domingo, 29 de diciembre de 2019

IX. POEMAS ÁRTICOS. VICENTE HUIDOBRO

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No se puede discutir que la sucesión de avances científicos y tecnológicos que ha experimentado la humanidad en estas últimas décadas ha empequeñecido el mundo y acelerado el tiempo como pocas veces antes había ocurrido. Erraríamos, no obstante, si creyésemos que esas innovaciones son las responsables de la mayor mutación de costumbres que ha conocido el género humano. Es cierto que el más modesto de nuestros dispositivos de memoria USB podría albergar muchas bibliotecas de Alejandría, que cualquier teléfono móvil actual porta una tecnología varias veces más rápida y fiable que la que permitió a Neil Armstrong hollar el suelo de la luna, y que las redes sociales permiten que cualquier botarate se empodere regoldando sandeces con una facilidad que pasmaría a Galileo o a Servet. Pero una observación menos ensimismada, más ecuánime y consciente de la más elemental perspectiva histórica debería llevarnos invariablemente al mismo fallo: que todos estos avances, por sorprendentes que parezcan, no son más que evoluciones cuantitativas dentro de un mismo rango civilizatorio.

Para hallar momentos históricos de completa mutación de costumbres podríamos viajar al Neolítico, y comprobar cómo nuestros ancestros postergaron arcos, fechas y lanzas —desde entonces confiados a guarniciones especialmente adiestradas en su uso— para afanarse en la domesticación de plantas y bestias. Pero no es necesario un viaje tan largo en el tiempo; bastaría con que volviésemos nuestra mirada al último tercio del siglo XIX o el primero del XX. Allí, en un intervalo muy breve, de apenas medio siglo, seríamos testigos de la expansión del ferrocarril, la invención del gramófono y el cinematógrafo, el nacimiento de la automoción y la aeronáutica, los prodigios de la electricidad, la radio, la edad de oro de la física, el descubrimiento de la radioactividad y la era del átomo, la telefonía, y un largo etcétera de hallazgos que sirvieron para definir uno de los períodos de la humanidad más fértiles para la expansión del conocimiento.

Pero lo que convierte en especiales aquellos años no es sólo cuánto de nuevo surgió sino cómo influyó lo nuevo en la vida de sus coetáneos; una vida que, en la avanzadilla del progreso, quedó marcada indeleblemente por el hierro del industrialismo y los retos asociados a él: nuevas clases sociales, luchas de intereses económicos, expansión del colonialismo, pugnas imperialistas. Y fue ese marco de relaciones productivas el que propició que un nuevo actor, caracterizado por su desenvolvimiento sentimental, señorease la escena pública: la masa. Casi todo lo que ha ocurrido en Occidente en este último siglo y medio resulta inconcebible sin su concurso; desde los espectáculos, hasta la política; desde los deportes, hasta la cultura.

Es la concurrencia de avance tecnológico, volatilidad política y protagonismo de las masas la que mejor explica el proceso de contestación social y doctrinal que sufrieron los principios liberales que durante casi un siglo habían informado las sociedades occidentales; en un modo tan acerbo y erosivo que, culminada su labor de demolición, sólo pudo auparse sobre los escombros un leviatán, el Estado totalitario, de cuyos “éxitos” la Unión Soviética y la Alemania Nacionalsocialista fueron buenos ejemplos. Por todo ello, no es exagerado afirmar que aquella época forjó un hombre nuevo con un concepto radicalmente distinto del mundo alojado en su mollera; aquel que vemos plasmado por Diego Rivera en su mural El hombre controlador del universo. [2] Una masa crítica de novedad, en suma, por la que lo cuantitativo dio paso a lo cualitativo.

Como no podía ser de otra manera, aquella efervescencia tecnológica y social indujo cambios drásticos en la forma de concebir la expresión artística. Frente a simbolismo, impresionismo y modernismo, que ya a principios del XX se tenían por carracas, se desató un torbellino de movimientos de vanguardia que nos ha legado una bonita colección de ismos con que aderezar los manuales de crítica artística y literaria. Por allí desfilan ordenadamente expresionismo, fovismo, dadaísmo, futurismo, ultraísmo, cubismo, surrealismo, entre una larga nómina de banderías, alguna de las cuales agotó su existencia en la redacción del correspondiente manifiesto fundacional. Es en este ambiente bullicioso en el que Vicente Huidobro desarrolló su labor poética y a él cabe atribuir la responsabilidad de engrosar esta nómina de facciones con una de su autoría: el creacionismo.

El presupuesto fundacional del creacionismo es enajenarse de toda representación naturalista de la realidad para, desde ese extrañamiento, fundar una poesía pura e incontaminada, obediente a sus propias leyes al margen de todo requerimiento físico o moral; o expresado de un modo más grandilocuente, entrar en el mundo algo que antes no estaba en él, aquello que en el argot se define como la “imagen pura creada”.

El poeta creacionista altera el proceso de datos; se coloca en la frontera entre objeto y palabra, entre mundo y representación, erigiendo una nueva interfaz: el estímulo se acompaña por su transformación lírica para a continuación procesarse con palabras. Así, por ejemplo, puede aprovecharse el parecido entre una nube y una oveja o entre un megáfono y el haz de luz de un faro para trasponer sus identidades. No se trata simplemente de generar símiles o metáforas sino de un tratamiento alternativo en que, sin mayores referencias, “la lluvia bale” o “la lana llueva” o “la luz proclame” o “la voz encalle”, por poner algunos ejemplos un tanto groseros.

La “imagen pura creada” aspira a una vida bifronte. Por una parte se pretende autónoma, desligada de una referencia naturalista; por otra parte, reveladora: al incorporar un sistema lógico alternativo desvela otros sentidos que la lógica convencional condena a las tinieblas. La emoción surge de la virtud creadora en sí; se aúpa sobre su propio vuelo al margen del dato fáctico, la experiencia anecdótica o la descripción mundanal; esto es lo que hace que la mayoría de estos poemas parezcan flotar en un éter inmemorial. Abandonemos las elucubraciones y dejemos que Huidobro nos hable sobre ello en su manifiesto Non serviam: [3]

«El poeta dice a sus hermanos: “Hasta ahora no hemos hecho otra cosa que imitar al mundo en sus aspectos, no hemos creado nada. ¿Qué ha salido de nosotros que no estuviera antes parado ante nosotros, rodeando nuestros ojos, desafiando nuestros pies o nuestras manos?”[…] “Hemos aceptado, sin mayor reflexión, el hecho de que no puede haber otras realidades que las que nos rodean, y no hemos pensado que nosotros también podemos crear realidades en un mundo nuestro, en un mundo que espera su fauna y su flora propias [...]”».

Se me hace muy difícil, no obstante, imaginarme a un poeta —por más que éste haya malversado horas redactando manifiestos campanudos— tirando a la papelera versos y versos porque no sean lo suficientemente devotos de sus manías programáticas. Prefiero imaginarme estos requerimientos formales como una suerte de niebla inspiradora por la que transita el talento creativo, que en el caso de Huidobro es mucho, empapándose con su humedad. Dicho de otro modo, el acercamiento a Poemas árticos debe incorporar la referencia al creacionismo pero no agotarse en ella, porque por encima de sus tributos estéticos, está ese algo no reducible a fórmulas que explica que una obra pueda inmortalizarse cuando su escuela se haya devorado por el olvido.

Como se ha dicho, la mayoría de estos poemas generan una sensación de distanciamiento: carecen de un protagonista propiamente dicho; el yo lírico es más espectador que actor; descansan sobre un desenvolvimiento maquinal de fuerzas, muchas de ellas naturales; y se resuelven con una ruptura o un desenlace evasivo. Veamos cómo se plantea en el poema que abre la colección, Horas: [4]

«El villorio / Un tren detenido sobre el llano // En cada charco / _duermen estrellas sordas / Y el agua tiembla / Cortinaje al viento // _La noche cuelga en la arboleda // En el campanario florecido // Una gotera viva / _Desangra las estrellas // _De cuando en cuando / _Las horas maduras / _Caen sobre la vida»

Empezaré confesando que siento por este poema una especial debilidad. Es un pequeño prodigio semiológico, en el que la imagen de una metáfora se aprovecha para introducir otra, y aprovechar el relance de ésta para hilvanar una tercera y así sucesivamente hasta el final. Toda su estructura descansa sobre la tensión entre elementos estáticos y dinámicos, entre horizontalidad y verticalidad, entre potencia y gravitación, entre espacio y tiempo.

Huidobro emplea con habilidad sustantivación genérica y acción despersonalizada para introducir una estampa desapacible: un viaje que se interrumpe en un lugar innominado, fungible. Se nos omite toda referencia al dónde y, sobre todo, al porqué; lo que hace que todas las notas descriptivas, que es otro contexto podrían ser sugerentes, se tiznen con un valor ominoso, agravado por la inmovilidad o, peor aun, por la inapreciable movilidad: tren detenido, charco, estrellas sordas, agua tiembla, noche cuelga, etc. Esas notas se ven reforzadas por amplificadores semánticos como el viento que mece el agua–cortinaje, la arboleda que se superpone a la noche, y las estrellas sordas, componiendo un tropo híbrido a medio camino entre paradoja y sinestesia.

La señal más relevante de la escena es la quietud verbal: detener, dormir, temblar, colgar. La transición hacia el movimiento la introduce el campanario, un elemento vertical que desgarra la noche. La asociación de ideas es de una fertilidad asombrosa: desde un punto de vista exclusivamente físico, la campana también cuelga inerte como una fruta, como la noche, como un cortinaje al viento; sin embargo, en su aspecto funcional, rompe la noche con su tañido; y esto es lo más sorprendente de todo, que Huidobro prescinde de su función primaria para avalorar su función formal: el campanario es un estilete que pincha la negritud para generar una gotera viva, es decir, una secuencia, un pulso (de tiempo) medible, una hora: la arboleda da fruta y la noche es fruta madurando en la arboleda; el campanario da horas, da sentido al tiempo. Huidobro nos hace llegar a la conclusión natural a través de un preciosista rodeo metafórico cuajado de talento.

No es ésta la única mutación de estado. Así se juega con la asociación de ideas entre lo cotidiano y lo cósmico hilvanando el agua —charco, gotera, sangre— con las estrellas, también en idea de transición. Las estrellas sordas, que al principio del poema dormían en un charco, se desangran por una gotera; es decir, lo que antes era estático, latente y horizontal pasa a ser dinámico, gravitatorio y vertical.

Todo el poema se reubica fuera de la escena en su desenlace: las horas maduras caen sobre la vida. Todas las transiciones de estado se producen sin el concurso de la voluntad, y son de un mecanicismo cotidiano que las hace inapreciables. Ha sido necesaria la ruptura con la cotidianidad, la interrupción súbita e inexplicada del viaje accidental (el tren detenido en un no lugar) para que el protagonista elidido (el lector) tome conciencia del viaje existencial: el del tiempo.

Noche:

«Sobre la nieve se oye resbalar la noche // La canción caía de los árboles / Y tras la niebla daban voces // De una mirada encendí mi cigarro // Cada vez que abro los labios / Inundo de nubes el vacío // _En el puerto / Los mástiles están llenos de nidos // Y el viento / _gime entre las alas de los pájaros // LAS OLAS MECEN EL NAVÍO MUERTO // Yo en la orilla silbando / _Miro la estrella que humea entre mis dedos»

Otra vez Huidobro nos presenta una escena amenazante y una progresión cumulativa de imágenes. La arquitectura del poema depende de cómo se entrelazan campos semánticos compartidos; de un lado los más lúgubres: nieve, noche, niebla, nubes, humo (humea); de otro lado los que podrían ser más favorables: canción, voces, labios, nidos, pájaros, etc. Como la acción está marcada por la morbidez vital —resbalar, caer, gemir, humear—, la oposición siempre se decanta en favor de los primeros: la canción cae, la niebla pone en sordina las voces, los labios inundan de nubes el vacío, el viento gime entre las alas, etc.

También vemos la idea de verticalidad asociada a una pérdida de energía vital: Los árboles (seres vivos) que sirven de decorado al principio del poema, y de los que se cae una canción (sonido articulado), pasan a convertirse en mástiles (madera muerta) llenos de nidos; es decir, la vida propia se sustituye por una vida ajena, que además no emite un sonido propio sino que sólo recibe el gemido del viento (una potencia inanimada). El desenlace de esta transición es la muerte, y el poeta lo enfatiza con mayúsculas: las alas se convierten por paronomasia en OLAS (que) MECEN EL NAVÍO MUERTO.

En este desenvolvimiento de fuerzas naturales el yo lírico adopta una posición paradójica. Su irrupción en escena es afirmativa, casi demiúrgica: De una mirada encendí mi cigarro […]. Inundo de nubes el vacío. Todo predispone al lector para su protagonismo heroico. Sin embargo, el desenlace se frustra con la adopción de una postura contemplativa: Yo en la orilla silbando. Miro la estrella que humea entre mis dedos. No cabe mayor extrañamiento del medio: el yo lírico se queda al margen silbando, casi desdeñoso de lo que le rodea, mirando la estrella–cigarro que se consume entre sus dedos. El sentido del poema no es claro, pero parece avalar la tesis de la incapacidad de la acción humana y el logro de la ataraxia como superior estado moral.

Alerta:

«_Media Noche // En el jardín / Cada sombra es un arroyo // Aquel ruido que se acerca no es un coche // Sobre el cielo de París / Otto Von Zeppelín // Las sirenas cantan / Entre las olas negras / Y este clarín que llama ahora / No es el clarín de la Victoria // _Cien aeroplanos / _Vuelan en torno de la luna // _APAGA TU PIPA // Los obuses estallan como rosas maduras / Y las bombas agujerean los días // Canciones cortadas / _Tiemblan entre las ramas // El viento contorsiona las calles // CÓMO APAGAR LA ESTRELLA DEL ESTANQUE»

Que un poemario compuesto en París entre 1917 y principios de 1918, en plena Primera Guerra Mundial, recoja escenas bélicas viene casi de oficio; y al igual que en los ejemplos anteriores, la arquitectura emplea la asociación de ideas como material de construcción básico. Todo el poema es un meandro para explicar la evolución de dos imágenes paradójicas: desde la sombra del arroyo hasta la estrella del estanque; es decir, el tránsito desde un agua viva pero cercada por la amenaza hasta un agua muerta iluminada por la luz.

Con tres versos escuetos, Huidobro nos introduce en un decorado lúgubre de reminiscencias góticas —noche, jardín, sombra— que se rompe con la irrupción del elemento futurista —coche (lo mecánico), París (lo urbano), Otto Von Zeppelín (por metonimia, el dirigible, la innovación técnica; y por sinécdoque, la quintaesencia de lo germánico, del enemigo: Graf von Zeppelin se llamaba Ferdinand, no Otto—.

El episodio del bombardeo también es un encaje conceptual de bolillos. Huidobro aprovecha las posibilidades polisémicas de las sirenas que cantan entre las olas negras, insinuando la clásica estación simbolista, para a renglón seguido destrozarla con el vuelo de cien aeroplanos, que a su vez son metamorfoseados en un ruin enjambre de polillas arremolinado en torno a una fuente de luz. Hay en esta sección un evidente declive moral: pasa del símbolo al dato, y de éste a su caricatura feroz.

Los estragos del bombardeo se capturan con gran sutileza; la información conserva la coherencia, aunque se desordenan lo físico y lo espiritual: las bombas agujerean los días en lugar de las calles; las canciones se cortan; las ramas tiemblan. Las dos frases en mayúsculas aportan la clave interpretativa del desenlace. La primera, APAGA TU PIPA, opera en un nivel mundano; es la trasposición lírica de la orden militar que obliga a no facilitar blanco al enemigo. La segunda, CÓMO APAGAR LA ESTRELLA DEL ESTANQUE, opera en un orden metafísico, porque esa fuente de luz que atrae el bombardeo y genera muerte (agua embalsada) no se puede apagar, que es tanto como decir que el ser humano está condenado.

Emigrante a América:

«Estrellas eléctricas / Se encienden en el viento // _Y algunos signos astrológicos / _Han caído al mar // _Ese emigrante que canta / _Partirá mañana // Vivir // _Buscar // Atado al barco / _como a un horóscopo / Veinte días sobre el mar // Bajo las aguas / Nadan los pulpos vegetales // Detrás del horizonte abierto / _El otro puerto // Entre el boscaje / Las rosas deshojadas / _iluminan las calles»

El poema comienza planteando un par dialéctico entre estrellas eléctricas (luz, ciencia, modernidad) y signos astrológicos (superstición, irracionalidad, antigüedad). La predisposición moral parece favorable para las potencias de la razón: las estrellas se encienden, mientras que los signos zodiacales han caído al mar. El protagonista se imbuye por esa atmósfera positiva y desborda optimismo y esperanza: canta. Toda la sección es favorable a la acción: identifica vida y búsqueda; invita al hombre a tomar las riendas de su destino.

Sin embargo, la segunda sección se entenebrece en la descripción del viaje: el emigrante está atado al barco; se refuerzan las potencias que escapan de su control, las amenazas: el barco es un horóscopo; los signos astrológicos que se habían hundido en el mar siguen vivos: son pulpos vegetales que nadan acechantes bajo las aguas.

El desenlace parece recuperar un cierto optimismo, aunque mitigado por la presencia paradójica del boscaje, es decir, de lo salvaje y oscuro, dentro de un decorado que, por inercia mental, presuponíamos urbano, es decir, ilustrado y diáfano. La transición metafórica hacia la luz recobrada y mundana —las calles iluminadas— es sutil y polisémica: las rosas deshojadas representan el azar resuelto, pero también la naturaleza domesticada, lo que ya no es propiamente salvaje sin llegar a ser artificial; y por pura similitud física, representan a las farolas: flores metálicas sin pétalos, pistilos de luz.

Astro:

«El libro / _Y la puerta / _Que el viento cierra // Mi cabeza inclinada / _Sobre la sombra del humo // Y esta página blanca que se aleja // Escucha el ruido de las tardes vivas // _Reloj del horizonte // Bajo la niebla envejecida / Se diría un astro de resorte // _Mi alcoba tiembla como un barco // Pero eres tú / _Tú sola / _El astro de mi plafón // Y miro tu recuerdo náufrago // _Y aquel pájaro ingenuo / _Bebiendo el agua del espejo»

Parece éste un poema sobre la nostalgia y el desamor, aunque se construye de un modo especialmente críptico. La primera sección dibuja una escena de energía humana claudicante: el libro y la puerta, que tienen en común la sujeción por un vértice articulado que permite su apertura y clausura, se cierran por acción del viento, esto es, sin intervención de la voluntad; la página blanca, posible representación del destino que cada cual está llamado a escribir, se aleja. Y todo ello mientras el yo lírico se presenta abatido y cercado por sombras y humo. Fuera de este triste cuadro la vida continúa: hay ruido de las tardes vivas y discurrir de tiempo que captura el reloj del horizonte.

La segunda sección genera una trasposición física y moral. El sutil encuadre marinero de la primera sección —viento, reloj, horizonte, página blanca (vela)— se aprovecha para que la marejada espiritual en que se debate el yo lírico se encarne en su propia morada: Mi alcoba tiembla como un barco.

El desenlace está dominado por la resignación. El yo lírico lucha contra el recuerdo de su amada; y aunque es capaz de reconocer la fatuidad de perseverar en pos de una luz artificial — (eres) tú sola el astro de mi plafón—, la nostalgia logra sobrevivir al temporal como recuerdo náufrago. Ni siquiera nos escamotea el fallo concluyente sobre sí mismo: lo que al principio del poema era cabeza inclinada sobre la sombra de humo se disipa por la luz de la añoranza, trocándose en pájaro ingenuo que bebe en el espejo, es decir, que se ensimisma fuera del tiempo.

Gare: [5]

«La tropa desembarca / _En el fondo de la noche // Los soldados olvidaron sus nombres // _Bajo aquel humo cónico / _El tren se aleja como un mensaje telefónico // En las espaldas de un mutilado / Las dos pequeñas alas se han plegado // Y en todos los caminos se ha perdido una estrella // Las nubes pasaron / _Balando hacia el Oriente // Alguien busca su propia huella / Entre las alas olvidadas // Uno / _Dos / _Diez / _Veinte // Y aquella mariposa que jugó entre las flores de los cuadros / Revolotea en torno de mi cigarro.»

Este poema nos presenta otra escena bélica, en su arranque, timbrada por la despersonalización: tropa (la masa genérica de soldados), fondo de la noche (idea amplificada de obscuridad), olvidaron sus nombres (alienación), humo (coadyuva con la noche en la reducción de la visibilidad), el tren se aleja convertido en mensaje telefónico (distancia y frialdad de lo técnico).

La segunda sección pivota en torno a la idea de pérdida. La neblina se ha disipado: las nubes pasaron balando hacia el Oriente —clásica asociación huidobriana de nube con oveja—; lo que permite fijarse en el primer plano de un soldado concreto, más aun, con su idealización: se ha convertido en un ángel mutilado, estático, con las alas plegadas. Y se insinúa de modo sutil que esa secuela de guerra es común: en todos los caminos se ha perdido una estrella; que es un fenómeno de progresión exponencial: uno, dos, diez, veinte. Y no sólo eso; algo que no es físico se ha quedado en el campo de batalla; el hombre que regresa de la guerra no es el mismo hombre que partió hacia ella; en el proceso ha perdido su espíritu: busca su propia huella.

El dístico de cierre es un buen ejemplo del tipo de remates contemplativos que frecuentan en este poemario. El juicio moral sobre yo lírico, en definitiva, la posibilidad de considerarlo un miserable carente de la más elemental empatía con los mutilados cuyo trasiego contempla por los andenes de la estación, depende en gran parte del significado que le asignemos a la mariposa (que) revolotea en torno de mi cigarro. Dista mucho de ser una metáfora de sentido nítido. En una posible interpretación, las flores de los cuadros, que son el decorado del vuelo pretérito de la mariposa, representarían la falsedad, la ilusión quebrada por el choque con la realidad; y el dístico en su conjunto, la transición desde la utopía a la resignación.

Égloga:

«_Sol muriente // Hay una panne en el motor // Y un olor primaveral / Deja en el aire al pasar // _En algún sitio / una canción // _EN DÓNDE ESTÁS // Una tarde como ésta / _Te busqué en vano // Sobre la niebla de todos los caminos / Me encontraba a mí mismo / Y en el humo de mi cigarro / Había un pájaro perdido // Nadie respondía // _Los últimos pastores se ahogaron // Y los corderos equivocados / Comían flores y no daban miel // El viento que pasaba / Amontona sus lanas // _Entre las nubes / _Mojadas de mis lágrimas // A qué otra vez llorar / _lo ya llorado // Y pues que las ovejas comen flores / Señal que ya has pasado»

Este poema se presenta como adaptación vanguardista de la poesía pastoril. Como la distancia entre las convenciones líricas de uno y otro género es tan abismal, el poema adquiere desde un primer momento un tono paródico. No cabe mayor choque de poeticidades que el que se da en el inicio: la fidelidad al modelo clásico del primer verso se trastoca súbitamente por la irrupción del componente mecánico del segundo. Tal parece que Huidobro quisiera preservar la coherencia estilística hasta final; es elocuente el recurso al galicismo panne, [6] que por paronomasia puede llevarnos a Pan, el dios de la mitología griega, prolongando la idea de paganismo y el respeto por el marco conceptual de las bucólicas virgilianas. [7] La primera sección se cierra con la constatación de la soledad y la invocación a su amor: EN DÓNDE ESTÁS.

La segunda sección rompe con el presente y se dirige a un recuerdo marcado por la incertidumbre y la frustración: Te busqué en vano, niebla de todos los caminos, un pájaro perdido, nadie respondía. La ausencia de respuestas genera una zozobra tan lancinante que todo el universo se desordena: últimos pastores se ahogaron (no queda interlocutor posible), corderos equivocados, comían flores y no daban miel. Toda la información de este pasaje está descabalada: las abejas se convierten por paronomasia en ovejas (corderos equivocados); lo que genera una solución de continuidad moral: la belleza no genera dulzura; pero sirve para preparar, en la siguiente sección, el nexo metafórico con las nubes.

La recuperación del equilibro espiritual depende de la aceptación del pasado, operación a la que se llega por un bucle de asociaciones bastante alambicado: humo de cigarro–lanas de cordero–nubes que pasan, pájaro–lluvia–lágrimas. El yo lírico reconoce las nubes como parte de su melancolía, y al viento que las mueve como acicate para la superación del pasado. Es bastante revelador cómo restablece la neutralidad moral sobre las flores que sirven de pasto: en plena crisis nostálgica, la estampa se teñía de anomalía, eran corderos equivocados quienes la protagonizaban; en la fase de aceptación, el yo lírico renuncia a la adjetivación: las protagonistas son simples ovejas (que) comen flores, con lo que además rehabilita la paronomasia que lleva a abejas.

Luna:

«Estábamos tan lejos de la vida / Que el viento nos hacía suspirar // _LA LUNA SUENA COMO UN RELOJ // Inútilmente hemos huido / El Invierno cayó en nuestro camino / Y el pasado lleno de hojas secas / Pierde el sendero de la floresta // _Tanto fumamos bajo los árboles / _Que los almendros huelen a tabaco // _Medianoche // Sobre la vida lejana / _Alguien llora // Y la luna olvidó dar la hora»

Este poema flota en una atmósfera irreal, descuadrada del tiempo por el símil paradójico entre el reloj de una plaza mayor y la luna llena. La paradoja es el resultado de que las dos sentencias que plantean el símil se cancelan: LA LUNA SUENA COMO UN RELOJ y la luna olvidó dar la hora. El poema es un intento por explicar esa antinomia.

El arranque del poema parece trasladar la idea de encantamiento; aunque más que una descripción naturalista esboza un anhelo: el yo lírico aspira a una existencia lejos de la vida, pero se topa con la tozudez del tiempo que pasa; de ahí que el primer símil sea tan afirmativo. Cuando Huidobro dice que LA LUNA SUENA COMO UN RELOJ, miente para desorientar al lector: la luna no suena porque todavía es de día; quien suena como un reloj es el reloj, que iluminado por el sol se parece a la luna.

La segunda sección, aquella que cae bajo el yugo del tiempo, está sellada por el fracaso y la frustración: Inútilmente hemos huido (la idea de huida abunda en la interpretación de la primera sección como anhelo), el invierno cayó en nuestro camino, el pasado lleno de hojas secas pierde el sendero de la floresta (la lozanía de las esperanzas se marchitó).

En la tercera sección parece que el yo lírico se aferra al anhelo, aunque en una versión degradada de éste que sólo puede alentar el escapismo. Es mera fantasía; la acción cae de nuevo bajo la tiranía del tiempo: Medianoche.

El desenlace del poema resuelve su desarrollo paradójico con brillantez. El anhelo reaparece en escena de modo sepulcral: sobre la vida lejana alguien llora. Esta sentencia es polisémica; por una parte, atiende a la descripción natural del hecho: la ilusión yace y alguien la vela. Por otra parte, en un orden moral, reafirma naturaleza volátil de las quimeras: la realidad tangible, aquella que genera lágrimas, es demasiado apremiante como para admitir deserciones.

La recuperación del símil de partida ahora se sostiene únicamente por la apariencia física: la luna olvidó dar la hora. La luna metafórica de la primera sección rompía el encantamiento afirmando la jurisdicción del tiempo; mientras que la luna del cierre que, ahora sí, señorea el firmamento no da la hora porque sólo es un astro, que se parece a un objeto que sí da las horas pero que es distinto. Dicho de otra manera, el yo lírico se ha reintegrado en la realidad, ha perdido y asumido su derrota.

Osram:

«_Dame tus collares encendidos / _Bajo el azul simétrico // En el árbol inverso / _Donde nacen las lluvias / _Un ruiseñor en su cojín de plumas / Tanto batió las alas / _Que desató la nieve / Y los pinos blancos allá sobre los lagos / Eran mástiles florecidos / _Jarcias bajo la bruma / _Jarcias entre la espuma // En las olas gastadas / Cuerdas de arpas naufragadas // _ALUMBRA EL FARO BOREAL // Mira las islas que danzan sobre el mar / Nunca fuiste tan bella / Al borde del camino arrojas una estrella // _VAMOS // Mi clarín llamando hacia los mares árticos / Y tu pupila abierta para todos los náufragos»

Desconozco el dato, pero sospecho que en la historia de la literatura no hay muchos poemas dedicados a compañías eléctricas; así que desde el mismo título, Huidobro nos integra en un universo de referencias futuristas.

El sentido del poema dista mucho de ser limpio; no así las asociaciones de ideas que teje. La primera sección es una invocación a la luz: los collares encendidos son el filamento incandescente de wolframio de una bombilla que marca la localización del Polo Norte, el azul simétrico, el punto en que lo mismo da mirar a Este que a Oeste.

La segunda sección es una descripción espiritualizada del pasado —la fase previa al encenderse la luz que se invoca— y del frío polar que se asocia a esas latitudes: Donde nacen las lluvias, el Norte es el vientre materno de las tormentas, allí donde se desató la nieve, idea a la que se llega de modo indirecto a través del plumón de un ruiseñor. Esa poetización del frío no escamotea la crudeza de sus efectos: la noción de verticalidad que hoy encarnan los pinos blancos ayer fueron mástiles florecidos; es decir, la navegación se interrumpe por el hielo o, si preferimos más dramatismo, hoy yace (bellamente) muerto lo que ayer estaba vivo. Y no es ésta la única transición ominosa: el aparejo de los barcos, representado por las jarcias entre la espuma, ha mutado en cuerdas de arpas naufragadas.

En la tercera sección se hace la luz: ALUMBRA EL FARO BOREAL; y no cualquier tipo de luz, una luz artificial, de factura humana y técnica avanzada: Nunca fuiste tan bella. En la cosmovisión del yo lírico, el hombre ha superado a la naturaleza, porque esa luz, al darnos armas para evitar el desastre, no es simple presupuesto para la vista sino fuente de conocimiento y un acicate para la superación de miedos ancestrales: VAMOS. El paisaje que deja tras de sí esa luz inventada es radicalmente distinto del que correspondía al período de tinieblas: las islas que danzan, arrojas una estrella y tu pupila abierta para todos los náufragos.

Es, desde mi punto de vista, un poema optimista sobre las posibilidades del conocimiento científico. En este punto es muy elocuente la actitud exaltada del yo lírico: Mi clarín llamando hacia los mares árticos; sentencia que parece concebida para espolear las conciencias más pasivas, arengándolas a asumir riesgos.

Primavera:

«_El poste electrizado / _Orillas del arroyo // Aquel pájaro adormilado / Cantaba como un trompo // _El violinista ha muerto esta mañana / _Pero canta el violín de la ventana // En todas las ramas / Mil canciones mecánicas / Unas venían / _otras se alejaban // _LA PRIMAVERA DA VUELTAS AL MANUBRIO // Mas no vimos las notas / Esas alondras / _Anidan en los tubos / La tarde boreal se aleja sobre el humo»

Se trata de un poema de sentido bastante abstruso, en el que se enfatizan los aspectos mecánicos de la naturaleza. La primera sección nos presenta una fuente de energía: el par poste electrizado y orillas del arroyo bien puede apuntar a la generación hidráulica de la electricidad bien tratarse de un mero amplificador semántico: la idea de corriente eléctrica asociada a la idea de corriente de agua.

La segunda sección es una completa paradoja: nos encontramos con un pájaro adormilado (que) cantaba como un trompo. Este símil reposa sobre el parecido razonable entre un pájaro que descansa con las alas plegadas y una peonza; pero al mismo tiempo abunda en la faceta mecánica del obrar: el canto del pájaro no es emocionado sino formulario, algo que se puede hacer dormido, es decir, encierra una contradicción. A continuación prolonga la metáfora musical: El violinista ha muerto esta mañana pero canta el violín, con igual sentido antitético: hay en todo el proceso un vaciamiento de voluntad, un tránsito desde lo más consciente hacia lo más maquinal.

La tercera sección es declarativa; explicita lo que la sección anterior esbozaba: Mil canciones mecánicas. […] LA PRIMAVERA DA VUELTAS AL MANUBRIO. La música que inunda el ambiente no es original sino artificial y se nutre de la energía que la primavera (la naturaleza) introduce dentro del sistema. La metáfora también es polisémica: si la referimos a la electricidad, nos sugiere el funcionamiento de una dinamo; si la referimos a la música, el funcionamiento de un organillo.

El desenlace completa el proceso de abstracción subyacente en el poema; aquel que pasa del pájaro adormilado, al recuerdo del violinista, al violín, y de éste, a la canción ambiental de la que se ignora el origen. La localización de los nidos de alondras dentro de unos tubos sugiere una reelaboración poética de la operativa industrial. Huidobro viene a decirnos que el industrialismo, para un futurista, es objeto poetizable en los mismos términos que el cuello de una mujer lo era para un poeta renacentista; de ahí esa tarde boreal (que) se aleja sobre el humo, que nos induce a pensar que se trata del humo de un tubo, esto es, de una chimenea.

Los Poemas árticos hacen honor a su título; son obras que en muchos aspectos parecen flotar entre dos mundos: entre contenido y continente; entre poética tradicional, aquella que se fija en estrellas, mares, melenas de mujer, pájaros y puestas de sol; y poética mecánica y futurista, aquella que ensalza zepelines, aviones, trenes y cableados telefónicos. La mejor síntesis nos la ofrecen aquellos casos en que el préstamo futurista no es más que el presupuesto para una transformación posterior, como la nube de aeroplanos–polillas que vuelan en torno de una luz en Alerta y que también aparecen en Universo, con un tratamiento irónico que busca raigambre en lo cotidiano; a veces, en lo ínfimo. Lo nuevo se incorpora para ampliar las posibilidades interpretativas de lo clásico, generando una verosimilitud poética cruzada. Y todo ello dentro de un modelo de poetización que hace de la asociación de ideas la piedra angular sobre la que sustentarse.

En definitiva, en Poemas árticos, Vicente Huidobro desarrolla una elaboradísima teoría del tropo bajo la influencia de los moldes conceptuales de las vanguardias. El resultado es un poemario cuya comprensión requiere familiarizarse con las claves que rigen el proceso de transformación con que se retuerce la lengua, tomada como interferencia preexistente. Este proceso, que en César Vallejo, por sobrecarga de significado, implicaba violentar la sintaxis, en Huidobro, por sobrecarga de significante, implica, paradójicamente, violentar la semiótica y la semántica.
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[1] Fotografía, de www.shorpy.com.
[2] Rivera, Diego. El hombre controlador del universo (el hombre en el cruce del camino), Palacio de Bellas Artes, Ciudad de México, 1934.
Fotografía, en www.wikipedia.org.
[3] Huidobro, Vicente. Manifiestos, 1925; de Breve selección de poemas, Santiago de Chile, Pequeño Dios Editores, 2016.
[4] Citas, de Arctic Poems (Edición bilingüe Español–Inglés, Trad. Ian Barnett), Saltana, 2004–2006, ISSN: 1699–6720.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso; dos barras (//), un salto de estrofa; un guion bajo al principio de verso (_), una sangría izquierda del texto.
Los interesados disponen de una versión completa del poemario en www.parnaíso.poemasárticos.es>.
[5] En francés, en el original: estación.
[6] En francés, en el original: avería.
[7] En una interpretación llana, la conclusión más común sería imaginarnos un paseo en coche por algún paraje rural durante el que se sufre una avería que desencadena el episodio pastoril. Sin embargo, en una conversación que el poeta mantuvo con el crítico chileno Hernán Díaz Arrieta y que éste recogió en el artículo El creacionismo, Huidobro concibe la avería en el sol; de ahí que esté muriente.
Díaz Arrieta, Hernán. El creacionismo, Santiago de Chile, Semanario Zig–Zag, XV, 755, 9 de agosto, 1919. Apud Costa, Rene de. Huidobro. Los oficios de un poeta (Trad. Guillermo Sheridan), México, Fondo de Cultura Económica, 1984, pp. 79–88. Fuente: www.saltana.org.

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