON, STEVE BISLEY, ROGER WARD, JOANNE SAMUEL, HUGH KEAYS-BYRNE, TIM BURNS, GEOFF PARRY.
La acción discurre en una sociedad que da muestras de decadencia económica. Las infraestructuras presentan un estado de conservación lamentable, con un coste de vidas considerable. El protagonista, Max Rockatansky (Mel Gibson), aparece por primera vez poniendo a punto el motor de su coche patrulla, cuando recibe por radio aviso de que un delincuente ha matado al policía que le custodiaba, huido en su coche, y le están persiguiendo. Con toda flema, Max interrumpe las labores de puesta a punto, se limpia la grasa de las manos, se vuelve a vestir la cazadora del uniforme y se pone en marcha: en el arcén podemos ver un cartel oficial que advierte de la peligrosidad de la carretera y de las vidas que se ha cobrado en lo que va de año (High Fatality Road. Deaths This Year: 57); además a lo largo de la película son frecuentes las escenas de persecuciones que terminan penetrando en zonas de carreteras cortadas y prohibidas al tráfico.
Esa sensación de agotamiento económico es especialmente palpable en el funcionamiento e instalaciones que dependen del Estado. La comisaría central en que presta sus servicios Max parece decrépita, con el cartel de la entrada tomado por la maleza, las dependencias desordenadas y la pintura ajada. La dotación de medios de la policía es mínima: en la comisaría central las cocheras están casi vacías, y la unidad de intercepción de último modelo V8 con que el capitán Fifi McAffee (Roger Ward) intenta engatusar a Max para que no abandone el cuerpo está fabricada artesanalmente por el mecánico a base de sacar piezas de donde puede, pero él mismo afirma que no podrá hacer otro; la propia existencia de ese coche es motivo de discusión entre el capitán McAffee y uno de sus superiores, que desaprueba que se gasten así los recursos (Esta escena es interesante desde un punto de vista simbólico. El capitán McAffee aparece sin uniforme, con una simple camiseta de algodón, mientras que el atuendo del contable es incomprensible: debajo del traje lleva un peto samurái, y de la que marcha coge un yelmo oriental y se lo emboza antes de perderse por las escaleras; quizás transmitiendo la idea de choque de cosmovisiones entre el hombre de acción que reclama el presente y el mundo anquilosado por unos valores viejos que sólo subsisten en una función meramente ritual). Si la dotación de medios materiales es escasa, no la superan los medios humanos pues apenas si se ven efectivos por la comisaría, pese a que el nivel de violencia que se exhibe es alto: cuando la radio anuncia que Nightrider ha matado a un agente, el patrullero que dormita en el coche se encalabrina como si la situación fuese habitual.
Parece que la sociedad vive acuciada por una crisis energética: la megafonía de la comisaría recuerda a los miembros de la fuerza central que está prohibido comerciar con gasolina, y que ésta deberá suministrarse por el depósito de fondos públicos; las carreteras están casi desiertas y la banda de moteros no consigue carburante asaltando una gasolinera, que parecería la opción más cómoda, sino que abordan directamente el camión cisterna, lo que da idea de algún tipo de restricción administrativa en el comercio de carburantes. Sin embargo, cuando Max sufre su crisis vocacional y se marcha con su familia unos días de descanso al campo para aclarar sus ideas, aparece comprando un perro a un lugareño al lado de una instalación gigantesca de BP que parece una refinería y presenta buen aspecto; quizás para reforzar el contraste entre el peligro de la vida urbana y la placidez con que el protagonista idealiza la vida campestre, y que terminará demostrándose mera ilusión.
Sin embargo, todavía hay servicios básicos que aparentemente funcionan, como los sanitarios. Cuando los moteros vándalos sacan de la carretera a Goose (Steve Bisley) y lo queman dentro de la furgoneta, Max acude a visitarlo a un hospital que parece razonablemente limpio y presentable. Lo mismo ocurre cuando su mujer es atropellada: hay médicos atendiéndola e instalaciones en buen estado. En una escena de transición en que el capitán McAffee acude al lugar donde se ha producido un accidente para advertir a Max de que corre peligro, se ve un conductor malherido con la cabeza estampada contra el cristal del parabrisas, pero también hay ambulancias y grúas para retirar los coches colisionados y despejar la carretera. También hay servicio ferroviario: los pandilleros llegan a un pueblo casi vacío para recoger el cadáver de Nightrider. La estación está desierta, pero un empleado del servicio les acompaña al apeadero donde está depositado el féretro, y hemos de suponer que no ha llegado allí volando.
Al lado de esos servicios básicos, hay otros que sin serlo parece que también se prestan: la televisión aún emite, la telefonía opera, y hay comercios que funcionan: cuando la radio de la policía avisa a sus agentes de que hay una persecución, Goose está almorzando en un restaurante de carretera charlando con un parroquiano en un ambiente de absoluta normalidad; también se nos muestra al propio Goose relajándose tras la jornada de trabajo en un garito nocturno con música en directo que presenta un aforo bastante concurrido. Cuando Max coge su descanso de reflexión campestre, se le pincha una rueda y acude a un taller para que le reparen el pinchazo. El mecánico le dice que no repara neumáticos salvo que le llamen de la carretera, de no ser así, prefiere venderlos que repararlos; por lo que hemos de entender que no está muy necesitado de dinero y puede permitirse aún el lujo de seleccionar su faena. Mientras Max discute con él, su mujer, Jessie (Joanne Samuel) se va a un chiringuito de playa que queda cerca a comprar un helado. En suma, que aún se ejerce el comercio y que el medio de pago básico es el dinero, es decir, que el Estado sigue conservando la capacidad para generar una mínima confianza y el dinero no se ha visto despojado del manto fiduciario que le da sentido.
Es interesante la descripción de la mecánica institucional. La comisaría de la Fuerza Central se anuncia con un cartel ruinoso que reza Palacio de Justicia (Halls of Justice). Podríamos pensar a partir de ello que estamos en presencia de un Estado policial que aglutina en los cuerpos de seguridad del Estado el ejercicio de las funciones jurisdiccionales junto con las correccionales, con la merma de garantías procesales que ello supone para todos quienes en un momento u otro pudiesen verse afectados por su actividad inquisitiva. Sin embargo, cuando los moteros violan a unos chicos en el pueblo y Max y Goose detienen a Johnny the Boy (Tim Burns) como responsable, el acusado es defendido por un abogado y se respetan sus derechos, incluida la presunción de que es inocente; tal es así que se le pondrá en libertad porque nadie comparece como testigo de cargo. Esto dispara la ira del agente Goose que agrede al detenido y provoca la protesta airada del abogado, que advierte al capitán McAffee de que informará de los hechos a los tribunales. El resultado es que la asimetría entre la capacidad dañina de las organizaciones criminales y las posibilidades del Estado de guardar y hacer guardar la ley es flagrante, desenvolviéndose este último en la vecindad del garantismo suicida, que contrarresta el capitán McAffee con la hipocresía práctica propia de los hombres de acción: dar carta blanca a sus subordinados para que hagan lo que quieran con tal de que no se enteren las autoridades.
El Estado parece reducirse a una suerte de legislador infatigable y pregonero radiado de sus ocurrencias legislativas: en la emisora de la policía y en los patios del aparcamiento policial, una perenne voz enlatada informa del contenido de los reglamentos; los hay sobre comercio de carburantes, incautación de vehículos, proscripción del lenguaje soez, reparaciones de automóviles, etc. Sin embargo, lejos de transmitir la sensación de omnipotencia estatal, lo hace de debilidad, porque a nadie se le escapa que cuando hay que recordar muchas veces el contenido y vigencia de una norma es porque de ordinario se vulnera.
Junto con la crisis energética y el desajuste institucional, la sociedad padece los efectos de la falta de moral pública, que en la órbita policial —la más profusamente descrita— desemboca en corruptelas y falta evidente de profesionalidad: cuando se da aviso por radio de la persecución de Nightrider, uno de los patrulleros dormita en el coche sacando los pies por la ventanilla, mientras su compañero se dedica a espiar por la mira de su rifle a una pareja que yace en un mato. Se suman a la persecución discutiendo sobre quién conduce y quién va de copiloto, resuelven sus desavenencias a insultos, acosan al perseguido hasta una ciudad en la que provocan un accidente grave y ponen en peligro la vida de ciudadanos inocentes.
El perenne recordatorio por la megafonía de la comisaría del contenido de las normas resulta muy ilustrativo de que las corruptelas más o menos dañinas están muy extendidas. Si los miembros de la fuerza central tienen prohibido comerciar con gasolina, es porque parte de los recursos públicos son desviados por los propios funcionarios hacia actividades de estraperlo. Si las reparaciones deben ser autorizadas por los capitanes y no se permite a los agentes negociar con los mecánicos, hemos de entender que en más de una ocasión el tiempo de los mecánicos se dedica a reparaciones no relacionadas con exigencias del cuerpo.
Esa situación de descreimiento social se relata en términos descarnados por el capitán McAffee en su conversación con el interventor Labatouche que le reprocha su despilfarro de recursos: “People don’t believe in heros any more”. Sin embargo, su lucha por restaurar la moral pública consiste en la erección de un fetiche fácilmente asimilable por el ciudadano medio, lo que refleja que su juicio íntimo de la sociedad a la que sirve es negativo, ya que no deja de considerar a sus paisanos más que como personas de mente simplona e infantilizada. Más aún, la estrategia pasa por retener a su mejor agente con el peaje de una cierta coima: una coche patrulla especial, la unidad V8. De esa laxitud nihilista no se escapan las instituciones públicas, antes al contrario, se ceba especialmente con ellas: en la escena inicial, el cartel oficial que advierte a los conductores del peligro de la carretera por la que circulan y de los cincuenta y siete muertos que van en el año se remata con un pie que reza: “Monitored by Main Force Patrol” (Carretera vigilada por la patrulla de la Fuerza Central) y donde Force (Fuerza) se ve tachado por Farse (Farsa).
En ese contexto de visible decadencia económica y moral, la aparición de grupos vandálicos que amenacen de forma directa la continuidad del sistema es inevitable. Este papel lo desempeña la banda de moteros que dirige Toecutter (Hugh Keays–Byrne). Incapaces de desarrollar una actividad económica constructiva, sobreviven dedicados a la depredación y el saqueo de la sociedad que se desmorona, cuyo precario orden desafían continuamente, amenazando a los particulares y vengándose con saña de los agentes de la ley que les plantan cara.
La actitud respecto del sistema dado es disolvente, sin embargo, observan una férrea disciplina interna; toda la banda está jerarquizada bajo la dirección de un cabecilla autoritario, Toecutter, que se extiende hasta los aspectos más aparentemente inanes; así, por ejemplo, cuando llegan al pueblo en que recogen el féretro de Nightrider, aparcan las motos ordenadamente y esperan a que sea éste quien dicte el momento en que han de apagarse los motores, previa fanfarria de darle al acelerador. De él parten todas las órdenes, sin dar pie a que haya insubordinaciones: cuando violan a la pareja de jóvenes en el pueblo de la estación, y Johnny the Boy se queda en el lugar de los hechos completamente drogado, Toecutter ordena a su hombre de confianza, Bubba Zanetti (Geoff Parry), que vaya a buscarlo. Éste le dice que no hará nada por Johnny y que hay que abandonarlo porque es un caso perdido; pero Toecutter zanja el debate respondiendo que no lo hará por Johnny sino por él, y Bubba obedece. Asimismo, cuando organizan el atentado contra el agente Goose y lo sacan de la carretera, ordena a Johnny que le pegue fuego al coche volcado en que ha quedado atrapado el policía. Johnny parece reacio a hacerlo, pero le fuerza a ello como modo de mostrar su lealtad personal, integrando una suerte de rito iniciático necesario para ser aceptado como miembro de pleno derecho dentro de la banda, su bautismo de sangre. Estamos, por tanto, en presencia de una forma primitiva de jefatura, en donde la autoridad depende más del desarrollo y mantenimiento de vínculos personales que del componente institucional.
No obstante lo anterior, son visibles ciertos indicios de la teatralización ritual que acompaña de ordinario al poder asentado; como ocurre, por ejemplo, cuando abandonan el pueblo tras la violación, y donde podemos ver a Toecutter subido en la parte trasera de una ranchera, sentado en una butaca a modo de trono, abrazado al féretro de Jinete Nocturno, y dispensando bendiciones a los motoristas que le adelantan con una pequeña cruz que sujeta con la mano. También cuando descansan en la playa entre fechoría y fechoría, mientras los demás miembros de la banda están dispersos por el suelo o subidos a lomos de sus motos, él está hundido en un sofá raído que le hace las veces de sitial, cubriéndose con una tela plateada en estampa virginal.
Queda la sensación de que esa jerarquía cuasi feudal flota sobre un magma en que se combinan un punto de ambigüedad sexual y fetichismo: en esa misma escena de la playa en que Toecutter se cubre como una madonna, otros dos miembros de la banda juguetean con un maniquí desnudo hasta que en la mente del cabecilla se dispara la demencial idea de que el muñeco es un policía infiltrado, momento en que le disparan en la boca. También en esa escena, Toecutter reprende a Johnny por dejarse capturar; no es una reconvención de verbo autoritario, sino que componen un cuadro de dominación sadomasoquista en que le ciñe el cuello con la corbata, le mete el cañón de la escopeta en la boca, mientras susurra al oído lo que debe hacer, antes de terminar abrazados en el agua del mar. También en ese registro, cuando llegan al pueblo y desmontan, Johnny intentará atusar el pelo leonado del jefe; y la propia forma de conducirse de los moteros en el pueblo, de hablar, jugar y provocarse es de una lubricidad amanerada que no se disimula.
Entre los grupos vandálicos y la sociedad sólo se interpone el precario dique de contención que representan las fuerzas del orden, minadas por su falta de medios, estímulos y excesos garantistas del Estado. Dentro de ellas se debate el protagonista, por un lado cautivado por las descargas de adrenalina que suministra la acción al límite, y por otro temeroso de perder contacto con la realidad. Pese a que tiene un entorno familiar amable, un hijo y una mujer de la que parece enamorado, lo encontramos interceptando a Nightrider en una escena casi suicida en la que encara su coche patrulla contra el del fugitivo, a la espera de que sea éste quien se raje y cambie de trayectoria, y sin tomar en consideración que tiene mucho más que perder que un criminal, que da muestras, por lo que dice a través de la radio policial, de estar totalmente desquiciado.
Su profesión es fuente de discusiones con su mujer, pero su adicción al peligro es alimentada por el capitán McAffee con la unidad de intercepción V8 para evitar que deje el cuerpo; y es que en los momentos de reflexión Max se da cuenta de que está desembocando en una vida circense. Cuando su compañero Goose sufre la agresión y queda desfigurado, abandona la policía. En el diálogo fundamental de la película, reconoce a su capitán que tiene miedo a acostumbrarse al nivel de violencia que le rodea y verse convertido en otro villano más, un villano con placa pero villano al fin y al cabo, e intentará conjurar ese peligro apostando por una suerte de escapismo campestre que pronto se verá frustrado.
Esa dualidad se resolverá de forma abrupta cuando su familia es atacada por la banda de Toecutter y su hijo muere. La paz campestre se ha roto, sin que el protagonista retorne a la guarda de la ley sino a la némesis justiciera para la que todos los medios son válidos: no duda en agredir al mecánico que intentó venderle los neumáticos, al que considera cómplice de los moteros, para sacarle información. El trato que recibirán éstos es expeditivo: no intentará detenerlos sino matarlos. Cuando finalmente liquida a Johnny, la mirada vacía de Max y la toma devoradora de asfalto en una carretera a ninguna parte nos colocan en presencia de un personaje que ha roto con la sociedad, cuya predicción se ha cumplido y que se ha convertido, amparado por la venganza de un ser inocente, en un villano más; de hecho, su furia vengativa es tan incontrolable que no llegamos a enterarnos de si su mujer sobrevive al accidente o termina falleciendo, porque Max abandona el hospital para iniciar la caza de sus agresores.
En definitiva, su desmoronamiento como ciudadano es paralelo al desmoronamiento de la sociedad en sí; las leyes ya no sirven para nada, no se guardan ni hay quien las haga guardar, por lo que el recurso a la autotutela parece una opción razonable.
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Cartel promocional, de
www.filmaffinity.com.
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