domingo, 6 de septiembre de 2015

IV. DESTRIPANDO EL FINAL DE LA ISLA MÍNIMA

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Con cierto retraso respecto de la fecha de estreno, pero con mucho interés por las buenas críticas, el palmarés de premios recibidos y alguna recomendación familiar, vimos hace un par de semanas la película “La isla mínima”, del director español, sevillano para más señas, Alberto Rodríguez. Confieso que apenas tenía referencias de este último ni de su obra cinematográfica previa, con la salvedad de la también magnífica película de 2002 “El traje”. Lo cual tenía la ventaja de permitir contemplar esta nueva cinta sin apenas prejuicios ni ideas preconcebidas acerca de la misma, de su trama, de su ritmo, de sus características técnicas o cualidades artísticas, ni de su enigmático, ambivalente e inquietante final.

Sobre esto último es precisamente sobre lo que pretendo aquí hacer una breve y somera reflexión —los comentarios más expertos, eruditos y enjundiosos los hace mi tándem en este blog, y además la propia película cuenta con decenas de entradas y “posteos” en la red—; aunque antes diré que, desde mi modesto punto de vista, Alberto Rodríguez borda una película seria, intensa aunque contenida, conmovedora y estéticamente magnífica, manejando para ello de manera magistral elementos que, en otras manos, se hubieran prestado con facilidad al efectismo, el sensacionalismo, la manipulación sectaria e incluso el cine gore. Me detendré aún en alguno de esos elementos, antes de entrar de lleno en el asunto del final y su eiségesis. (interpretación subjetiva de esa parte de la narración, pues no otra cosa permite la textura abierta que tejen las últimas escenas).

Por de pronto, la localización geográfica, el medio físico y las condiciones climáticas del lugar en el que se desarrolla la acción nos transportan a un paraje tan bello como duro y hostil, donde igual que el territorio de la marisma se anega e inunda con las lluvias, se empolva y resquebraja el suelo en la época de sequía; en el que la movilidad puede llegar a ser casi imposible y las condiciones en que ha de desenvolverse casi cada acto de la vida cotidiana son cualquier cosa menos confortables. Un escenario, en suma, típicamente opresivo, claustrofóbico, propicio para la locura, caldo de cultivo incluso para la criminalidad, como en efecto quedará plasmado en el film. No es extraño que a uno de los rincones decisivos de la parte más tenebrosa de la acción se le conozca como “La isla mínima”, la denominación le va que ni pintada.

Desde el punto de vista cronológico, los hechos se sitúan deliberadamente a comienzos de los ochenta, recién acontecida la transición política del régimen franquista a una titubeante democracia, al punto de que incluso alguno de sus protagonistas pone en duda la realidad de esta última. Lo hace el poli experimentado y de oscuro pasado por su presunta colaboración con la represión franquista, Juan (Javier Gutiérrez), en su primera confrontación dialéctica con el poli joven e idealista, Pedro (Raúl Arévalo), que —según explica el propio director— personifica a un policía real que fue sancionado por una publicación en la prensa del momento más o menos subversiva. Pero lo hace también el representante de la autoridad, el juez, que parece no tener mucho empacho en incurrir en un ejercicio caciquil de la función jurisdiccional. Esta hábil decisión del director y los guionistas (Rafael Cobos y el propio Alberto Rodríguez) de contextualizar la trama en los primeros años de la democracia permiten a su vez la combinación de otros elementos o variables de la situación política, social y económica española que serán relevantes en la integral conformación del marco en que tienen lugar los hechos: explotación y conflicto laboral, confrontación ideológica y tensión política secundaria, furtivismo y tráfico de drogas, posición subalterna de la mujer... Esta última de un modo particularmente intenso, por cuanto se erige en auténtico motor de una trama siniestra basada en la presión que sufren un puñado de adolescentes, atrapadas por un lado en un entorno familiar y rural que apenas si les ofrece alternativas al trabajo doméstico, el matrimonio y la crianza de la prole, y las duras labores del campo (las marismas del Guadalquivir son una de las zonas de mayor producción arrocera, aunque en el transcurso de la película únicamente se alude, aunque en varias ocasiones, a la inminencia de la época de la recolección; y lo hace el juez para acuciar a los dos policías venidos de Madrid, incluso con el acicate de una eventual “recompensa”, a que resuelvan el caso para evitar el ambiente de nerviosismo y tensión que cunde en la localidad). Por otro lado, las chicas se encuentran bajo el yugo del tardío ejercicio de un atávico “derecho de pernada” por parte del cacique del pueblo, el terrateniente, que para ello se servirá del bello embaucador Quini (Jesús Castro), el chico guapo —rotunda e incuestionablemente guapo— de la aldea. Este las seduce para luego dejarlas a merced de las morbosas e insanas apetencias de aquel, el hombre del sombrero, bajo cuyo fino tacto y elegante aroma se oculta, más que un verdadero depredador sexual, el clásico voyeur. Aunque, a decir verdad, en la re–visión de la película (no he dicho aún, pero lo aclaro ahora, que nuestras opiniones discrepantes sobre el sentido del final generaron tal polémica e intriga, que pocos días después de haberla visto por primera vez la volvimos a ver, esta vez casi con lupa y moviola) se constata que el viejo rico rijoso también practica en ocasiones el sexo con alguna de las desgraciadas niñas.

Algo que también se aclaró en esa segunda ocasión —al menos para mí, que era quien albergaba más dudas e interpretaciones dicotómicas— es que, con toda probabilidad, no existe unidad de acción entre lo que perpetran entre Quini y el amo al que sirve, y el ser auténticamente depravado que se encarga de la tortura, mutilación y muerte de las chicas, Salvador. Es este un personaje sumamente oscuro, en el fondo y en la forma, porque en la narración es el más complejo y difícil de aprehender. Se trata de un joven del pueblo que emigra a la Costa del Sol en busca de un mejor porvenir trabajando en el sector turístico. Y que tras haber prestado servicios durante un tiempo en un hotel retorna muy cambiado, casi irreconocible, transformado como luego se verá en un ser macabro. Salvador es, en efecto, el que, de manera oportunista, aprovecha el estado de angustia y miedo en que quedan las menores y se ofrece a propiciarles una huida de las garras de Quini y el señor, y de la vergüenza y el ultraje que conllevaría que todo el tinglado se descubriera, bajo el subterfugio de poder conseguirles un contrato de trabajo en algún hotel de la costa. Nada más lejos de la realidad, con la ayuda del desolado novio de otra muchacha desaparecida, los registros de algunos de los efectos personales de las chicas y el testimonio obtenido bajo amenaza y cierta violencia de la casera de la hacienda del Coto, los policías descubren que Salvador, que ejerce como guardés en las instalaciones de la marisma, es quien perpetra los sanguinarios crímenes, arrojando los cuerpos de las jóvenes a un colector en el que sus cuerpos son prácticamente triturados.

Quedan tres personajes decisivos que merecen mención aparte: un primer personaje amable, que introduce cierto pintoresquismo y algunas dosis de humor y simpatía, que es el del furtivo (Salva Reina), cooperador necesario de los dos policías, a los que orienta y sirve de guía en los agrestes territorios por donde discurre la acción. Otro personaje decisivo e igual de sombrío que la mayor parte del resto es el del fotógrafo de “El caso” (Manolo Solo), aunque sobre este volveré, porque es el artífice de la confusión final. Y, por último, pero no por ello menos importante, el personaje femenino de Rocío (Nerea Barros), la madre de las niñas Carmen y Estrella, un auténtico “pildorazo” de delicadeza y fortaleza a la par, y que expresa muy a las claras, aunque también muy sutilmente, cuál era el papel de la mujer en ese tipo de sociedad. Rocío es en apariencia la típica mujer dedicada a su familia, sometida a los rigores de la convivencia con un marido de carácter atormentado y hermético, Rodrigo (Antonio de la Torre); con la vida centrada en la atención de la casa, el cuidado de la familia y la crianza y educación de sus hijas; pero que tras esa pátina de tristeza y resignada abnegación conserva la esencia de la mujer de temple que no se doblega ante las adversidades de la vida, virtud o cualidad que se pone en juego dramáticamente en esa colaboración que, casi con sensual desesperanza, le presta en última instancia a Juan.

A lo que iba, el final. Hasta aquí parecería que todo está resuelto y aclarado. Máxime cuando, tras una trepidante escena de persecución del Dyane 6 blanco de Salvador, del que será rescatada Marina, la última de las chicas acosadas aún con vida; proseguida de una no menos crítica batida a pie para alcanzar y atrapar al torturador, este acabará con sus huesos en la misma exclusa que deglutía a sus víctimas. Eso sí, la caza se saldará con el joven policía y el furtivo heridos, pero con el primero erigido en héroe por obra de los medios de comunicación. Sin embargo, el final se complica merced a una trama paralela de la que son protagonistas el propio Pedro y el fotógrafo sensacionalista (recordemos que trabaja —al menos en relación con esos noticiables crímenes— para el tabloide “El caso”). Por cierto, el hecho de que coetáneamente el inexperto agente haya sido padre, o las tensas conversaciones que mantiene con su inquieta y angustiada esposa, resultan elementos narrativos que, desde mi modesto punto de vista, ni quitan ni ponen a la construcción de la historia. Pues bien, la irrupción en la escena del fotógrafo (al que Juan había impedido con vehemencia, y el auxilio de la Guardia Civil, tomar fotos de los cadáveres de Carmen y Estrella, y con el que ambos policías coinciden en el pub del pueblo) se pone al servicio del que casi es en realidad el componente clave del thriller. Al menos, de su final abierto, generador de duda y polémica.

En la primera ocasión en que Juan y Pedro acuden al bar de copas a descargar sus respectivas tensiones, mitigar sus mutuas discrepancias y Juan quizá también a ahogar en alcohol su temor a la enfermedad y la muerte (tanto la escena donde se le ve orinando sangre, como sus alucinaciones ornitológicas también me parecen escenas irrelevantes, aunque aporten su pizquita de morbo y estética surreal y mágica), el periodista intenta llamar la atención de Pedro, que aprovecha para enseñarle un negativo medio chamuscado en el que se intuyen las imágenes de las chicas muertas en la escena del crimen (en ropa interior o semidesnudas, posando sobre la colcha de una cama con cabecero de hierro y ante un espejo que refleja trofeos de caza). Un escenario que luego se comprueba con facilidad que corresponde a una de las estancias de la hacienda del Coto de caza, donde Quini las lleva a encontrarse con el terrateniente. Pedro le pide al fotógrafo que haga indagaciones sobre la procedencia, características y contenido del negativo, lo que el periodista acepta a cambio de lograr fotos morbosas de los cadáveres para su comitente, el diario sensacionalista más célebre de la época. Tras las oportunas averiguaciones, el periodista le confirma al joven policía que ese tipo de negativo es raro y que sólo se consigue previo encargo en una tienda de Sevilla, donde lo adquiere Quini, que es quien se encarga de tomar las fotos. Esto no deja de ser un hecho previsible. La cuestión es que en una de las imágenes se atisba la presencia de una tercera persona, de la que, tras un considerable esfuerzo, se llega distinguir un brazo, en cuya muñeca se exhibe un reloj. Con toda probabilidad impulsado por un cierto afán revanchista, en la escena decisiva final el periodista le entrega justo a continuación a Pedro un sobre en el que se contienen fotos de la hasta ese momento controvertida participación de Juan en una carga policial contra unos manifestantes en la que resultó muerta —supuestamente a manos del propio Juan— una joven. La controversia se muestra en una escena previa en la que los dos policías vuelven a exteriorizar sus tensiones y pugnas ideológicas, y en la que Juan desmiente la versión más o menos oficial sobre la autoría de los disparos que a él se le atribuye, y le cuenta a Pedro que en realidad él lo único que había hecho era encubrir y tratar de proteger a su compañero. Versión que Pedro cree, y que junto a la euforia de la resolución de los crímenes (para la que la intervención de Juan, no se olvide, fue decisiva), la paternidad reciente (Juan, entre vapores etílicos, le dice unas emotivas palabras a ese respecto) y el éxito mediático, contribuyen a cierta sensación de armonía final. El último plano, sin embargo, acrecienta la duda: el brazo de Juan rodeando a una de las dos mujeres con las que está celebrando la resolución del caso, con especial hincapié en la imagen del reloj. Es más, cuando volví a ver la película, tuve la sensación de que, desde el principio, cada vez que se tomaba un plano corto de Juan, salía su brazo y su reloj.

Mi duda (y la de mucha más gente, por lo que he visto en la red) era: la tercera persona que, aunque borrosa, se ve en el negativo ¿es Juan o es el terrateniente? Avalan la participación del primero sus antecedentes represores, su acreditada pericia en la tortura y el reloj. Contradicen esta conclusión otros muchos datos de peso como su decisiva y muy directa y decidida implicación en la averiguación de los hechos, la inexistencia de indicios de que fuera conocido previamente en la zona ni reconocido por ninguno de los vecinos o implicados en los hechos, o lo inverosímil de que, prestando servicio en Madrid, fuera a dedicar su tiempo libre en viajar hasta un lugar tan remoto y hostil sólo para participar como subalterno en una orgía de sangre. La cuestión es que esta desazón y la fuerte discrepancia con la versión e interpretación de casi todo el mundo de mi entorno con quien comenté el final de la película, nos llevaron a volver a verla. Tengo que reconocer que en ese segundo visionado me convencí de que el brazo del reloj no era el de Juan. Sólo una razón avala, para mí, esa conclusión: Juan lleva el reloj en la mano izquierda, y el terrateniente, al que sólo se le ve al completo y con su reloj en una ocasión (en la escena en que declara estar a disposición de los policías para ayudarles a resolver los luctuosos sucesos) lo lleva en la derecha. La imagen del negativo muestra una mano derecha. ¿O será que es la imagen inversa de la realidad?
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[1] Cartel promocional, de www.filmaffinity.com.

16 comentarios:

  1. Creo que el nombre es Sebastián no Salvador.

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  2. Tras ver detenidamente la imagen final del asesino, he llegado a la conclusión que realmente es la persona que se excusa en el principio de la película. Interviniendo esta, en el motel donde están alojados los dos policías la segunda noche de sus estancias allí. Se presenta en estado de embriaguez y con un arma sin cartuchos. El cual, alega saber de “alguien” que mató a su novia y que en tiempos de feria aparece en el pueblo para torturar y secuestrar a las niñas. Todo esto sirve como despiste para que nadie sospeche de él. Y realmente resulta ser él, el verdadero y único asesino.
    (Si os fijáis bien en la foto del colgante, aparece sin barba como en el final de la película en el río.)
    Muchas gracias.

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    1. Muchas gracias a usted por sus observaciones. Un saludo

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    2. Una película inquietante. ,Por donde se desarrolla...viéndola una vez , se van muchos detalles gracias ahora entiendo muchas cosas

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  3. Bueno, me parece que Vd. está equivocado (??). Sebastián, el guardia, a por quien van los dos policías, es un hombre mas mayor (Manuel Salas) que el joven que Vd. menciona. Lo único que me preguntaba era a quién cogía de los pies. . .

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  4. Llego un poco tarde para los comentarios. Yo creo que la clave está en si el personaje es diestro o zurdo,escribe con la izquierda, el arma en la izquierda,empuña la navaja también con la izquierda. Se deduce que zurdo con lo que lo lógico sería llevar el reloj en la derecha(como en el negativo)pero lo tiene puesto en la izquierda.¿Fallo en el rodaje o está hecho a propósito?

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    1. No lo sé, yo soy diestro y uso el reloj en mi mano derecha. Pero es un hecho que la mayoría lleva puesto el reloj en la mano opuesta a la que "domina".

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    2. No lo sé, yo soy diestro y uso el reloj en mi mano derecha. Pero es un hecho que la mayoría lleva puesto el reloj en la mano opuesta a la que "domina".

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  5. Aquí todo está muy pensado , para que pienses ...

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  6. ¡Qué buen artículo! Acabo de ver la película y me ha disipado todas las dudas.

    Aunque ya que lo comentas, la gente del pueblo sí que parecía haber visto a Juan antes: además del periodista, la "mujer vidente" que aparece en el barco en un par de escenas se fija en él y dice que le suena, además de augurarle que pronto se encontrará con los muertos (por su enfermedad). Y en cuanto a viajar al sitio si es de Madrid... realmente es algo que pasa en ferias, por lo que quizá lo que más peso tiene es su implicación en torturas y su reloj.

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  7. El espejo refleja la mano del poli. Que lo lleva en la izquierda. El asesino es el cuervo!

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  8. No entiendo porque culpais al policia despues del abrazo que de dio con la chica al encontrarla viva. El policia torturaba pero creo que era lo que se valoraba y aceptaba despues se le ve arrepentido incluso ke para los pies a su compañero cuando casi asfixia a la mujer

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  9. Claramente el reloj es del terrateniente, de echo en la escena que se da la mano con juan el policía se detiene en ese detalle.

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  10. El asesino es el terrateniente. Es el que las torturaba y abusaba de ella y luego el guardés se deshacía de los cuerpos. Al final dice el policia mayor que han conseguido mejores condiciones en el trabajo, porque ellos sabían que el terrateniente era el pez gordo de la trama, pero no tenían pruebas firmes para acusarlo, por eso lo chantajean, y cede a mejorar las condiciones de sus trabajadores.

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