GALINDA
Avanzo por la calle Ramón y Cajal en dirección al Banco de Sabadell, esquina con Feijoo. Voy acercándome a paso firme a una pareja de críos que juegan a la peonza. Cuando llego a su altura, la chiquilla tiene el trompo en las manos: es de madera y caperuza roja; la de toda la vida, nada de carcasas de plástico fosforito. Ella aparta la mano rectoral de su compañero y comienza a adujar el cordón por las estribaciones de la punta. En la parte de la panza que sus dedos dejan a la vista, intuyo segmentos pintados con rotulador, torpemente. Ralentizo el paso; quiero ver cómo la tira. La cría alza su puño en el aire, deja caer el brazo hacia atrás, flexiona levemente sus rodillas y libera la carga de su mano derecha cuando ésta ya está a la altura de la pantorrilla. El cordón hace tracción, crece como una injusticia y termina redimiendo a su cautivo. El trompo describe una leve parábola, vuela un par de metros antes de tomar tierra, mientras que la cría completa el giro del brazo, ya en ascenso, lancinando las entrañas del aire con su látigo hasta detenerse en una estampa muy teatral, propia de una Hilary Hahn que rematase el Concierto de violín de Brahms: una perfecta ejecución de lo que en mis tiempos llamábamos tirar “a la muyerina”. La peonza baila con fijeza en el punto de aterrizaje, y lo que antes eran trazos torpes entra en una centrifugación armónica que funde aros de color pastel.
—Muy bien tirada, chica —le digo, cuando el juguete ya inicia el cabeceo previo a la caída y su acero amplía la superficie de giro para compensar el desequilibrio.
—¡Así está chupao! —exclama el chaval, mientras recupera la madera inerte del suelo— Hay que meterle el
bombiazu
desde arriba… que dura más —añade, al tiempo que esboza unos trazos cartesianos en el aire con la mano que tiene libre.
—¡No todo es durar, tonto! —se defiende ella, remedando el tono y los gestos del chaval, medio sacando la lengua de la boca.
El crío enrosca su turno con velocidad, comprueba la firmeza del atado y descarga un golpe violento que arranca sobre su cabeza y termina con el brazo a la altura de la cintura, dejando el taco clavado en el suelo como un poste: «Así», musita para sus adentros.
Dejo a los chavales en lo suyo, reprimiendo las ganas de pedirles una lanzada. La última vez que lo hice, la peonza aterrizó de panza, rebotó en el suelo y terminó estrellándose contra un camión de butano. Tuve que dar unas explicaciones lamentables a un repartidor que me miraba como a la vívida encarnación de la gilipollez. Razón no le faltaba.
Llego al banco. Me pongo a la cola dando los buenos días. No contesta nadie; el cliente que me precede alza la cabeza levemente desde el periódico, farfulla algo ininteligible y regresa a su guarida de papel. Todo en orden. Él es el último de una cola de cuatro personas; soy el quinto; toca paciencia. Me fijo en la bancaria; no es la misma de siempre; es más mayor, más fea; de sus gafas escapa una mirada quizás más dulce. Atiende a una anciana que tiene la muleta recostada contra la columna que guarnece el mostrador de caja por la izquierda. Sobre mi cabeza oigo un zumbido mecánico: es la cámara de vigilancia que ejecuta uno de sus programados barridos. El del periódico gira levemente el cuerpo y puedo leer parte del titular principal: «…VIRUS». Echo un vistazo a la calle; no se ve mucha gente pese a la hora: pronto será mediodía. Leo del revés, de derecha a izquierda, la cartelería promocional que el escaparate proyecta hacia la acera. Por un momento me imagino árabe, con crisis de hiperglucemia por empacho de dátiles. Son raros los recovecos de la mente.
Los carteles encomian productos financieros de rentabilidad asegurada. Recuerdo que la bolsa acaba de perder más del veinte por ciento de su valor en dos jornadas; ya llevo camino de palmar bastante pasta, así que aparco las aventuras Premium para otro momento. Rescato palabras sueltas que llegan desde el mostrador y recompongo el conjunto: la señora quiere el dinero de sus cuentas. La empleada repregunta para fijar en sus meninges el alcance de lo que se le demanda. No soy de natural chismoso, pero ya me ha picado la curiosidad: siento debilidad por las heroínas en retirada. Aunque aguzo el oído, no acierto a adivinar perfectamente su nombre: Ildefonsa o Hilaria, me parece oír. Me viene a la cabeza una estampa castellano leonesa; bautizo en una pedanía rural; santo del día; segunda República; Manganeses de la Lampreana, Zamora. Qué cojones, me veo a mí mismo, con cota de malla y pendón de armas, fundando pueblos castellanos de nombre campanudo: Ribagorza de la Valdoncilla, Villafranca de los Astudillos. Me tomo la temperatura rudimentariamente tocando la frente con mi mano. Todo en orden. Son raros los recovecos de la mente.
El empleado que estaba sentado en una mesa auxiliar al mostrador de caja, corrigiendo las ecuaciones de campo de Einstein y jaqueando los códigos cerberus que controlan las cabezas nucleares de la USAAF mientras crecía ante sus ojos impasibles la cola de clientes, se levanta de sus dominios y se sienta con aire displicente en la segunda terminal de caja, en el submundo de los pringados: «Pase por aquí», le dice a la que espera en primer lugar. Detrás de mí, la cola se amplía con la llegada de un chaval joven, de unos veinte años, antebrazo derecho
megatattooed
y una gorra de béisbol ridículamente pequeña que, más que puesta, queda apoyada en su testa con la visera ligeramente torcida hacia la izquierda. Nos saludamos con una media sonrisa, antes de que vuelva a incrustarse en el teléfono móvil; del aparato escapa una cháchara que no alcanzo a distinguir, y en la que su espectador intercala regularmente, cada cinco segundos más o menos, un elocuente «¡Jo’er, qué cipote!». Me cae bien el chaval; reconforta saberse flanqueado por un Jasón por si la cosa se pone chunga. Ildefonsa–Hilaria sigue con su gestión. La primera mujer, que sólo quería cambio, ha terminado con la suya, recoge del mostrador unos paquetes de monedas y es remplazada en su puesto por una cuarentona bien que no espera a que la emplacen: melena rubia, gabardina tres cuartos beige, pantalón tejano, zapatos rojos de tacón alto, bolso Ralph Lauren; en resumen, mujer empoderada tirando a pija, que hurga en su fardel y saca unos papeles.
—A ver, doña Galinda —Fallé; mi superheroína de barrio no era Ildefonsa ni Hilaria—. Tiene usted dos cuentas: una vinculada a un depósito a plazo fijo y una corriente. En la primera hay veinte cinco mil euros; en la otra, casi cinco mil: cuatro mil novecientos treinta, para ser exactos —aclara la cajera.
—Pues eso me llevo. Total, pa’ lo que me están rentando. —¡Con dos cojones! Tengo que refrenar mis ganas de apartar al tío del periódico y abrazarla, más por la cuestión profiláctica que planea en el ambiente que por consideraciones de género con agravante de vía de hecho sobre mujer de edad provecta.
La estupenda del Ralph Lauren abandona por un momento su quehacer y mira a doña Galinda con una extraña expresión, donde la distancia emocional se atempera por la curiosidad que despiertan las especies biológicas raras. El tío del periódico, que lleva carraspeando un rato, termina tosiendo tres veces. Se hace un silencio que se puede cortar con un cuchillo; las cabezas de todo el puto banco ejecutan un tropismo hacia la fuente del tosido; los dos empleados de caja emergen de detrás del mostrador. He visto reportajes del Serengueti donde había gacelas Thomson con menos instinto de supervivencia: «¡Jo’er, qué cipote!», sentencia mi edecán, no sé si en referencia a la emergencia vírica o al vídeo que lo tiene tan entretenido. Pongo cara de «a mí no me miréis, cabrones, que este pedo no es mío», mientras que el apestado del corral se confina en su leprosería de campaña, elevando el periódico una cuarta más y dejándome sólo en medio del marrón. Sobre mi cabeza, el Gran hermano ejecuta otro barrido apuntando en mi dirección: «¡Tu quoque, cacho de lata!», pienso para mí.
—Entiendo, entonces, que lo que quiere es cancelar las cuentas, ¿no? —pregunta la cajera.
—Ay, fía; a mí no me líes. Yo lo que quiero ye que me deis les perres.
La rubia estupenda entra en un bucle cervical peligroso. En la primera fase, atiende a la operativa que la concierne directamente, y que reclama de las profundidades de su bolso otro papelote; en la segunda, sigue atónita los progresos de doña Galinda; y en la última, custodia con mirada de mastín la línea de espera de turno que está pegada en el suelo, a la vista de que el ruido de trasegar hojas de periódico empieza a ceñirse en exceso a su cogote, momento en que el algoritmo de control ejecuta el
loop
previsto devolviéndola a la primera fase.
—Pues no sé si podrá hacerse hoy —advierte la bancaria con tono conciliador, mientras empuja las gafas, puente de la nariz arriba. Definitivamente, tiene una mirada más dulce que su predecesora—. Tenga en cuenta que es mucho dinero y que puede que no lo haya en caja. Para este tipo de operaciones es mejor avisar con antelación para que podamos aprovisionar fondos.
—Yo hasta ayer ‘taba tan tranquila; qué quies que te diga: entrome el mieu y prefiero tener el dinero, que nunca se sabe —se justifica la anciana.
—Miedo a qué —inquiere la primera.
—Mieu a todo; mieu en general.
—Bueno, bueno; vamos a ver de cuánto disponemos —cierra la empleada, que se pone en pie y marcha en dirección a los despachos que quedan al fondo, de frente a la entrada.
—Pues aquí me quedo.
Galinda planta el bolso sobre el mostrador, retoma la muleta que seguía apoyada en la columna, se separa dos pasos del mueble y dobla la pierna derecha hacia atrás repetidamente, sin que quede claro que su intención sea animar la circulación de esa extremidad o azuzar la embestida contra la caja. El del periódico concluye la lectura, pliega el diario y lo guarda bajo el sobaco dejando a la vista otra parte del titular: «CRISIS…». A instancias del segundo cajero, la rubia empoderada garabatea en la terminal táctil de firma electrónica. Una impresora carraquea la melodía propia de su especie y el bancario le extiende a la rubia el resguardo de la operación. Ésta recupera sus enseres desperdigados sobre el mostrador, los recoloca en el Ralph Lauren, cabecea un par de veces para recolocarse el pelo a su gusto, y da un último remate a la escena: barre de arriba abajo a doña Galinda y abastiona la distancia con el tipo del periódico. Cuando se marcha taconeando hacia la puerta, aún tiene tiempo para dedicarme una mirada desdeñosa a la que respondo mentalmente pasándome la lengua por los labios mientras pienso en guarradas y minifaldas de látex. Son raros los recovecos de la mente.
El tío del periódico invade ipso facto el espacio que con tanto ardor había asediado, mientras que yo, como si fuese el puto Bob Beamon, hago el talonamiento perfecto en la línea de «por favor, espere aquí»: un nano angstrom más y la piso, bandera roja y salto nulo. Pero no; no la piso.
—Buenos días, vengo a pagar una derrama. Comunidad Cirujeda 10 —declara el del periódico, esquemático.
—Pues, a menos que tenga cuenta en esta sucursal, no va a ser hoy —falla el cajero.
—¿Qué quiere decir con que no va a ser hoy? —se revuelve el cliente.
—Quiero decir que el día habilitado para pagos relacionados con comunidades es el miércoles, de diez a doce. Si tiene cuenta, puede resolverlo por transferencia.
—¡Qué listos, pa’ calcar comisión!
—Cumplo órdenes, caballero. Si desea protestar, dispone de un servicio de atención al cliente, vía telefónica o por internet. ¿Puedo servirle en alguna otra gestión? —pregunta con distanciamiento funcionarial.
El del periódico se encalabrina en modo tribuno de la plebe: que si ladrones, que si rescate de la banca para esto, que si vais a acabar todos en la puta calle el día que todo se haga por internet, que si media hora de espera tirada al guano: «¡Jo’er, qué cipote!», exclama detrás de mí el pícher de los Boston Red Sox, con su envidiable capacidad de síntesis. El bancario capea el chaparrón estoicamente, sin decir ni mu, jugueteando con la lengua dentro del carrillo izquierdo.
—‘Tate tranquilo, fíu —tercia doña Galinda para calmarlo.
El del periódico no le contesta; coge el diario y comienza a aviarse un canuto; arranca con decisión hacia la salida y pulsa el botón de apertura mecánica de la puerta descargándole un golpe con su fusta de papel. La puerta no responde; repite la maniobra; tampoco; se da por vencido, presiona con la mano. En el pequeño pasillo acristalado que queda entre la puerta corredera de la oficina y la puerta de acceso a la calle, gira la cabeza y profiere alguna imprecación que queda sofocada por los cristales. La cajera regresa a su puesto acompañada por un tipo trajeado de aire ceremonioso, que le comenta a doña Galinda que no hay problema con su cancelación, que hay dinero en caja y que puede retirar sus fondos. La cajera inquiere a su compañero por la bronca con el cliente con un ligero golpe de cabeza en dirección hacia la salida, y éste se encoge de hombros como diciendo: «bah, otro zumbao; no problemo», y me invita a llegarme al mostrador con otro golpe de mandíbula, ¡un fenómeno del lenguaje no verbal! Siento que me estoy reconciliando con él. Dejo mi cartilla sobre el mostrador, junto con un papel en el que llevo apuntado un número de cuenta:
—Buenos días, quería ordenar una transferencia a este número.
—¿Cantidad?
—Quinientos euros.
—¿Concepto?
—Cuota anual, copartícipe nº 12.
Lo dejo tecleando en el ordenador. Doña Galinda ha devuelto la muleta a su punto de apoyo y se ha encajado el bolso en el antebrazo hasta el codo; sus manos descansan sobre el mostrador y tamborilea con los dedos. Me fijo en ellos, retorcidos por la artrosis, como una gavilla de sarmientos. El meñique y el anular de su mano derecha describen una trayectoria excéntrica, como si quisieran abandonar la compañía del resto. En la primera falange, tras dos anillos de inflamación articular, quedan enterradas en pellejo sendas alianzas de boda. Se rasca con suavidad la oreja derecha; en su lóbulo estirado luce un pendiente de coral con engaste de oro. Regresa el tipo trajeado; porta en sus manos un tacao de billetes de cien pavos de la virgen, apenas sujetos con un par de gomas de fleje; en el Grand National hay muros verticales con menos altura:
—Veintinueve mil —declara al llegar a la altura de la cajera—; completa los novecientos treinta restantes con lo que tenéis aquí.
La bancaria obedece la orden, teclea algo en el ordenador y se encamina hacia la zona de las impresoras. Vuelve al cabo de un minuto con dos papeles en la mano:
—Por favor, firme aquí y aquí: son los resguardos de cancelación de sus cuentas.
Galinda garabatea sobre el papel y devuelve los documentos, a lo que la empleada responde entregándole la pasta:
—‘Tará bien contao, ¿no?
—Creo que sí; no obstante, si quiere contarlo con más calma, puede pasar al despacho del director.
—No, fía; fíome de ti.
Y embaúla la pasta en una bolsa de plástico del Carrefour antes de guardarla en el bolso. Empiezo a imaginar escenarios para un atraco; me veo siguiéndola hasta el portal de su casa; me veo pegándole un empujón y haciéndome con su botín; me la imagino defendiéndose torpemente con la muleta; me la imagino cagándose en mi puta madre, mientras pongo pies en polvorosa. Un ruido sobre mi cabeza conjura mis fantasías criminales: no hay nada como sentirse vigilado para empezar a pensar como un delincuente:
—Eche una firma ahí —me ordena mi gestor, apuntando a la terminal táctil.
Hago un garabato desganado que más que firma parece polla, mientras doña Galinda enfila hacia la salida con paso pendular. El cajero que me atiende me manda esperar un segundo; se marcha hacia las impresoras y regresa con dos papeles, que me entrega junto con la cartilla. Firmo en uno que le devuelvo y me quedo con el resguardo. Guardo todo en el bolso interior de mi abrigo y me despido de mi guardaespaldas accidental:
—¡Jo’er, qué cipote! —digo sin saber por qué.
—¡Ya te digo, tío! —contesta el joven, que sí parece saberlo.
Salgo a la calle y busco a doña Galinda: no hay rastro de ella en Feijoo. Vuelvo a Ramón y Cajal: hacia abajo, nada. La encuentro hacia arriba, doblando por Quevedo. La sigo, conocedor de su carga. Ahora me toca a mí oficiar de heraldo aunque no tenga ni media hostia. Se entretiene unos minutos dando la parpayuela con otra anciana, como si no llevara los ahorros de su vida metidos en el bolso camino del colchón. Se despiden con un beso, haciendo una interpretación sui generis de las advertencias sanitarias sobre transmisión de enfermedades víricas. Encara un portal, rebusca en el bolso y abre la puerta. Cuando llego a la altura del portal, la puerta está cerrada. Hago sombra con los dedos para matar el reflejo y miro a través del cristal. Galinda está esperando en el rellano del ascensor, tres peldaños por encima del nivel de la calle. Abre la puerta y desaparece: «Adiós, Galinda; que todo te vaya bien», pienso para mí.
Regreso a Ramón y Cajal y bajo hacia los Campos. No veo a los críos que jugaban a la peonza. Cuando llego a la altura en la que estaban, me fijo por casualidad en el suelo; junto a los chicles pegados de rigor, las baldosas lucen picadas de viruelas por el impacto del acero. Hay una furgoneta blanca que espera en el semáforo. Una mano se agita en la ventanilla trasera: es la niña de la peonza que me saluda. Le respondo sonriente: «Adiós, niña; que todo te vaya bien», pienso para mí. El semáforo se pone en verde y la furgoneta arranca. La sigo con la mirada un rato, hasta que se convierte en una mancha sin contorno que se deslíe en el caos, en dirección hacia la playa. Levanto la mirada. El cielo está despejado. Dos estelas de condensación rasgan el lienzo azul; avanzan en paralelo. Una ya está difuminada; la otra es nítida y el punto refulgente que la remata empuja su bisturí de vapor; en la cabeza se distinguen con claridad dos hilos que rápidamente se funden en uno. Recuerdo que las previsiones meteorológicas anticipan cambio de tiempo: tal vez llueva el sábado.
Me encanta como escribes vecino!!! pero solo una puntualizaciín, los castellanos no son leones, ni de al revés. Desde hace unos treinta y tantos años nos arrejuntaron por que si, y en todo caso seríamos castellanos y leoneses. Besos para toda tu familia! Os hecho de menos, de lo poco que echo de menos desde mi retorno al sur. Disfruto mucho leyéndote.
ResponderEliminarNo soy Inti, soy Elena...
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