lunes, 12 de septiembre de 2016

IV. EL ANIMAL MORIBUNDO. PHILIP ROTH


El autor nos sumerge en una confesión de senectud. No somos testigos de la historia de forma directa; tan sólo del relato fragmentario y con tendencia a la digresión teórica de su protagonista, David Kepesh. Un hombre maduro, de unos setenta años; profesor casi retirado que colabora en programas culturales de radio y televisión, y que imparte un seminario sobre creación literaria a alumnos de último curso en la universidad. Casi toda su narración se centra en el sexo. Pareja, poder, fetichismo, celos, plenitud, rechazo y libertad se abordan porque se integran en el mismo paquete conceptual; otros como política, sociedad, economía, etc., sólo en la medida en que tienen relación con aquél. El relato es fragmentario porque se desencadena al relance de una relación con una de sus exalumnas casi cincuenta años más joven que él, Consuelo Castillo. Para llegar a ella y a los manejos de un casanova terminal que organiza fiestas de graduación entre sus alumnos con vistas a encandilar con su facundia a alguna que otra chica, nos trasladará a la época de liberación sexual que se vivió en los Estados Unidos a mediados de los sesenta, a su matrimonio fallido, a los conflictos con su hijo, y a varias de sus amantes que hacen las veces de muestrario de tres décadas de desenfreno sexual. El relato propende a la digresión teórica por pura deformación profesional: es profesor y suministra su historia —con especial atención a los porqués— en un registro inductivo y a impulsos de erudición; de hecho, la relación entre sexo e intelectualidad es capital a la hora de entender esta obra.

Todos los personajes pertenecen a las clases acomodadas de la sociedad. El desempeño profesional de David se ha traducido con el andar del tiempo en una posición económica envidiable: coche deportivo de marca, dúplex, gran biblioteca, piano de cola, y demás atributos del buen pasar. Carolyn Lyons, una de las amantes de David que también pasó por sus aulas, tiene un trabajo muy bien remunerado como ejecutiva de una compañía transnacional, pero cuyas exigencias suponen un serio hándicap para formar familia, y que se ha traducido en dos divorcios. Consuelo Castillo, la amante de David que da pie a la narración, procede de una familia cubana de linaje nobiliario emigrada a los Estados Unidos tras la revolución y que prosperó dedicándose a los negocios en Jersey. La descripción que David hace de ella deja claro su gusto por los detalles refinados, atributos de buena crianza y formas conservadoras. Viste vestidos, faldas o pantalones de buen corte, pero nunca tejanos. Su postura al caminar, sentarse o permanecer en pie, siempre es contenida. Su exnovio también pertenece a una familia cubana con buen estatus social, socios de club de campo que odian a los Kennedy como paradigma de liberalismo y aman el conservadurismo de Reagan y Bush. El propio concepto que Consuelo tiene de la cultura es revelador; según David: «[…] considera la cultura importante, de una manera relevante y anticuada. No es que le interese como medio de vida. Ni lo desea ni podría hacer tal cosa, pues la han criado demasiado bien, a la manera tradicional, para eso, pero la cultura es importante y estupenda»; [1] es decir, la cultura en lo que tiene de producto, de obra culminada, se integra dentro de un complejo de legitimación de estatus; es la guinda de un pastel de primacía social en el que apreciar la belleza —entiéndase esto referido a la belleza timbrada con el sello de la oficialidad y reputación social— sirve para acreditar por qué se ocupa la posición que se ocupa dentro de la sociedad, pero que, en cuanto labor en sí, nos aboca al campo de la frivolidad, cuando no de la directa bohemia; en suma, a ocupación de gente poco seria. Éste es el campo de juego del protagonista, el que le permite integrarse en la élite. No es el suyo un elitismo de naturaleza económica sino ideológica. Puede permitirse un nivel de vida y consumo muy superior al de la media americana, pero no supera el techo de la aristocracia laboral; el de los trabajadores mejor cualificados que pueden verse volteados por un revés de fortuna y están condenados a seguir desde mucha distancia los manejos de las élites financieras e industriales que dirigen entre bambalinas la política del país e imponen sus intereses al ciudadano de a pie. Su posición es la que correspondería en una sociedad tradicional a los cuadros relevantes de la clerecía, encargados de velar por la liturgia y correcta interpretación del mensaje revelado, y que en una sociedad postindustrial y secularizada corresponde a los guardavallas del sistema cultural: la cohorte de directores de museos, comisarios de exposiciones, críticos de arte, galeristas más influyentes, etc.

Ese sentido de pertenencia a la élite se traduce en un fuerte complejo de superioridad intelectual. Kepesh cree que la mayoría de sus compatriotas están inhabilitados para cualquier actividad que implique una reflexión detenida. Sin embargo, fuera de los aspectos puramente profesionales, su acervo de conocimientos se explota en una función utilitaria, integrándose sin barnices dentro de un repertorio de conquista sexual: la búsqueda de la música apropiada, la cita erudita prestigiosa, la exhibición de una biblioteca nutrida y manuscritos de autores conocidos para deslumbrar. No se descarta el placer estético, pero se nutre con el valor añadido de la carne fresca: «Atraigo a muchas alumnas, por dos razones: porque es una materia con una fascinante combinación de encanto intelectual y encanto periodístico, y porque me han escuchado en la NPR (National Public Radio), donde hago crítica de libros, o me han visto en el Canal 13 hablando de temas culturales.» Pese a todo es capaz de contener el deseo dentro de una mecánica funcionarial, de un obrar reglamentista: «Tengo una regla fija que establecí hace unos quince años y que nunca rompo. Ya no tengo ningún tipo de contacto personal con ellas hasta que han pasado el examen final, se han graduado y no me encuentro oficialmente in loco parentis». Este modus operandi funde posición y carácter; no se trata sólo del profesor libidinoso que embrida su salacidad para evitar disgustos administrativos sino del sujeto de pasiones especializadas. Así en la época de desenfreno universitario de los años sesenta, participa de la bacanal colectiva sin dejarse arrastrar por sus excesos: «[…] una vez vi en qué consistía el desorden, decidí […] prescindir de mis lealtades, pasadas y presentes […] seguir la lógica de aquella revolución hasta que terminara, y sin haberme convertido en una de sus víctimas […] Yo no estaba tan flipado como los demás, ni quería estarlo. A mi modo de ver, era necesario separar la revolución de su parafernalia inmediata, de sus adornos patológicos, sus vaciedades retóricas y la dinamita farmacológica que impulsaba a la gente a arrojarse por las ventanas». Esa época lo alcanza siendo profesor, no estudiante; no hablamos de un jovenzuelo indigestado por un atracón de libertad mal masticada. Sin embargo se demuestra incapaz de generar una moral crítica sobre los acontecimientos que le envuelven —que son los propios de las sociedades opulentas en crisis de valores, donde la contestación social y política reviste las características de la moda, es decir, de los actos de consumo— y prefiere dejarse arrastrar por la corriente. El freno no lo representan lealtades canónicas como el matrimonio, la familia, las amistades o los ideales, sino una mezcla de comodidad y cobardía; ambas en una versión muy sofisticada y analítica, es cierto; pero que no pueden ocultar el móvil último; en este caso, la prevención de daños químicamente inducidos. Llega a no liquidar de forma abierta su vida convencional, y prefiere que sea su mujer quien lo sorprenda con alguna de sus amantes estudiantiles y dé ella el paso de poner fin a la relación de pareja, momento que aprovecha también para desentenderse del cuidado de su hijo casi recién nacido.

Si se calculan los riesgos personales y el nivel de exposición, el juicio que vierte sobre esos años de frenesí no puede parecer más desenfocado. Sus heroínas son un grupo de chicas de clase bien que desafían el orden convencional con una sexualidad decidida: «Janie y Carolyn, junto con otras tres o cuatro muchachas de clase media alta, formaban una camarilla a la que ellas mismas llamaban las Chicas del Arroyo […]. Detestaban la inocencia. No podían soportar la supervisión. No temían ser conspicuas ni clandestinas. Rebelarse contra la propia condición lo era todo. Ellas y sus partidarias muy bien pudieron haber sido, históricamente, la primera ola de muchachas norteamericanas entregadas plenamente a la satisfacción de sus deseos. Nada de retórica, nada de ideología, sólo el campo de juego del placer abierto a las audaces. La audacia que adquirían al darse cuenta de cuáles eran las posibilidades, cuando comprendían que ya no las vigilaban, que ya no estaban subordinadas al antiguo sistema ni a ninguna clase de sistema.» Su máximo exponente de la libertad parece la desinhibición de alcoba, desnuda de un planteamiento alternativo general que comprometa aspectos más sustanciales de la vida. Para él EEUU no llegará a ser una verdadera democracia hasta que el busto de Janie Wyatt esté troquelado en las monedas por actitudes rompedoras como la presentación de una tesis de fin de carrera titulada Cien maneras de ser perversa en la biblioteca, de la que cita la primera frase: «La mamada en la biblioteca es la auténtica esencia del asunto, la transgresión santificada, la misa negra del campus». Sin embargo, al relatar sus primeras experiencias sexuales en el pueblo, la verdadera transgresora, la mujer que de verdad actúa contracorriente y se expone a un juicio negativo que puede comprometer su reputación de por vida en una comunidad cerrada y pequeña, es sellada con el membrete de puta. En otros términos, mientras unas pijas que les da por saltar de cama en cama, conscientes de que «ya no las vigilaban, que ya no estaban subordinadas al antiguo sistema ni a ninguna clase de sistema» —la mayoría de las cuales termina como ejecutiva de una multinacional— son la imagen señera de la libertad, una chica de pueblo ligera de cascos es una guarra o, en el mejor de los casos, una descerebrada. Y todo ello inmerso en la búsqueda de sustento intelectual para la orgía —desde la tesis del libre albedrío hasta la desobediencia civil thoureauniana— que pudo coadyuvar a que la gente se dejara llevar pero que, analizado más a fondo, encaja mal con un modelo de guardia moral baja y parece una excusa personal más que otra cosa.

No obstante, Kepesh es fuente de reflexiones bastante lúcidas sobre el sexo cuando lo relaciona con erotismo y poder, es decir, con sus aspectos procedimentales: cómo conseguirlo y cómo mantenerlo. El impulso es la lujuria; la seducción, el velo que la enmascara o, más aun, la transacción con el velo que las buenas costumbres imponen; un medio, no un fin. Kepesh coloca el sexo en los dominios de un caos salvaje del que no puede emerger trato racional o componenda práctica alguna; no es concebible igualdad, sólo dominio o sumisión: «No existe ninguna igualdad sexual y no puede existir, ciertamente, ninguna en que las asignaciones sean iguales, el cociente masculino y el cociente femenino en perfecto equilibrio. No existe ninguna manera de manejar métricamente esa cosa salvaje. No es un cincuenta por ciento, como en una transacción mercantil. Estamos hablando del caos de Eros, de la desestabilización radical que es la excitación. Con el sexo vuelves a estar en el bosque, vuelves a estar en la ciénaga». En esa cristalización de voluntad pura y ciega la figura del amante o de la pareja pierden entidad para convertirse en cauce de una batalla que les trasciende y que compromete al yo con las fuerzas negativas más poderosas: «Sólo cuando jodes te vengas de una manera completa, aunque momentánea, de todo cuanto te desagrada de la vida y todo cuanto te derrota en la vida. Sólo entonces estás más limpiamente vivo y eres tú mismo del modo más limpio […] El sexo es también la venganza contra la muerte.» En su relación con Consuelo, donde la diferencia de edad es considerable, la lucha por el poder incorpora un frente adicional a los tradicionales que se dan en toda pareja: la pugna de la experiencia frente a exuberancia. Lo que resulta atractivo de un hombre maduro es a un tiempo talón de Aquiles y fuente de subordinación: «Mi edad y mi categoría le proporcionan, racionalmente, autorización para entregarse, y la entrega en la cama no es una sensación desagradable. Pero, al mismo tiempo, la entrega íntima a un hombre mucho mayor aporta a esta clase de joven un tipo de autoridad que no puede tener en una relación sexual con un hombre más joven. Obtiene los placeres de la sumisión y los placeres del dominio»; es decir, las fuerzas que se movilizan en una relación donde las edades se distancian mucho son de naturaleza completamente diferente. Él apela a su yo cocinado, al hombre que se ha forjado con el andar de los años. Ella a su yo crudo, a la dadivosidad de la juventud y la belleza. Sentirse atraído por ella, aun cuando se vea correspondido, es el reconocimiento de una debilidad que lleva inevitablemente al temor por la pérdida, la inseguridad y los celos. Su patetismo surge de gozar sin gozar porque el placer sexual que alcanza es incapaz de conjurar el anhelo. En la descripción de ese estado contradictorio e inquieto lo infantil alcanzará cotas de barroquismo hilarantes: «La pornografía corriente es una representación. Es una forma de arte decadente. No consiste sólo en una simulación, sino que es patentemente insincera. Deseas a la chica de la película porno, pero no sientes celos de quien se la está tirando, porque él se convierte en tu sustituto […] Como eres un cómplice invisible del acto, la pornografía corriente elimina el tormento mientras que la mía conserva el tormento. En mi pornografía no te identificas con el saciado, con la persona que lo está consiguiendo, sino con la persona que no lo consigue, con la persona que lo pierde, con la persona que lo ha perdido […]. El tormento pornográfico: ver hacerlo a alguien que en el pasado fuiste tú.» David vive atormentado por su relación con Consuelo; por la posibilidad de perderla y más atormentado por haberla perdido. La obsesión de haber sido mero cauce para que ella experimentase su enorme poder corporal y la comprobación de que sus fuerzas declinantes no alcanzaron a satisfacerla.

En la narración de sus peripecias carnales no escamotea los detalles del ayuntamiento. La descripción abunda en la tesis del conflicto inducido por una fuerza ingobernable. Cuenta cómo, en una ocasión, se colocó sobre el cuerpo de Consuelo, la agarró por el pelo empujándola contra su miembro para forzar una felación y cómo ella se revolvió mordiéndole. La clave que brinda está en el pugilato por el control, en su intención de arrastrarla a un territorio que desafíe el esquema adquirido de lo que resulta aceptable y su reacción arrogante: «No sé si Consuelo recuerda esa dentellada, esa dentellada activadora que la liberó de la observación de sí misma y le dio acceso al sueño siniestro, pero yo jamás la olvidaré. La verdad amorosa plena. La muchacha instintiva que revienta no sólo el recipiente de su vanidad sino también el cautiverio de su cómodo lugar cubano. Ése fue el verdadero comienzo de su dominio, el dominio en que mi dominio la había iniciado. Soy el autor de su dominio de mí.» La progresión hacia el fetichismo es constante. Consuelo le cuenta que su exnovio encontraba excitante verla menstruar, y Kepesh, mezcla de avidez y celos, le pide lo mismo y ella accede: «[…] llegó la noche en que Consuelo se quitó el tampón y permaneció en pie allí, en mi baño, con una rodilla inclinada hacia la otra, como el San Sebastián de Mantegna, la sangre corriéndole por los muslos mientras yo la miraba […] No parecía que existiera la posibilidad de hacer nada, si deseaba que no me humillara por completo su exótica naturalidad, excepto arrodillarme y limpiarla a lametones, cosa que me permitió sin hacer comentario alguno […] Cada nuevo exceso me debilitaba aún más y, sin embargo, ¿qué va a hacer un hombre insaciable?». En cualquier caso, la acción siempre se criba con la malla de la erudición en lo que parece un estigma profesional. Cuando relata la experiencia a su amigo George O’Hearn, que también es profesor, éste reacciona como podría hacer un crítico de cine. Son refractarios a un enfoque naturalista. A fuerza de elaborar doctrinalmente los hechos, la realidad se estiliza hasta resultar irreconocible; deja de haber personas, por muy próximas que sean, para dejar el residuo de los arquetipos: «Has violado la ley de distancia estética. Has imbuido de sentimiento la experiencia estética con esa chica… la has personalizado, la has sentimentalizado, y has dejado de percibir la separación esencial para tu goce. ¿Sabes cuándo sucedió? La noche en que se quitó el tampón. La separación estética necesaria no quedó eliminada mientras mirabas, sino cuando no pudiste contenerte y te arrodillaste […] No estoy en contra de ello porque sea antihigiénico. No estoy en contra de ello porque sea repugnante. Estoy en contra porque eso significa enamorarte».

La impresión de dejan los personajes es de una inmadurez patológica. Kepesh cuenta la anécdota de uno de sus amigos, escritor de éxito cuya obra se centra fundamentalmente en el sexo —de nuevo nos movemos en la órbita de las élites culturales— que tiene un comportamiento adúltero compulsivo. Se divorcia de una primera esposa con la que tiene tres hijos, se vuelve a casar —esta vez sin la idea de formar otra familia— y vuelve a caer en relaciones adúlteras. Se divorcia por segunda vez, y vuelve al sufrimiento. Un hombre atrapado en un bucle destructivo que no disfruta del estado civil que mejor se acomoda a sus hábitos y que busca el retorno a las cárceles conyugales que lo asfixian. La parte patética viene con la intentona de una ideología autocompasiva que repercuta al medio la responsabilidad propia: «Parte del problema consiste en que el hombre emancipado nunca ha tenido un portavoz social o un sistema educativo. Carece de estatus social porque la gente no quiere que lo tenga».

Kepesh, desnudo de prosopopeya, es un obseso sexual cuyas relaciones amorosas huyen deliberadamente de cualquier noción de compromiso, más allá de lo mudable que pueda construirse sobre la gimnasia. Un adorador fetichista de la libertad en su versión más huera y estéril, que no alcanza a comprender que libertad representa el rechazo de la imposición pero no del deber. Los personajes que lo acompañan no cobran mucha ventaja sobre él y propenden a reacciones adolescentes. Así Carolyn, con quien Kepesh mantiene relaciones sexuales por el tiempo en que tiene a Consuelo como pareja, rompe con él tras descubrir un tampón en el cubo de la basura del baño, en incongruencia con la información de que dispone sobre su amante. Conoce a Kepesh desde su época de estudiante, sabe de su fama de libertino, mantiene una relación que excluye genéticamente todo vínculo moral y, sin embargo, pretende exclusividad sexual. Lo siento, pero no se entiende. Por su parte Consuelo accede a una relación de pareja con un hombre cincuenta años mayor que ella, donde la morbosidad sexual y el fetichismo derogan toda sombra de mojigatería. Sin embargo, se siente incómoda por las infidelidades conyugales de los amigos de Kepesh. Pasados años de la ruptura, enferma de cáncer de mama y se presenta en su casa para que le haga una sesión de desnudos fotográficos y le deja tocarle los pechos en reconocimiento a que fue él quien más los supo admirar. Las relaciones del protagonista con su hijo merecen capítulo aparte.

Su hijo Kenny es un hombre culto, laboralmente competente e integrado, que vive los estragos de un matrimonio agotado, resulta de un embarazo no deseado. En su día David le había desaconsejado casarse; el rechazo de todo compromiso se engalanaba con el recurso a la filosofía constitucional más prestigiosa: «Vivir en un país como el nuestro, cuyos documentos esenciales tratan todos de la emancipación, todos apuntan a garantizar la libertad individual, vivir en un sistema que, en lo esencial, es indiferente a cómo te comportes mientras tu conducta sea lícita, significa que lo más probable es que el sufrimiento con el que te encuentres lo hayas generado tú mismo». Como contrapunto a los regímenes totalitarios que encarnan la manufactura del sufrimiento, las sociedades democráticas emboscan las convenciones como tirano único. Son esas convenciones las que paralizan a su hijo, que teme ganarse el calificativo de egoísta, y lo anclan a un matrimonio fallido para no perjudicar a sus hijos; y son esas convenciones las que lo arrastran a reproducir las pautas de seriedad del matrimonio en la relación adúltera que tiene con una de sus empleadas: estabilidad, compromiso, respetabilidad, y le fuerzan al pago de peajes tan patéticos como conocer y visitar a los padres de su amante. La relación entre padre e hijo es enfermiza. Kenny sufre una vida personal y afectiva empobrecida por el complejo de haber sido abandonado de niño. Es incapaz de mandar a su padre a hacer puñetas, y supera sus frecuentes crisis de ansiedad presentándose en la casa de éste para echarle en cara todos sus fracasos, al tiempo que critica acerbamente el aspecto, la pedantería y el desenfreno de su padre. Por su parte Kepesh, que considera a su hijo un ser ridículo por renunciar contumazmente a su libertad, tolera las explosiones de ira y resentimiento de su hijo en lugar de confrontarlo con la necesidad de madurar de una vez y asumir sus reveses sin escudarse en los traumas infantiles que indujo su abandono; lejos de eso cultiva esa atracción mórbida.

El autor cede la narración a su protagonista, que en estilo directo refiere su peripecia al lector. Sin embargo, cuando en el desenlace David se estremece por la noticia de que Consuelo tiene cáncer y decide ponerse a su disposición para lo que ella estime oportuno, irrumpe una segunda voz que desautoriza su decisión, advirtiéndole de las consecuencias funestas para su estabilidad emocional que puede tener recaer bajo la influencia de la chica, a la vista de la profunda depresión en que la anterior ruptura de su relación lo sumió. ¿De dónde extrae ese elemento dialógico?, ¿quién es su interlocutor? No puede tratarse de su confidente favorito, George O’Hearn, pues fallece a lo largo de la historia; con lo que la respuesta se reduce a dos opciones: bien incorporar al lector o desdoblar la personalidad del protagonista para posibilitar su redención, a través de la pugna entre el amor y la idea de libertad a que se ha aferrado toda la vida.

Más allá del juicio moral que merezcan los personajes, la agilidad de la narración o sus recursos literarios, el gran acierto de Philip Roth, aquello por lo que El animal moribundo me parece resaltable, es por plasmar de modo nítido y sin concesiones que cultura, erudición, ciencia, en suma, el conocimiento, no sirven por sí solos para conformar una personalidad plena que se traduzca en un obrar recto; más aún, desprovisto del freno que representa la empatía y el sentido del deber, el ser humano culto tiende a refinar su depravación y encontrar con menos esfuerzo recursos argumentales para construir una moral resbaladiza, cuyo fin último no es otro que escurrir el bulto.

Queda flotando la pregunta de quién es el animal moribundo. No es fácil decantarse por el protagonista, que ve cómo sus principios entran en crisis —cuando ni siquiera fue capaz de reconocer algo tan elemental como que se había enamorado y necesitó que O´Hearn se lo diagnosticase en términos más bien teatrales y pedantes—; o por Consuelo, que padece una enfermedad grave; o por su clase social, que parece embarrancada en una intelectualidad estéril; o por toda la sociedad en su conjunto. A esta última conclusión apunta un lúcido parlamento del protagonista mientras sigue la entrada del año dos mil por la tele: «Al contemplar esa exagerada producción de pandemónium escenificado, tengo la sensación de que el mundo rico entra ansiosamente en una próspera Edad Media. Una noche de felicidad humana para dar paso a la barbarie.com. Para recibir como es debido a la mierda y el kitsch del nuevo milenio». En resumen, una buena novela.
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[1] Citas, de El Animal Moribundo (Trad. Jordi Fibla), Madrid, Alfaguara, 2007.

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