domingo, 29 de enero de 2017

II. SPQR. MARY BEARD


La Historia de Roma es la de una de las organizaciones políticas más exitosas de la humanidad, paso obligatorio para una compresión cabal de nuestra civilización. En este libro la autora nos sirve de guía en un viaje de casi mil años, desde los orígenes de la ciudad, oscurecidos por la neblina de los mitos fundacionales, hasta el año 212 de nuestra era, fecha de la Constitutio Antoniniana, edicto por el que el emperador Caracalla extiende la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del Imperio. Una lección magistral sobre un período tan dilatado y prolijo de detalles desborda ampliamente mis conocimientos y los objetivos de esta humilde estafeta; no obstante y a modo de introducción, sí espigaré en aquella parte de la historia romana que me resulta más interesante, que no es sino la política imperial previa al Imperio que provocó la proliferación de los «grandes romanos», y con ellos, el colapso de las instituciones republicanas.

Dejamos atrás numerosos conflictos civiles, la expansión por el Lacio, la expulsión de los Tarquinos, la guerra de los órdenes que rediseña las relaciones de poder entre la nobleza patricia y la plebe, las guerras púnicas que enfrentan a Roma con un enemigo regional que compromete su subsistencia como nunca antes lo había hecho otro, los intentos reformistas de los Gracos y su sangrienta resolución; y nos vamos a Numidia, uno de los reinos clientes africanos que florecen tras la destrucción de Cartago, cuyas pugnas sucesorias colocan en el trono a un cabecilla ambicioso que hostiga los intereses comerciales romanos y se salta la obediencia debida. La guerra de Yugurta —como se conoce a este episodio merced a la obra de Salustio— pasa por varias etapas, que incluyen el soborno de senadores, hasta que en el año 109 a. c. el mando de las operaciones recae en Quinto Cecilio Metelo, quien toma a Cayo Mario como legado.

Mario, que se había dado a conocer en la vida pública romana merced a su carrera militar, es desde el punto de vista de las élites patricias un «hombre nuevo»; no forma parte de la crema social que se reparte las magistraturas más importantes, y está llamado a conformarse en política con posiciones subalternas como cliente de alguna de las familias más poderosas. Con las credenciales que le brindan sus méritos castrenses y el apoyo ocasional de la familia Cecilia Metelo, había alcanzado cargos como el tribunado militar, el tribunado de la plebe y la pretura; sin embargo, sus miras están puestas en el consulado y en los mandos militares más prestigiosos que se asocian a esa dignidad. No obstante, cuando traslada sus ambiciones a Cecilio Metelo —según el relato de Salustio— topa con la displicencia de éste, que considera que son demasiados honores para tan modesto pretendiente. Mario no se desalienta, consigue que le licencien, regresa a Roma, se postula al cargo y logra que le elijan cónsul el año 107 a. c.; y no se detiene ahí. Cuando el Senado prorroga el mando en Numidia, fuerza una votación en la Asamblea Popular a instancia del tribuno de la plebe para destituir a Cecilio Metelo y ocupar su puesto, cosa que logra.

Dejando de lado el conflicto constitucional que representa la Asamblea Popular desautorizando al Senado, el aspecto más relevante de la política mariana está en la reforma radical que introduce en los mecanismos de reclutamiento. Mario abandona las levas censitarias que restringen la condición de legionario a quien dispone de alguna propiedad, y permite que se enrolen voluntarios del «censo por cabezas», esto es, ciudadanos libres que a falta de bienes figuran censados como números. La medida resuelve de un plumazo las restricciones de personal pero crea, a medio plazo, un problema no pequeño; y es que la mayoría de los nuevos legionarios no tienen medios de subsistencia fuera de la milicia, lo que provoca un desplazamiento de la lealtad del ejército. Los soldados no atienden tanto a la posición institucional que ocupan sus mandos dentro del Estado como a las relaciones personales que forjan con ellos, porque en éstos más que en el Estado está la garantía de sus paquetes de licencia; son los generales quienes abonan las pensiones y quienes asignan los lotes de tierras de labor en que retirarse una vez agotado el período de servicio. Ese vínculo desestabilizará la política republicana deslizándola por la pendiente del militarismo; los políticos con más posibilidades de imponer su parecer serán los que estén investidos con comandancias más fuertes, y serán pocas las pugnas partidistas que no se resuelvan por las legiones, bien a punta de gladius, bien con su presencia amenazadora en las proximidades de la ciudad.

Mario volverá a ser elegido cónsul en otras seis ocasiones; en el año 88 a. c., ya al final de su carrera política, intentará hacerse con el mando en la guerra del Ponto por el mismo procedimiento. A instancia de un tribuno de la plebe, se vota en la Asamblea Popular una revocación del mando concedido por el Senado a uno de los cónsules en ejercicio. La pequeña diferencia estriba en el carácter de los destituidos; mientras que Cecilio Metelo es un patricio conservador y aburrido, que acepta su relevo sin más recompensa que dejarse ornar el nombre con el apelativo de Numídico, Lucio Cornelio Sila es un político —por definirlo de alguna manera— más imaginativo e innovador, que no está muy interesado en que le alarguen el nombre con adjetivos honoríficos, y sí en las riendas de una guerra potencialmente lucrativa. Así que ni corto ni perezoso va al encuentro de las tropas que había comandado en la guerra social, ejecuta a los representantes de la Asamblea que le salen al paso recordándole su cese, y viola la más sagrada costumbre militar romana haciendo que sus legiones marchen sobre la ciudad para anular los comicios. El golpe de Estado le devuelve la jefatura, y al partir hacia Oriente para enfrentarse contra Mitrídates VI, deja tras de sí una división política irreconciliable entre populares y optimates, que no tardará en desembocar en una lucha abierta y la anarquía más absoluta.

Para cuando concluye la primera guerra mitridática y regresa a Italia, Sila es un enemigo del Estado condenado a muerte que no puede reintegrarse en la vida civil si no es derrocando a los partidarios de Mario, que para entonces se han adueñado de las instituciones republicanas y desmantelado su legado político. Como demuestra la experiencia, quien puede lo más puede lo menos. Cuando la solución a un problema menor, como la conservación de un mando, se resuelve por Sila alzándose en armas contra el Estado, la solución a un problema mayor, cual es la conservación de la cabeza sobre los hombros, no abriga para él ninguna duda, quedando servido el único desenlace posible: una cruenta guerra civil en la que terminará imponiéndose. Tras la victoria reordenará el maltrecho aparato del Estado valiéndose de una vieja magistratura republicana caída en desuso: la dictadura. No obstante, el conjunto de poderes que reúne en sus manos y la duración indefinida de su mandato desnaturalizan la institución hasta hacerla irreconocible; nada que ver con las dictaduras del legendario Lucio Quincio Cincinato, quien, según cuentan, se encontraba arando cuando los representantes del Senado le comunicaron su nombramiento como dictador, y que después de desempeñar su cargo en una exitosa campaña relámpago contra los ecuos, entregó los poderes y volvió a las faenas agrícolas, recogiendo su arado en el mismo lugar en que lo había puesto. Por su parte, el Sila dictador dedicará gran parte de sus energías a clarificar el paisaje y el paisanaje, con especial mimo a los partidarios de Mario, dando pie a una actividad represiva que entrará en los anales de la historia romana; lo que no deja de ser meritorio, porque no es ésta precisamente la historia de un remanso de paz.

El legado combinado de Mario y Sila, es decir, un ejército profesionalizado y el ejemplo práctico de cómo convertirlo en influencia política, dejará una huella indeleble en la nueva generación de políticos que habrán de darle carpetazo definitivo a la República; todos, en mayor o menor medida, se conducirán al silano modo. Así el año 71 a. c., cuando concluye la tercera guerra servil y los restos de las huestes de Espartaco engalanan las márgenes de la vía Apia, Marco Licinio Craso y Cneo Pompeyo Magno se disputan el mérito de la victoria y el consulado, y ambos juegan la misma baza: no licencian a sus ejércitos sino que los hacen acampar a las afueras de Roma; ambos son elegidos cónsules el año 70 a. c. Sin menoscabo de su valía, a buen seguro que una presencia tan inequívoca y el recuerdo de las proscripciones de Sila contribuyeron a disipar las dudas de más de un indeciso.

Lo que viene a continuación, hasta los idus de marzo del año 44 a. c., es la parte más conocida de la Historia: una tragedia en varios actos, con algún entremés ameno como el intento golpista de Lucio Sergio Catilina. Pompeyo recibe el mando en la guerra del Ponto y lo aprovecha para extender los dominios romanos, rediseñando todo el mediterráneo oriental desde el mar Negro hasta Judea; será su momento de gloria. Pese a que sus relaciones con Craso nunca dejan de ser tensas, se enriquecerán con la aportación de un joven Cayo Julio César; juntos aunarán esfuerzos políticos y financieros para repartirse cargos y la parte del león de la industria bélica. Tras su consulado en el 59 a. c., César es nombrado gobernador de la Galia Cisalpina y Narbonense, y no tardará en desencadenar una guerra de agresión y conquista cuya legalidad dista mucho de ser pacífica en el Senado.

Mientras, Craso y Pompeyo, nuevamente cónsules en el 55 a. c., reciben el gobierno de Siria e Hispania, respectivamente. Craso perderá la cabeza intentando la gloria militar en Partia —y lo de «perder la cabeza» no es una metáfora: se la cortan tras el desastre de Carras, y terminará como parte del decorado en una representación de Eurípides en la corte el rey parto, ilustrando la idea de que sensibilidad para las artes y gusto macabro no están reñidos—. La estrella de César busca su cénit y la de Pompeyo su nadir. Cuando termina su gobierno en la Galia y el Senado le impone la entrega de legiones y poderes proconsulares, César exige el mismo trato para Pompeyo, quien gobierna a distancia Hispania por medio de representantes; éste hace caso omiso y aquél cruza el Rubicón con la legión XIII, es decir, la guerra civil; y tras ella, de nuevo, la dictadura. César reunirá en sus manos todo el poder, y será imposible distinguir la voluntad del Estado de su voluntad. La diferencia respecto de Sila estriba en que éste liquida la dictadura con su retiro, mientras que a César lo liquidan para resolverla; pequeñeces.

En resumen, Roma desemboca en un Estado con unas instituciones hostiles entre sí, incapaz de generar una voluntad armónica. El Senado se ha convertido en una cámara endogámica, en la que las magistraturas más relevantes se reparten entre los miembros de familias linajudas, y en la están sobrerrepresentados los intereses de la agricultura latifundista, obsesionada por la provisión de la mano de obra esclava que surge de las conquistas, con preterición grave de actividades industriales o comerciales que son potencialmente más creadoras de riqueza. La plebe, privada de los medios de sustento, malvive pendiente de los subsidios de grano, se ha vuelto vulnerable a la demagogia, y acepta de buen grado el esfuerzo militar porque sabe que los botines de campaña sostienen la legislación frumentaria.

En otro orden institucional, el ejército de nuevo cuño, más nutrido y poderoso, se integra por profesionales que portan un interés particular claramente diferenciado del general de la República, y cuya lealtad se desplaza de las relaciones abstractas que ocupan sus oficiales dentro del aparato del Estado hacia las relaciones personales que forjan con sus oficiales en sí. Asimismo el éxito militar genera su antítesis: frentes que se distancian, que estiran las líneas de suministro a lo largo de todo el Mediterráneo, manteniendo guerras contra enemigos que son potencias regionales. Ya no se trata de doblegar a ecuos, volscos o etruscos, en campañas de corta duración en el radio de unos cientos de kilómetros, sino de contender con imperios bien organizados a miles de kilómetros de distancia; y donde la estructura clásica del mando republicano, basada en magistraturas temporales cortas y de poderes limitados —propretores, procónsules y otras figuras anuales que han de rendir cuentas de sus actos ante un Senado quisquilloso— da pie a caudillajes de amplísimos poderes y duración ilimitada.

Con esos mimbres sociales e institucionales teje su cesto una generación de políticos ambiciosos y transgresores, provenientes de familias segundonas, que se rebelan contra la estrechez de horizontes que el orden senatorial dispone para ellos, que cimientan su carrera pública sobre los éxitos militares y que en sus campañas se acostumbran a actuar por libre. Ilustran bien el nivel de degradación de las costumbres republicanas las diferentes respuestas que, en el transcurso de cuarenta años escasos, reciben las sublevaciones de Sila y César por parte de sus oficiales; sólo un cuestor secunda a Sila, mientras que todos los oficiales de César, a excepción de uno, lo acompañan.

Para cuando el piquete de senadores que comandan Cayo Casio Longino y Marco Junio Bruto hunde sus puñales en la carne de César, las ideas de dignitas y libertas a las que dicen servir ya no significan nada para casi nadie. La mayoría de senadores se ha acostumbrado a que las magistraturas públicas —consulado incluido— sean figuras meramente decorativas, y que su responsabilidad se limite a refrendar el parecer dictatorial. Por su parte, el populacho interpreta la acción como una intentona reaccionaria por devolver el poder a las viejas familias patricias; es decir, lejos de ser libertadores se los considera simples criminales.

De todo esto y mucho más va la excelente obra de Mary Beard, que tiene la sabiduría de llevar el candil fuera del escenario para iluminar algo más que los actores principales del drama; no sólo eso, también la sensibilidad de hacerlo de forma sencilla y amena. Un gran libro.

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