martes, 20 de diciembre de 2016

XXXIII. VIENTO DE CEDRO

La luz declina su tiempo;
desemboca en un crepúsculo
de razones agotadas,
donde desidia y rencor
son tirano corifeo
que dirige la manada.

No hay garganta, sólo artesa
que con mimo amasa un grito
émulo de la conciencia;
no queda mano tendida,
sólo puño que descarga
un golpe bien estudiado.

Y día tras día avanza
esa desinencia áspera
en que consiste ser hombre;
tanto afán por revestir
entrañas de pedernal
con melindres de piel fina.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

VI. QUÉ VA A SER DE LA “FLEXIBILIDAD INTERNA”


Por fin, después de muchos meses de ausencia, jalonados por las más enérgicas protestas del coautor del blog —verdadero artífice y sostenedor del mismo—, aquí estoy, para dar someramente cuenta de una novedad editorial de mi propia autoría. Se trata de un nuevo Claves Prácticas, colección de la editorial Francis Lefebvre, dedicada, como muchos sabréis, a dar cumplida, rigurosa y puntual noticia de la actualidad jurídica. En mi caso, jurídico–laboral. Y con quienes, aprovecho para decirlo aquí y ahora, da gusto trabajar, por su profesionalidad, eficiencia y gentileza. Así que, vaya por delante mi profunda gratitud a las colegas de Lefebvre.

Esta vez me he querido ocupar de una materia que siempre ha ejercido sobre mí un poderoso atractivo (hay gustos que merecen palos, ¿verdad?); en concreto, las figuras e instituciones que se anuncian en el título, Modificación de las condiciones de trabajo y otras medidas de ajuste laboral: adopción y reacción. Encabezadas por la modificación sustancial de las condiciones de trabajo en sentido estricto, figura que opera como modelo o patrón de regulación para el resto, pero seguida de cerca por el descuelgue de convenio, la movilidad funcional y geográfica, la suspensión del contrato de trabajo y la reducción temporal de la jornada. Todas ellas se han intentado analizar tanto en su vertiente sustantiva como procesal.

Estas figuras se enmarcan, como se destaca en la introducción del libro, en lo que comúnmente hemos dado en llamar la flexibilidad interna en la empresa, más académicamente, las vicisitudes de la relación de trabajo asalariado; y tienen como hilo conductor que pretenden ofrecer fórmulas de ajuste o reestructuración laboral, superpuestas y añadidas a los naturales poderes y facultades de organización empresariales, capaces de salir al paso de las circunstancias cambiantes en que las organizaciones productivas han de desarrollar su actividad, y facilitar de ese modo su adaptación y supervivencia en el mercado y el sistema económico global.

Una de las tesis que sostengo en este trabajo es, precisamente, que por más que se quiera defender lo contrario, y pese a que las reformas laborales de los años 2010 a 2013 acabaran suprimiendo de la formulación de las causas de estas medidas el juicio prospectivo sobre su carácter instrumental y sobre su utilidad para mejorar las condiciones y la situación de la empresa, es consustancial a todas ellas presentar alguna ventaja, desplegar algún efecto beneficioso en alguno de los planos que la propia normativa ordenadora menciona, en las esferas de la productividad, la competitividad y la racional organización del trabajo en la empresa; en el logro o al menos el intento de progreso o avance de la posición de la misma en el mercado y en la garantía, en definitiva, de su viabilidad, su rentabilidad y su subsistencia. Reivindico, en suma, el carácter finalista de este tipo de decisiones, frente al mero arbitrio o cálculo oportunista por parte del empresario. El ordenamiento jurídico no puede amparar la toma de decisiones o conductas caprichosas o carentes de razonabilidad o corrección, calibradas estas cualidades o atributos conforme a los patrones o estándares que se suelen aplicar a un gestor diligente, profesional y responsable, a un buen comerciante si se prefiere un término más clásico. Esto lo han comprendido e interiorizado bien los jueces de lo social, cuando han tenido que evaluar este tipo de decisiones a la luz de las nuevas reglas del juego.

Otra indicación que se hace en la parte preliminar del estudio es que la figura que se toma como eje de análisis, como institución tipológicamente preeminente, es justamente la modificación sustancial de las condiciones de trabajo (MSCT); alrededor de la cual gira el examen de las restantes. Esta opción metodológica obedece a dos razones básicas, en primer lugar a que en el cuadro de medidas de ajuste de empleo con que el empresario cuenta, actualmente configurado ya con total claridad de manera gradual o progresiva, la MSCT se sitúa en el primer escalón; es como si dijéramos —o podría serlo— el primer paso, el más sencillo, para adecuar la organización del trabajo en la empresa a la nueva o cambiante situación de la misma; es, pues, la fórmula de flexibilidad en que la exigencia causal o de fondo resulta más laxa, y que desde el punto de vista de la forma de adopción presenta una complejidad mínima. En paralelo —y a pesar de su carácter sustancial, que implica que los efectos que despliega la medida modificativa tienen una entidad considerable en la conformación de la relación laboral— es la alteración de más bajo impacto en la estructura y contenido de esta última y en la órbita profesional de los trabajadores que la experimentan o soportan. La segunda razón por la que la MSCT se erige en referente y guía para verificar el recorrido que se lleva a cabo a lo largo del estudio es aún más clara desde el estricto punto de vista normativo, y es que se trata del instrumento o la vía que opera como modelo de regulación para las restantes, en particular por lo que se refiere al procedimiento de adopción.

Es de dominio común que la reforma laboral que se inició ya en 2010, y que culminó en el año 2012 con la promulgación de la Ley 3/2012, de 6 de julio, de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral (BOE 7 de julio), tuvo el propósito decidido de fortalecer y también reordenar las diversas fórmulas de flexibilidad interna, que aparecen ahora más claramente aún concebidas —incluso en relación con los despidos individuales y colectivos— como medidas alternativas o complementarias, y de carácter gradual o escalonado en atención a la distinta intensidad de las circunstancias sobrevenidas de tipo económico, técnico, organizativo o productivo sobre la situación y condiciones de funcionamiento de la empresa. Para ello se empezó por unificar e intentar clarificar y simplificar la formulación de las causas, con un objetivo asumido abiertamente de acotar, precisar y restringir el alcance del control judicial sobre su concurrencia y legalidad, con el fin —se decía— de lograr una mayor seguridad jurídica. Estos cambios alcanzaron de manera muy significativa a la MSCT, que así y todo siguió y sigue suscitando con frecuencia dudas y problemas interpretativos y aplicativos, además de prácticos, requiriendo en consecuencia una intensa y frecuente labor aclaratoria y de precisión que se encargan de llevar a cabo, sobre todo, los órganos de la jurisdicción social. Una labor que, además, tiene el inconveniente añadido de ser de carácter eminentemente casuístico, a la vista no sólo de la propia actividad jurisdiccional desarrollada por la Sala Cuarta del Tribunal Supremo, sino de la apreciación que sobre ese rasgo lleva a cabo de forma explícita esa misma Sala en no pocos de sus pronunciamientos. En buena medida, otro tanto ha ocurrido con el resto de fórmulas —la movilidad funcional y geográfica, la suspensión del contrato y la reducción de la jornada—, por esa especie de mimetismo con la MSCT que les sirve en muchos sentidos de referente.

Desde luego, y por muchas razones, la figura estrella de la reforma laboral —al menos en un plano doctrinal y teórico— fue el descuelgue, la inaplicación causal y transitoria del convenio colectivo de eficacia general, a la que, pese a los numerosos y autorizados estudios doctrinales que se le han dedicado ya, ha sido inevitable hacer una alusión especial en este Claves Prácticas. En este caso en particular, por la proximidad institucional que presenta con la MSCT, tanto en su alcance material como en su procedimiento de adopción, y por la necesidad de establecer fronteras nítidas entre las dos figuras. Los asuntos litigiosos en torno a esta cuestión continúan siendo frecuentes y ofreciendo a día de hoy situaciones de hecho de notable complejidad, de forma paradójica, en combinación con otras fórmulas de flexibilidad diseñadas por la legislación reformadora —la ultraactividad, paradigmáticamente, a la que dediqué especial atención en otro Claves Prácticas publicado el año pasado [Eficacia temporal de los convenios colectivos: soluciones al fin de la ultraactividad, Madrid, Francis Lefebvre, 2015]—; hasta el punto de que lejos de despejar dudas y agilizar el panorama de las relaciones laborales algunas de las nuevas reglas han logrado en ocasiones alcanzar en la práctica las más altas cotas de dificultad e incertidumbre, tal y como se pone de manifiesto a lo largo del trabajo.

Por último, junto a los elementos definidores y aspectos sustantivos del régimen jurídico de estas medidas de ajuste, se analizan y tratan de ordenar y clarificar las no menos complejas y problemáticas cuestiones de índole procesal, que de nuevo afectan muy en particular a los acuerdos y decisiones de descuelgue, que apenas cuentan, al contrario que el resto de medidas, con previsiones legales expresas sobre las modalidades procesales pertinentes para su impugnación. Ni que decir tiene que esta imprevisión arrastra consigo otros problemas e incógnitas de enorme dimensión, por poner sólo un ejemplo, la duda relativa al plazo de caducidad para el ejercicio de la acción correspondiente. Aunque en menor medida, la necesaria aclaración de todos estos extremos es susceptible de extenderse a la impugnación de las decisiones de las comisiones consultivas y los laudos arbitrales de cierre del procedimiento de inaplicación del convenio. Sobre todas estas cuestiones se ha tratado de arrojar algo de luz en este estudio, sin desconocer que sobre ellas se ciernen algunas incertidumbres, fundamentalmente las que derivan de la legislatura iniciada hace escasamente unas semanas.

El pasado 10 de noviembre, recién formado el nuevo gobierno —de estricta continuidad en el caso del Ministerio del ramo—, asistí como ponente a la vigésimo novena edición de las Jornadas de Estudio de la Negociación Colectiva que cada año organiza la Comisión Consultiva Nacional de Convenios Colectivos (MEYSS), y tuve la oportunidad de escuchar no sin inquietud y con cierta morbosa curiosidad al Secretario de Estado que sustituyó a la Ministra en la apertura del acto. Confieso que mi interés era netamente egoísta, pues tenía este trabajo del que doy ahora brevemente cuenta a punto de salir del horno editorial, y que ardía en deseos de oír de labios del alto cargo ministerial o de cualquiera de los altos funcionarios allí presentes que no estaba en la agenda política del MEYSS una nueva reforma laboral, ni siquiera un ajuste cosmético para conformar a algunos de los socios del nuevo gobierno, si es que se puede decir que en verdad los tenga. A donde quiero ir a parar es a lo que anunciaba más arriba al ponerle título a esta rápida presentación: ¿qué va a ser de la flexibilidad interna? Pues bien, mi impresión es que, por el momento al menos, con la reunión de la mesa sobre el Pacto de Toledo y el atroz problema de la sostenibilidad financiera del sistema de pensiones, y el comité de expertos intentando poner orden en el culebrón de los temporales e interinos del sector público hay tarea para rato. Y que la pérdida de fuelle de Ciudadanos, por una parte, la delicada situación interna del PSOE por otra, y las luchas intestinas en la cúpula de Podemos, no parecen auspiciar iniciativas legislativas de calado. Porque, por suerte o por desgracia, quizá tardemos en ver algún movimiento en la ordenación de los ejes institucionales centrales del ordenamiento laboral. O será que me traiciona el subconsciente… Pues sí, va a ser esto último, porque donde ayer escribía lo que se acaba de leer, hoy tengo que introducir algún matiz, pues nos hemos desayunado este martes y 13 (del mes de diciembre de 2016) con lo que parece ser una iniciativa llevada por el PSOE al Congreso que apunta, cual mantra, a la retirada, derogación o lo que quiera que sea, de la reforma laboral. Varias cosas diré a este respecto, y para ir concluyendo. La primera, que a decir de los más avezados comentaristas políticos y periodistas especializados se trata de un mero ejercicio de “gimnasia parlamentaria” (lo ha dicho en Los Desayunos de la 1 Victoria Prego), un movimiento puramente testimonial y estratégico para decir “¡oigan, estamos aquí haciendo oposición!”, cual si nada hubiera pasado en el partido. O, como les ha dado por decir en estas fechas pre-navideñas respecto a iniciativas o movimientos de este jaez, que no es más que una “carta a los Reyes Magos”. Por otra parte —y esto tiene ya más que ver con mi postura personal—, hablar en serio de derogar la reforma laboral, no como eslogan de campaña o en uso del simbólico lenguaje reivindicativo sindical, es una melonada. En primer lugar, por una razón puramente técnica; y es que las reformas no se derogan; ni siquiera las leyes que las operan o introducen en nuestro marco normativo, que no hacen sino modificar e introducir novedades en las leyes de cabecera del sector del ordenamiento jurídico de que se trate. En el caso que nos ocupa, básicamente, en el Estatuto de los Trabajadores, en la Ley reguladora de la Jurisdicción Social y en la Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social. Las reformas se combaten con contrarreformas mediante normas regresivas; esto es, con otras leyes o normas con rango legal que vuelvan a dejar las cosas como estaban antes o verifiquen ajustes, correcciones o mejoras allí donde se hubiere podido comprobar que la reforma no dio los resultados apetecidos o los frutos esperados. Y para terminar, porque, con toda probabilidad, la reforma del PP —por cierto, precedida de un dispositivo adoptado por el gobierno de Zapatero que ya ofrecía mimbres para hacer lo que luego se hizo— sin ser la panacea que sus artífices cacarean a diestro y siniestro achacándole las mejoras en el crecimiento y el empleo, tampoco es merecedora en todos sus puntos y aspectos del mismo juicio de valor, ni sobre su factura técnica ni sobre su aplicación práctica y sus efectos en las relaciones laborales. Pero sobre esto, si queréis, podemos seguir otro día.

domingo, 4 de diciembre de 2016

XXXII. VIENTO DE CEDRO

SONETO XI

Sin que mi noche rompa en alborada,
sobre tu piel mi mano se desliza;
el almíbar de tu voz no me hechiza,
menos me eleva al cielo tu mirada.

En tus labios no está la bocanada
de aire nuevo que mi rescoldo atiza,
ni busco en tus caderas la baliza
a que abrazarme cuando hay marejada.

Tu imagen no consume el pensamiento,
porque habitan más leyes en mi fuero;
ni espero que haya en tu regazo asiento,

pues sin ti ayer viví, ahora no muero.
No eres mi calor, mi luz, mi alimento;
no te necesito, pero te quiero.

domingo, 27 de noviembre de 2016

VII. EL HOMBRE QUE MATÓ A LIBERTY VALANCE (II)

[1]

ENLACE A LA PRIMERA PARTE

El hombre que mató a Liberty Valance es una película eminentemente política. La idea de comunidad es omnipresente; comunidad inmersa en una sociedad que se transforma y vive el cénit del clásico conflicto de intereses entre la agricultura y la ganadería. Los granjeros, partidarios de las parcelaciones, amojonamientos y cierres de fincas; los ganaderos, partidarios de los campos abiertos que permitan la circulación de las reses y el libre acceso a los pastos. Un conflicto que se ha presentado muchas veces a lo largo de la Historia de la civilización y que se ha saldado siempre de la misma manera: a la larga el poder público se alinea con la agricultura más que con la ganadería trashumante. Puede que la primera genere un mayor excedente económico, que sea más sostenible ecológicamente o, más sencillo, que los niveles de inversión que implica el desarrollo de infraestructuras agrícolas anclen a los campesinos al terruño, dejándolos expuestos a la maquinaria tributaria del Estado por encima de lo que éste logra arrancar de los ganaderos, cuyo capital principal son cabezas de ganado, que tienen la mala costumbre de nacer con patas y pueden desplazarse de un lado a otro sin rendir más tributo que el agua y los pastos que necesitan.


Sea como sea, en la película, los granjeros, los comerciantes y los pequeños ganaderos —sin ir más lejos el propio Tom Doniphon es un ranchero que se gana la vida criando y tratando con caballos— vinculan su prosperidad a la conversión del territorio en Estado; pretenden con ello seguridad material y jurídica, azotarse la férula tiránica de los ganaderos, conseguir los servicios básicos y propiciar la red de infraestructuras que necesitan para explotar el potencial de la tierra. Los eslóganes que rezan en las pancartas que portan en la convención de Capitol City son concluyentes: «Progress with the Statehood». En una de las escenas más conocidas de la película Doniphon corteja a Hallie trayéndole la primera flor de cáctus que ha encontrado en el desierto; su criado Pompey (Woody Strode) se ofrece a trasplantarla en el pequeño jardín que ella cultiva en el patio trasero de la cocina. Cuando ya está colocada en su sitio y la contempla admirada, Stoddard le pregunta si ha visto alguna vez una rosa. Hallie responde que no; pero que cuando construyan la presa en el río Picketwire podrán plantar árboles frutales, lograrse otras plantas más delicadas y convertir el páramo en vergel. Ya no se trata de la construcción de una casa, un granero, la colocación de estacas en una empalizada o la roturación de un terreno más o menos cuarteado. La construcción de una presa no es baladí; requiere de unos niveles de coordinación del trabajo e inversión que desbordan con mucho la capacidad de una familia o del comunal de una asamblea de vecinos; en suma, es necesario el fomento del Estado, bien para hacerse cargo de las obras o bien para rodear la labor de los inversionistas privados —como fue el caso de las compañías de ferrocarriles— de las debidas garantías jurídicas. En resumen, el Estado es el futuro.


Por su parte, los ganaderos han llegado primero, han explotado los recursos a su libre albedrío, han ganado mucho dinero e influencia política, señorean el territorio por medio de un hombre de paja, Justice Langhorne, que ha representado sus intereses durante cinco mandatos consecutivos en el Congreso; y no dudan en recurrir a la fuerza de las armas cuando se cuestiona el orden establecido. Éste es el punto que permite a un villano como Liberty Valance dar el salto a una función institucional, cual es la de servir de guardia pretoriana a los poderosos, amedrentando a los disconformes y arrogándose por las bravas la representación de los habitantes de la circunscripción pese a que no vive en ella, o al menos pretendiéndolo. Para ello se presenta en la asamblea de Shinbone en que se eligen dos delegados para la convención territorial de Capitol City y amenaza a todos los congregados con las consecuencias físicas de no elegirlo. Lo más paradójico reside en el hecho de que Liberty Valance es un criminal emprendedor que también actúa por cuenta propia, y no duda en lesionar los intereses de sus comitentes cuando se tercia; así cuando asalta la diligencia, una parte importante del botín proviene del banco de ganaderos. Sería lógico pensar que éstos tuviesen un interés directo en el fortalecimiento de la ley para erradicar esa rapiña. Sin embargo, operan con otra relación de costes y beneficios, en la que los robos parecen pérdidas asumibles en su cuenta de resultados frente a las exacciones fiscales y demás costes que induciría Estado con su intervencionismo y regulación.


El sistema que vemos en funcionamiento es el propio de una genuina democracia representativa. En su nivel básico hay una asamblea de ciudadanos que participan de modo directo, toman la palabra sin mayor formulismo, presentan mociones, postulan candidaturas y votan. No se escamotea el hecho de que las condiciones de ciudadanía distan de ser universales al no incorporar a mujeres ni negros; pero es que además son de una asimetría bastante particular. Pompey tiene vetado el acceso al salón del bar en que se celebra la junta de Shinbone y aguarda sentado pacientemente en las escaleras —de hecho, tiene siempre vetado el acceso al bar, como vemos en la escena en que Doniphon se emborracha cuando interpreta que Hallie se decanta por Stoddard tras el duelo, y Pompey entra a buscarlo para llevárselo a casa—; sin embargo, cuando Valance irrumpe en el recinto empujando y amenazando a los parroquianos, Pompey se abre paso empuñando y cargando el rifle para guardar el orden, y eso no parece que moleste a nadie.




Más allá de esa descripción naturalista de un momento histórico de la democracia estadounidense, flota un homenaje a la condición de ciudadano en el personaje de Peter Ericson, un inmigrante sueco. El día de la junta de vecinos en Shinbone, sale por la puerta de su negocio camino del salón, endomingado, con su carta de naturalización americana en la mano. Se despide de su mujer, que queda llorando de emoción, llega hasta la mesa en que se registran los participantes y después de decir su nombre, añade con laconismo: «american citizen». La reacción de sus vecinos es la propia de quienes dan las cosas por sentadas y no reparan en su significado profundo, de ahí que se limiten a decirle, con cierta condescendencia, que entre y se quite de en medio; sólo Stoddard empatiza con su euforia dedicándole una palmada de complicidad. Es tal el orgullo de pertenencia a una nación que le ha brindado la oportunidad de prosperar, que se erige en una lección de humildad para todos quienes hemos nacido viendo reconocida una amplia carta de derechos sin más mérito que abrirnos paso en el parto, y que dedicamos parte de nuestras energías a hablar mal del país y del modelo social que lo propician.


El objetivo de la convención regional de Capitol City es la elección del representante del territorio en el Congreso. La palabra, la presentación de mociones y candidaturas, y el voto son derechos reservados a los representantes de cada circunscripción —al sur del Picketwire, Ramsom Stoddard y Dutton Peabody—. Una vez más vemos oradores que toman la palabra sin más formulismo que solicitarla del secretario y entablarse debates ágiles sin acatar mucho protocolo; sin embargo, el acceso al pleno es libre y sentados en los bancos están el alguacil Appleyard y el doctor Willoughby, amén de un montón de ciudadanos bulliciosos que portan pancartas en favor de sus posturas y animan a sus voceros; lo que habla a las claras de un modelo político transparente que busca la cercanía con el ciudadano y no le sustrae el modo en que se toman las decisiones.


La democracia resulta inimaginable sin libertad de expresión; de ahí que sea muy interesante la relación entre prensa y poder público. Vemos en esa comunidad la fase embrionaria de un periódico, el Shinbone Star, y cómo la ausencia de un poder público asentado y con capacidad para hacer guardar la ley convierte la tarea de informar y opinar en un oficio de alto riesgo cuando el contenido de lo publicado contradice los intereses de los poderosos. Así la línea editorial del periódico, partidaria de la conversión del territorio en Estado y la osadía de acusar a la banda de Valance de la muerte de dos granjeros, bastaría para ganarse una paliza; si además el titular de primera plana incurre por error tipográfico inconsciente o ironía deliberada en el escarnio de su derrota electoral, la venganza es sañuda en extremo. [2] La precariedad periodística no es sólo jurídica sino económica; hasta la incorporación de Stoddard como reportero, el único empleado es Peabody. Así cuando el secretario de la convención de Capitol City encarece su labor como fundador, propietario, editor y redactor del Shinbone Star antes de cederle la palabra, Peabody comenta irónico que falta en esa relación de títulos la incorporación de alguno menos noble como el de barrendero del periódico. Estamos pues ante una actividad económica incipiente, no muy lucrativa, que va ganando espacio en la sociedad a medida que se generan excedentes económicos y se va formando un cuerpo ciudadano digno de tal nombre, que está ávido de todo tipo de información. Cuando Tom Doniphon se sienta a la mesa en que Peabody está cenando y derivan su conversación hacia la donosura de Hallie, éste saca su libreta porque intuye campanas de boda con las que rellenar su crónica social.


La prensa libre necesita Estado, en lo que éste tiene de garantía de la ley; pero a ninguno de los personajes más despiertos de la película se le escapa que la relación entre prensa y poder público encierra un antagonismo insalvable. Cuando los asistentes a la asamblea de Shinbone proponen la candidatura de Peabody como representante para la convención de Capitol City, éste intenta zafarse de la postulación alegando que es incompatible con el periodismo, que su función es justamente la de criticar a los políticos no la de confraternizar con ellos y mucho menos la de convertirse en uno; su objeción no es atendida porque nadie le toma muy en serio y todos conocen su afición por la bebida. Destaca esa ausencia de resabio hipócrita: la gente bebe, [3] y cuando se clausura la asamblea, los reunidos se abalanzan sobre la barra del bar que ha permanecido cerrada durante deliberaciones y votación. Esos ciudadanos no buscan representantes disfrazados de virtudes impostadas sino tipos del común que sean capaces de hacer algo que no sea común, en este caso, plantarle cara a un matón; y también para ello, Peabody, que guarda tinas de güisqui en cada rincón de su redacción, encuentra en la botella una fuerza inspiradora. Hay en su desempeño profesional un punto bufonesco. Contribuye a la formación de conciencia ciudadana, sí; pero asentado sobre la base de que nadie le hace mucho caso. Es el elemento ajeno al orden cotidiano que puede decir la verdad sin ofender; salvo si se trata de Valance, que no es precisamente un señor arrellanado en su trono feudal sino un criminal que pisa terreno pantanoso y necesita consolidarlo por la fuerza. Cuando ambas fuerzas chocan, Peabody lleva las de perder por más que se entregue a retruécanos de borracho: «Liberty Valance taking liberties with the liberty of the press». En cualquier caso, cuando el secretario de la convención de Capitol City se refiere a él como representante del cuarto poder, queda clara la relevancia que su función va ganando dentro de la sociedad, y que terminará cristalizando en personajes como Maxwell Scott, duros e inquisitivos, que no se avienen a que los políticos se escuden en la cláusula de los asuntos personales para esquivar preguntas que tengan relevancia pública; bien es verdad que separándose del ciudadano del común: cuando el senador Stoddard termina su relato, rompe las notas y las arroja al hogar de la carpintería para no contrariar la versión de los hechos que se tiene por legendaria, porque la leyenda está por encima de la verdad.




En resumen, no hay Estado formalmente constituido. La estructura del poder público es tenue y depende más de apariencias que de capacidad real de coerción. No existe monopolio público sobre la violencia, y ésta deja de estar reglada para operar de régimen de autotutela. Cuando Valance azota a Stoddard no lo hace tanto por plantarle cara cuanto por invocar la ley, de ahí que el primer blanco de su ira sean los códigos legales que éste carga en su maleta. Podemos ver cómo la tensión dialéctica que habitualmente se presenta entre seguridad y libertad tiene un trasfondo ficticio; sin seguridad no hay libertad digna de tal nombre. Sólo queda la libertad de los rápidos de gatillo y de los ricos que pueden pagar sus servicios. La gente sencilla quiere la constitución del Estado porque sabe que ello representa ley y autoridad; y esta misma gente se alegra de la muerte de Liberty Valance. Cuando el Mayor Cassius Starbuckle (John Carradine) rebate los méritos de Stoddard para representarlos en el Congreso y alega que su única virtud conocida es la de haber matado a un hombre, la reacción de Peabody es airada: considerar a Valance un hombre es un abuso semántico. Stoddard representa la victoria de la ley sobre la pistola, pero no nos engañemos, de la ley empuñando una pistola; de hecho, mientras está en la calle esperando que Valance salga del bar para batirse, lo vemos arrancar los restos del cartel de abogado que aún quedan clavados medio rotos en el soportal del Shinbone Star, símbolo de que acepta el estado de excepción que implican las pistolas; y cuando Tom Doniphon llega a la escuela con la noticia de que la banda de Valance ha cruzado el río, está en camino y ya ha asesinado a dos personas, Stoddard borra del encerado la sentencia que pondera el valor de la educación, que es tanto como admitir que ésta depende de un estado civil previo que no se da.


Este triunfo abre las puertas al progreso. La existencia de un poder público consolidado, su naturaleza democrática, la seguridad jurídica que implica y el esfuerzo de hombres decididos, actuando en conjunto sobre las posibilidades materiales de la naturaleza, permiten la rápida prosperidad de la comunidad. Pero no todos tienen sitio en el nuevo orden que implica la ciudadanía. Desde luego Valance no, que es un facineroso que debe expiar sus crímenes; pero tampoco Doniphon, que es un héroe épico que se extingue con el ecosistema salvaje que le da sentido. El desarrollo económico también supone la decadencia de algunos oficios tradicionales; vemos cómo el taller del carpintero está decrépito, la sala donde Pompey vela el féretro tiene la ventana rota y está guarnecida con unas tablas mal clavadas y la sala principal conserva el coche de una diligencia sin ruedas y lleno de suciedad. El carpintero dice que el ataúd es muy modesto porque el municipio no le va a pagar y es un servicio a pérdida del que sólo se resarcirá parcialmente quedándose con las botas del finado.


El personaje de Hallie tiene un componente metafórico, encarna la sociedad que ha de tomar una decisión sobre su futuro. Aferrarse a la tradición salvaje e indómita que representa Tom Doniphon, o apostar por la modernidad y la prosperidad material que representa Ramson Stoddard. Ese par dialéctico se espiritualiza en la flor de cactus frente a la rosa; la belleza espontánea que crece libre en el desierto frente a la exuberancia que depende de la mano del hombre. Vence Stoddard, vence la modernidad, vence la rosa; pero no es una victoria sin heridas. El senador ve plantado sobre el ataúd de Doniphon un cepellón de cactus florido y sabe quién lo ha puesto allí; sin embargo no puede evitar preguntar a su mujer si ha sido ella. Esa pregunta revela las costuras del hombre moderno, y permite adivinar la inseguridad que late detrás de su seguridad aparente. Doniphon y Stoddard son dos formas distintas de vivir y dos formas distintas de encarar el sufrimiento. El primero quiere algo que no consigue y sufre de forma primaria por su fracaso, continuando con una vida mutilada hasta el final de sus días. Cuando la puerta del salón en que se celebra la convención de Capitol City se cierra a sus espaldas y él se queda fuera, sabe que la parte significativa de su vida ha concluido y no se molesta en reconstruir su casa quemada. Por el contrario Stoddard consigue lo que quiere, pero le atormenta la plenitud de su logro, la posibilidad de haber organizado su vida en torno a una mentira, es decir, sufre en una construcción virtual. La sentencia que vierte sobre él Doniphon es lúcida: «hablas demasiado, piensas demasiado»; el exceso de racionalización lleva al hombre moderno a vivir sin vivir.




Pero además ese hombre nuevo es un hombre estereotipado, encasillado en el papel que se le asigna socialmente y que pierde el pleno gobierno de su vida. Stoddard no tiene inicialmente aspiraciones políticas: en la asamblea de Shinbone no se postula sino que propone a Tom Doniphon como candidato a delegado. Mientras éste rechaza la candidatura sin ambages porque tiene otros planes vitales, Stoddard se ve enredado en la maraña política sin saber muy bien cómo zafarse; y eso mismo vuelve a pasar en la convención de Capitol City, donde su primera reacción a la invectiva del Mayor Starbuckle es la de escurrir el bulto; será necesario que Doniphon le confiese que fue él quien mató a Valance, se retire de la pugna por Hallie y le arengue para aceptar su destino. Esa inseguridad existencial conocerá su momento de justicia poética en la escena final, cuando el matrimonio Stoddard ya está sentado en el vagón de tren rumbo a Washington. El senador rompe el silencio sugiriendo la posibilidad de abandonar la política y volver al Oeste. El hecho de que el tono sea apesadumbrado y la ejecución de la idea penda de la aprobación de la ley de regadíos que están tramitando –cuesta creer que haya países que dedican energía a legislar sobre cosas útiles, acostumbrados como estamos a que una parte muy significativa de las energías legislativas se malverse en poses y mamarrachadas tribales– significa que miente. Y es esta mentira la que Ford no quiere dejar que pase impune, incorporándola a la mentira colectiva. Así cuando el senador le comenta al revisor que le trae la escupidera la calidad del servicio que reciben, éste le contesta que nada es bastante para el hombre que mató a Liberty Valance, que es tanto como decir que todo él se nutre de una de mentira, cuyas raíces son tan efímeras como el humo que exhala la chimenea de la locomotora.


Son tantos los frentes que abre la película y tan buena la forma de narrarlos y resolverlos, que estamos ante una obra maestra incontestable.
——————————
[1] Cartel promocional, de www.filmaffinity.com.
Fotogramas, de El hombre que mató a Liberty Valance, ICAA. 58209, Depósito legal M–37564–2001.
[2] El Shinbone Star titula incorrectamente Liberty Valance defeeted donde debería decir Liberty Valance defeated. La paronomasia no es inocente pues pasa de un titular neutro, Liberty Valance derrotado, a uno más valorativo que podría traducirse por Liberty Valance pisoteado (jugando con la palabra feet, pies). Aunque tomen esta nota con prevención pues mis conocimientos de la lengua inglesa no son tan profundos.
[3] Los únicos personajes abstemios son Ramson Stoddard y Pompey. Cuando Stoddard es atendido en casa de los Ericson, Nora carga el café con un generoso chorro de espirituoso cuyo sabor fuerte lo irrita. Pompey tampoco bebe, en primer lugar porque es negro y no le dejan entrar en el bar; pero además da la sensación de que su rechazo al alcohol obedece a una razón más profunda. Cuando Doniphon se emborracha y le dice que beba, Pompey se niega. Hay sobriedad en su forma de rechazar la oferta —ascetismo de raza, podría decirse—; la que corresponde a quien conoce bien cuál es su lugar en la sociedad y, a falta de opciones reales de rebeldía, apuesta por dignificar su posición con una conducta intachable.

domingo, 20 de noviembre de 2016

XXXI. VIENTO DE CEDRO

Ha crecido el camino a la espalda;
aún no llega rumor del mar cierto,
mas los músculos impugnan
su anonimato con dolores nuevos.

El poso es cuerpo y costumbre
sin la brida de las palabras;
remembranza sin el órdago de piel
que desatan los encuentros.

No hay escapatoria a los lados
apurando el residuo de potencia
que dejan los hechos consumados,
ni labranza de tahúr que valga.

domingo, 13 de noviembre de 2016

XXX. VIENTO DE CEDRO

La dureza del asfalto
preña las muecas,
los gestos sobreactuados;
aparca su anhelo de rebajas,
su abulia enmascarada,
en un trueno callejero.

Levitan inertes en el aire,
fundidas con las nubes,
consignas inflamadas…

Y pudiéramos pensar que con ellas,
se disuelven los motivos:
el tuétano mordaz de las bombas
sobre los que sirven de diana,
la siniestra dentellada del hambre
en los que sólo roen saliva
o el gélido abrazo de la noche
a quienes la viven sin techo.
Y no.

El hierro sigue engrosando
su infame nómina
sobre el mismo llanto seco.

Pero la ciudad se pudre en su ombligo,
en un escupitajo de cánticos rimados
con su colesterol,
           con su envidia,
                      con su hipocresía.

martes, 1 de noviembre de 2016

I. BLUES DE EL COTO


MERCEDES Y MANOLITO

Mercedes tiene ochenta años, la espalda torcida, un gato gordo que se llama Manolito y tres vástagos: uno que no puede, una que no quiere y otro de quince centímetros de titanio alojado en el fémur. Mercedes se mueve por su casa empujando un tacatá que le han prestado los servicios sociales porque la paga no da para una mierda, y que estrella contra la zapatera del pasillo así que se despiste un tanto como nada; en un armario de la cocina al lado de la ventana guarda un bote de Reparador, pero a ver quién es el guapo que se agacha a frotar mataduras cuando asearse el alerón y ponerse el sostén son faena de titán. Todas las mañanas sin falta, haga sol o llueva, sale de casa antes de las diez. Como le da palo ir por la calle pegando el cante de inválida, aparca el tacatá y lo sustituye por un carro de la compra último modelo, de esos que rotan el eje y cambian el juego de ruedas para salvar los peldaños con más comodidad; eso fue lo que le dijo el droguero cuando lo compró, y en aquel momento le pareció una buena idea; pero el tiempo, que es muy perro y carroñea los menudillos de las buenas ideas, ya se ha encargado de desvelar que brinda mal sustento quien no se aguanta solo en pie.
A doscientos metros escasos de su portal, en un parquecillo que queda camino del colegio, aguarda su faena diaria: pelearse con Gabriela, una brasileña divorciada que le disputa el gobierno de una colonia de gatos callejeros feos como demonios. Gabriela es amiga de los túper llenos de arroz enriquecido con tropezones de pescado o carne; mientras que Mercedes recela de los cachivaches plásticos porque son cancerígenos y del arroz porque es comida de chinos: «… Y si los chinos acaban con los ojos así —dice, mientras fuerza con los dedos las comisuras de los párpados hacia afuera—, será por algo». Ella es devota de las rosquillas Friskies de buey con zanahoria; y paga esa devoción con un puyazo en sus finanzas de trapo, que enjuga multiplicando sobras y parcheando parches. Cada tetrabrick de leche que se acaba pasa por el fregadero; lo llena y rellena varias veces hasta que el agua expulsada sale tan limpia como ha entrado; entonces saca unas tijeras de pescadería que tiene en un cajón de la mesa y juega a las manualidades con sus dedos entorpecidos por la artrosis, para recortarle a la caja un lateral y aviar con él un abrevadero o comedero felino cuya alma refulge en los días de verano cuando algún tímido rayo de sol lo hiere de pleno.
Ni Mercedes ni Gabriela disponen sus comederos al tuntún; los colocan en función de la querencia de los gatos por algún rincón particular del parque, la probabilidad de que llueva, que haya pasado la muchachada estudiantil o que ronde alguna gaviota, porque todos son animalitos de Dios, pero coinciden en que unos más que otros. Y así, en un parque de chichinabo, mudo testigo de los años de especular con hormigón y recalificar solares, y que ahora nadie se molesta en limpiar, tenemos a una docena de gatos callejeros feos como demonios, siguiendo con interés administrativo, las evoluciones de un remedo de divisiones Panzer en un bosque de las Ardenas de juguete. De cuando en cuando una se distrae y la otra aprovecha la oportunidad para cobrarse pieza y tirarla al contenedor que queda cruzando la calle, porque ya han decidido prescindir de disimulos, y si eres tan idiota que no proteges bien tus bártulos y te los dejas capturar, mereces verlos arder.
Casi nadie en el barrio está al corriente de que a pocos metros de sus casas se libra una batalla tan fiera, pero muchos toman partido sin saberlo: ayudar a Mercedes a cruzar la calle o tomarle la bolsa significa verse la cara cruzada por un aspa imaginaria en la cabeza de Gabriela; charlar con ésta del tiempo o de lo achuchada que anda la vida es ganarse un escupitajo virtual de aquélla. Gabriela se refiere a su antagonista como la jorobada loca, y Mercedes baja el tono para decir que la otra es brasileña, como si en Brasil el menú diario fuese pernil de bebé.
El jueves pasado un Fiat Uno de color rojo fue el árbitro involuntario de la disputa. Al tomar la curva de entrada a la calle más rápido de lo que aconseja la prudencia, obligó a Mercedes a precipitar un paso para ganar el bordillo. Su fémur dijo hasta aquí, y no fue el único que dijo algo: el traumatólogo de guardia dijo que de operar nada de nada, el hijo que no podía dijo que seguía sin poder, y la hija que no quería dijo que seguía sin querer, pero que a ver qué firmaba, no fueran a quedarse con el piso. Así que Mercedes espera en la Cruz Roja a que los servicios sociales le asignen un asilo, o como quiera que se llamen ahora los asilos por la cosa de la corrección.
El sábado por la mañana llovió, y Manolito, que llevaba un día y medio sin papear, se vio lo bastante ágil, desesperado o aburrido como para saltar sobre el armario de la cocina en que está guardado el bote de Reparador a mirar por la ventana. El viento empujaba la lluvia contra los cristales; las gotas de arriba atrapaban en su caída a las de abajo y formaban unos regatos cimbreantes que Manolito intentaba cazar sin sacar del todo las uñas. El sábado Mercedes lloró por primera vez en un montón de años. Lloró porque tiene un hijo que no puede, una hija que no quiere, un clavo de titanio inútil metido en el cuerpo y una ofensiva fallida en un bosque de las Ardenas que para ella nunca fue de juguete. Y lloró porque su gato Manolito llora las lágrimas que no puede llorar acariciando gotas de lluvia a través de un cristal; y eso no hay Reparador que lo repare cuando tienes una paga que no da para una mierda.

martes, 25 de octubre de 2016

XXIX. VIENTO DE CEDRO

SONETO X

Cae en sordina el poso de la farra,
ronquera de cristal y algarabía
fundida con un grito que desgarra
el vientre de la noche más sombría.

Languidece en mis manos una jarra,
un rescoldo de orín, casi vacía;
yesca de sed que sin juicio desbarra
y en silencio desvela su falsía.

La soledad florece con su fobia
en un vivero de humo sin sentido
del que emerge un reflejo que me agobia.

El fallo de un espejo envilecido,
un rodar con el vacío por novia,
un ser desembocado… un haber sido.

domingo, 16 de octubre de 2016

XXVIII. VIENTO DE CEDRO

Mentían los padres de la patria.
No ventilaba sus cuentas la libertad
entre mapas militares destazados
por las orugas de los tanques,
cartas náuticas batidas
en pos del dividendo,
ni constituciones vendidas al peso
por sesudos exégetas.

Pendía su fortuna de otra épica
desterrada de los bronces:
que el dedo índice
no abandonara el calor del puño
para proyectar su sombra acusadora,
que la rigidez del brazo
previniese el codazo cómplice
que excita una sonrisa torva,
que el defecto de saliva
aplacase la lengua insidiosa
presta al cuchicheo...

Tierra de nadie entre alambres
y miserias cotidianas,
donde el único camino
es la estela de los justos.

viernes, 7 de octubre de 2016

VII. EL HOMBRE QUE MATÓ A LIBERTY VALANCE (I)

[1]

TÍTULO ORIGINAL: THE MAN WHO SHOT LIBERTY VALANCE.
AÑO: 1962.
DIRECCIÓN: JOHN FORD.
GUIÓN: JAMES WARNER BELLAH, WILLIS GOLDBECK (SOBRE UNA HISTORIA DE DOROTHY M. JOHNSON).
REPARTO: JOHN WAYNE, JAMES STEWART, LEE MARVIN, VERA MILES, EDMOND O’BRIEN, ANDY DEVINE, KEN MURRAY, WOODY STRODE, JEANETTE NOLAN, JOHN QUALEN, LEE VAN CLEEF, JOHN CARRADINE, DENVER PYLE, WILLIS BOUCHEY, CARLETON YOUNG, STROTHER MARTIN.

Then came the churches, then came the schools
Then came the lawyers, then came the rules
Then came the trains and the trucks with their loads
And the dirty old track was the telegraph road

Telegraph Road
, Mark Knopfler.
Dire Straits, Love Over Gold, Vertigo, 1982.

La acción discurre en Shinbone, un pueblo del Oeste al que acuden el senador Ramsom Stoddard (James Steward) y su mujer Hallie (Vera Miles) para asistir al velatorio de un antiguo amigo a quien casi nadie de los vecinos recuerda. Esto despierta la curiosidad de la prensa local, que pide explicaciones al senador acerca de los verdaderos motivos que le han llevado hasta allí y da pie a que éste cuente la historia del pueblo, cómo se formó el Estado y qué papel desempeñó cada uno en todo ello. El paisaje que pinta poco tiene que ver con el presente: lomas semidesérticas y páramos áridos donde la ley se asienta en la velocidad con que se desenfunda el revólver. A ese Oeste salvaje llega un joven Ramsom Stoddard con la idea peregrina de ganarse la vida como abogado. La diligencia en que viaja sufre el asalto de la banda de forajidos que dirige Liberty Valance (Lee Marvin) y Stoddard se encara con ellos amenazándolos con las consecuencias legales de sus actos; en represalia, lo azotan brutalmente. Tom Doniphon (John Wayne) —el hombre cuyo cadáver están velando— lo recoge malherido del desierto y lleva hasta el pueblo para que lo atiendan.


A partir de este punto la película desarrolla dos frentes: uno primero de carácter personal y vital, en que está en juego la felicidad, y que enfrenta a Stoddard con Doniphon; y un segundo frente económico, político y moral, en el que la vida pende de un hilo, y que lo opone a Valance. De ambos choques resulta vencedor Stoddard, que conquista el amor de Hallie en detrimento de Doniphon, y que mata en duelo a Valance, lo que le vale el reconocimiento de la ciudadanía y catapulta a una exitosa carrera política. O al menos ésa es la versión popular que —para el momento en que Stoddard relata los hechos— ya se ha hecho legendaria, porque la realidad difiere: Stoddard sí se enfrenta a Valance, pero quien acierta con su bala es Doniphon, que le dispara desde un callejón oscuro que da a la calle en que se están batiendo. El editor del periódico, Maxwell Scott (Carleton Young), terminará rompiendo las notas de la entrevista y alineándose con la versión oficiosa porque no quiere privar al pueblo de sus mitos.


Pese al esquematismo un tanto grosero del resumen, la película aborda con éxito aspectos tan relevantes de la sociedad como la proscripción de la violencia, el imperio de la ley, la educación, el comercio, los choques de intereses entre las diferentes actividades económicas, la fama, el nacimiento de las instituciones públicas, la libertad de prensa, la democracia; y todo ello sin apartar la vista de los individuos; el amor, la lealtad; pasiones y anhelos que el desarrollo de la Historia compromete. Si tuviese que ceñirme a un único aspecto diría que es una película sobre el progreso; y es que acierta el senador Stoddard cuando le comenta al editor del Shinbone Star que sólo conoce el pueblo desde que llega el tren, porque antes todo era… «A lot different then; a lot different, Mr. Scott, a lot different».


En el presente el tren llega con puntualidad y se va atravesando campos de pastos y fincas cercadas donde mano del hombre es ubicua; frente a esto, la diligencia dejaba a su paso tan sólo una estela de polvo en terreno baldío. El senador y su esposa se enteran de la muerte de Doniphon porque el antiguo alguacil del pueblo, Link Appleyard (Andy Devine), manda un telegrama que les reenvían a St. Louis; y es también por telegrama que avisan a Junction City para que el tren que sale de allí aguarde al senador y puedan hacer el trasbordo que les lleve a Washington; si se cumplen los cálculos del revisor, a veinticinco millas por hora, tardarán dos días y dos noches. Hallie también celebra que en el pueblo hayan construido escuela e iglesia. En la misma estación de Shinbone hay un teléfono, y desde él, el joven reportero que está de plantón a la caza de alguna noticia fresca avisa a la redacción de la llegada de tan ilustre personaje. Cuando menos, ese territorio de Medio Oeste en que se enclava la acción —Kansas, Missouri, Arkansas— dispone de ferrocarril, telégrafo y teléfono para garantizar sus comunicaciones y la villa cuenta con unos mínimos servicios públicos. Pueden parecer infraestructuras modestas; pero debe tenerse en cuenta que nada de ello existía pocos años antes, y que todo se ha ganado en el corto período de la vida de un hombre. Es pues una comunidad que encara con optimismo su revolución industrial, y que se traduce en personajes seguros de sí mismos como el senador.


Pero no se trata tan sólo del progreso material; acompañándolo va el progreso cívico. Cuando Stoddard y Hallie se bajan del tren, las personas que les salen al paso son de maneras educadas; los coches y las calesas han desplazado a las monturas, y nadie lleva cinturones con pistolera, cartucheras ni revólveres. De hecho, cuando llegan al taller del carpintero que hace las veces de enterrador y destapan el ataúd, el senador protesta porque Doniphon está sin cinto ni arma, a lo que le responden que hace muchos años que no gastaba tal cosa. En suma, se ha cumplido la visión de Dutton Peabody (Edmond O’Brien), fundador del periódico local, el Shinbone Star, que resumía la historia del Oeste pasando de las praderas de búfalos dominadas por el tomahawk y las flechas de los indios, a los ranchos de los ganaderos gobernados por el gatillo rápido, para anticipar un futuro próximo de hombres libres que vivirían en un orden garantizado por la ley.


Los tiempos previos al tren y la ley son los propios de una sociedad que no ha dado todavía el salto a constituir instituciones políticas estables pero donde hay un germen de comunidad. Hay violencia física e impera la ley del revólver más rápido, sí; pero también hay una asamblea de vecinos que se ha tomado la molestia de contratar a un alguacil para guardar el orden. Su problema es el general de la contratación pública, y es que difícilmente podrían haber encomendado esa misión a un hombre peor dotado para la autoridad que el zampabollos de Link Appleyard, que se pasa toda la película escondiéndose de Liberty Valance y alegando excusas legales mocosuena para no proceder contra él; sólo cuando cae abatido y Doniphon pone fuera de combate a sus compinches se animará a sacar pecho en el bar. Nora Ericson (Jeanette Nolan) no dejará pasar la oportunidad de afearle su dejación de funciones; para ella es un caradura que se presentó al cargo porque lo consideraba una sinecura en la que podría hacerse con un sueldo fijo sin tener que exponer lo más mínimo. También existen leyes en el territorio de Arkansas; así entre plato y plato que limpia en la cocina, Stoddard lee los códigos locales hasta que encuentra el precepto que da jurisdicción al alguacil para detener a Valance por el asalto a la diligencia. Por tanto, la traba no está en la ausencia de ley formal o en la inexistencia física de sus valedores; sino en la efectividad que tienen las instituciones públicas para garantizar el monopolio de la violencia. Esto es la causa de que la gente ande armada y de que el recurso a la autotutela sea general por mucho que a Stoddard, educado en un ambiente más civilizado, le indigne esa propensión al gatillo fácil; cuando Valance lo amenace expresamente, encontrará ocasión para acomodarse a las costumbres locales, hacerse con un revólver y practicar puntería.


Tampoco la naturaleza dispensa al hombre un trato amable; antes al contrario es de gran hostilidad. Esa adversidad general curte a los hombres, que se hacen duros; pero al mismo tiempo despierta una red de solidaridad auténtica y espontánea. Así cuando Stoddard es agredido y abandonado en medio de la nada, Doniphon lo rescata y conduce hasta la casa de comidas de los Ericson; allí lo atienden, le limpian las heridas y llaman al médico. Al recuperar la conciencia se ve maltrecho y sin blanca; pero Doniphon les dice a los Ericson que carguen en su cuenta todo gasto que genere mientras no se pueda valer; rudeza y solidaridad, confianza y crédito. Y es que la película flota sobre una corriente de pujanza económica y optimismo, sobre la idea de que el trabajo del hombre puede domar la naturaleza y aprovechar lo mejor de ella. Vemos diligencias llenas de pasajeros, como la que asalta la banda de Valance logrando un botín no desdeñable; rancheros que amplían la casa, como Doniphon, que paga el jornal de una cuadrilla de carpinteros para sacar el tajo adelante; periódicos recién fundados que están en pañales, como el Shinbone Star, pero que son impensables sin una sociedad que genere excedentes económicos; vemos negocios prósperos, cantinas y cafés concierto con parroquia abundante y mesas de juego donde ruedan las monedas; y sobre todo, nos pasamos la película metidos en la cocina de un restaurante que funciona y de qué manera. Los sábados el comedor está atestado de clientes y Hallie apenas se vale para atender las mesas, al punto de que el dueño, Peter Ericson (John Qualen), le pide a Stoddard que deje de lavar platos y eche una mano sirviendo, cosa que su esposa toma como un encargo exótico por ser cosa de mujeres. El trabajo en la cocina es frenético y las raciones que se sirven son generosas, como corresponde a una clientela de ámbito rural con trabajos físicos muy exigentes. El plato más demandado es una fuente que contiene un bistec grande con guarnición de patatas, guisantes y piña. La presencia en el plato de una legumbre de huerta y una fruta tropical, que difícilmente se van a lograr en el desierto, apunta a la existencia de una red logística eficaz. Rudeza y solidaridad, confianza y crédito… y morosidad: pocas veces el espectador tiene a la vista la cuenta de un cliente gorrón y remiso al pago, como la que cuelga en la cocina de los Ericson a cargo del alguacil Appleyard y en la que Nora apunta bistecs con saña y de mala gana.


Por otra parte la red de servicios básicos es muy precaria. La atención médica depende de la contratación privada y se presta en condiciones muy poco profesionales por el doctor Willoughby (Ken Murray), que prefiere esperar a sus posibles clientes en el bar en lugar de hacerlo en una consulta más canónica, y que aparece medio borracho siempre que se presentan urgencias. Así ocurre cuando agreden a Stoddard y a su compañero de farra favorito, el Sr. Peabody; y cuando Valance yace tumbado tras el duelo con Stoddard, su desparpajo alcanza el clímax: aparta la nube de curiosos, reclama una botella de güisqui, le pega un tiento más que considerable, voltea el cuerpo del herido con la punta de su bota y declara el fallecimiento sin siquiera agacharse; bien es cierto que había discutido hacía un momento con el matón, advirtiéndole de que tarde o temprano llegaría el día en que el «accidente» lo sufriría él en sus carnes. Y digo que depende de la contratación privada, porque en esa misma escena, Valance, desde la mesa de póquer, le arroja socarrón unas cuantas monedas en concepto de adelanto para el día en que el «accidentado» sea él.


En esa época de pioneros tampoco hay escuela; y no porque no haya niños, que hay bastantes y nacen más —una de las noticias que Stoddard lleva a la redacción del periódico para cubrir la crónica social es el alumbramiento de un niño— sino porque la sociedad no ha llegado al punto en que la educación se considere un servicio básico y esté dispuesta a invertir recursos en ella. Así cuando Stoddard tiene las manos mojadas en el barreño de limpiar platos y le pide a Hallie que sujete el libro y lea el pasaje que le interesa, descubre que no sabe leer; pero Nora Ericson contesta que no es tan importante, y que será muy buena esposa para quien se case con ella; la misma Hallie tiene una reacción de orgullo herido en que minusvalora el conocimiento: Stoddard es un hombre instruido y está relegado a limpiar platos. No obstante, ellas dos estarán en el heterogéneo grupo de alumnos de primeras letras con que cuente Stoddard cuando avíe un aula en el Shinbone Star. Las ideas nuevas se abren paso no sin vencer reticencias. Otro de los pupilos de Stoddard acude a las lecciones porque el patrón de su rancho quiere que al menos uno de su cuadrilla sepa leer; hasta aquí nada que sorprenda. Lo sorprendente es que está allí no por ganar la apuesta entre sus compañeros sino por perderla. El programa de estudios que sigue Stoddard compendia saberes de lo más diverso; salta del aprendizaje de la lectura a los principios del constitucionalismo americano, sin apartarse de los problemas cotidianos con que se topan sus alumnos, en este caso, la pugna de intereses entre granjeros y ganaderos. En suma, pone los modestos medios de que dispone al servicio del ideal ilustrado de formación integral del ciudadano; todo ello queda perfectamente resumido en la sentencia que luce escrita con tiza en el encerado: «La educación es el fundamento de la ley y el orden».


ENLACE A LA SEGUNDA PARTE
——————————
[1] Cartel promocional, de www.filmaffinity.com.
Fotogramas, de El hombre que mató a Liberty Valance, ICAA. 58209, Depósito legal M–37564–2001.

viernes, 30 de septiembre de 2016

XXVII. VIENTO DE CEDRO

PASEN Y VEAN

Cáliz marchito del páramo,
flor de pétalos de lona,
que enredas en polvo y guijo
un vórtice recosido.

En tu bóveda de trapo
baila un círculo de luz
y un trapecio de funámbulo
acera su desafío.

La cofradía del Clown
arrastra una pantomima,
con redobles que apuntalan
artillerías de hombre bala.

Un tigre atusa sus manchas
hilvanando con bostezos
un espejismo embalsado
en su represa de tiempo.

Flota una bruma selvática
en el músculo enjaulado;
un sumidero de fuego
que devora su pirueta.

domingo, 25 de septiembre de 2016

XXVI. VIENTO DE CEDRO

Cada puntal, driza y mamparo
con que el caballo de Troya armó
sus huesos, tendones y pellejo
condenaba el tiempo del héroe.

Quedaba resbalar por la pendiente,
abismarse en la gesta cotidiana
de rendir cuerpo y sudor
a la molienda de los días.

Hoy sabemos que encontró
la ocasión de bajar la guardia,
asestar esa certeza contra el misterio
y confiar su talón al pulso del arquero.

lunes, 12 de septiembre de 2016

IV. EL ANIMAL MORIBUNDO. PHILIP ROTH


El autor nos sumerge en una confesión de senectud. No somos testigos de la historia de forma directa; tan sólo del relato fragmentario y con tendencia a la digresión teórica de su protagonista, David Kepesh. Un hombre maduro, de unos setenta años; profesor casi retirado que colabora en programas culturales de radio y televisión, y que imparte un seminario sobre creación literaria a alumnos de último curso en la universidad. Casi toda su narración se centra en el sexo. Pareja, poder, fetichismo, celos, plenitud, rechazo y libertad se abordan porque se integran en el mismo paquete conceptual; otros como política, sociedad, economía, etc., sólo en la medida en que tienen relación con aquél. El relato es fragmentario porque se desencadena al relance de una relación con una de sus exalumnas casi cincuenta años más joven que él, Consuelo Castillo. Para llegar a ella y a los manejos de un casanova terminal que organiza fiestas de graduación entre sus alumnos con vistas a encandilar con su facundia a alguna que otra chica, nos trasladará a la época de liberación sexual que se vivió en los Estados Unidos a mediados de los sesenta, a su matrimonio fallido, a los conflictos con su hijo, y a varias de sus amantes que hacen las veces de muestrario de tres décadas de desenfreno sexual. El relato propende a la digresión teórica por pura deformación profesional: es profesor y suministra su historia —con especial atención a los porqués— en un registro inductivo y a impulsos de erudición; de hecho, la relación entre sexo e intelectualidad es capital a la hora de entender esta obra.

Todos los personajes pertenecen a las clases acomodadas de la sociedad. El desempeño profesional de David se ha traducido con el andar del tiempo en una posición económica envidiable: coche deportivo de marca, dúplex, gran biblioteca, piano de cola, y demás atributos del buen pasar. Carolyn Lyons, una de las amantes de David que también pasó por sus aulas, tiene un trabajo muy bien remunerado como ejecutiva de una compañía transnacional, pero cuyas exigencias suponen un serio hándicap para formar familia, y que se ha traducido en dos divorcios. Consuelo Castillo, la amante de David que da pie a la narración, procede de una familia cubana de linaje nobiliario emigrada a los Estados Unidos tras la revolución y que prosperó dedicándose a los negocios en Jersey. La descripción que David hace de ella deja claro su gusto por los detalles refinados, atributos de buena crianza y formas conservadoras. Viste vestidos, faldas o pantalones de buen corte, pero nunca tejanos. Su postura al caminar, sentarse o permanecer en pie, siempre es contenida. Su exnovio también pertenece a una familia cubana con buen estatus social, socios de club de campo que odian a los Kennedy como paradigma de liberalismo y aman el conservadurismo de Reagan y Bush. El propio concepto que Consuelo tiene de la cultura es revelador; según David: «[…] considera la cultura importante, de una manera relevante y anticuada. No es que le interese como medio de vida. Ni lo desea ni podría hacer tal cosa, pues la han criado demasiado bien, a la manera tradicional, para eso, pero la cultura es importante y estupenda»; [1] es decir, la cultura en lo que tiene de producto, de obra culminada, se integra dentro de un complejo de legitimación de estatus; es la guinda de un pastel de primacía social en el que apreciar la belleza —entiéndase esto referido a la belleza timbrada con el sello de la oficialidad y reputación social— sirve para acreditar por qué se ocupa la posición que se ocupa dentro de la sociedad, pero que, en cuanto labor en sí, nos aboca al campo de la frivolidad, cuando no de la directa bohemia; en suma, a ocupación de gente poco seria. Éste es el campo de juego del protagonista, el que le permite integrarse en la élite. No es el suyo un elitismo de naturaleza económica sino ideológica. Puede permitirse un nivel de vida y consumo muy superior al de la media americana, pero no supera el techo de la aristocracia laboral; el de los trabajadores mejor cualificados que pueden verse volteados por un revés de fortuna y están condenados a seguir desde mucha distancia los manejos de las élites financieras e industriales que dirigen entre bambalinas la política del país e imponen sus intereses al ciudadano de a pie. Su posición es la que correspondería en una sociedad tradicional a los cuadros relevantes de la clerecía, encargados de velar por la liturgia y correcta interpretación del mensaje revelado, y que en una sociedad postindustrial y secularizada corresponde a los guardavallas del sistema cultural: la cohorte de directores de museos, comisarios de exposiciones, críticos de arte, galeristas más influyentes, etc.

Ese sentido de pertenencia a la élite se traduce en un fuerte complejo de superioridad intelectual. Kepesh cree que la mayoría de sus compatriotas están inhabilitados para cualquier actividad que implique una reflexión detenida. Sin embargo, fuera de los aspectos puramente profesionales, su acervo de conocimientos se explota en una función utilitaria, integrándose sin barnices dentro de un repertorio de conquista sexual: la búsqueda de la música apropiada, la cita erudita prestigiosa, la exhibición de una biblioteca nutrida y manuscritos de autores conocidos para deslumbrar. No se descarta el placer estético, pero se nutre con el valor añadido de la carne fresca: «Atraigo a muchas alumnas, por dos razones: porque es una materia con una fascinante combinación de encanto intelectual y encanto periodístico, y porque me han escuchado en la NPR (National Public Radio), donde hago crítica de libros, o me han visto en el Canal 13 hablando de temas culturales.» Pese a todo es capaz de contener el deseo dentro de una mecánica funcionarial, de un obrar reglamentista: «Tengo una regla fija que establecí hace unos quince años y que nunca rompo. Ya no tengo ningún tipo de contacto personal con ellas hasta que han pasado el examen final, se han graduado y no me encuentro oficialmente in loco parentis». Este modus operandi funde posición y carácter; no se trata sólo del profesor libidinoso que embrida su salacidad para evitar disgustos administrativos sino del sujeto de pasiones especializadas. Así en la época de desenfreno universitario de los años sesenta, participa de la bacanal colectiva sin dejarse arrastrar por sus excesos: «[…] una vez vi en qué consistía el desorden, decidí […] prescindir de mis lealtades, pasadas y presentes […] seguir la lógica de aquella revolución hasta que terminara, y sin haberme convertido en una de sus víctimas […] Yo no estaba tan flipado como los demás, ni quería estarlo. A mi modo de ver, era necesario separar la revolución de su parafernalia inmediata, de sus adornos patológicos, sus vaciedades retóricas y la dinamita farmacológica que impulsaba a la gente a arrojarse por las ventanas». Esa época lo alcanza siendo profesor, no estudiante; no hablamos de un jovenzuelo indigestado por un atracón de libertad mal masticada. Sin embargo se demuestra incapaz de generar una moral crítica sobre los acontecimientos que le envuelven —que son los propios de las sociedades opulentas en crisis de valores, donde la contestación social y política reviste las características de la moda, es decir, de los actos de consumo— y prefiere dejarse arrastrar por la corriente. El freno no lo representan lealtades canónicas como el matrimonio, la familia, las amistades o los ideales, sino una mezcla de comodidad y cobardía; ambas en una versión muy sofisticada y analítica, es cierto; pero que no pueden ocultar el móvil último; en este caso, la prevención de daños químicamente inducidos. Llega a no liquidar de forma abierta su vida convencional, y prefiere que sea su mujer quien lo sorprenda con alguna de sus amantes estudiantiles y dé ella el paso de poner fin a la relación de pareja, momento que aprovecha también para desentenderse del cuidado de su hijo casi recién nacido.

Si se calculan los riesgos personales y el nivel de exposición, el juicio que vierte sobre esos años de frenesí no puede parecer más desenfocado. Sus heroínas son un grupo de chicas de clase bien que desafían el orden convencional con una sexualidad decidida: «Janie y Carolyn, junto con otras tres o cuatro muchachas de clase media alta, formaban una camarilla a la que ellas mismas llamaban las Chicas del Arroyo […]. Detestaban la inocencia. No podían soportar la supervisión. No temían ser conspicuas ni clandestinas. Rebelarse contra la propia condición lo era todo. Ellas y sus partidarias muy bien pudieron haber sido, históricamente, la primera ola de muchachas norteamericanas entregadas plenamente a la satisfacción de sus deseos. Nada de retórica, nada de ideología, sólo el campo de juego del placer abierto a las audaces. La audacia que adquirían al darse cuenta de cuáles eran las posibilidades, cuando comprendían que ya no las vigilaban, que ya no estaban subordinadas al antiguo sistema ni a ninguna clase de sistema.» Su máximo exponente de la libertad parece la desinhibición de alcoba, desnuda de un planteamiento alternativo general que comprometa aspectos más sustanciales de la vida. Para él EEUU no llegará a ser una verdadera democracia hasta que el busto de Janie Wyatt esté troquelado en las monedas por actitudes rompedoras como la presentación de una tesis de fin de carrera titulada Cien maneras de ser perversa en la biblioteca, de la que cita la primera frase: «La mamada en la biblioteca es la auténtica esencia del asunto, la transgresión santificada, la misa negra del campus». Sin embargo, al relatar sus primeras experiencias sexuales en el pueblo, la verdadera transgresora, la mujer que de verdad actúa contracorriente y se expone a un juicio negativo que puede comprometer su reputación de por vida en una comunidad cerrada y pequeña, es sellada con el membrete de puta. En otros términos, mientras unas pijas que les da por saltar de cama en cama, conscientes de que «ya no las vigilaban, que ya no estaban subordinadas al antiguo sistema ni a ninguna clase de sistema» —la mayoría de las cuales termina como ejecutiva de una multinacional— son la imagen señera de la libertad, una chica de pueblo ligera de cascos es una guarra o, en el mejor de los casos, una descerebrada. Y todo ello inmerso en la búsqueda de sustento intelectual para la orgía —desde la tesis del libre albedrío hasta la desobediencia civil thoureauniana— que pudo coadyuvar a que la gente se dejara llevar pero que, analizado más a fondo, encaja mal con un modelo de guardia moral baja y parece una excusa personal más que otra cosa.

No obstante, Kepesh es fuente de reflexiones bastante lúcidas sobre el sexo cuando lo relaciona con erotismo y poder, es decir, con sus aspectos procedimentales: cómo conseguirlo y cómo mantenerlo. El impulso es la lujuria; la seducción, el velo que la enmascara o, más aun, la transacción con el velo que las buenas costumbres imponen; un medio, no un fin. Kepesh coloca el sexo en los dominios de un caos salvaje del que no puede emerger trato racional o componenda práctica alguna; no es concebible igualdad, sólo dominio o sumisión: «No existe ninguna igualdad sexual y no puede existir, ciertamente, ninguna en que las asignaciones sean iguales, el cociente masculino y el cociente femenino en perfecto equilibrio. No existe ninguna manera de manejar métricamente esa cosa salvaje. No es un cincuenta por ciento, como en una transacción mercantil. Estamos hablando del caos de Eros, de la desestabilización radical que es la excitación. Con el sexo vuelves a estar en el bosque, vuelves a estar en la ciénaga». En esa cristalización de voluntad pura y ciega la figura del amante o de la pareja pierden entidad para convertirse en cauce de una batalla que les trasciende y que compromete al yo con las fuerzas negativas más poderosas: «Sólo cuando jodes te vengas de una manera completa, aunque momentánea, de todo cuanto te desagrada de la vida y todo cuanto te derrota en la vida. Sólo entonces estás más limpiamente vivo y eres tú mismo del modo más limpio […] El sexo es también la venganza contra la muerte.» En su relación con Consuelo, donde la diferencia de edad es considerable, la lucha por el poder incorpora un frente adicional a los tradicionales que se dan en toda pareja: la pugna de la experiencia frente a exuberancia. Lo que resulta atractivo de un hombre maduro es a un tiempo talón de Aquiles y fuente de subordinación: «Mi edad y mi categoría le proporcionan, racionalmente, autorización para entregarse, y la entrega en la cama no es una sensación desagradable. Pero, al mismo tiempo, la entrega íntima a un hombre mucho mayor aporta a esta clase de joven un tipo de autoridad que no puede tener en una relación sexual con un hombre más joven. Obtiene los placeres de la sumisión y los placeres del dominio»; es decir, las fuerzas que se movilizan en una relación donde las edades se distancian mucho son de naturaleza completamente diferente. Él apela a su yo cocinado, al hombre que se ha forjado con el andar de los años. Ella a su yo crudo, a la dadivosidad de la juventud y la belleza. Sentirse atraído por ella, aun cuando se vea correspondido, es el reconocimiento de una debilidad que lleva inevitablemente al temor por la pérdida, la inseguridad y los celos. Su patetismo surge de gozar sin gozar porque el placer sexual que alcanza es incapaz de conjurar el anhelo. En la descripción de ese estado contradictorio e inquieto lo infantil alcanzará cotas de barroquismo hilarantes: «La pornografía corriente es una representación. Es una forma de arte decadente. No consiste sólo en una simulación, sino que es patentemente insincera. Deseas a la chica de la película porno, pero no sientes celos de quien se la está tirando, porque él se convierte en tu sustituto […] Como eres un cómplice invisible del acto, la pornografía corriente elimina el tormento mientras que la mía conserva el tormento. En mi pornografía no te identificas con el saciado, con la persona que lo está consiguiendo, sino con la persona que no lo consigue, con la persona que lo pierde, con la persona que lo ha perdido […]. El tormento pornográfico: ver hacerlo a alguien que en el pasado fuiste tú.» David vive atormentado por su relación con Consuelo; por la posibilidad de perderla y más atormentado por haberla perdido. La obsesión de haber sido mero cauce para que ella experimentase su enorme poder corporal y la comprobación de que sus fuerzas declinantes no alcanzaron a satisfacerla.

En la narración de sus peripecias carnales no escamotea los detalles del ayuntamiento. La descripción abunda en la tesis del conflicto inducido por una fuerza ingobernable. Cuenta cómo, en una ocasión, se colocó sobre el cuerpo de Consuelo, la agarró por el pelo empujándola contra su miembro para forzar una felación y cómo ella se revolvió mordiéndole. La clave que brinda está en el pugilato por el control, en su intención de arrastrarla a un territorio que desafíe el esquema adquirido de lo que resulta aceptable y su reacción arrogante: «No sé si Consuelo recuerda esa dentellada, esa dentellada activadora que la liberó de la observación de sí misma y le dio acceso al sueño siniestro, pero yo jamás la olvidaré. La verdad amorosa plena. La muchacha instintiva que revienta no sólo el recipiente de su vanidad sino también el cautiverio de su cómodo lugar cubano. Ése fue el verdadero comienzo de su dominio, el dominio en que mi dominio la había iniciado. Soy el autor de su dominio de mí.» La progresión hacia el fetichismo es constante. Consuelo le cuenta que su exnovio encontraba excitante verla menstruar, y Kepesh, mezcla de avidez y celos, le pide lo mismo y ella accede: «[…] llegó la noche en que Consuelo se quitó el tampón y permaneció en pie allí, en mi baño, con una rodilla inclinada hacia la otra, como el San Sebastián de Mantegna, la sangre corriéndole por los muslos mientras yo la miraba […] No parecía que existiera la posibilidad de hacer nada, si deseaba que no me humillara por completo su exótica naturalidad, excepto arrodillarme y limpiarla a lametones, cosa que me permitió sin hacer comentario alguno […] Cada nuevo exceso me debilitaba aún más y, sin embargo, ¿qué va a hacer un hombre insaciable?». En cualquier caso, la acción siempre se criba con la malla de la erudición en lo que parece un estigma profesional. Cuando relata la experiencia a su amigo George O’Hearn, que también es profesor, éste reacciona como podría hacer un crítico de cine. Son refractarios a un enfoque naturalista. A fuerza de elaborar doctrinalmente los hechos, la realidad se estiliza hasta resultar irreconocible; deja de haber personas, por muy próximas que sean, para dejar el residuo de los arquetipos: «Has violado la ley de distancia estética. Has imbuido de sentimiento la experiencia estética con esa chica… la has personalizado, la has sentimentalizado, y has dejado de percibir la separación esencial para tu goce. ¿Sabes cuándo sucedió? La noche en que se quitó el tampón. La separación estética necesaria no quedó eliminada mientras mirabas, sino cuando no pudiste contenerte y te arrodillaste […] No estoy en contra de ello porque sea antihigiénico. No estoy en contra de ello porque sea repugnante. Estoy en contra porque eso significa enamorarte».

La impresión de dejan los personajes es de una inmadurez patológica. Kepesh cuenta la anécdota de uno de sus amigos, escritor de éxito cuya obra se centra fundamentalmente en el sexo —de nuevo nos movemos en la órbita de las élites culturales— que tiene un comportamiento adúltero compulsivo. Se divorcia de una primera esposa con la que tiene tres hijos, se vuelve a casar —esta vez sin la idea de formar otra familia— y vuelve a caer en relaciones adúlteras. Se divorcia por segunda vez, y vuelve al sufrimiento. Un hombre atrapado en un bucle destructivo que no disfruta del estado civil que mejor se acomoda a sus hábitos y que busca el retorno a las cárceles conyugales que lo asfixian. La parte patética viene con la intentona de una ideología autocompasiva que repercuta al medio la responsabilidad propia: «Parte del problema consiste en que el hombre emancipado nunca ha tenido un portavoz social o un sistema educativo. Carece de estatus social porque la gente no quiere que lo tenga».

Kepesh, desnudo de prosopopeya, es un obseso sexual cuyas relaciones amorosas huyen deliberadamente de cualquier noción de compromiso, más allá de lo mudable que pueda construirse sobre la gimnasia. Un adorador fetichista de la libertad en su versión más huera y estéril, que no alcanza a comprender que libertad representa el rechazo de la imposición pero no del deber. Los personajes que lo acompañan no cobran mucha ventaja sobre él y propenden a reacciones adolescentes. Así Carolyn, con quien Kepesh mantiene relaciones sexuales por el tiempo en que tiene a Consuelo como pareja, rompe con él tras descubrir un tampón en el cubo de la basura del baño, en incongruencia con la información de que dispone sobre su amante. Conoce a Kepesh desde su época de estudiante, sabe de su fama de libertino, mantiene una relación que excluye genéticamente todo vínculo moral y, sin embargo, pretende exclusividad sexual. Lo siento, pero no se entiende. Por su parte Consuelo accede a una relación de pareja con un hombre cincuenta años mayor que ella, donde la morbosidad sexual y el fetichismo derogan toda sombra de mojigatería. Sin embargo, se siente incómoda por las infidelidades conyugales de los amigos de Kepesh. Pasados años de la ruptura, enferma de cáncer de mama y se presenta en su casa para que le haga una sesión de desnudos fotográficos y le deja tocarle los pechos en reconocimiento a que fue él quien más los supo admirar. Las relaciones del protagonista con su hijo merecen capítulo aparte.

Su hijo Kenny es un hombre culto, laboralmente competente e integrado, que vive los estragos de un matrimonio agotado, resulta de un embarazo no deseado. En su día David le había desaconsejado casarse; el rechazo de todo compromiso se engalanaba con el recurso a la filosofía constitucional más prestigiosa: «Vivir en un país como el nuestro, cuyos documentos esenciales tratan todos de la emancipación, todos apuntan a garantizar la libertad individual, vivir en un sistema que, en lo esencial, es indiferente a cómo te comportes mientras tu conducta sea lícita, significa que lo más probable es que el sufrimiento con el que te encuentres lo hayas generado tú mismo». Como contrapunto a los regímenes totalitarios que encarnan la manufactura del sufrimiento, las sociedades democráticas emboscan las convenciones como tirano único. Son esas convenciones las que paralizan a su hijo, que teme ganarse el calificativo de egoísta, y lo anclan a un matrimonio fallido para no perjudicar a sus hijos; y son esas convenciones las que lo arrastran a reproducir las pautas de seriedad del matrimonio en la relación adúltera que tiene con una de sus empleadas: estabilidad, compromiso, respetabilidad, y le fuerzan al pago de peajes tan patéticos como conocer y visitar a los padres de su amante. La relación entre padre e hijo es enfermiza. Kenny sufre una vida personal y afectiva empobrecida por el complejo de haber sido abandonado de niño. Es incapaz de mandar a su padre a hacer puñetas, y supera sus frecuentes crisis de ansiedad presentándose en la casa de éste para echarle en cara todos sus fracasos, al tiempo que critica acerbamente el aspecto, la pedantería y el desenfreno de su padre. Por su parte Kepesh, que considera a su hijo un ser ridículo por renunciar contumazmente a su libertad, tolera las explosiones de ira y resentimiento de su hijo en lugar de confrontarlo con la necesidad de madurar de una vez y asumir sus reveses sin escudarse en los traumas infantiles que indujo su abandono; lejos de eso cultiva esa atracción mórbida.

El autor cede la narración a su protagonista, que en estilo directo refiere su peripecia al lector. Sin embargo, cuando en el desenlace David se estremece por la noticia de que Consuelo tiene cáncer y decide ponerse a su disposición para lo que ella estime oportuno, irrumpe una segunda voz que desautoriza su decisión, advirtiéndole de las consecuencias funestas para su estabilidad emocional que puede tener recaer bajo la influencia de la chica, a la vista de la profunda depresión en que la anterior ruptura de su relación lo sumió. ¿De dónde extrae ese elemento dialógico?, ¿quién es su interlocutor? No puede tratarse de su confidente favorito, George O’Hearn, pues fallece a lo largo de la historia; con lo que la respuesta se reduce a dos opciones: bien incorporar al lector o desdoblar la personalidad del protagonista para posibilitar su redención, a través de la pugna entre el amor y la idea de libertad a que se ha aferrado toda la vida.

Más allá del juicio moral que merezcan los personajes, la agilidad de la narración o sus recursos literarios, el gran acierto de Philip Roth, aquello por lo que El animal moribundo me parece resaltable, es por plasmar de modo nítido y sin concesiones que cultura, erudición, ciencia, en suma, el conocimiento, no sirven por sí solos para conformar una personalidad plena que se traduzca en un obrar recto; más aún, desprovisto del freno que representa la empatía y el sentido del deber, el ser humano culto tiende a refinar su depravación y encontrar con menos esfuerzo recursos argumentales para construir una moral resbaladiza, cuyo fin último no es otro que escurrir el bulto.

Queda flotando la pregunta de quién es el animal moribundo. No es fácil decantarse por el protagonista, que ve cómo sus principios entran en crisis —cuando ni siquiera fue capaz de reconocer algo tan elemental como que se había enamorado y necesitó que O´Hearn se lo diagnosticase en términos más bien teatrales y pedantes—; o por Consuelo, que padece una enfermedad grave; o por su clase social, que parece embarrancada en una intelectualidad estéril; o por toda la sociedad en su conjunto. A esta última conclusión apunta un lúcido parlamento del protagonista mientras sigue la entrada del año dos mil por la tele: «Al contemplar esa exagerada producción de pandemónium escenificado, tengo la sensación de que el mundo rico entra ansiosamente en una próspera Edad Media. Una noche de felicidad humana para dar paso a la barbarie.com. Para recibir como es debido a la mierda y el kitsch del nuevo milenio». En resumen, una buena novela.
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[1] Citas, de El Animal Moribundo (Trad. Jordi Fibla), Madrid, Alfaguara, 2007.