domingo, 24 de diciembre de 2017

V. LAS ARMAS Y LAS LETRAS. ANDRÉS TRAPIELLO (I)


Esta entrada se dedica a un ensayo al que, pasados veinte años desde su publicación, no es exagerado calificar como clásico. Se mueven sus páginas a caballo entre la Literatura y la Historia, dando cuenta de las posiciones fundamentalmente políticas e ideológicas, pero también artísticas o tan sólo humanas, que tomaron o se vieron forzados a tomar los escritores e intelectuales atrapados por el colapso de la II República y la Guerra Civil Española. Sin duda su punto fuerte es que la erudición y vivacidad de relato saben conciliarse con la pausa lírica; la amplitud de espectro en la mirada y la capacidad para ahondar en el detalle son encomiables y entrañan, por momentos, un auténtico derroche de conocimiento. Vemos desfilar por sus episodios, junto a estrellas de relumbrón conocidas por todos, a personajes valleinclanescos sacados de la bohemia más oscura. No se trata, sin embargo, de un ejercicio escolástico encopetado que busca abrumar al lector con un aluvión de datos, sino de una obra que se lee con el gusto de una buena novela y que, con alguna visita al diccionario —lo que viene siempre muy bien—, se conduce con un español llano y vibrante.

No pretendo resumir en pocas líneas un libro de más de seiscientas páginas, sino animar a su lectura dando cuenta de lo que me resultó más interesante. La primera impresión es general y emocional: como me ocurre con todos los libros que guardan alguna relación con la Guerra Civil, la tristeza y el enervamiento de energías terminan adueñándose de mí. No resulta fácil digerir el fracaso de una experiencia democrática en la que muchos depositaron su anhelo de progreso; ni ver cómo instituciones que son el fruto de siglos de reflexión ilustrada se convierten en pedruscos, a cuyo pie el interés partidista busca hacer palanca para imponerse con total desprecio por las consecuencias; y ya metidos en faena, comprobar cómo el fanatismo más criminal alcanza el estatuto de la normalidad. La segunda impresión es más particular y reflexiva: la confirmación de que la intelectualidad del momento —con muy honrosas excepciones— no supo estar a la altura de las circunstancias.

El libro se organiza siguiendo un patrón muy particular, en que lo cronológico se mezcla con lo geográfico; el criterio para arracimar a los personajes no es tanto la afinidad ideológica como la mera coincidencia, en ocasiones fortuita, en el teatro de operaciones. En un primer momento, no obstante, es el enfoque generacional el que domina la foto fija que los retrata como a purasangres nerviosos en los cajones de salida, antes de desatarse las hostilidades; porque esa es la sensación que transmiten casi todos: la de vivir un modelo interino que a nadie satisface a la espera de su particular arcadia de promisión. Ese primer fogonazo generacional sirve para descartar la influencia política de los hombres del 98, que el autor resume así:

«Para ser político hay que ser optimista, parecerlo o fingirlo, y tener un fondo rousseauniano, y los del 98, de naturaleza nihilista y pesimista, no podían ser nunca políticos, porque los que no eran de la escuela de Hobbes, eran biznietos de Diderot, Montaigne, Nietzsche o Schopenhauer, en el mejor de los casos; en el peor, de Voltaire.» [1]

Carezco de argumentos para refutar esa explicación que hace descansar sobre el carácter y preferencias filosóficas de sus integrantes el papel secundario de la Generación del 98. No creo que el autor quiera decir con ello que fuese una generación apolítica. En absoluto; sino más bien que tenían una visión negativa de la política, en la que quizás pesase también la merma de energías que traen los años y el escepticismo fruto de dos experiencias políticas fallidas: la revolucionaria y la restauradora. Lo que no admite discusión es que por los años que transita el ensayo los primeros protagonistas son los hombres del 14, muchos de ellos integrantes de la Agrupación al Servicio de la República —organización de raíz no revolucionaria pero sí abiertamente antimonárquica— y quienes rematan con entusiasmo la faena son los jóvenes de la Generación del 27.

Por muy trágico que fuese el desenlace, las desavenencias no surgieron de modo inmediato. También hubo, en lo literario, una tierra común que por desgracia tardó poco en convertirse en tierra de nadie. Entre las publicaciones, la más relevante del amanecer republicano fue La Gaceta Literaria (1927–1932); en ella participaron con frecuencia los escritores del 27, dejando puente tendido al encuentro intergeneracional, pues entre sus páginas es fácil toparse con firmas del 98; y en menor medida del 14, más devotas, éstas, de la revista España y de la Revista de Occidente, fundada por Ortega y Gasset. Clarificador testimonio de cómo avanzaban las ideas de enfrentamiento en detrimento del pensamiento liberal es un texto publicado en La Gaceta Literaria en fecha tan temprana como el día 1 de enero de 1928, firmado por César Arconada, quien con el venir de los tiempos terminaría siendo un fervoroso comunista:

«Ante todo es necesario sentar este principio: en el momento actual los que se llaman liberales son los retrasados, los reaccionarios […]. Violencia. Lucha. Arte Nuevo, al fin […]. Un joven puede ser comunista, fascista, cualquier cosa, menos tener ideas liberales. Para un joven nada más absurdo, más incomprensible, más retrógrado, que las ideas políticas de un doctor Marañón, de un Castrovido. Los jóvenes queremos para la política, como hemos querido para el arte, las ideas actuales, de hoy, con el perfil y el carácter de nuestra época. Pretender que todavía nos sirvan las viejas ideas liberales es tan absurdo como pretender que las viejas chisteras sirven para jugar al fútbol.» [2]

Categorizaciones y principios, esos atrevimientos de juventud considerada valor primario. De no ser por la riada de sangre en que desembocaron tales planteamientos, destila su discurso una jovialidad adolescente conmovedora. No nos engañemos: el tigre pintado con trazos naíf también tiene garras y muerde. Es la suya una repulsa, mitad estética, mitad orgánica, llamada a un alineamiento intercambiable: ¿comunismo o fascismo? Qué más da; lo que reclame el momento. Es, en suma, un bonito ejercicio de adanismo, de pies desnudos pisando tierra recién descubierta. Pasados tantos años, chocan la necesidad de ser justos con esas palabras —necesidad acentuada por el hecho de jugar con la ventaja de conocer el resultado— y el imperativo que dicta la prudencia más elemental, que aconseja no tensar en demasía las costuras de la sociedad: el progreso de esa cosmovisión aniquila el espacio ciudadano y ahoga toda política. En esa labor de voladura de puentes los extremismos se dan la mano por debajo del tablero:

«La tercera España empezaba su retirada. “Todo español que no consiga situarse con la debida grandeza ante los hechos que se avecinan, está obligado a desalojar las primeras filas y permitir que las ocupen falanges animosas y firmes”, había dicho Ledesma en La conquista del Estado [3]

Habida cuenta de que el último número de La Conquista del Estado se publicó el 24 de octubre de 1931, podemos fechar este discurso inflamado dentro del corto período de seis meses desde la proclamación de la II República. Una perfecta contribución a la profecía autocumplida. Todo es un exceso: la estigmatización de la prudencia, la apología de las gónadas. Constitucionalismo muscular; la guerra como deporte. Es muy certero el diagnóstico del autor:

«[…] nadie quería una España liberal, moderada y laica, porque le había llegado la hora a una España que, más que republicana y demócrata, tenía que ser fascista o comunista.
»Antes de la catástrofe, antes de que se oyera la voz de Ortega en España con un apodíctico “no es esto, no es esto”, que condenaba a la República en una frase y le pasaba a él a la reserva, antes se vivió la euforia del nuevo régimen, por el que todos lucharon y del que todo se esperaba. Puede decirse, incluso, que todos, hasta las derechas, a excepción de los monárquicos y tradicionalistas, fueron republicanos el 14 de abril de 1931.» [4]

Hay en todo este arranque un regusto de maldición bíblica, de dios implacable que niega a sus hijos dilectos la entrada en la tierra prometida; en realidad, era ficción. No esperaba la tierra prometida sino la tierra de la sangre, la tierra de los hijos animosos que reclamaba Ramiro Ledesma:

«La Gaceta Literaria terminaba cuando empezaba la República. En cierto modo, acababa la literatura y se daba paso a revistas enteramente políticas, como La Conquista del Estado o Arriba, o muy politizadas e ideologizadas como Octubre o Nueva Cultura. Las voces, más juiciosas sin duda, más sopesadas, de la vieja Revista de Occidente o de Cruz y Raya (en las que se publicaron no obstante un gran número de ensayos políticos), empezaban a ser inaudibles frente a un mar cada día más embravecido. Y en este corto período que va de 1931 a 1936, el de la República, los españoles más jóvenes empezaron a pensar en España en términos de victoria, o sea, de guerra civil. O sea, de fracaso.» [5]

Como se ha dicho, la organización del libro depende más de lo geográfico que de lo ideológico, o mejor dicho, lo ideológico cobra notoriedad arraigando en lo geográfico. Los capítulos sobrevuelan los diferentes feudos republicanos y sublevados, y por ellos pasean, o en ellos están atrapados —que de todo hay—, los protagonistas de la historia. Así se nos retratan el Madrid de la resistencia antifascista y de las checas, la Pamplona del cura Yzurdiaga y su revista Jerarqvía, la Valencia gubernamental y del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, el virreinato sevillano de Queipo, la Barcelona de la diáspora, el Burgos faccioso, el exilio parisiense, la Salamanca del Cuartel General. Y en ésta última, la figura enorme de don Miguel de Unamuno.

Entre las adhesiones a los sublevados, ninguna fue motivo de tanto regocijo para ellos como la de don Miguel de Unamuno; un intelectual de semejante talla respaldando sus posiciones representaba todo un aldabonazo y refutaba la idea de que la República monopolizaba los principios del conocimiento, el pensamiento y la cultura, frente a un barbarismo refractario a toda ilustración. Sin embargo, no era don Miguel hombre acomodaticio dispuesto a renunciar a la crítica y la búsqueda de la verdad. Si tomó partido por los sublevados, fue por considerar que la deriva anarquizante de la República era irreversible, y que la única vía para el restablecimiento del orden y la regeneración nacional pasaba por la intervención militar. Conocer de primera mano los usos criminales de sus patrocinados, nos lleva al Paraninfo de la Universidad de Salamanca, en el día 12 de octubre de 1936, y a uno de los discursos más valientes que jamás haya pronunciado español alguno. De éste —cuya lectura íntegra recomiendo— entresaco la réplica al desbarre del general Millán Astray. Entiéndase que no fue un parlamento continuo sino jalonado por múltiples interrupciones, insultos y abucheos de follones exaltados dispuestos a lincharlo allí mismo:

«Acabo de oír el grito necrófilo y sin sentido de ¡Viva la Muerte! Esto me suena lo mismo que ¡Muera la vida! Y yo, que me he pasado la vida creando paradojas que provocaron el enojo de los que no las comprendieron, he de decirles, como autoridad en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Puesto que fue proclamada en homenaje al último orador, entiendo que fue dirigida a él […] El general Millán Astray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma […]. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre (no un superhombre) viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como dije, que carezca de esa superioridad del espíritu, suele sentirse aliviado viendo cómo aumenta el número de mutilados alrededor de él […]. El general Millán quisiera crear una España nueva (creación negativa sin duda) según su propia imagen. Y por ello, desearía ver a España mutilada, como inconscientemente dio a entender […]. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir, necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España. He dicho.» [6]

Dos cosas llaman la atención en este discurso. La primera es la valentía; quizás pueda parecer una tontería retrógrada, pero soy de ese género de personas a quienes la contemplación de un hombre valiente que encara su suerte aún las emociona. Durante la guerra civil, muchos fueron los españoles que pagaron sus ideas con la vida, pero fueron pocos quienes la arriesgaron en el acto mismo de expresarse en un entorno hostil. La segunda es la superación del pensamiento por la realidad. Bastante antes de que sonase la primera descarga de fusilería, España se había inmunizado contra la razón y el derecho. Quizás por desfase generacional, Unamuno parece no enterarse de que ya se había perdido toda posibilidad de convicción, si alguna vez la había habido: recordemos las palabras del embravecido Arconada.

Una buena muestra de romanticismo mal avecindado con la realidad la exhibe, triste y premonitoriamente, en un artículo del año 1934:

«No cabe participar en una guerra civil sin sentir la justificación de los dos bandos en lucha; como quien no sienta la justicia de su adversario —por llevarlo dentro de sí— no puede sentir su propia justicia.» [7]

Quizás lo que don Miguel quería decir es lo que, con más pausa para la reflexión, cuenta en una carta dirigida al escultor Quintín de la Torre, en la que refiere el episodio del paraninfo de la Universidad, escrita ya bajo arresto domiciliario, poco antes de su muerte:

«Yo dije aquí, y el general Franco me lo tomó y reprodujo, que lo que hay que salvar en España es la civilización occidental cristiana. Lo ratifico. Pero desgraciadamente no se están empleando para ello métodos civilizados ni occidentales ni menos cristianos.» [8]

Por esas fechas Unamuno fue un buen ejemplo de cuán caprichosa puede llegar a ser la lotería de Babilonia. Su defección de la República significó que Azaña lo destituyese de todos sus cargos, incluida la rectoría vitalicia de la Universidad de Salamanca. En premio por su apoyo a la causa nacionalista, el general Cabanellas, presidente de la Junta de Defensa Nacional, lo restituye en todos ellos. Diez días después del encontronazo con Millán Astray, el general Franco encuentra tiempo para estampar su firma en un decreto que lo depone definitivamente. Independencia intelectual y guerra, agua y aceite; es sabido.

Otras figuras que también se dejaron caer por el feudo salmantino fueron Ernesto Giménez Caballero y Agustín de Foxá. El primero, fundador de La Gaceta Literaria, se mostró fiel al apetito de vanguardia por el que clamaba Arconada, y terminó evolucionando hacia posiciones de neto fascismo. Ya ha quedado explicado: lo moderno mandaba. Aunque menos encuadrable en el apetito de modernidad y más en el de pura extravagancia fue su posterior evolución. En fecha tan reciente como el 23 de mayo de 1979, bien ingresado en sus años provectos, se puede exhumar una entrevista suya publicada en el diario El País en la que declaraba: «Yo no me arrepiento de haber sido fundador de las Juventudes Socialistas, de haber sido fascista, vanguardista y de estar hoy de vuelta al anarcosindicalismo». [9] Todo un personaje; como se dice en estos casos, de la revolución a la reacción sin parar en la moderación; o viceversa, que también vale.

Agustín de Foxá, hoy apenas conocido, fue en aquellos tiempos escritor muy celebrado por el franquismo. Autor de la que se consideró la primera obra maestra del movimiento, Madrid de Corte a Checa (Salamanca, Jerarqvía, 1938), ocupó sus días, aparte de la literatura, con la diplomacia y el espionaje. Cualquiera que se moleste en buscar fotos suyas verá la estampa de un hombre sonriente y bonachón, cuyas formas pícnicas parecen inhábiles para cualquier rapto enajenado; un ejemplo de que las intuiciones lombrosianas no son fuente de un saber muy cualificado, y de que todos tenemos nuestro momento; aquí uno suyo:

«La nueva España afirmativa, ofensiva, violenta, respeta mil veces más a los rojos que nos combaten cara a cara que a ti, pálido desertor de las dos Españas, híbrido como las mulas, infecundo y miserable.» [10]

Como vemos, todo muy templado; eterno aprecio por la categorización, por el esquematismo mental; por la simplificación, en suma. Destaca Trapiello, con razón, los rasgos esquizoides que exhibe la literatura fascista: en ella la naturaleza intimista y nostálgica de las obras de pura creación convive con la extrema violencia de los textos políticos.

Saltar las líneas y visitar la otra facción en lid es encontrarse un panorama similar; aunque con matices: nunca fue tan homogéneo. La postura de un Miguel de Unamuno sería única y, no nos engañemos, apenas si traspasó los muros de la Academia. Jamás se consintió por los sublevados la publicación de texto alguno que desdibujase la versión oficial. No obstante fueron muchos quienes justificaron las tropelías republicanas bien atribuyéndoselas a bandas de incontrolados —la cuantía de las víctimas y el cartesianismo de los victimarios lleva a pensar que nos encontramos en presencia de una rara variante de incontrolado, caracterizada por actuar con gran control—, bien dándoles un barniz de legitimidad. Quizás se dieron en Madrid los mejores ejemplos de ello:

«La inteligencia tenía que ser también combatiente —nos dirá María Zambrano—. La inteligencia vistió ese traje sencillo de la guerra, ese uniforme espontáneo del ejército popular. Todavía hay quien se extraña. Pero convendría recordarles que en los días del nacimiento de la razón, cuando en Grecia, con maravillosa y fragante intuición, se quiso representar a la diosa de la sabiduría, Palas Atenea, se la vistió con casco, lanza y escudo. La razón nació armada, combatiente.
»Todo, hasta los errores, se realiza bajo el imperio de la necesidad.» [11]

Es lo que tenían los tiempos, que también daban para la proliferación de metáforas bizarras de inspiración grecolatina… y eufemismos donde “error” suplía con prestancia a “crimen”. No debió de parecerles muy convincente su alegato a quienes, en el seno de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, acusaron a María Zambrano de fascista, habida cuenta de su amistad con José Antonio y con Alfonso García Valdecasas, cofundador de Falange Española; acusaciones por las que hubo de poner océano de por medio yéndose a Chile una temporada. Bromas, pocas. Algo parecido se dijo de José Ortega y Gasset, quien alegó coacciones en su firma del manifiesto aliancista en apoyo a la República; aunque versiones sobre ese particular hay para todos los gustos:

«Fue entonces cuando empezó a decirse en los periódicos que la filosofía de Ortega, quien había intentado ya la creación de un vasto Partido Nacional en la República, había señalado el camino al fascismo y que entre sus secuaces se encontraba el mismo José Antonio Primo de Rivera, lo cual no era falso en absoluto […]. Que se denunciase a Ortega como mentor del falangismo era una invitación para que alguien se tomase la justicia por su mano. En agosto de 1936 Julián Besteiro puso al corriente a Ortega, al parecer, de que había gentes que iban a asesinarle, y Ortega, providencialmente, consiguió huir, vía Valencia, llegar a Marsella, y de aquí pasar, después de un mes y medio en Grenoble, a París. Al poco tiempo fue destituido de su cátedra en Madrid. Con todo, corrió mejor suerte que el republicano Melquíades Álvarez, a quien sí asesinaron por esos días en Madrid.» [12]

Tiempo después, repudiada definitivamente la República, expresará de modo concluyente su punto de vista:

«El totalitarismo salvará al liberalismo destiñendo sobre él, depurándole, y gracias a ello veremos pronto a un nuevo liberalismo templar los regímenes autoritarios.» [13]

Si un yerro de juicio de tal calibre siempre sorprende, viniendo de uno de los más grandes pensadores españoles de todos los tiempos no sorprende; empuja a un estado narcótico. Nada resulta comprensible; lo menos, dentro de la nada, el adverbio: ¿pronto? Si la primera persona del plural sirve para integrarse en un sujeto inmemorial, un nosotros que puede transitar sin merma las generaciones, no debería preocuparse don José por el resultado de la guerra, pues hasta el comunismo más sañudo vendría con fecha de caducidad, fuera ésta cifrada en años, décadas o generaciones. ¿Qué quiere decir con desteñir? Porque a fuerza de aplicar lejía no es que se vayan los colores, es que se descompone el paño. No se sabe si el desenfoque es resultado del bloqueo que induce la barahúnda o del cálculo de posguerra que aconsejaba prudencia en el juicio sobre los sublevados. Prefiero aferrarme a la primera hipótesis. Lo resume Trapiello de modo elegante:

«El drama de Ortega, como el de otros, fue ser liberal en un mundo que no aceptaba los liberalismos, obligado, por tanto, a elegir un campo de batalla, cuando ninguno se acomodaba a sus ideas, y, por supuesto, ninguno placía a su naturaleza pacífica, escolástica y especulativa.» [14]

¿Por qué será que al final son los personajes tachados de huraños, de difíciles y aun de elitistas —lo que en una guerra donde la retórica de clase fue munición de curso común, y un marbete de esa guisa bien podía llevarle a uno a visitar un paredón sin billete de retorno— quienes transmiten una imagen más humana y real de la barbarie? Léanse, si no, las sufrientes palabras de Juan Ramón Jiménez en referencia a los poetas de guerra, turistas de frente y demás laya:

«Yo creo que un hombre fuerte todavía, si tiene vocación peleona, debe pelear con los que pelean sin vocación y a la fuerza. Si no, debe quitarse de en medio y no estorbar. No debe ver y llevar a los extranjeros a que vean, como turistas, la guerra y la cuenten como teatro; no debe celebrar con banquetes los triunfos de la muerte; debe alejarse, hacer lo que pueda por todos sin mermarle pan y abrigo ni lugar al que lo hace todo.
»La poesía de la guerra no se escribe, y sobre todo no se escribe desde lejos, se realiza. Poeta de la guerra es el que sufre de veras en la ciudad o el campo, no el que se desgañita en un refugio seguro y cree en la eficacia de su jemido y su llanto resguardado.»
[15]

O aquéllas en que da cuenta de su compromiso inquebrantable con la República; mejor dicho, con el ideal de la República que está más allá de los hombres que la guardan:

«La poesía, como todo lo esencial, es eterna, no se modifica con las circunstancias […]. Hay casos tristes, como el de España, en el que el poeta libre pierde su fe y no sabe qué hacer, si ha visto lo que ha visto de un lado y otro. Pero puede alejarse de las personas, nunca de su ideal, y dará por él todo, su hogar, su trabajo, su vida si es preciso, antes de claudicar.» [16]

Es ese compromiso irrenunciable con el ideal el que lo llevó, estando ya en el exilio portorriqueño, a negarle el saludo a Segundo Serrano Poncela, delegado de Orden Público en Madrid de la Junta de Defensa y firmante de más de una de esas sacas de presos que daban en la fosa común, y al que despachó con la conocida frase «Yo no me he exiliado para darle la mano a un asesino»; [17] suficiente testimonio para acreditar su probidad y vergüenza. Muchos Juan Ramón hubieran sido menester; pero por desgracia sólo hubo uno.

ENLACE A LA SEGUNDA PARTE
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[1] Trapiello, Andrés. Las armas y las letras, Madrid, Círculo de Lectores SAU (por cortesía de Ediciones Destino), 2011, pg. 32.
[2] Ibidem, pg. 39.
[3] Ibidem, pg. 40.
[4] Ibidem, pg.43.
[5] Ibidem, pg. 45.
[6] Ibidem, pg. 56.
[7] Ibidem, pg. 58.
[8] Ibidem, pg. 59.
[9] www.elpais.com.
[10] Trapiello, Andrés. Op. Cit., pg. 76.
[11] Ibidem, pg. 83.
[12] Ibidem, pg. 91.
[13] Ibidem, pg. 95.
[14] Ibidem, pg. 97.
[15] Ibidem, pg. 105.
[16] Ibidem.
[17] Ibidem, pg. 556.

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