miércoles, 25 de marzo de 2015

II. POESÍA. JORGE MANRIQUE


Es difícil acercarse a la obra manriqueña prescindiendo del contexto histórico y del papel que desempeñaba el autor dentro de él. Hombre de armas y miembro de la alta nobleza castellana, se puede afirmar sin forzar en exceso los términos que su poesía es netamente ideológica. Como un espejo bien pulido, está destinada a reflejar y legitimar la concepción del mundo, orden social y valores de la clase social a que pertenece, y así opera en las dos grandes jurisdicciones a las que Jorge Manrique traslada su arte: el amor y la muerte.

En ambos casos, sus poemas viven a caballo de dos mundos. En lo básico, su concepción es medieval. Tributarios de la experiencia juglar y trovadoresca, nacen para recitarse el público y se mantienen por ello fieles a los versos de arte menor de más honda tradición castellana, fundamentalmente octosílabos, que se agrupan en cuartetas, quintillas y, sobre todo, sextillas con su sello personal: el cierre de pie quebrado. Sin embargo, el desarrollo de los temas sugiere ya la influencia de la concepción italianizante y renacentista que veremos a pleno rendimiento en las composiciones garcilasianas.

AMOR

Para la sensibilidad presente, los poemas amorosos resultan sobreactuados, melodramáticos. El amor se vive de modo desgarrador; es fuerza incontenible que mata con la sola mirada, que esclaviza con su aliento; tiene más de monstruo épico devorador de argonautas que de sentimiento acogedor. No obstante, para su correcta inteligencia, estos poemas deben interpretarse dentro del código del amor cortés, donde la mujer se idealiza en extremo quizás para compensar su insignificancia en el mundo real: «Y en queriendo ya callar / se levantan mil sospiros / y gemidos la par / que no me dexan estar / ni me muestran qué deciros.» [1]

Paradójicamente, es al tiempo un sentimiento que tiende a reconcentrarse, que rara vez se traslada al ser amado y que se agota en una experiencia personal, casi solipsística: «Prometo de ser subiecto / al amor y a su servicio; / prometo de ser secreto, / y esto todo que prometo / guardallo será mi oficio.» A ese apocamiento contribuyen por igual dos fuerzas: el concepto del honor, que debe preservarse a toda costa para no comprometer a la mujer querida, y la idea del amor como una prolongación de los deberes de la milicia. Esa experiencia cargada de sufrimientos y penalidades es un fuego que ha de medir la calidad del amor y templarlo, para cribar el mero comportamiento casquivano.

Parece cerrarse con todo ello un ciclo que va de la idealización de la mujer a la pérdida de la libertad y a la templanza en el dolor, que se acerca a los dominios del narcisismo masoquista y del fetichismo, pero en que desaparecen las referencias religiosas. Es amor completamente mundano, casi sacrílego. Por momentos, el propio amor se deifica y compite con los deberes que la fe dicta: «Ese Dios alto sin cuento / bien sé yo que es el mayor; / mas, con mi gran desatiento, / le tengo muy descontento / por servir a ti, traidor».

Sin embargo desde mi punto de vista, lo relevante no es tanto el qué como el cómo. La idea del amor cortesano puede resultar cómica vista desde hoy; pero los andamios de que se sirve para hacer avanzar la obra son de puro granito. La adjetivación se empequeñece; escasea en cantidad y abundan los falsos sustantivos que usurpan funciones adjetivas. Los verbos se presentan casi siempre en infinitivo o formas conjugadas personales. Raro es localizar participios ni gerundios: «Pues traición tan conoscida / ya les plazía hazer, / vendieran mi triste vida / y oviera de ello placer, / mas al mal que cometieron / no tienen escusación: / por una vista que os vieron / venderos mi coraçón.»

Las formas son a menudo tan sencillas y austeras que el edificio lírico se construye casi siempre por elevación: la alegoría. El tropo se traslada de la parte al todo, y en ese todo, ocupa un lugar preeminente la experiencia del autor, o para ser más precisos, su enfoque “profesional”: el arte de la guerra. El amor genera conflicto o es consecuencia de él: «Estando triste, seguro, / mi voluntad reposava / cuando escalaron el muro / do mi libertad estaba; / a escala vista subieron / vuestra beldad y mesura / y tan de rezio hirieron / que vencieron mi cordura». Otro ejemplo de ello nos lo da el poema titulado Castillo de Amor: «La fortaleza nombrada / está en los altos alcores / de una cuesta, / sobre una peña tajada, / maciça toda de amores, / muy bien puesta, / y tiene dos baluartes / hazia el cabo que ha sentido / el olvidar, / y cerca a las otras partes, / un río muy crescido / que es membrar.» El amor irrumpe como agresor que sitia el castillo de la libertad y lo expugna por las armas de la hermosura; de resultas de ello, el caballero amante devoto refortifica todo su yo como baluarte que ha de resistir las acometidas de la ausencia, olvido y dolor que provoca la separación de la dama amada.

Tratándose de un soldado que ocupó altos cargos en la Orden de Santiago no es de extrañar que, además de tácticas militares, menudeen parlamentos, alegatos judiciales, referencias jurídicas y administrativas, pues de todo ello debe echar mano el caballero enamorado: hacerse valer por legados y mensajeros: «Dirásle cómo he venido / hecho mártir, padesciendo / los desseos […] No te olvides de contar / las aflegidas pasiones / que sostengo […] Si vieres que te responde / con amenazas de guerra / según sé, / dile que te diga dónde / su mandado me destierra, / que allá iré.» Bien impugnarse el revés amoroso por falta de citación y defensa, como si ante una instancia judicial se presentara: «¡Qué inicio tan bien dado, / qué justicia y qué dolor, / condenar al apartado, / nunca oído ni llamado / él ni su procurador!» Explotando siempre la idea de caída del enamorado, pérdida de libertad y sufrimiento.

En composiciones cortas, canciones y esparsas, abundan los poemas construidos en torno a la paradoja: «Siempre amar, pues que se paga / —según muestra amar— amor / con amor, porque la llaga / —bien amando— del dolor / se sane y quede mayor»; los juegos de palabras en correlación por antonimia: «Quien no estuviere en presencia / no tenga fe en confiança, / pues son olvido y mudança / las condiciones de ausencia»; equívocos provocados por polisemia: «[…] parto yo, triste amador, / de amores desamparado, / de amores, que no de amor»; y poemas de pregunta y respuesta concebidos como mero pretexto para un pugilato de donaire entre caballeros, que resultan un tanto artificiosos vistos desde hoy, pero que debían de ser moda por aquel tiempo, dentro de esa tradición de poesía pensada para recitarse.

MUERTE

Si los poemas amorosos no tienen desperdicio, es en el tratamiento de la muerte donde el arte manriqueño alcanza su cénit. Las Coplas a la muerte de su padre bastarían por sí solas para abrir, a cualquier poeta y con todo merecimiento, las puertas de la inmortalidad.

Se trata de un poema largo que podemos dividir en tres partes. La primera parte, de carácter teórico y dominada por el tono ascético, donde se toma la muerte como motivo de reflexión sobre la vida. La segunda parte, de naturaleza elegíaca, centrada en torno a la figura y ensalzamiento de su padre. Y la tercera, que enfrenta a don Rodrigo Manrique con su óbito en búsqueda de la redención, que permite entroncar con la primera y cerrar el poema.

Arranca la composición con la archiconocida estrofa: «Recuerde el alma dormida, /abive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando», [2] explotando la idea de la vida como narcótico que sume al hombre en el trasiego cotidiano, frente a muerte que se erige como cimiento sobre el que apoyarse para alzar la mirada por encima de lo contingente, del gozo, que siempre es una experiencia efímera, seguida por un legado de recuerdos que avivan el dolor presente y siembran dudas sobre su propia realidad: «Cuánd presto se va el placer […] cómo en un punto se es ido / y acabado, / si juzgamos sabiamente, / daremos lo no venido/ por pasado»; amén de contaminar de futilidad todo anhelo: «No se engañe nadie, no, /pensando que a de durar / lo que espera / más que duró lo que vio».

La muerte como ley implacable e igualadora de poderosos y sometidos: «Nuestras vidas son los ríos […] allegados son iguales, / los que biven por sus manos / y los ricos», donde introduce una estratificación social incompleta y muy rara en la mirada de un noble de su tiempo, al no marcar distancias respecto de la burguesía comercial y financiera por pudiente que ésta sea, despachándolo todo con un lacónico “y los ricos”. Esa elevación de la muerte relega a la vida terrenal al papel de etapa previa, de camino sin más fin que la preparación de la vida eterna: «Este mundo bueno fue / si bien usáramos de él / como debemos [… ] es para ganar aquél / que atendemos», que resume en conceptos emparejados: partir–nacer, andar–vivir y llegar–morir, para poder mostrar lo quebradizo del patrimonio humano: la hermosura y fuerza física «todo se torna graveza / cuando llega el arrabal / de senectud»; la nobleza y el linaje que se marchitan: «Unos, por poco valer […] otros que, por no tener, / con oficios no devidos / se sostienen»; por no hablar de la fortuna y riquezas: «que bienes son de fortuna / que rebuelve con su rueda / presurosa».

Pasa a continuación a ilustrar esa vulnerabilidad terrenal con una relación de notables del pasado. Sin embargo, lo novedoso es que renuncia a remontarse a la antigüedad clásica: «Dexemos a los troyanos / que sus males no los vimos […] Dexemos a los romanos, / aunque oímos y leímos / sus vitorias», para centrarse en personajes cercanos: rey don Juan (Juan II de Castilla), infantes de Aragón (Alfonso el Magnánimo de Aragón y Juan de Navarra), don Enrique (Enrique IV de Castilla), el gran condestable (Álvaro de Luna, privado de Juan II), con que realzar esa idea de que no hay potencia humana que resista la acometida de la muerte: «Que si tú vienes airada / todo lo pasas de claro / con tu frecha.»

La parte elegíaca se extiende en la loa de las virtudes que adornan a don Rodrigo Manrique a los ojos de su hijo, y que compendian el canon del perfecto caballero: fiero en el combate, magnánimo en la victoria, sensato en la administración de su feudo, cumplidor con su señor, galante en el trato social y piadoso ante Dios.

El poeta integra las coplas dentro de la corriente de buen nombre de que gozaba don Rodrigo entre sus coetáneos: «sus grandes hechos y claros / no cumple que los alabe, / pues los vieron, / ni los quiero hacer caros, / pues el mundo todo sabe / cuáles fueron», poniendo énfasis en su condición de caballero hecho a sí mismo, en esa vindicación de nobleza meritocrática que sigue el modelo cidiano de los cantares de gesta: «Mas hizo guerra a los moros / ganando sus fortalezas / y sus villas; [… ] y en este oficio ganó / las rentas y los vasallos / que le dieron», donde no se excluyen los reveses de la fortuna, cuyos peligros se arrostran con los apoyos oportunos —tampoco el Cid épico era un héroe solitario al estilo de la Chanson de Roland, sino un caudillo que sabe dirigir a sus huestes y delegar en ellas— ora por la fuerza de las armas ora por la política: «quedando desamparado, / con hermanos y criados / se sostuvo […] hizo tratos tan honrosos / que le dieron aún más tierra / que tenía.»

La tercera parte se abre con la visita de la muerte, que se introduce como un personaje teatral que toma la palabra y se suma a la alabanza de la buena fama del señor: «Buen cavallero, dexad el mundo engañoso / y su halago; / vuestro coraçón de azero / muestre su esfuerço famoso /en este trago», dando pie al desglose de vidas que se pueden gozar por una persona, ordenadas según su perdurabilidad: la vida terrenal, la fama y la vida eterna: «pues otra vida más larga / de fama tan gloriosa / acá dexáis; /aunque esta vida de honor / tampoco no es eternal / ni verdadera».

Dando coherencia ideológica a una visión netamente aristocrática de la vida y organización política, la vida eternal se gana cumpliendo con la función social que a cada estamento compete. Se omite la referencia al campesinado y a “los que biven por sus manos”, a quienes con anterioridad se mencionaba expresamente, y que suponemos que ganarán el cielo con el sudor de su frente y callos de sus manos, para ceñirse a los religiosos, que han de ganarse el más allá “con oraciones y con lloros”, y a los nobles que han de ganársela guerreando contra los infieles. Menester en que don Rodrigo contrajo suficientes méritos como para que su tránsito a mejor vida se dé por cosa cierta a decir de la propia muerte: «tanta sangre derramastes / de paganos, / esperad el galardón / que en este mundo ganastes / por las manos».

Completando el cuadro de virtudes que deben adornar al buen caballero, Manrique hace tomar la palabra a su padre para dar testimonio de la serenidad con que recibe la llegada de la parca, se somete al deseo divino y da por cumplido su papel: «Y consiento en mi morir / con voluntad plazentera, / clara y pura, / que querer ombre vivir / cuando Dios quiere que muera / es locura»; y cómo ese tránsito se produce rodeado de sus seres queridos, reforzando la idea de noble completo: soldado temido, autoridad respetada y amo, padre y esposo querido: «cercado de su mujer / y de hijos y de hermanos / y criados / dio el alma a quien ge la dio / el cual la ponga en el cielo/ y en su gloria».

En suma, poema capital en la literatura moral española, que prepara la transición del Medioevo a la literatura renacentista, y conforma lo que durante siglos habría de considerarse canon de la lírica española. Obra maestra.
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[1] Citas, de Jorge Manrique. Poesía (Ed. Vincenç Beltrán), Barcelona, Galaxia Gutenberg SL., 2013.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso; dos barras (//), un salto de estrofa.
[2] Los interesados disponen de una versión completa del poema en www.rae.es.

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