domingo, 15 de octubre de 2017

IV. 317 KILÓMETROS Y DOS SALIDAS DE EMERGENCIA. LORETO SESMA


No descubro nada nuevo si afirmo que la poesía es el género literario más conectado con el sentimiento, el que fuerza los límites de lo racional con un ariete más agudo. Si la crítica nunca es labor que consista en buscar el costurero, desenrollar la cinta métrica y acreditar unas medidas, cuando recae sobre un poemario tiene tanto de objetivo como su objeto. Digámoslo claro: no hay contorno que medir; todo puede ser o no ser. Y es en esa potencia pura donde se deja sentir el talento y oficio del poeta, su capacidad para crear —quizás debería decir recrear— un puente simbólico que facilite al lector un fundido con la universalidad a partir de su experiencia, un salto de la vicisitud individual a la general, que importa siempre más un fogonazo intuitivo que un despliegue de lógica inductiva.

He de reconocer —lo hago sin vergüenza alguna— que no soy un ávido lector de poesía; si me apuran, ni siquiera de literatura, lo que no deja de ser un homenaje a la conciencia disociada si atendemos al título de este blog. Sin embargo, he desarrollado con los años una cierta habilidad para detectar algunos atajos fraudulentos que se emplean de ordinario para forzar la conexión empática con el lector más distraído. Me serviré de un ejemplo para hacerme entender. Se cuenta que en una entrevista preguntaron a Orson Welles cuáles eran sus tres directores de cine favoritos, y que éste respondió repitiendo tres veces John Ford. Si tuviese que elegir mis tres poetas favoritos, no dudaría un segundo en decir Francisco de Quevedo y Villegas; algo así como León, Quintero y Quiroga, pero en un solo fulano y con más mala hostia. Ahora bien, una cosa es la admiración por el derroche permanente de talento quevedesco, y otra bien distinta es que levite en trance extático porque un poeta cuele de rondón en uno de sus versos una cita del Amor constante más allá de la muerte; antes al contrario, aumentan exponencialmente las posibilidades de que me irrite. Acepto el influjo —¡como si en el siglo XXI alimentarse del éter fuese una opción poética! — pero tomo su declaración explícita como confesión de parte, como apelación al magisterio ajeno para engrandecimiento de lo que se sabe mostrenco, e invitación al lector para que sea éste quien complete con acervo propio lo que el autor no ha sabido o podido decir. Es un guiño de complicidad tramposa, un «ya sabes de lo que te hablo», un «somos pandilla». Quien quiera trabar ese vínculo, muy legítimo por otra parte, que busque cómo recrear con sus palabras y con su experiencia la emoción que se encierra en él, y cómo el amor, en el caso que he puesto de ejemplo, puede desbordar la ley severa.

Me demoro en esta introducción porque el poemario 317 Kilómetros y una salida de emergencia que nos propone doña Loreto Sesma es, en lo sustancial, un enorme banderín de enganche emocional para adolescentes con prurito de pertenencia indie. Por algún motivo que se me escapa, el libro se divide en cinco partes: Trayecto, Áreas de Servicio, Gasolineras y Un Mechero en La Mano, Ciudades, y Destino (Beso Final y Despedida). Y digo que se me escapa porque el grueso de los poemas es monótono, dominado por la misma temática, perspectiva y desarrollo narrativo; sólo desmarcándose de esta planitud la tercera parte, integrada por una suerte de greguerías que abundan en las mismas obsesiones, pero que al menos se aligeran de anecdotario e intentan algún retruécano o paradoja no siempre desatinados. Fuera de ese efímero arranque de concisión, Sesma se demora en poemas agotadores —de los sesenta y cinco que forman la colección, casi cuarenta tienen más de treinta versos— en los que da muestra cumplida de su adscripción a las poéticas de la experiencia, brindando un catálogo de amores imposibles y sobreactuados.

Quizás para agravar la sensación de bucle, la primera parte del poemario, Trayecto, que es mayor que todas las otras juntas, da el mismo título a todos los poemas, Kilómetro, para a continuación bautizarlos con el agua bendita que deja caer sobre sus líneas desde las pilas de la modernidad musical más autorizada. Es en estas citas donde vemos desfilar ordenadamente a las huestes del pop–rock–indie, en fiel acatamiento de la verdad revelada por los popes de Radio 3 para quienes aspiren a ser aceptados en el reino de la neocultura con mayúsculas. Por allí andan Vázquez, Pereza, Oscar Isaak, Love of Lesbian, La Maravillosa Orquesta del Alcohol, Guasones, Miss Caffeína, Russian Red, Nacho Vegas, Carlos Sadness, Diego Ojeda, La Habitación Roja, Niños Mutantes y, cómo no, Vetusta Morla; aderezados con alguna pincelada flamenca o clásica del estilo de Marea, Joaquín Sabina, Antonio Vega o The Rolling Stones.

El tema recurrente del poemario es la pareja; casi todos los episodios giran sobre ella, en una construcción vocativa que no deja en ningún momento de interpelar a un tú que se funde con el lector. La visión del amor que se filtra a través de estos versos es cuando menos particular, porque se mezclan la tradicional hipérbole amorosa con una especie de construcción épica que surge de imaginarse una sociedad opresiva, empecinada en arruinar tanta pasión; véase, por ejemplo, el poema que se abre con la cita de la canción No Me Salves, de Vanessa Martín:

«Nos vieron soñar / y hacerlo realidad después, / cómo no iban a querer destrozarnos. // Nos vieron desnudarnos, / quitarnos la ropa / y las armas, / cómo no iban a querer atacarnos. […] Así es como empezó la guerra, / dos ventrículos luchando por no cesar el baile. / Y mientras, / un amor desangrándose. […] Me protejo porque un enjambre / de abejas / con forma de mentira quieren atacarme. // Y porque nadie, / absolutamente nadie, / se merece mi sangre. // Ni mi muerte.» [1]

La pareja es la pureza; la sociedad, la vileza: una arcadia rousseauniana que, paradójicamente, genera su propia tensión interna y se aboca al fracaso, nada menos que a la muerte espiritual. Pero hay un premio de consolación: la medalla a la valentía. Respecto de qué se predique esa valentía es cuestión más bien neblinosa; canción El Día Que No Pueda Más, de Pereza:

«Al principio / pensábamos que lo nuestro sería un affaire / un amor de backstage. / Que todo Madrid estaría pendiente / de tu boca abierta / silenciosa […] Pero algo quedará / de este amor a quemarropa / de esta intensidad de rugir de venas / de esta inyección de vida. / Quedarán / la ceniza / las ruinas / el cementerio. […] seremos nosotros los que llevemos flores / a la tumba de este amor / que nos salió caro / y nos llevó a la muerte // Y no lo dudes, cielo, / que seremos los más valientes del cementerio.» [2]

Dejando de lado que haya una conciencia de affaire y una localización de backstage que nos remiten al entorno emocional de los groupies, destaca el ataque de importancia que resulta de creerse el blanco de la atención de toda la ciudad, como si en el siglo XXI a ciudadanos curtidos por la televisión basura les importasen un ardite los amoríos de alguien de carne y hueso. La hostilidad ambiental no parece más que una coartada oportunista para eludir la responsabilidad propia.

Y una vez más el locus amoenus que forja la intimidad amorosa. En esencia, no es más que el amor visto como potencia sublimadora del subdesarrollo; la pureza que vive encapsulada en precario por las amenazas cibernéticas, los balances contables y la aceleración del tiempo, adornada por unos arpegios en paradoja que resultan imposibles de seguir. Poema El Despegue:

«[…] Porque lo que me gustaría pedir // es que todos los relojes del mundo se pararan por un segundo / y las pantallas se apagasen / para poder mirarnos a los ojos / sonreírnos / y decirnos todo lo que nos está estallando dentro. // Toda esa dinamita que no nos deja bailar con la vida / y nos obliga a cronometrar lo tarde que llegamos al trabajo / lo que marcan las cuentas en el banco / cada atraco que no hemos planeado a la boca / de quien nos hizo salir un día de una bancarrota de esperanzas. […]»

Se supone que quien tiene palabras en la boca tan virtuosas como para hacernos salir de una bancarrota de esperanzas es algo así como un taumaturgo proveedor de sentido, quizás un poeta tejedor de sortilegios; entonces, ¿por qué atracarlo en lugar de escucharlo con atención? ¿Quizás para apoderarnos de su sapiencia? ¿Dónde está entonces la fuente de opresión? Todo es moralmente confuso.

Pero el tipo de construcciones que parecen predilectas de Sesma son las que se evacúan por los colectores del malditismo beatnik. En estos poemas, el amor no es el hontanar de angustia y zozobra que hemos visto tradicionalmente en la lírica del querer. No; prefiere precipitarse por la tolva emocional, desembocar en los bajos fondos y, allí, reventar en una explosión gore. Canción Pongamos Que Hablo de Madrid, de Joaquín Sabina:

«Hace frío, / llevo copas de más / y Madrid me está pidiendo que le dé un abrazo. […] Cuando el primer chupito araña mi garganta / voy al baño a desgarrarme mis esquemas / e intento colocar los cimientos / uno / a / uno / como estaban antes de que aparecieras. […] Nunca he sido partidaria de ver el amor / como un juego / en el que uno gana y otro pierde. / Siempre lo he visto como una lucha / en la que dos personas se ganan, / para luego perderse. […]»

Vaya, por fin un diagnóstico más conectado con los hechos, siquiera sea a medias. El conflicto no es exógeno, con hipocentro en una sociedad malosa presta al cuchicheo y a enriscar el dedo acusador, sino que compromete a los amantes. En esa misma línea argumental, aunque acelerando la espiral armamentística, está el poema con cita de Diego Ojeda, canción 11 Meses:

«[…] Me he limado los dientes, / pintado los labios / y he salido a comerme por ti este mundo. / Envenenado. / Un amor con llagas en la piel, / con la pistola en la sien / y continuamente a prueba. […] Ese fue mi único error / quererte sin prepararme para la guerra. / Nunca pensé que la luz al final del túnel, / salir de ahí, / era acabar en la selva. / La ley del más fuerte / no es la mía. […]»

Si no lo he entendido mal, el poema es expresión de una frustración en bucle: el mundo está envenenado; se deposita en el amor la esperanza de liberación de las cadenas mundanas, pero el amor también resulta litigioso. Descubrimos a nuestro pesar que los documentales de la 2 en que aparecen esos indígenas tan sonrientes son una engañifa, y que a través de la pantalla no se filtra el olor repulsivo del guano; es decir, que el par dialéctico civilización–naturaleza está mal conformado.

Para ilustrar la querencia que siente la autora por las pistolas, los explosivos, los chupitos aguardentosos, los recovecos internos de la anatomía humana, sangre y demás fluidos, nada mejor que mirar bajo la canción Los días No Vividos, de Love of Lesbian:

«[…] Anochece en Madrid / y tú juegas a perder vidas en vasos sin fondo, / qué manía tienes de meter el dedo hondo en la llaga, / dejarlo sangrar / y luego apenarte de tus heridas de perro callejero. // A ver si aprendes que vivir, / no es tanto eso de desgastar la piel en el asfalto, / ni dejarte el esófago en los lavabos del bar, / romper tabiques en suelos, / comerte bocas con sabor a ron. […] Vivir es entrar al incendio / sin buscar dónde está la salida de emergencia, / es coger el avión a ninguna parte, / es llegar a la gasolinera con un mechero en la mano / y saltarlo / todo / por los aires.»

Dejando de lado el sintagma preposicional tabiques en suelos, cuyo significado desafía mis conocimientos de albañilería, lo que más me gusta del poema es el concepto de magisterio y progresión moral que maneja la autora, a saber: sentado que la vida no es dejarse el esófago en los lavabos de los bares, ni comerse bocas con sabor a ron —cosas ambas contraindicadas por la OMS y agentes potenciales de halitosis—, pasamos a una alternativa vitalmente saludable que consiste en coger aviones a ninguna parte y plantarse en las gasolineras con un mechero en la mano para mandarlo todo a tomar por el culo. Si no es genial, se le parece.

Pero no todo es pareja, también hay lugar para el calor de la amistad. Ya nos ha quedado claro que la sociedad es fuente de desasosiego, de aceleración temporal y de pérdida de referencia. La estrella polar que permite reorientarse marca el Norte sobre la tribu, la comunión en torno a la pipa de la paz. Nada reprobable… en principio; canción Cigarrettes, de Russian Red:

«[…] Todas las veces que he pedido no tener que hacer la maleta, / mis amigos esperándome con un abrazo y un peta / para que se me olvide que tengo miedo. / Miedo a que llegue un día y no sepa responder / cuáles son los pinceles que convertían el lienzo en arte. [...]»

No insistiré en el carácter impostado de toda la tramoya porque es exactamente eso; son los cordajes y las poleas del decorado quienes irrumpen en el escenario, desplazan a los supuestos actores y ejecutan unas posturas puramente formularias. No ocurre nada fuera de las posiciones estándar de quien juega al rebelde sin causa. Es extenuante, como lo es en función de cátedro; canción La Comedia Humana, de Nacho Vegas:

«Lo bueno de la vida, / y sus golpes, / es que con el tiempo aprendes / a dejarte crecer garras / y dientes. […] Y hay mierda / que en vertederos / pasa desapercibida. // Quizás algún día lo aprendáis algunas. / Hasta entonces / seguiréis siendo la presa / en lugar del cazador. / Seguiréis siendo la mierda, / en lugar del tesoro.»

Creía yo, en mi ignorancia, que lo que más abundaba en los vertederos era precisamente la mierda; no es de extrañar, por tanto, que aquello que se ubica en su lugar natural pase más o menos desapercibido. Si en lugar de mierda hablásemos de brillantes, supongo que entonces se justificaría el juego paradójico. No sé; quizás me esté volviendo un poco quisquilloso. En cualquier caso, parece que, ahora sí, el yo lírico se ha deshecho de los complejos que le impedían competir en los juegos amorosos de suma cero, para ganarse lugar preferente en la selva dominada por la ley del más fuerte. Enhorabuena. Todo gira, en definitiva, en torno a una imagen sobajada de las relaciones amorosas, profusa a esputos sanguinolentos de plétora dulzona y efímero brillo.

Pero si el concepto de amor es deprimente en sí, el objeto sobre el que recae es de traca; veamos, si no, qué se esconde bajo la canción Hang Me, Oh Hang Me, de Oskar Isaak:

«Ojalá el vértigo que supone volar contigo no fuera tan adictivo, / este ataque masivo de balas que te has propuesto dispararme / acabara de una puta vez / y me quisieras tanto como yo te quiero. […] Me acuerdo de la reserva / del avión para ir a Argentina, / la del hotel de Berlín, / la gasolina de la caravana para ir a las playas del norte español / y el peligro de saltarlo todo por los aires / por el fuego que encenderíamos en carretera. […] De que merecía la pena romperme la boca contra cualquiera / por la mísera idea de poder abrazarte una vez más. / Creí que podría con todo, / que podría apartar el lodo y el barro en el que te hundes una y otra vez. […] Pero lo que jamás entenderé es que en lugar de rechazar mi mano / para dejar de lado todo lo malo, / entrelazaras mis dedos con los tuyos para tirar de mí a tu infierno. […]»

Balas, gasolina y puñetazos aparte, lo primero que llama la atención es que Sesma canta a una marginalidad muy particular; en concreto, a la que tiene mucho tiempo libre y dinero para viajar. No es la suya una distopía proletaria precisamente, sino más bien un arabesco byroniano para pijos. El porqué se considera poéticamente relevante tanta tachuela clavada en un mapamundi supongo que obedece a la misma razón que explica la inserción de tanta cita musical y relación de conciertos a los que se asiste: mero flamear de bandería y declaración de un código de pertenencia; aunque, la verdad, me importa un bledo. Mucho más interesantes son los atributos de la persona merecedora de tanto amor, ¿acaso alguien luminoso y encantador de quien la sociedad podría esperar algún tipo de contribución? No, un perfecto idiota que juega a ser maldito y desdeña el amor que se le brinda. Canción Los Mismos Clavos, de Marea:

«[…] Cuando se te rompa el alma, / te buscaré las cosquillas. // Y cuando sientas que te crujen las costillas / por esas hostias a destiempo que da la vida, / te curaré con saliva. / Olvídate de los tiroteos, / que lo único que suena aquí a bala / es mi lengua chasqueando en tu boca. […] A ver si apuestas por mí / de una vez por todas, / y ganamos los dos / de una puta vez. […]»

Más de lo mismo en Mañana, de Mikel Erentxun:

«[…] Hay veces que las bocas se quedan pequeñas, / cómo no te iba a pasar eso a ti / con esas fauces y ese aviso / en cada beso de: te estás metiendo en la boca del lobo. […] “En la salud y en la enfermedad” / hasta que la mierda nos separe. […]»

Y en Errante, de Niños Mutantes:

«[…] Entre el desorden de tu habitación / encontrarás el ticket de algún billete de metro, / de alguna cena / y alguna consumición caducada de Malasaña. […] Me diste un amor morfina, / un palpitar adictivo, / una aventura de orgía / entre el rock y la poesía. / Qué bien lo hicimos, / qué bien nos hicimos. […] no me quedan uñas para escalar otro tejado / del que poder regalarte otra luna / a la que puedas aullar / que lo tuyo es una vida repleta de soledad / por mucho que yo te quiera.»

El esquema siempre es el mismo o parecido. El yo lírico tiene una personalidad adictiva con fijación por los impedidos morales, se impone la misión de su rescate, topa con la imposibilidad material de redimir a tarugos de ese porte, e interpreta el colapso de pareja como fracaso personal. Y todo aderezado con mucha saliva, fuego y disparos, como ocurre con el poema Balas, del que no constan protestas de asociaciones feministas por su contribución a los modelos de igualdad conyugal manifiestamente mejorables:

«[…] Sin apuntarme al derroche de saliva, / a sus idas y venidas, / a ser su salvavidas en cada derrumbe. / Por favor, / decidle que vuelva. / A quererme. / A dispararme.»

Por lo que atañe al cómo se ensamblan los poemas no hay mucho que decir, porque en su mayoría son más bien prosaicos, confinados en un estilo narrativo repetitivo que en ocasiones se limita a insertar símiles en batería; canción Seda y Hierro, de Antonio Vega:

«[…] Me siento como el enamorado / que cuenta con pétalos cuánto le quieren, / sabiendo que es alérgico al polen. / O como el fumador que ya fuma por costumbre, / y no por adicción. / Me siento como si fuera una brújula / a la que han arrancado la aguja, / y ya no sabe cómo encontrar el norte. / Como la bailarina que busca el resorte para seguir bailando / cada vez que una niña abra una caja de música. […]»

O con el poema con cita de Los Guasones, canción Pasan las horas:

«Me siento / como quien vuela en un avión de papel, / como quien trata de curarse las heridas con agua dulce, / como quien se tira al precipicio sujetado por un lazo. […] No sé lo que es el amor / ni me importa. / Porque llegó un momento en el que mi aorta / me pedía a gritos una tregua / poder descansar entre hostia y hostia / que me habían dejado sin sangre. […] Y después, / cobarde, / me apuntaste con el cañón en la boca / y me preguntaste: / ¿Me quieres? [...]»

O con Maldita dulzura, de Vetusta Morla:

«Últimamente me siento como // esa persona que ha hecho de una estación su casa, […] Me siento como quien guarda una botella / para una fecha señalada, […] Como quien ha perdido la ilusión / porque le dijeron que la magia implica truco. […] Me siento como en una jaula sin barrotes, […] como […] como […] Como […] como […] Como el verso que nunca fue poema / porque nadie tuvo el valor suficiente / para escribirlo.»

Esa combinación de símil y antítesis es el puntal que sustenta el edificio lírico; en algunos poemas, fiel a la moda de los artefactos asintácticos que se impone paulatinamente, se opta por enflaquecer de carnes al poema y reducirlo a gavilla de sintagmas paradójicos. Se supone que la aceleración de lectura que impone tanta yuxtaposición es un acicate de gran fuerza simbólica. No sé; cualquier cosa es posible; sirva de ejemplo la canción, Second Life Replay, de The Soundtrack of Our Lifes:

«Llamadas de madrugada. Canciones incompletas. / Gemidos afónicos. Camas hechas. / Besos. De despedida. / Mensajes de “flaca, cómo andas”. Respuestas secas. / Toros sin cuernos. Plazas vacías. / Corridas a medias. / Carreras en medias. / Velocidad en los baños. / Kilómetros en rayas. / Carretera. / Distancia de más. Valentía de menos. / Y mi puta manía de ponerme hasta el culo de versos. / Bendita tu saliva, noche, luz, ron y locura. / Amor. Resaca. […]»

Lo más curioso de todo es que cuando Sesma enfunda las pistolas, pone a buen recaudo la dinamita, aparca por un momento a su novio de desguace y deja de inflamar amores de chuta con un mechero bunsen, logra poemas intimistas y reposados, que sin ser memorables, no se pueden considerar del todo malogrados. Canción Me Voy, de Julieta Venegas:

«Se fue / como se va un enfermo de la vida: / despacio / con dolor / pero sabiendo que, al final, / es lo mejor. / Que después, / quizás, / vendrá el cielo / y si no, / al menos, / el descanso.»

Queda claro que manejo un concepto de poesía radicalmente distanciado del que sigue la autora. Mi rechazo por su obra es en menor medida formal que material; y en menor medida material que moral. No es ya que el tono sea incendiario, de una visceralidad que se avendría mal aun con la poética social más demagógica; es que en realidad sus poemas son falsamente amorosos, y parecen más una mera excusa para que el yo lírico desahogue su resentimiento. Canción Siempre esperándote, de Carlos Sadness:

«[…] Haz la maleta, / viaja, / conoce los lugares sin mí / porque conmigo solo habrá accidente. […] Dejo el mechero / en la boca de quien tiene gasolina por saliva / y que ardan las malas lenguas, / que arda su puto veneno / y se paren mis ventrículos, / agotados, / de tanto remar a contralatido. […] Utilizad ese perfume de lavanda de mi madre, / las gafas de mi hermano, / las fotos de mi pared / y mis escritos, / sobre todo mis escritos, / para decirme adiós. […]»

Y cómo no, cauce para momentos declarativos absolutamente irrelevantes, como los que encierra el poema Soy aunque a veces no esté (Dos años después) :

«[…] Sigo leyendo a Benedetti / cuando se me cansan las alas, / y sigo haciendo florecer a Neruda / cada primavera. […] No busco la aprobación / de algún que otro imbécil que me dirá / que esto no es poesía, / porque es verdad, / no lo es, / esto es vida. / La mía, / así que ya decidiré yo cómo escribirla.»

¿Qué alifafes cura la mención de Benedetti? ¿Qué mirífico ensalmo es la aparición de Neruda cual campo de lavanda? Todo es gratuito, arbitrario, mudable sin minusvalía de sentido ni significado. Qué más da que el magnetismo referencial lo marque Benedetti que Ismael Arciniegas o Lupercio Leonardo de Argensola; la única explicación plausible es que al primero lo conoce más gente y está sancionado por los guardavallas del canon poético. Punto. ¿Tengo que emocionarme más por la mención de Neruda que por la de Motörhead o Lady Gaga? Si atendiésemos al permanente despliegue de hormonas y calorías quemadas que acompaña la mayoría de los poemas, lo más congruente sería apostar por el heavy metal más greñudo.

Por no hablar del parche que anticipa la herida, y que no es más que otra trampa en el solitario. La vida, cualquier vida —en esto no pretenderán los “artistas” amejoramiento—, es expresión de un bien inconmensurable. Puede merecer un juicio civil o moral, en tanto en cuanto vulnere normas de una jurisdicción u otra. Nada más. Pero vertida en un poema, con recursos poéticos e igual tratamiento, deviene poema y como tal sí puede juzgarse; no siendo la sentencia más desabrida la que marca las lindes entre la poesía y la no poesía, sino entre la buena y la mala.

En resumen, tenemos en 317 Kilómetros y una salida de emergencia un buen ejemplo de lo que pueden dar de sí una suerte de Variaciones Goldberg en verso sobre el tema Me enamoré de un malote. Pónganle el ritmo indie que parece fuente de inspiración de la autora, y que lo disfruten.
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[1] Citas, de 317 Kilómetros y una salida de emergencia, Barcelona, Círculo de Lectores SAU, 2016.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso; dos barras (//), un salto de estrofa.
[2] Las palabras affaire y backstage, en cursiva en el original.

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