lunes, 29 de febrero de 2016

IV. ANTOLOGÍA DE SPOON RIVER. EDGAR LEE MASTERS (II)


ENLACE A LA PRIMERA PARTE

Esta descripción puntillosa del conflicto social alcanza el clímax en el poema de cierre La Spooniada. En muchos aspectos, toda la obra no es más que un minucioso dramatis personae de las facciones irreconciliables presentes en esa república imaginaria que es Spoon River, y que terminarán chocando violentamente en este poema final. Para él, Masters recurre al artificio literario de separarse de la autoría creando un poeta imaginario, Jonathan Swift Somers, al que distingue con la corona de poeta laureado de Spoon River, asumiendo el papel de mero divulgador de obra ajena. El tono interjectivo de inspiración grecolatina y el dominio de la narración nos adentran en la jurisdicción del cantar de gesta, donde política y conflicto son aguja e hilo con que coser el cuerpo del héroe épico, que no sería otro más que la propia comunidad. Un héroe épico atípico que en lugar de lidiar con un antagonista externo, se retuerce en batalla sin cuartel consigo mismo.

Arranca La Spooniada con la devastación, ruina y dolor en que se halla sumida la ciudad, y se remonta al momento en que prende la facción y el sectarismo se encona. La chispa que enciende la mecha es, desde un punto de vista contemporáneo, pueril: una chica vuelve a ciudad y desafía las costumbres puritanas del sector más conservador: «(Flossie Cabanis) que regresó de sus viajes con una farándula de cómicos […] se paseó por las calles del pueblo, con tintineo de brazaletes […] y todo Spoon River murmuraba […] ella dio un baile con violones y flautas […] y muchos jóvenes […] alegremente bailaron, y la sacaban a bailar a ella, que llevaba un vestido de escote tan bajo que las miradas […]». [1] Tenemos, pues, una comunidad dividida en dos partidos a partir de una conducta individual que desafía el orden moral y desemboca en un juicio colectivo.

En el arranque la narración no es en absoluto neutral; resulta casi imposible para un lector común generar la más mínima empatía con la facción conservadora, pues desde el mismo nombre de su candidato, A. D. Blood, todo predispone a la animosidad. Se prevalen de su poder financiero para controlar el culto religioso y condicionar la moral pública: «Thomas Rhodes, que dominaba la iglesia y dominaba en el banco, hizo saber su desaprobación de la doncella»; sus manejos económicos son, en el mejor de los casos, especuladores y opacos, cuando no abiertamente fraudulentos. Se insinúa que la quiebra del Banco Rhodes fue resultado de una descapitalización intencionada: «[…] al recrudecerse la guerra de los votos, y al empezar a correr rumores sobre el banco y los grandes créditos que el hijo de Rhodes había obtenido para afrontar sus pérdidas en los negocios del trigo […] muchos retiraron su dinero dejando al banco de Rhodes más hueco». Sus reuniones son cerradas, semiclandestinas y sólo para notables; nada que ver con lo que se pueda considerar una estructura y funcionamiento democráticos: «Mientras tanto, en una habitación, en la parte de atrás del sótano de la iglesia, con Blood deliberaban las mentes más sabias […] el juez Somers […] Thomas Rhodes (el banquero) y Whedon el Director». Y su carácter corrupto, hipócrita y de doble moral: «Algunos había que, aunque no le hacían ascos a la copa, detestaban la fuerza que la democracia alcanzaba con ella, la libertad y el ansia de vida que ella simbolizaba». El desenvolvimiento práctico de un partido de esas características no sorprende: cuando la manipulación religiosa no basta para el mantenimiento del orden social, recurre a la violencia física sin miramientos. En ocasiones, la represión tiene un componente institucional —corrupto, pero dentro del marco del poder constituido—; son los propios medios correccionales de la república los que operan como una policía de partido para desalojar la reunión pacífica del partido liberal: «Pero en el salón reinaba el desorden, y cuando el jefe de policía llegó y los vio, hizo salir a los que alteraban el orden y los encarceló»; en otros casos, se trata ya de una violencia mafiosa ejercida por medios privados, como en la jornada electoral, cuando el candidato Blood se presenta en el foro con un matón para intimidar a los apoderados del partido rival: «Así apareció este campeón de A. D. Blood, a quien se había confiado la misión de aterrorizar a los liberales. Muchos huyeron como cuando un halcón sobrevuela un corral de gallinas». En suma, más que un partido político se nos presenta una junta oligárquica, detentadora de un poder fáctico que no admite contestación.

Por el contrario, la caracterización del partido liberal comienza de modo mucho más amable. La irrupción en el pueblo de la hija de Cabanis actúa como un soplo de aire fresco en una atmósfera enrarecida. Su conducta hace saltar los puntos del corsé que ahoga la comunidad, liberando una energía positiva durante mucho tiempo reprimida. Ese torrente de libertad desborda los límites de la severidad sexual para extender sus efectos sobre la vida económica de la sociedad: la gente echa mano de ahorros tesaurizados e improductivos para ponerlos en circulación; se anima a consumir y emprender negocios. La república vive una suerte de festín redistributivo, de Potlatch vivificador: «Con el baile, el pueblo pasó de la tristeza a la alegría. La señora Williams, la sombrerera, no podía atender los encargos de nuevos sombreros, y todas las modistas tenían ocupadas las afanadas agujas haciendo faldas; viejos baúles y arcones fueron abiertos en busca de los abundantes encajes que guardaban, y de sus escondites fueron sacados anillos y joyas, y todos los jóvenes enloquecían con la moda».

A diferencia del partido conservador que se reúne en secreto en un sótano, los liberales lo hacen en un salón de actos en que se congregan docenas de personas; pero a medida que van sucediéndose los turnos de palabra entre los congregados, la narración cobra tintes más oscuros y menos democráticos. Dejando de lado que la intervención de Daisy Fraser es mal recibida por el auditorio por el simple hecho de ser una mujer, y que podría entenderse en el ambiente de una sociedad machista de finales del siglo XIX, el tono medio es el del agitador demagógico que plantea la realidad en términos simplistas y maniqueos: «¿Yacer supinos y dejar a una camarilla de sangre fría, intrigante, ávida, cantadora de salmos, devorar nuestra sustancia? […] ¿Tendremos música y danza jocundas o tañido de campanas?», ahogando reflexiones más lúcidas y serenas como las de Jefferson Howard, que cuestiona los principios por que se guía el partido y denuncia un caso de transfuguismo y confusión de lo público con lo privado: «No es momento para palabras groseras, y trivial es nuestra causa si sólo está en juego la cólera de John Cabanis, que hasta hace poco estaba con el otro bando y ha venido a nosotros buscando venganza. Algo más está en juego». Esa apariencia de junta igualitaria se disipa definitivamente con el soplo de que viene la policía, cuando los notables del partido se escabullen a un reservado: «A una habitación más pequeña para oír el secreto del tonto pasaron algunos, elegidos por el presidente, los cuales eran: […] y deliberaron a puerta cerrada», dejando que la policía se emplee con la militancia de base.

Aunque es justo decir que la violencia no parte de ellos, no puede decirse que sean del tono ajenos a ella. En la jornada electoral, cuando se desencadena la gresca con la acusación de que los conservadores estaban dando pucherazo, y Blood se presenta en el foro con su matón para intimidarlos, los liberales contraatacan rápidamente con su forzudo particular para volver las tornas: «Pues tan pronto como Allen, el de los ojos de cerdo, llegó a la acera, pisándole los talones apareció Mike “El Bengalí” […] para enfrentarse con Allen […] A dos hombres había matado y a muchos herido hasta entonces, y a nadie temía.» La lucha entre los campeones se extiende y convierte en una pelea tumultuaria de la que muchos salen heridos, y Allen y el jefe de policía son muertos: «Y en aquel mismo instante, cuatro robustos hombres al jefe de policía, cuya férrea faz cubría ya el velo púrpura de la muerte, a la farmacia Trainor trajeron, muerto por Jack McGuire. Y se alzaron gritos de “¡A lincharle!”» En suma, que la violencia se generaliza al operar sobre un cuerpo social polarizado y fácilmente inflamable.

Para completar la galería de sombras institucionales resulta conveniente la lectura retrospectiva de los particulares Spoon River del jefe de policía y de Jack McGuire, su asesino; porque el primero confiesa que Jack McGuire actuó en defensa propia, y éste que se libró de la horca porque su abogado llegó a un acuerdo con el juez para no procesar a Thomas Rhodes por la quiebra del banco: «el juez, amigo de Rhodes, quería librarle, y Kinsey le propuso dejar en paz a Rhodes a cambio de una condena de catorce años para mí. Y el trato se hizo. Yo cumplí mi condena, y aprendí a leer y escribir.» Una vez más se traslada la imagen de una justicia de parte y venal, que subordina la fortuna de los ciudadanos de a pie y la recta aplicación de la ley a los intereses de los poderosos.

Al final para remarcar esa sensación de odio descontrolado, como si el poeta imaginario al que encomienda la narración hubiese sucumbido en medio de la reyerta, el propio poema se trunca de modo abrupto con una frase a medias, dejando a la turba justiciera en pos de un linchamiento.

Sin ánimo de intentar una interpretación psicológica, pareciera que Masters se dejase arrastrar por deformación profesional de abogado hacia la iluminación de las zonas el conflicto, pasando de puntillas sobre los aspectos que pudiesen resultar más amables. Que la época que le tocó vivir, caracterizada por las brutales desigualdades sociales, los albores de la organización de la clase obrera como colectivo consciente de sus intereses particulares y las pugnas que ello ocasionó con el poder económico, los precarios sistemas de asistencia social, el tránsito de las comunidades políticas tradicionales hacia la democracia de masas, fuese además pródiga en convulsiones sociales favorece esa tendencia a considerar la sociedad como un campo de batalla. No obstante ello, la lectura de esta obra resulta interesante para acercarse a una época en que Estados Unidos no sólo templaba la fuerza que le llevaría a adueñarse del mundo en el siglo XX, sino también, merced entre otros al trabajo de Masters, su canon poético.
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[1] Citas, de Antología de Spoon River (Trad. Jesús López Pacheco y Fabio L. Lázaro), Madrid, Cátedra, 2004.

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