domingo, 22 de marzo de 2015

I. LA LOZANA ANDALUZA. FRANCISCO DELICADO


Guardaba de la Lozana Andaluza un recuerdo adolescente salido de una adaptación cinematográfica de finales de los años setenta o principios de los ochenta, en pleno apogeo del destape. No cubría mi memoria personajes, trama, desenlace ni aspecto relevante alguno de la historia. Se agotaba en un fogonazo erótico con la protagonista duchándose en una suerte de establo, el agua cimbrándose por las redondeces de su cuerpo; sus manos anidándola contra la piel, plena de gracia, voluptuosa sin caer en la lubricidad, mientras un pícaro la vigilaba oculto tras unas tablas. En realidad, eran dos los pícaros al acecho, aunque separados por siglos y ese vórtice neblinoso que desemboca en la realidad: el otro era yo. Pues bien, resulta que la Lozana Andaluza era un clásico escrito a principios del siglo XVI por un clérigo cordobés afincado en Italia, Francisco Delicado.

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La obra constituye un retrato de la vida prostibularia romana en tiempos inmediatamente anteriores al saqueo de la ciudad por las tropas imperiales en 1527; y siguiendo los pasos de la protagonista y sus cambios de nombre, puede dividirse en tres partes: La primera narra de forma muy esquemática la infancia de la protagonista, por aquel entonces, Aldonza. Cómo nace en Córdoba, queda huérfana de padre, recorre con su madre diferentes localidades de Andalucía hasta la muerte de ésta, y termina en Sevilla bajo la tutela de una tía suya. Allí se enamora de un mercader de nombre Diomedes, con quien se promete en matrimonio y marcha a Marsella. Sin embargo, el padre de él no ve con buenos ojos el casorio, y aprovechando la ausencia de su hijo en un viaje comercial, hace secuestrar a la protagonista y paga a un barquero para que la tire al mar. Éste se apiada de la mujer, y desobedeciendo las órdenes recibidas la abandona en Liorna, donde ella vende un anillo que había conseguido esconder en su boca para llegarse a Roma.


La segunda parte, con la protagonista ya en estampa de Lozana, arranca con un cambio sustancial de forma narrativa: pasa de la tercera persona omnisciente al estilo dialógico, donde la historia avanza prendida en la voz de sus protagonistas. Pueblan esta parte copia nutrida de rufianes, fulleros, tahúres, proxenetas, nobles de pega, curas puteros y, por supuesto, rameras. No se ahorra detalle de escenas de alcoba por precio, engaños, abusos, supercherías, hilvanes de virgos, trucos de falsa adivinación, emplastes para dar gato por liebre y demás bajezas.


La tercera parte, aunque respeta formalmente el estilo de un diálogo, más parece epistolar, pues la intervención en monólogo de la Lozana —ahora, Vellida— la agota casi del todo. Es un desenlace moralizante en que la protagonista reniega de su vida a salto de mata, anuncia su abandono de Roma y retiro en la isla de Lípari, donde espera iniciar una nueva vida dedicada a trabajos más respetables en compañía de ese personaje de difícil encaje que es Rampín: a ratos marido amancebado, a ratos proxeneta, a ratos criado pronto al escaqueo.


Escrita en una época en que la frontera entre los géneros no estaba muy marcada, tiene mucho de todo sin guardar fidelidad a nada: un punto de tragicomedia celestinesca, personajes de catadura moral genuinamente picaresca, y que condensa la propia Lozana cuando proclama: «Decime, quién mejor sabio que quien sabe sacar dinero de bolsa ajena sin fatiga»; [2] o cuando es descrita, en su oficio de madama, por un confidente del autor como: «y guay de la puta que le cae en desgracia, que más le valdría no ser nacida, porque dejó el frenillo de la lengua en el vientre de su madre, y si no la contentasen, diría peor de ellas que de carne de puerco»; mechados con ideas que se pueden espigar en casi toda la literatura clásica española por su amplia difusión: anticlericalismo reflejado en curas libidinosos y prestos a la simonía; misoginia en la boca de casi todos los personajes, como la vieja que le recomienda a la Lozana evitar el servicio de las amas: «Hija, yo no querría servir donde hay mujeres, que son terribles de comportar [...] Y aunque jabonéis como una perla, mal agradecido, y nada no está bien»; antisemitismo, en individuos siempre ruines y avarientos, a quienes quintaesencia Trigo, casi a modo de mote: «El buen jodío de la paja hace oro»; prestamista, perista, receptador y proxeneta, que protagoniza una escena memorable con la Lozana, cuando ésta se presenta en su casa para vender una joya por la que pretende conseguir veinte ducados: «No los hallaréis por él, mas yo os diré. Quédeseme acá hasta mañana, y veremos de serviros que, cuando halláremos quien quiera desbolsar diez, será maravilla [...] Señora, ya se ha mirado y visto. El platero da seis solamente y, si no, veislo aquí sano y salvo, y no dará más, y aun dice que vos habéis de pagar mi fatiga o corretaje. Y dijo que tornase luego; si no, que no daría después un cuatrín».

Y todo ello sobre un trasfondo de decadencia económica y depauperación generalizada en todas las clases sociales, que apenas si logra esquivar el aguijonazo del hambre más que aguzando ingenio y oportunismo, como en la escena en que Rampín se presenta en casa con un gato cazado en la calle con idea de darlo a la olla con el consiguiente alborozo de la Lozana: «Pues hacé vos ansí siempre, que hinchiremos la casa a tuerto y a derecho. Eso me place, que sois hombre de la vida y no venís vacío a casa»; pero que no logra barrer el prurito de lucir de pega y aparentar, como lo demuestran esos nobles raídos que toman criados sin intención de pagar, como confiesa Rampín: «Pensá que yo he servido dos amos en tres meses, que estos zapatos de seda me dio el postrero, que era escudero y tinié una puta, y comíamos comprado de la taberna, y ella era golosa, y él pensaba que yo me comía unas sobras que había quedado en la tabla, y por eso me despidió. Y como no hice partido con él, que estaba a discrición, no saqué sino estos zapatos a la francesa»; y que remata la descripción que da la Lozana de los soldados imperiales que saquean la ciudad, en una de las epístolas de cierre: «sucedió en Roma que entraron y nos castigaron y atormentaron y saquearon catorce mil teutónicos bárbaros, siete mil españoles sin armas, sin zapatos, con hambre y sed».

Ese desenlace histórico, el saqueo de la ciudad, flota como una bruma ominosa y un mal augurio a lo largo de toda la obra; que unido al desenlace dramático, con la Lozana buscando su redención en un cambio de vida, forja el cierre moralizante a la obra: la ciudad es condenada por la corrupción de sus costumbres, y sólo el arrepentimiento de la protagonista en las postrimerías la salva del desastre.

Esa labilidad de género explica también los cambios de técnica narrativa: que arranque como una narración novelada, pase a un diálogo teatral y se cierre con cartas. Son interesantes también otras innovaciones como la incursión del autor en la propia historia como un personaje más, donde aparece dando muestra de cierta privanza con Rampín; y la conciencia de Lozana y Rampín de saberse personajes de una ficción que sobre ellos va, prefigurando una suerte de trampantojo que abandona el marco del cuadro que le representa para penetrar la realidad, aportando ese punto de confusión que resulta tan sugerente, y que explotará también Cervantes en el Quijote, cuando deja en suspenso el combate entre Don Quijote y el caballero vizcaíno, para introducirse en el propio relato y poder darle continuidad al hallar el manuscrito del Cide Hamete Benengeli.

Sin embargo, más allá de la permanencia de sus dos protagonistas, Lozana y Rampín, se echa en falta un hilo conductor que agrupe la acción. Los personajes de la nada salen y en la nada desaparecen. Las escenas se precipitan en las calles, en encuentros casuales, en visitas súbitas que cortan otras conversaciones y que se cortan también de forma abrupta.

Todo ello justifica plenamente el nombre de mamotreto que reciben los capítulos, en su sentido de libro de contenido irregular. Da la sensación de que más que contar una historia, se levanta acta notarial de un catálogo de inmundicias, cuya única misión es preparar un desenlace en registro moralizador. Pero ni siquiera eso resulta verosímil porque los personajes no evolucionan: Rampín y Lozana nunca parecen incómodos en sus zapatos; no se les ve dudar en fullería alguna ni signo alguno de conmiseración hacia sus víctimas. No encaja, por tanto, ese repudio súbito de su pasado

Si a ello le sumamos un léxico endiablado, plagado de germanías de doble sentido erótico, arcaísmos e italianismos, no es exagerado considerarla como una obra más interesante para estudiosos de la lengua y literatura que para el público en general.
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[1] Ilustraciones, de www.cervantesvirtual.com.
[2] Citas, de La Lozana Andaluza (Ed. Folke Gernet y Jacques Joset), Barcelona, Galaxia Gutenberg SL., 2013.

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