domingo, 31 de diciembre de 2017

V. LAS ARMAS Y LAS LETRAS. ANDRÉS TRAPIELLO (II)


ENLACE A LA PRIMERA PARTE

Entre los descubrimientos más gratos que ofrece la obra está el diplomático chileno Carlos Morla Lynch, que llega a España el año 1928 como secretario de la Embajada de Chile. Cuando estalla la guerra, el embajador Núñez Morgado abandona el país, y Morla queda al frente de una legación diplomática que, resistiendo las amenazas de asalto, da cobijo a más de dos mil almas; él personalmente recoge a refugiados en su domicilio, negocia canjes y demás afanes. Sus experiencias republicanas las vuelca en dos obras: En España con Federico García Lorca. Páginas de un diario íntimo, 1929–1936; y las propiamente bélicas en España sufre. Diarios de guerra en el Madrid republicano, 1936–1939.

Sin embargo por lo que más se pueden rastrear sus pasos es por sus desavenencias con Pablo Neruda, quien por aquellos años fue cónsul de Chile en Madrid, y le acusó de tener preferencia por los aristócratas como demandantes de asilo y de negarle a Miguel Hernández aquél que le hubiese salvado la vida. Cada cual puede prestar crédito según su gusto; pero el testimonio que deja de su antagonista es demoledor. Retrata a un Neruda mentiroso, egoísta e inicialmente despreocupado pero pronto empavorecido por el cariz de los acontecimientos. Conviene recordar, en este punto, que Neruda envió a su mujer y a su hija discapacitada a Barcelona, con la promesa de reunirse con ellas; promesa que nunca cumplió porque prefirió quedarse en Madrid con su amante, Delia del Carril. De aquel tiempo, Morla cuenta:

«Recibo una llamada de Pablo Neruda y Manolín Altolaguirre. Pablo es de un egoísmo y de un ensimismamiento abrumador, y si reconozco que es un gran poeta, es persona no poética. Llegan a casa. Se trata de un muchacho marino, en peligro, perseguido. Lo de siempre. Debo meterlo en casa o en la embajada, pero Pablo, él, con su consulado vacío… ¡Ah, no! No lo puede hacer. […] huye el gobierno a Valencia… Nos quedamos con nuestros refugiados, cuatrocientos, y que sea lo que Dios quiera… Pablo Neruda, aterrado, no pensando más que en sí mismo, cierra el consulado. Se va mañana temprano, por la carretera de Valencia, la única libre, con los Alberti, y Delia del Carril, naturalmente.» [18]

Interesantes también, por la nota pintoresquista, son las aventuras que protagonizan los Alberti y sus edecanes, encastillados en el palacio de los Heredia Spínola, en Madrid. De esta guisa los describe Morla, en los estertores de la parranda, sin ahorrarse un juicio mordaz:

«La habitación de María Teresa León es la de la marquesa. Duerme en una cama llena de cortinajes y pieles de armiño. Este es el comunismo. Los moradores tenían, sin embargo, caras largas ante el temor de que aquello durara poco.» [19]

Está claro que los Alberti, aparte de disfrutar de ciertas comodidades burguesas difíciles de conciliar con los ideales proletarios que decían defender, desplegaron por aquel tiempo una actividad frenética que Trapiello resume así:

«En esos meses los Alberti, que parecían disfrutar del don de la ubicuidad en frentes, ciudades y congresos, normalmente muy alejados de la primera línea, realizaron no pocos viajes: a París y Moscú, Barcelona y Valencia, sin contar sus colaboraciones en la prensa, su dedicación al traslado de los fondos del Museo del Prado, su secretaría de la Alianza, su dirección del Museo Romántico o la colaboración de Alberti con su mujer en la dirección del teatro La Zarzuela, donde se representaron algunos cuadros dramáticos de él mismo y su adaptación de la citada Numancia de Cervantes.» [20]

No resulta sorprendente la idea que Rafael Alberti conservó de aquella época. En fecha tan tardía como el año 1965, sobre una fotografía juvenil suya en que luce insignia de las Brigadas Internacionales y pecho aspado por correajes militares, tuvo el cuajo de escribir de su puño y letra la dedicatoria «Para Luba y Ehrenburg en la belle époque». [21] Repugnante. No es ya la inmadurez de un joven como Arconada, ni el desenfoque de un anciano sorprendido por una realidad brutal que sigue con mirada atónita. No; es la ensoñación de un cincuentón refractario a cualquier atisbo de realidad, que considera que una balacera con casi medio millón de muertos y fuente de odio secular entre compatriotas puede dignificarse como souvenir, porque a él le fue bien mientras duró… ¡lástima que acabara!

¡Cuán distinta fue la suerte de Federico García Lorca! Y es curioso porque no se caracterizó por el sectarismo sino justamente por lo contrario: ideológicamente promiscuo y de humanidad arrolladora; lo que hoy consideraríamos un demócrata íntegro. Fueron sus muestras de compromiso social abanderadas de la alegría, no del encono. Una breve semblanza de Trapiello:

«Al poco del triunfo del Frente Popular, Antonio Machado, Lorca y otros habían firmado el Manifiesto de la Unión Universal por la Paz. Eran meses de continuas proclamas, alineamientos y sufragios. Unos meses después Alberti, Altolaguirre y Lorca firmaron un nuevo manifiesto pidiendo la libertad para el dirigente comunista brasileño Luis Carlos Prestes, y algunas semanas después envió su adhesión al semanario Ayuda, publicado por el Socorro Rojo y dirigido por María Teresa León. También firmó otro manifiesto antifascista, y él, que se confesó en muchas ocasiones un hombre apartidista, declaraba a menudo que alguien como él solo podía ser “del partido de los pobres”.» [22]

Todos ellos son actos allegados al pensamiento de izquierdas que no sirven para acreditar ningún fanatismo; mas la facción estaba por simplificar el paisaje simplificando el paisanaje, y declaraciones más o menos inocuas antes de la guerra se convertían, arrancada ésta, en prueba de cargo y sentencia sumarísima. Visto el desenlace del caso, está claro que Lorca valoró erróneamente la situación cuando decidió trasladarse a Granada desde Madrid; posiblemente pesó mucho en ello el hecho de cultivar amistades íntimas en ambos bandos y el no tenerse por enemigo de nadie. Quedó patente que otros sí lo tenían por tal. El relato, por lo que tiene de administrativo, escalofría:

«Lorca dejó entonces su Huerta de San Vicente y pidió asilo al joven poeta Luis Rosales, hermano de conocidos falangistas de la ciudad, y falangista él mismo. Rosales incluso se ofreció a pasarle de zona. Lorca, una vez más preso de su destino, rehusó el ofrecimiento, convencido de que en casa de Rosales podría esperar hasta que pasase la tormenta, y se fue a vivir allí el día 9 de agosto. Lo detuvieron el 16. Luego, lo metieron en un coche y se lo llevaron a Víznar; allí, en compañía de otros tres detenidos, un maestro y dos banderilleros, pasó el poeta sus últimas horas. La madrugada del día 19 de agosto, los sacaron, los asesinaron a los cuatro, y enterraron sus cuerpos en un barranco.» [23]

Aunque escalofría todavía más pensar que este expediente se multiplicó por miles y miles; víctimas selladas en el olvido por su naturaleza anónima, en fosas sin más registro que el eco de la descarga que las propiciaba. Si llega hasta hoy el nombre de esta ignominia, es por la notoriedad del asesinado:

«Los nacionalistas comprendieron pronto su estúpido error y decidieron negarlo, y puede decirse que hasta 1975 el mismo Franco negaría cínicamente ese asesinato. Lo negó, desde luego, durante todo el primer año de guerra: “En Granada no han asesinado a ningún poeta”, dijo a un corresponsal extranjero en 1937, con toda la frialdad de la mentira, pero aprendió la lección, y firmó el indulto de Miguel Hernández cuando lo suplicó Sánchez Mazas.» [24]

Se me escapa el sentido de esta frase del general Franco. Puede que negara los hechos, a saber, que se hubiera dado muerte a un poeta. Puede que negara su calificación, a saber, que no lo considerara un asesinato sino una ejecución legal, en su universo de legalidad paralela. O quizás, en estampa de crítico literario, puede que no considerara poeta a Lorca. Como habitualmente me resulta arcano el designio del ciudadano común, no es de extrañar que no alcance a desentrañar el del tirano megalómano.

Saliéndonos del campo estrictamente literario, también hubo ocasión para pinceladas narrativas a cargo de periodistas como Manuel Chaves Nogales. Enemigo acérrimo de los totalitarismos que señoreaban la Europa del momento, se convenció desde un primer momento de que la suerte democrática de España estaba echada, y de que la guerra no podría alumbrar más que una u otra forma de tiranía. Parte de sus impresiones más lúcidas las volcó en el prólogo de su novela A sangre y fuego, publicada en Chile, en 1937:

«Yo era eso que los sociólogos llaman un “pequeño burgués liberal”, ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la aristocracia terrateniente […], ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista.» [25]

Me resulta emocionante su tono de derrota por lo que tiene de evocación de una realidad tangible. No se identifica la crispación del fanático que ve arruinada su particular quimera —ésa en la que indefectiblemente brotan ríos de leche y miel— sino la nostalgia del ciudadano escéptico que reconoce los defectos del sistema, sus márgenes de mejora y los obstáculos que la traban; entre los cuales, cómo no, está lidiar con los poderosos; es sabido: quien paga gaitero, elige tonada. Esa hondura de reflexión le acompañará en el diagnóstico del futuro inmediato de posguerra:

«El hombre que encarnará la España superviviente surgirá merced a esa terrible e ininteligente selección de guerra que hace sucumbir a los mejores […]. Sea el que fuere, para imponerse, para subsistir, tendrá, como primera providencia, que renegar del ideal que hoy lo tiene clavado en un parapeto con el fusil echado a la cara, dispuesto a morir y a matar. Sea quien fuere, será un traidor a la causa que hoy defiende.» [26]

Esa «ininteligente selección» es la que surge de un entorno tan letal que convierte cualquier virtud en un severo hándicap para la supervivencia. En cualquier caso, qué diferencia de espíritu entre el Chaves pequeñoburgués y el intelectual orgánico que representa Alberti, que se creía inmerso en la belle époque.

También encuentra Trapiello sitio para una de las figuras políticas más señeras e injustamente olvidadas de la República, Clara Campoamor. Volcada en la defensa de los derechos de la mujer, a su impulso se debió la ley de sufragio universal que le granjeó la animadversión de la izquierda. Entendían los partidos izquierdistas que las mujeres eran pieza de confesionario y vocacionalmente conservadoras, y por ello la culparon de la victoria radical–cedista en las elecciones de finales de 1933. No es necesario insistir en que el panorama no estaba para sutilezas jurídicas y que la universalidad de los derechos cedía ante el apetito de victoria. Por si esto no fuera suficiente, sus trabajos también contribuyeron a que se aprobase la ley de divorcio; es obvio que ello no sirvió para que la derecha ultra católica la convirtiese en santo de su devoción. Un buen ejemplo de la tercera España que no pudo ser; abandona Madrid para no engrosar la triste nómina de los muertos a manos milicianas, y cuando parte al exilio, unos falangistas la reconocen en el barco que la lleva camino de Italia e intentan asesinarla. Guatemala y Guatepeor.

Sus ideas sobre la contienda las plasma en un ensayo que ve la luz en Paris cuando aún falta mucho para conocerse el resultado, La révolution espagnole vue par une républicaine (1937). Lo primero que llama la atención de este libro es su título; la idea de revolución —Clara Campoamor vive la guerra en Madrid y ve cómo se conducen las huestes gubernamentales— plantea de inmediato una cuestión sobre la que tradicionalmente se ha pasado de puntillas, que no es otra que la solución de continuidad en la legitimidad gubernamental. Un régimen parlamentario no puede sobrevivir a un Parlamento que ya sólo opera como simulacro. En agosto de 1936, a la convocatoria de Cortes sólo acuden cien parlamentarios de cuatrocientos setenta; entre la mayoría de izquierda que sustenta al Gobierno, de doscientos sesenta faltan ciento sesenta. No extraña su conclusión:

«Si el porvenir trae la victoria triunfal de los ejércitos gubernamentales, ese triunfo no llevará a un régimen democrático, ya que los republicanos ya no cuentan en el grupo gubernamental. El triunfo de los gubernamentales será el de las masas proletarias, y al estar divididas esas masas, nuevas luchas decidirán si la hegemonía será para los socialistas, los comunistas o los anarcosindicalistas. Pero el resultado sólo puede significar la dictadura del proletariado, en detrimento de la República democrática.
»Si, como ya hemos indicado, las causas de la debilidad de los gubernamentales llevan a la victoria a los nacionalistas, estos habrán de empezar por instaurar un régimen que detenga los enfrentamientos internos y restablezca el orden. Ese régimen, lo suficientemente fuerte como para imponerse a todos, sólo puede ser una dictadura militar. Pero si la dictadura militar es una forma de gobierno fácil de imponer, es muy difícil salir de ella.»
[27]

Nada que ver con las fantasías orteguianas del totalitarismo salvífico del liberalismo y del liberalismo templador del totalitarismo; sino cruda profecía de una realidad en la que no encajan las extrañas simbiosis que dictan los deseos.

Con el traslado del Gobierno de la República a Valencia, terminará ésta convertida en el núcleo creador y emisor de cultura por antonomasia en territorio leal. Apunta Trapiello que la nota distintiva de la obra alumbrada en zona gubernamental es el relativo pluralismo en que aventaja a su némesis. Lo explica así:

«Resulta de gran evidencia que lo que diferenció, intelectual, literariamente ambas zonas, a la republicana y a la sublevada, fue ese talante liberal y crítico. Liberal, con todas las reservas que se quieran poner, pero gracias al cual se podían cuestionar posiciones consideradas ortodoxas, dominantes […]. Algo parecido en la zona nacional habría sido impensable; una sola crítica adversa de los poemas de Rosales, Pemán, Vivanco o Ridruejo, o de la novela de Foxá o de las teorías de Laín, habría significado para su autor represalias sin cuento. Aunque más significativo es ya que ni siquiera pudieron producirse […]. De ahí que no exageremos un ápice al sostener que mientras los nacionales militarizaron todas las ideas, los intelectuales republicanos conservaron en su mayor parte el carácter civil de su pensamiento y de su obra, al pairo de otras fuerzas preponderantes como los comunistas que ejercieron su poder cuando pudieron (con Nin o Robles, por ejemplo).» [28]

Aunque el autor se refiere a las polémicas sostenidas en la revista Hora de España (1937–1939), entre otros, por Rosa Chacel, Serrano Plaja, Luis Cernuda, José Renau y Ramón Gaya —que se atrevió a comparar los carteles del anterior con los anuncios de refrescos—, la última frase no es pequeña enmienda al conjunto del párrafo; un pluralismo de esas características sería hijo de la imposibilidad material de su extinción antes que del compromiso con principios ciudadanos homologables en una democracia digna de tal nombre. Y esa imposibilidad material es a su vez resultado de un pequeño detalle: las otras facciones gubernamentales también portaban armas. Cuando las circunstancias concretas desequilibraron el control del poder, no hubo talante liberal y crítico que valiese: los sucesos de mayo del 37 en Barcelona validan esta hipótesis. Un hecho aislado, como la ocupación de la sede de Telefónica por fuerzas de la FAI y del POUM, sirvió de excusa para que los comunistas —con la inestimable ayuda del NKWD que comandaban Lelaiev y Orlov desde la embajada soviética— se entregasen a uno de esos tajos en que su productividad laboral es legendaria, la purga. No nos engañemos, toda la retórica puesta a su servicio estuvo presidida por la idea de aniquilamiento. Estos hechos quedaron profusamente descritos por George Orwell en su obra Homenaje a Cataluña (1938); y todo apuntaba en la línea de que el equilibrio de fuerzas empezaba a desbalancearse y que la influencia comunista derivaría en hegemonía, también en las letras:

«El tono de El Mono Azul, por tanto, pudo ser incluso más extremo que el de muchas personas que componían su consejo de redacción, y a medida que pasaba la guerra, como también le ocurrió a la España republicana, su orientación se fue haciendo enteramente filocomunista, y las referencias admirativas hacia el “camarada Stalin” o el “camarada Dimitrov” empezaron a ser habituales en sus páginas, al tiempo que la mayor parte de sus colaboradores era de esa tendencia.» [29]

El mes de julio del 37, también en Valencia, se celebró el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en el que se dieron cita más de un centenar de autores provenientes de casi una treintena de países; todos ellos identificados con el antifascismo, aunque no necesariamente al tanto de las particularidades que tal causa revestía en España; lo apunta bien Trapiello:

«Es cierto que los responsables del congreso, Alberti y Bergamín, trataron de presentar a los republicanos cohesionados y unidos, pero a nadie se le escapa que por lo que luchaban los anarquistas, comunistas, republicanos o poumistas españoles no coincidía en todo momento ni en cada uno de los frentes ni en según qué regiones. Para los escritores extranjeros la causa republicana podía resumirse genéricamente como la causa del antifascismo.» [30]

Y es que a la Guerra Civil Española le cupo el discutible honor de ser la primera contienda mediática, cuyos progresos fueron seguidos con atención allende sus fronteras; baste con recordar que muchos extranjeros, ahora ya hermanados para siempre por la tierra en que vertieron su sangre, vieron ponerse el sol para siempre en la piel de toro.

Ambos bandos volcaron no pocas energías en la propaganda internacional; y en ese frente paralelo, la victoria de la República fue incontestable: «Solo en Inglaterra, 148 escritores e intelectuales colaboraron en una publicación, Authors Take Side of the Spanish War, que congregaba desde celebridades como Shaw, Wells o Pound hasta los más jóvenes». [31] En ocasiones sirve de consuelo ver cómo el juicio desajustado no fue patrimonio exclusivo de los escritores españoles, cuya capacidad de análisis es fácil de comprender que se viera embotada por las dimensiones de la brutalidad circundante, sino que también se extendió a extranjeros más o menos entregados al turismo de guerra; así Stephen Spender dirá:

«Dado que la zona de los combates en España era limitada y relativamente restringidos los métodos de guerra, las voces del individuo no quedaban apagadas, como quedaron en 1939, por la gran máquina militar y la propaganda. Tanto dentro como fuera de España, la Guerra Civil fue en cierto modo un importante debate y en él las tres grandes ideas políticas de nuestro tiempo (fascismo, comunismo y socialismo liberal) eran escuchadas y discutidas.» [32]

Todo el párrafo resulta estupefaciente. Sí; la Segunda Guerra Mundial fue un hito de barbarie difícilmente superable a cuyo lado todo palidece; pero hay que estar muy alienado pelando quisquillas a cientos de kilómetros del frente o ser un completo idiota para entender que la Guerra Civil Española fuese ocasión para debate alguno; salvo que concedamos al silbido de las balas alguna capacidad dialógica cuyo alcance se me escapa. Separados de estos tristes hechos por unas cuantas décadas y muchos kilómetros —por ejemplo, en Ruanda— los seres humanos hemos vuelto a demostrar lo diligentes que podemos llegar a ser ahogando voces con métodos de guerra aún más restringidos, a saber, azadas, cuchillos y machetes. Una estampa mucho más fiel a la realidad y moralmente digna es la que nos deja Simone Weil, a raíz de sus experiencias como miliciana en la Columna Durruti:

«Nunca nadie ni entre los españoles ni los franceses que estaban en España combatiendo o de visita […] habló de las matanzas inútiles con repulsa, disgusto o rechazo siquiera. Sí, es verdad que el miedo desempeña un papel importante en la carnicería […]. Mi teoría es que una vez que las autoridades temporales y espirituales han decidido que las vidas de ciertas personas carecen de valor, nada es tan natural en el hombre como matar. Tan pronto como los hombres saben que pueden matar sin temor a represalias, empiezan a matar, o al menos, animan a los asesinos con sonrisas de aprobación.» [33]

Quedan para el final Manuel y Antonio Machado por lo tuvieron de símbolo, de triste metáfora de guerra entre hermanos, y de partido asignado por el destino. La guerra sorprendió a Manuel en Burgos, a donde se había desplazado por motivos familiares. Su primera valoración de los acontecimientos fue un tanto frívola, llegando a ironizar sobre las similitudes de la sublevación militar con los pronunciamientos y carlistadas del XIX; no estaba el horno para tales bollos y acabó en el calabozo. Aprendería la lección; había llegado el momento de las adhesiones concluyentes y, como otros, a ellas cedió. De ahí a poeta del régimen, unos pasos, facilitados por el hecho de ser el más grande vate entre los de su facción.

Mucho más triste fue el final de su hermano Antonio. Leal a la República hasta el final, desplegó durante la guerra una ingente actividad plasmada en artículos, poemas y discursos, con los que correspondía a su magra asignación gubernamental. No me extenderé en el periplo devastador que lo lleva a Colliure porque es muy conocido; aunque hay dos notas que ignoraba y que me parecen reveladoras de su carácter. El primero es que muere en oficio de poeta, dejando tras de sí un enigmático verso alejandrino, apertura de un poema inconcluso: «Estos días azules y este sol de la infancia…»; [34] catorce sílabas que sirven de pórtico para el más amargo de los exilios, el del tiempo. El segundo es una forma muy particular y emotiva de evacuar la tristeza, a la que, pasados los años, podemos añadirle el valor del vaticinio:

«Quizá, después de todo, nunca aprendimos a hacer la guerra. Además, carecíamos de armamento. Pero no hay que juzgar a los españoles demasiado duramente. Esto es el final; cualquier día caerá Barcelona. Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado.» [35]

Y es imposible concluir este repaso sin una breve mención a don Manuel Azaña, a quien el autor dedica el último capítulo. Comparto plenamente el veredicto de Trapiello: de no ser por sus responsabilidades políticas, difícilmente habría llegado a nosotros su literatura; de modo mucho más acerbo —acrecentado hasta la injusticia por su animadversión personal— resumía don Miguel de Unamuno esta idea: «Cuidado con Azaña, es un escritor sin lectores y será capaz de hacer una revolución para tenerlos». [36] Dejando de lado sus manifiestos errores políticos, rozaría la canallada omitir a sabiendas un testimonio que acredita su talante conciliador y grandeza de espíritu, como el que se encierra en este emocionado discurso:

«Es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lectura y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón.» [37]

Termino con una confesión personal. España representa para mis creencias un permanente desafío; y es que siendo enemigo acérrimo del determinismo genético y del fatalismo geográfico, en pocos lugares del mundo puede uno encontrar personas mejor dotadas para guerrear con sus hermanos que entre los españoles. Parecen, las españolas, tierras sobre las que pesa una abominación bíblica, espacios idóneos para la errante sombra de Caín que inflama el verso machadiano. Un paseo por su Historia, siquiera somero como éste, sirve para que no se pueda desechar por exótica la idea de Ramón Gómez de la Serna, que señalaba período a esa pulsión suicida en una guerra civil cada cien años. Esto podría tranquilizar mucho a don Ramón, que acababa de pasar la suya y encontraba el horizonte del 2036 demasiado remoto; pero para los que aún no hemos “disfrutado” de la nuestra, sin que el exceso de canas o el defecto de pelo nos prive de aspirar a semejante almanaque, accidentes como ser español y vivir en España no son garantía de indemnidad sino más bien de inquietud. Máxime cuando uno comprueba con estupefacción cómo prosperan ideas disolventes como la reducción de la democracia al fetichismo de las urnas, la consideración de que la ley es un mero relato superable por la voluntad, que se puede hacer a un lado cuando disguste su tenor sin molestarse en derogarla o enmendarla; como la idea de que el concepto de ciudadano es absorbible por el concepto de pueblo; como la idea de que el diálogo no es el expediente que precede a la aprobación de las leyes sino el que sucede a su violación; y, cómo no, que la función del Gobierno no consiste en dirigir la política del Estado dentro del marco que brindan unas competencias regladas sino la libre interpretación del volksgeist. Todo muy exótico; especialmente si se tiene en cuenta que quienes propalan tan ilustradas teorías no son un cuadro de borrachos que mueve el cubito de hielo en un vaso de tubo semivacío; sino sujetos que han enchufado su cargador en el presupuesto público y se adornan con alguna de las más altas magistraturas del Estado. Todo muy tranquilizador.
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[18] Trapiello, Andrés. Las armas y las letras, Madrid, Círculo de Lectores SAU (por cortesía de Ediciones Destino), 2011, pg. 116.
[19] Ibidem, pg. 130.
[20] Ibidem, pg. 131.
[21] Ibidem, pg. 133.
[22] Ibidem, pg. 160.
[23] Ibidem, pg. 166.
[24] Ibidem, pg. 169.
[25] Ibidem, pg. 183.
[26] Ibidem, pg.186.
[27] Ibidem, pg. 191.
[28] Ibidem, pg. 239.
[29] Ibidem, pg. 87.
[30] Ibidem, pg. 379.
[31] Ibidem, pg. 361.
[32] Ibidem, pg. 363.
[33] Ibidem, pg. 368.
[34] Ibidem, pg. 465.
[35] Ibidem, pg. 463
[36] Ibidem, pg. 53.
[37] Ibidem, pg. 501.

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