Comenzaré declarando mi absoluta ignorancia sobre la literatura nórdica en general y sobre la poesía islandesa en particular. Mis lecturas nunca fueron más allá de las clásicas compilaciones de sagas vikingas que, sumadas a la rotundidad de esos paisajes árticos sobre los que cimbran colas de auroras boreales, me hacían imaginar una poética polarizada entre la lírica más intimista y la épica más ruda. Pues bien, no es así, por lo menos en la voz de Nína Björk Árnadóttir.
Caballo negro en la oscuridad (Svartur hestur í myrkrinu) es un poemario atípico en el que la autora se hace acompañar como poeta por su faceta de dramaturga y novelista. Sin subordinarse a requerimiento formal alguno, el estilo directo, la prosa lírica, la narración forense, el género epistolar y el diálogo se entreveran en una obra que aúna momentos de contenido clasicismo con aludes de crítica social que exploran, por su crudeza, los límites de lo audible.
La obra se divide en los partes. La primera parte, Con una corona de nubes (Með kórónu úr skýi), reposa sobre un yo lírico que nos da traslado de su vario estado de ánimo y de sus emociones: el amor mundano, el anhelo individual, el desamparo y el miedo. Aunque la voz es casi siempre individual, da la sensación de que ésta se remite o cuando menos se modula por una experiencia colectiva. Esa inmanencia se hace explícita cuando aparece el personaje del caballo negro que da título al libro, y que opera como una alegoría que informa el conjunto. Es el propio traductor, Rafael García Pérez, quien nos suministra en la introducción esa valiosa clave:
«En el poemario de Nína Björk Árnadóttir, la consideración del contexto sociopolítico, en su sentido más abstracto, queda reflejada en los poemas que aluden directamente al caballo negro, símbolo, sin duda, de la nación […], el animal se nos presenta cargado de tristeza, olvidado por la nación (aspecto acentuado por la ausencia del jinete), imbuido de nostalgia por un tiempo pasado (tiempo indeterminado y más bien mítico) en el que reinaba la libertad.» [1]
Aun en los poemas amorosos, de los que podríamos esperar mayor alejamiento de toda referencia social, se palpa una fuerza telúrica muy poderosa que liga a los amantes con un impulso transcendente; así por ejemplo en Noche de Junio (Júnínótt):
«Los pájaros cantaban / en nuestros ojos / nuestros dedos / divagaban / de sueño / en sueño […] tus labios y lengua / flores voladoras / yo era su patria / esa noche // yo era lagos montañas tierra / y sobre todo / un río jubiloso / que discurría // entre tus piernas / y te aspiraba / hacia la poza / y como el cristal / relucía tu semilla / en la poza […] desde entonces siempre cantamos / uno / en la sangre / del otro[…]»
El arranque del poema compagina concisión y efectividad. Se prolonga el sentido de su subtítulo, Poema para flauta (Ljóð fyrir flautu), describiendo un locus amoenus, un espacio idílico que inspira seguridad, desconecta de la angustia cotidiana y propicia el vuelo ensoñador; al tiempo que se aprovecha como metáfora del deseo sexual. Sin embargo, la libido se deriva rápidamente hacia una imagen física que no se agota en el cuerpo de los amantes: ya es una patria; más aun, una geografía fértil, una sangre que germina.
En otras ocasiones paisaje y cuerpo rompen su vínculo metafórico. El yo lírico declara una frustración; y sus miembros, en suma, su deseo, son la válvula de escape frente a un entorno que se vuelve hostil o, cuando menos, inhábil con su función promisoria, como ocurre en Corona de nubes (Kóróna úr skýi):
«Antes / me tendía en la verde arboleda / y el arroyo me cantaba / la pura verdad // antes me tendía en la verde arboleda / sonriendo a los ojos luminosos del día […] me cortaría mechones del cabello / para tejer un mundo poético / para tejernos un mundo poético / en la luz»
El poema está dominado por la nostalgia y el escapismo. El mundo real queda en un pasado que falla a sus premisas: el arroyo ya no canta la verdad; el día carece de ojos luminosos. La desilusión se resuelve relegando la realidad conflictiva en favor de una ilusión óptica más plácida: el agua de los arroyos se evapora y teje un mundo poético, la corona de nubes del título; mientras el sujeto se achica confinándose en la pareja.
Las fuerzas de la naturaleza no son unidireccionales; a su paso germinan pesadillas o sueños, sin que quede razón de qué causas activan unas u otras potencias. Veamos cómo se plantean en el poema A Jökull (Til Jökuls):
«[…] pesa tan a menudo la noche / como una gran bestia herida / aunque a veces es / una caja llena de sueños // y rosas y rosas y rosas // y dos casas en el jardín // en una de ellas gime el animal gime // en la otra solo canto de pájaros / y rosas // oh están tan estrechamente unidas / así se generó el jardín»
El poema se construye con una reiteración conceptual in crescendo. La oposición se plasma en pares dialécticos: bestia herida–caja de sueños, gemido de animal–canto de pájaro. La idea progresa pasando de lo más concreto a lo más vago; no sólo eso, repite el verbo gemir, forzando el encabalgamiento para que la segunda frase quede truncada y se agrave la paradoja: no hay desafío conceptual en que gima un animal, pero sí en que un canto de pájaro y una rosa puedan compartir campo semántico con el gemido. Después de declarar el vínculo indisoluble de las fuerzas que pugnan, el conflicto se resuelve de forma abrupta asignándole valor seminal: de ese choque surge el jardín, es decir, un espacio idealizado de factura humana, quizás la propia sociedad.
Los dos sentimientos de los que el yo lírico da cuenta más profusamente son la incomunicación y el miedo. Paradójicamente para un poemario con tan fuerte carga social, el espacio urbano y las relaciones interpersonales cotidianas —las que se recogen en la segunda parte del poemario son clínicas, e irrelevantes a estos efectos— se difuminan por un velo de prevención. Si el tratamiento de la naturaleza es bifronte, el de la sociedad es negativo; una muestra se nos brinda en Tu adviento (Jólafastan þín):
«Las ventanas donde se enredan las guirnaldas luminosas / entre gentes de plástico emperifolladas de terciopelo y plumas // Las ventanas que introducen ponzoñosidades / en tu mente / en el adviento […] se enredan las guirnaldas / se enroscan las guirnaldas / en torno a ti y a las ventanas»
El poema es brillante en su sencillez. Una ventana es un vano, un no–espacio cuya función es permitir el flujo de información entre espacios claramente diferenciados: un dentro y un afuera. Sin embargo, la autora deja en suspenso un dato clave, a saber, la perspectiva del yo, dónde está colocado y desde dónde observa; lo que permite explotar un equívoco que se vuelve, paradójicamente, unívoco: maniquíes o personas —no lo sabemos— se igualan por sus propiedades morales, pompa y falsedad. A diferencia de lo que ocurría con lagos, montañas y arroyos, que sumergían al protagonista en un espacio amable que podía o no derivar hacia la frustración, las ventanas son el pórtico para un medio híspido, en lo humano y en lo moral. No es ya que no cante la pura verdad como hacían los arroyos, es que todo ese boato es tóxico.
Hay en las relaciones humanas un punto dislocado que las hace puramente formularias. Las personas hablan pero no se entienden; no comparten el manual de claves que permitiría trabar lazos genuinos. Ni siquiera los acercamientos mejor intencionados logran salvar esa falla emocional; así lo vemos en Recuerdo de Haderslev (Minning frá Haderslev):
«[…] la última noche / había hablado inglés / en la fiesta / sin saber por qué / y conté anécdotas de mi infancia / recuerdo que se rieron mucho / continué contando anécdotas / sin saber por qué se reían // me levanté de repente / entré en la habitación contigua / y lloré / sin saber por qué / él estaba a mi lado / me apretó la mano / y dijo / I cried / when they took my mother / to the hospital»
El poema se abre describiendo un viaje al sur. Los paisajes de la campiña danesa colman de serenidad a la protagonista, que también es recibida con amabilidad y alegría por sus anfitriones. Sin embargo, un momento de natural esparcimiento y desinhibición como suele ser una fiesta termina marcado por la incomprensión. No hay conexión entre lo que ella cuenta y la relación que suscita, ni entre ésta y su lloro, ni entre éste y la confesión de su acompañante.
Por otra parte, son varios los poemas que refuerzan esa idea de extrañamiento vinculándola al empleo de una lengua extranjera, con su punto natural de indocilidad; como ocurre en el poema En unos ojos azules, tan azules (Í bláum svo bláum augum):
«El día / parecía un verdugo / crudo y amargo el aire / aterrador el latido del corazón / el temblor — la transpiración / el miedo — el miedo / y después / el espejismo / de la noche que llega / el brillante fuego líquido / la breve tregua // de repente / la salvación / en unos ojos azules tan azules / en unos labios infantiles / tan dulces tan firmes: / Sabes / si uno bebe mucha pilsner / se cansa / y habla en un idioma extranjero»
Son muchos los poemas que relatan miedos profundos y paralizantes, y abundan aquéllos en que tales miedos aparecen en compañía del alcohol. Sobre la influencia de éste volveré más adelante, porque me parece que impugna la interpretación en clave de género, dominante en los estudios críticos sobre este poemario. No obstante ese elemento, el poema asocia el día y el aire, que son el medio en el que se desarrolla la gran parte de la actividad humana consciente, a ideas negativas; mientras que la noche, sin disipar esa energía lúgubre, la atenúa. Al margen de sus efectos salvíficos, la referencia al cuerpo infantil sirve para invertir la polaridad de la fuente del miedo, jugando con la paradoja: el adulto teme la claridad y se refugia en la oscuridad, a la que normalmente temen los niños.
Otras ocasiones vemos cómo la oscuridad se retrata en una función más ambivalente; así en el poema que da título a la colección, Caballo negro en la oscuridad (Svartur hestur í myrkrinu):
«En la oscuridad viene a mí / su aflicción es un canto acerca del olvido de la nación / la nación ha olvidado / proteger la libertad // antes la oscuridad resultaba cálida […] ahora las lágrimas del caballo negro / son puntas de cuchillo en la noche […] pero nadie lo montaba / y el ruido de los cascos resonaba / como fuera del camino […] y el caballo negro me miró / y cantó: / ya no canta la libertad / siguiendo mis huellas / ya nadie me monta / el camino / está emponzoñado […] sus lágrimas rodaron / a mis manos / calientes como la sangre / calientes como / la sangre de un engaño amoroso»
Aceptemos que el caballo negro represente la nación, y que sean las suyas trasunto de aflicciones colectivas. Su padecimiento irrumpe en la zona de confort del yo lírico y flagela su conciencia. Esa sangre, que en el poema Noche de Junio fertilizaba el espacio con el amor de sus protagonistas, al romper su trabazón colectiva queda desprovista de toda fertilidad; ya no germina, más aun, envenena. Acierta la metáfora. Una nación no es un estado natural, mera yuxtaposición convertida en estrato compacto por acción de la presión y el tiempo. No; es una unidad dinámica para un algo, y necesita un sentimiento motor. Cuando los individuos se disocian del proyecto común, el camino se vuelve impracticable y la nación perece.
Con independencia de su origen exterior, una vez implantado en el corazón del sujeto, el miedo anula la voluntad y tiraniza toda actividad. No extraña la invocación de fuerzas religiosas; lo vemos en Oración (Bæn):
«Escúchame María / madre radiante — pura // me ha asaltado esta noche / el invierno frío — negro / ha dejado confinado su miedo / en lo más hondo de mi conciencia / y no quiere — no quiere marcharse // ven a mí María / madre radiante — pura / para implantar la luz / en lo más hondo de mi conciencia / para que me deje — para que se vaya / el invierno frío — negro […]»
Hay una progresión en la plegaria, que comienza reclamando audiencia para terminar pidiendo ayuda. Las imágenes se emplean, ahora sí, conforme a su sentido natural: el invierno frío y negro es el portador del miedo; mientras que la luz que se reclama es el agente que podría liquidarlo. No obstante, donde mejor se captura la doble faz del miedo, en su aspecto activo y pasivo, es en el poema El ave del miedo cambia constantemente de forma (Fugl óttans breytir sífellt um lögun):
«El ave del miedo es grande / atrapa a una persona con sus garras / y se la lleva lejos / tan lejos / de la alegría / pero también es pequeña / entonces penetra en el pecho / y chilla / chilla en él»
Con recursos muy magros, apenas el planteamiento de una oposición grande–pequeño, la autora esboza con brillantez la conversión de la maquinaria del terror —que evoca las maneras de un Estado totalitario— en la neurosis y la castración mental asociada a los complejos de culpa.
Este poema clausura la primera parte y, de alguna manera, sirve como prólogo para la segunda, El ave del miedo (Fugl óttans); no sólo por la similitud entre los títulos sino porque el tono cambia drásticamente, pasando de uno más intimista, espiritual y, en cierto modo, teorético a otro descarnado y brutal, que se ciñe a la experiencia cruda de sus protagonistas, en el que queda poco margen para la inducción, y que remite al chillido anclado en el pecho con que se cierra este poema.
Casi todos los poemas de la segunda parte tienen un fortísimo componente testimonial; y aunque no se menciona de forma expresa, todo apunta a que estos relatos se recopilan en alguna institución tutelar o correccional del Estado. Los protagonistas responden a perfiles socialmente inadaptados, bien por incapacidad, trastorno psiquiátrico, adicción al alcohol o grave trauma físico o psíquico. Son, en general, personajes marcados por la violencia extrema.
Una buena ilustración de ese nivel de violencia la encontramos en el poema titulado Jóna y Lilla (Jóna og Lilla):
«[…] malditos mocosos / primero me comieron por dentro / luego me succionaron por fuera […] mírame / mi vida no es nada — nada / mis amigos ocupados en el trabajo y el cuidado de los hijos / y yo aquí gordinflona y sola sin haber tenido nunca la fortuna / _de amamantar a un bebé […] después se fueron juntas — se tiraron del pelo — / _se pellizcaron — se golpearon / ella y la persona miraban pero no hicieron nada / pues el personal sanitario llegó al lugar enseguida y / lo resolvió todo […]»
El poema traslada una visión de la maternidad reducida a mero rol social. Para la mujer que cumple con su papel, la experiencia se reduce a una servidumbre en la frontera del canibalismo; para la que no, un anhelo incumplido que expropia de sentido a su vida. Aunque se presenta en forma de diálogo, queda patente la incomunicación entre las protagonistas; de hecho, lo más crudo es su absoluta alienación y falta de empatía: no sólo no hay atisbo de comunión de espíritu entre ellas sino que terminan en trifulca. El final del poema aprovecha para introducir a dos personajes, ella y la persona, cuya característica es la síntesis ideológica: tienen la capacidad de ordenar y expresar en forma reivindicativa el gigantesco caos que las rodea.
Jóna y Lilla vuelven a ser protagonistas de otro poema con idéntico título:
«Lilla: Él me zurraba / y lo peor era que / siempre lo hacía a la misma hora / y los mismos días de la semana […] también me violaba / las mismas noches / y en el día dos veces por semana […] Jona: Ay, querida vete al carajo / has ido a llamarlo / lloriqueante y suplicante / lo único que deseáis los bomboncitos como vosotras / es que a golpes os pongan de nuevo ante las tablas de lavar / y te mueres de ganas de que te viole […]»
La escena es sobrecogedora. La gravedad de los delitos que se denuncian por Lilla queda ensombrecida por la incapacidad de Jona para conmoverse. Ni siquiera la hipotética veracidad de su réplica serviría para justificar semejante desdén; todo lo contrario, sería un buen ejemplo de los graves complejos de culpa y sentimiento de inferioridad que atenazan a quienes sufren malos tratos; lo que justificaría sobradamente la conmiseración. El poema traslada con eficacia un protocolo maquinal de la brutalidad: las palizas y las violaciones están programadas en el tiempo, la reacción de Jona es inhumana; el desenlace también es una pelea.
El único personaje masculino es un agresor; y guarda relación con el poema anterior porque sirve para ilustrar las enormes dificultades que presenta la violencia como objeto de racionalización, tanto para la víctima, como para el victimario. Donde Lilla —según la versión de Jona— adoptaba una actitud suplicante frente a su verdugo, Doddi es incapaz de aceptar de forma desnuda sus actos, asumir su responsabilidad y reparar los daños. Veámoslo en Doddi:
«No quiero creer que yo haya hecho esto / la golpeé de verdad / la golpeé / no puedo creer / que yo haya hecho esto / la amo»
Su distanciamiento de los hechos se funda primero en la voluntad: no quiere creer; de ahí pasa a la incapacidad: no puede creer. Confrontado con la tozudez de la realidad, yergue una última defensa: el amor. El acierto del poema descansa sobre su desnudez forense. El último verso no sirve para cancelar el camino que lleva a él, ni mucho menos para justificarlo; sino para mostrar la anomalía de los procesos mentales que lo explican, donde la sinceridad del agresor —y esto es lo pavoroso— no está excluida.
Otro personaje que protagoniza varios poemas es Heiða, una mujer traumatizada que ha renunciado al habla y que se expresa sólo por medio de cartas. Vemos su presentación en Heiða:
«[…] solo dejaba en la mesa una carta / para el médico / una de las cartas decía así // no comeré nunca esos animales / que matáis / no comeré nunca esas plantas / que matáis / no haré nunca punto con la lana / que matáis / y no hablaré nunca con vosotros / que matáis»
Su trauma la lleva a la hipersensibilidad. Para ella el mundo entraña agresión; es agresión. Y todo ello en un proceso de espiritualización que, paradójicamente, agrava su sensación de injusticia y los términos lapidarios de su denuncia: se sacrifican animales, se cortan plantas, se trasquilan animales, y la mera existencia de ese “vosotros” queda reducida a una variante del crimen.
En otro poema se nos da razón del proceso que la lleva a su estado presente; así en Carta de Heiða (Bréf frá Heiðu):
«[…] me despierto siempre con el sonido / que hace el tapón de la botella de vodka […] el tapón dice primero AHORA / y después QUIERO / y después sale de la botella / y tú te sirves una copa y oigo / el líquido transparente riéndose bajito / mientras cae en el vaso […] estoy enfadada con mamá / querido papá / no puedo enfadarme contigo / sé lo que dice el vodka transparente / sé lo que dice el tapón / así que estoy enfadada con el vodka transparente […]»
Este larguísimo poema describe pormenorizadamente el proceso de degradación alcohólica de su padre. Su principal acierto consiste en la atribución de rasgos de voluntad al alcohol para acentuar la destrucción de la voluntad del adicto. Sobre esa misma temática versa Segunda carta de Heiða (Annað bréf frá Heiðu):
«Estaba enfadada con mamá / que no entendía nada / no entendía / la angustia de papá / no había oído nunca / cómo los tapones y el vodka / murmuraban riéndose de papá […] cuando mamá pone la botella entre las rodillas / y quita el tapón / dice el tapón / Ajá — hola — hola y el vino blanco dice / tralalalala mientras entra en el vaso y sale de él […]»
Heiða crece en una familia desestructurada, en la que su madre, cansada de pelear con la adicción de su marido, termina sucumbiendo a ella; y la niña madura acompañada por un sentimiento de frustración perenne, sin encontrar modo fértil de canalizarlo: comienza culpando al vodka, continúa culpando a su madre; termina culpando al mundo.
En esa línea de personaje airado también está Stella. Su peculiaridad estriba en que su rabia implica una impugnación más explícita de la autoridad. Heiða era consciente de su subordinación; pero su silencio no dependía de verse bajo el imperio de otras personas sino de percibirlas como heraldos de la muerte. Sin embargo, Stella las rechaza por su relación específica con el poder y su ejercicio; lo que implica un juicio mucho más moral; así lo vemos en Stella:
«[…] solo percibí / cómo se desahogan / al ejercer su mando / y sentir / su poder / percibí / su obsesión por el poder // Hombres poderosos / tan jactanciosos / que me parece que en cualquier momento / empezará la baba / a rezumar por las comisuras de sus labios […]»
Parecida crítica del poder la encontramos en un poema dedicado a uno de los personajes más reivindicativos de la institución, La Persona (Manneskjan):
«[…] Yo / la reina de los corderos de este país / pronuncio aquí / mi discurso dominical // Pobres alimañas codiciosas / y tíos poderosos / que tenéis la bomba de destrucción masiva / en la palma de la mano […] porque estoy encerrada / en el pasillo de mi falsa felicidad / y tú estás encerrado / en tu infelicidad / tío poderoso / y codiciosa alimaña […] el personal sanitario y los corderos la miraban llenos de / _reverencia / después le pusieron una inyección y cantaron poemas / _patrióticos / mientras ella dormía / con una luminosa / sonrisa justiciera / en los labios»
Dejando de lado la exacerbación frenopática de una escena en que resulta difícil dictaminar quién merece más la camisa de fuerza, si los internos o quienes los atienden, el poema abunda en dos notas que ya estaban presentes: el concepto del poder como dominio masculino, y la caricatura grotesca y subhumana de sus tenedores. Su singularidad es la antítesis imperfecta que se plantea entre lo que la persona percibe como su estado, la falsa felicidad, y el de sus subyugadores, la infelicidad; lo que sirve para esbozar la idea de una naturaleza humana condenada al conflicto espiritual.
Aunque el personaje que me resulta más emotivo es el de Anna. En un poema que es un pequeño prodigio asintáctico, Árnadóttir logra transmitir toda la fragilidad de un alma torturada. La vulnerabilidad alcanza su paroxismo; se nos da traslado del nulo concepto que tiene de sí misma mediante un eficaz cortocircuito de las estructuras gramaticales, rematado por unos puntos suspensivos donde la voz se ahoga. Anna:
«Perdonadme / que vaya a / que haya / el ser / el ser así / como / yo / …»
Por fortuna no todas las relaciones son hostiles; también hay lugar para la comprensión y la solidaridad. Nos lo muestra Dóra:
«Tenía una amiga en el barrio / aunque no hablábamos nunca / pero cuando nos encontrábamos / nuestros ojos decían más / que cualquier palabra // mi padre andaba a menudo borracho por el barrio / imponente y corpulento y hablaba alto […] el padre de ella se movía a hurtadillas y de tapadillo volvía / borracho a casa / después se oían en toda la calle / las voces de ella y de su madre / mezcladas con los gritos de enojo de su padre […]»
Nuevamente nos encontramos con una situación paradójica. Quienes tienen ocasión y tiempo para el diálogo tropiezan con la incomprensión o la pelea, mientras que la comunión surge en ausencia de palabras; en este caso, por los lazos que crea un pasado de experiencias desagradables comunes.
Si la persona representaba el liderazgo combativo contra el poder, ella representa el misticismo que lo trasciende. Vive confinada en el hospital como los demás, pero su alma frecuenta una realidad paralela plagada de voces que le cuentan el ser profundo de las cosas. Árnadóttir parece especialmente interesada en dar protagonismo a este personaje, al que decida cinco poemas con idéntico título; todos ellos marcados por ese proceso a caballo entre el trance extático y la crisis lunática. Ella (Hún):
«Las voces le decían / que era extremadamente bella / pero que otros no lo verían / que otros estarían ciegos a su belleza // le decían / que viviría en la infelicidad / pero que sería mejor para ella / así aprendería a valorar las cosas […] ella no se atrevía a pensar lo que pensaba / y aborrecía las voces de Insi»
Otro ejemplo:
«[…] su lastimera y dolorosa turbación / penetraba en los huesos del personal / la agarraban / la acunaban como a una niña // ella les hablaba del / mundo INSI / les hablaba de las voces // pero ellos no sabían […] si el caballo / estaba / muerto»
Ella oye unas voces que nadie más puede oír. Esa facultad parece concebirse como una suerte de poder; un poder que en su desenvolvimiento implica el sacrificio de su tenedor. Todo nos remite a la construcción arquetípica del redentor: un héroe, en el fondo, atribulado, a quien le gustaría entregar el testigo para sumirse en el anonimato, pero que está atrapado por un destino que no puede esquivar. El elemento social y colectivo de sus epifanías se acentúa por la omnipresencia del caballo negro:
«Una noche oyó ella otras voces // el olvido ha tejido una red / en la conciencia de la nación / agonizante / parece ahora el caballo negro / pues han vertido veneno / han vertido veneno / en el camino»
La imagen del olvido de la nación y del camino envenenado conecta directamente con las empleadas en el poema Caballo negro en la oscuridad. Las dos partes del libro difieren radicalmente en técnica y tono, pero la autora las hace converger hacia la unidad fundiendo el testimonio de ella con la voz del yo lírico de la primera parte; no sólo eso, abandona el tono trágico para filtrar, en el último poema, un rayo de esperanza colectiva:
«[…] ella volvió a oír / las nuevas voces: // El caballo negro / ve manos fuertes y diestras / desgarrando la red del olvido / y sabe que / su nación le saldrá al encuentro / en el páramo // y correrá con ella / hacia el día / hacia el resplandeciente — día azul»
Son estos últimos poemas nimbados por la presencia del caballo negro los que dotan de sentido a un conjunto de piezas inconexo hasta ese momento; y parece que ése es el punto al que Nína Björk Árnadóttir nos quiere llevar, el resurgimiento de la esperanza colectiva. No obstante, el empeño parece un ejercicio de voluntarismo, porque a lo largo del libro el dominio de las referencias a un tiempo perdido que se engalana con los rasgos del mito y la leyenda es abrumador; es decir, que el terreno sobre el que construir futuro no parece muy sólido.
Por otra parte la interpretación común de esta obra se realiza en clave de género, y esa visión omnicomprensiva queda eclipsada por el alegato feminista. Entiendo que ello se debe al conjunto de poemas testimoniales recogidos en la segunda parte; y ésta es cuestión que me parece merecedora de una pequeña digresión. No pretendo, en modo alguno, juzgar las intenciones de la autora; tan sólo exponer una perplejidad exegética. Es cierto que casi todos los personajes internos son mujeres; es cierto que el único varón es un maltratador; es cierto que muchas relatan sevicias horribles; es cierto que algunas de ellas denuncian el ejercicio del poder, asignándolo a los hombres. Todo ello es cierto. Pero colegir que el poemario debe interpretarse como denuncia de la situación de la mujer islandesa en los años setenta–ochenta, más aun, de la situación de la mujer a secas, en cualquier tiempo en cualquier lugar; y atribuir ésta a una abstracción represora, llámese hetero–patriarcado, cultura machista o de cualquier otra manera, carece de consistencia; máxime cuando esas abstracciones deben competir con la mención explícita, en más de una docena de poemas, de la acción y efectos devastadores de un poderosísimo disolvente de las relaciones sociales y agente de la desinhibición agresiva de las personas, cual es el alcohol.
En resumen, Caballo negro en la oscuridad es un poemario atípico, que se aleja, por forma y fondo, de la jurisdicción natural de la poesía; y lo hace, y ello es su principal virtud, transmitiendo una honda verdad lírica. Es una arquitectura de pavores recónditos y deseos ardientes como pórtico para alguna de las denuncias sociales más acres que se hayan plasmado en versos. Y todo ello al servicio de una esperanza redentora. Un buen poemario.
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[1]
Citas, de
Caballo negro en la oscuridad
(Trad. Rafael García Pérez), Madrid, Torremozas, 2018.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso; dos barras (//), un salto de estrofa; un guion bajo al principio de verso (_), una sangría izquierda del texto.
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