domingo, 14 de febrero de 2016

IV. ANTOLOGÍA DE SPOON RIVER. EDGAR LEE MASTERS (I)


Con Spoon River nos encontramos un libro de género inclasificable. El respeto por unas formas más o menos poéticas no es más que un hito imaginario en un camino plagado de giros, revueltas, ramificaciones mal señaladas; un pretexto, en suma, para tomar la palabra, y una vez tomada, atropellar los géneros, estirarlos, comprimirlos, esponjarlos o compactarlos a voluntad. Rápidamente los poemas, que nacen líricos, se vuelven épicos, narrativos o dramáticos, y desembocan en un alegato judicial, porque un poco de todo ello hay en cada una de las piezas que recoge, y que constituye el mayor acierto de Masters: hacer que la metáfora cobre cuerpo en un personaje, y que éste defienda su causa, los vicios y debilidades que le minaron, las virtudes e ideales que le impulsaron, ante una suerte de tribunal supremo de la vida.

Pese a ese planteamiento novedoso, la obra se ve rápidamente lastrada por su origen periodístico. Al no concebirse como tal, sino ser el resultado de agrupar textos que se publicaban regularmente en la prensa, su extensión se vuelve agotadora. A esa sensación de cansancio, contribuye también un tono monocorde: hay muchos personajes; pero la mayoría de ellos transmite una experiencia vital negativa, bien por truncarse prematuramente, bien por errores capitales, por desengaños amorosos, sequía de ideales, mezquindades comerciales, venalidades políticas, corrupciones, deformidades físicas, etc.

Puede decirse, sin forzar en exceso el alcance de las palabras, que Masters agota el conjunto de experiencias que pueden influir para mal en el ánimo del hombre; el problema es que, con ello, agota también al lector. En sus poemas el ser humano se presenta en la vecindad del pelele, inerme ante la embestida de la intemperie; en ocasiones física, como Minerva Jones: «Yo soy Minerva, la poetisa del pueblo / la irrisión de los patanes de la calle / porque era gorda, bizca y me balanceaba al andar»; [1] en ocasiones laboral, como Eugene Carman: «¡Esclavo de Rhodes! Vender zapatos y telas / harina y tocino, monos, prendas todo el santo día, / catorce horas al día trescientos treinta días / por más de veinte años»; en ocasiones, resultado de un manto de fatalismo inconcreto, como Harold Arnett: «Me apoyé en la chimenea, asqueado, / y pensé en mi fracaso, mirando al abismo, / debilitado por el calor de mediodía»; en ocasiones, merced a la coerción de las buenas costumbres, como Margaret Fuller: «Yo podría haber sido grande como George Eliot / si no hubiera sido por el adverso destino […] Pero estaba el viejo, el viejísimo problema: / ¿soltera, casada o deshonesta?»; en ocasiones, en forma de rencillas familiares, como Nancy Knapp: «[…] compramos la granja con lo que heredó, / y sus hermanos y hermanas le acusaron de haber malmetido / al padre contra ellos»; en ocasiones, como enfermedad, tal es Rebecca Wasson: «¡Primavera y verano, otoño e invierno y primavera / se sucedían uno a otro, pasaban ante mi ventana! / Y yo postrada en la cama, por tantos años»; y así violencias domésticas, traiciones de amigos, quiebras comerciales y un largo etcétera, que tiñen la obra de una tonalidad sombría y negativa.

Los pocos personajes que logran zafarse de esta resaca de tristeza y trasladar una imagen positiva de su vida son, por lo general, sencillos y prácticos: despojan la vida de grandes aspiraciones fuera de las que predispone la naturaleza y tienen carácter para sobreponerse a los reveses de la fortuna, como Lucinda Matlock: «Nos casamos y vivimos juntos setenta años / disfrutando, trabajando, criando a nuestros doce hijos, / de los que perdimos a ocho […] y mis fiestas eran / vagar por los campos donde cantaban las alondras»; o en un registro más inductivo Davis Matlock: «Lo que digo, en fin, es que hay que vivir como dioses / seguros de la vida inmortal, aunque estemos en dudas». Algunos más filosóficos logran sobreponerse al zarpazo del resentimiento, mudando el pesar o desengaño iniciales en una resignación teñida de melancolía, así Lyman King: «Pero sigue adelante en la vida: / con el tiempo verás al destino acercarse a ti / bajo la forma de tu propia imagen en el espejo […] y conocerás a ese invitado / y leerás el auténtico mensaje de sus ojos.»

Estrechamente relacionada con lo anterior, está la propia imagen que se traslada de Spoon River, como un actor de reparto que da contrapunto al desenvolvimiento de los actores principales. Son frecuentes los personajes que interpelan a un cuerpo social imaginario, como Mabel Osborne: «Y yo, que tenía felicidad que compartir / y anhelaba compartir tu felicidad; / yo que te amaba, Spoon River, / y suspiraba por tu amor, / me marchité ante tus ojos, Spoon River, /sedienta, sedienta»; o Constance Hately: «Tú alabas mi abnegación, Spoon River, / por haber criado a Irene y a Mary, / huérfanas de mi hermana mayor. / Y censuras a Irene y Mary / por el desprecio que me tienen», configurando una suerte de república inmanente y atemporal que agota su ser en un registro político, pues desaparece toda referencia a su espacio físico en sí. Apenas se mencionan lugares, calles, bares, iglesias, monumentos, parques, y no los hay que merezcan una recreación lírica. El clímax poético huye del espacio urbano y se reserva para evocaciones campestres, construyendo una suerte de locus amoenus, un territorio incontaminado en la línea del escapismo nacionalista, que atempera la hostilidad ambiental palpable en la mayoría de los testimonios. En ocasiones, la transición emocional entre la claustrofobia y la paz inducida por la naturaleza se presenta de forma abrupta, como Jennie M’Grew: «¡No unos ojos amarillentos en la habitación, de noche, / mirando desde una telaraña gris! [...] Sino una soleada tarde, / en una carretera rural, / donde la púrpura ambrosía florece a lo largo de una cerca perdida / y el campo está espigado y el aire en calma»; o como Hamlet Micure: «Yo estaba de nuevo en la casita, / con su gran campo de trébol / que se extendía hasta la empalizada, / a la sombra del roble / en el que los niños teníamos el columpio […] Me encontraba en la habitación donde el pequeño Paul / se asfixió de difteria». En otros casos, se fija en algún elemento concreto de un paisaje para asignarle una energía fetiche, como Columbus Cheney, en la vecindad del panteísmo: «¡Este sauce llorón! / ¿Por qué no plantáis unos cuantos / para los millones de niños que aún no han nacido, / y no sólo para nosotros? / ¿Son acaso inexistentes o células dormidas sin mente? / ¿O vienen a la tierra borrando con su nacimiento / el recuerdo de su vida anterior?»

En una obra escatológica, hecha de auto–obituarios, no debe extrañar que la presencia de la religiosidad sea casi constante. Sin embargo, Masters opta por despojar a la religión de su fuerza redentora para presentarla, la más de las veces, como elemento que contribuye al conflicto y la tensión. En ocasiones, esa tensión proviene de la mera confusión doctrinal, como en el caso de J. Milton Miles: «Pero cuando su sonido se mezclaba / con el de la campana metodista, la cristiana, / la baptista […] ya no podía distinguir […] no te extrañe que no pudiera reconocer / la verdadera de la falsa, / y ni siquiera, al final, la voz que debería haber reconocido.» Pero en otras ocasiones, se apunta la fiereza del Dios justiciero; así en Faith Matheny: «Y te quedas temblando de que el Misterio / se alce ante ti y te hiera de muerte […] Tan cierto como que vuestro cuerpo está vivo y el mío muerto, / yo os digo que os está llegando una vaharada de éter / reservado a Dios»; o como en Le Roy Goldman: «¿Qué haréis cuando os llegue la muerte / si toda la vida habéis rechazado a Jesús / y, ya moribundos, sabéis que Él no es vuestro amigo? [...] Esa es la mano que se tenderá a la vuestra / para guiaros por el corredor / ante el tribunal donde sois extranjeros». También se dan ejemplos de religiosidad conflictiva porque la comunicación se presenta en un registro de inmediatez que se ve frustrado y desemboca en una reacción áspera, como ocurre en John Ballard: «En la vehemencia de mi fuerza / maldije a Dios, pero no me hizo caso […] En mi última enfermedad […] maldije a Dios por mis sufrimientos; / Él siguió sin hacerme caso […] Y se me ocurrió intentar hacerme amigo de Él; pero me habría sido igual»; o porque adopta una forma retadora, como Scholfield Huxley: «[…] te reconozco las estrellas y los soles […] Pero yo he medido sus distancias, / y los he pesado, y he descubierto sus substancias. / He inventado alas para el aire / y quillas para el agua», que recuerda el mito de Prometeo despeñándose en la incomprensión final: «te gusta haber creado un sol / para al día siguiente tener gusanos / deslizándose por entre tus dedos.»

Contribuye también a la sensación de claustrofobia la naturaleza de las relaciones sociales que se recogen. La falta de armonía social preside la mayoría de ellas con independencia de que nuestra mirada sea más amplia o restringida. En la esfera más íntima, abundan sevicias domésticas, abandonos de familia, infidelidades, amoríos fraudulentos. Si saltamos, en cambio, a una esfera más general que comprometa la jurisdicción de lo ciudadano, encontraremos, por supuesto, peleas comerciales, frustraciones profesionales, abusos laborales, querellas judiciales, disputas políticas, etc. Ejemplos de lo anterior hay muchos; uno en Ollie MCGee: «Es mi marido, que con secreta crueldad / que nunca sabrá, me robó juventud y belleza […] perdida mi dignidad y avergonzadamente humilde, / bajé a la tumba»; o Lucius Atherton: «[…] era un conquistador y robaba muchos corazones. / Pero cuando empezaron a aparecerme las canas, / ay, una nueva generación de muchachas / se reía de mí […] y ya no tuve más aventuras emocionantes […] sino vulgares amoríos, amoríos recalentados / de otros días o de otros hombres»; o el brutal testimonio de Sam Hookey: «Me escapé de casa con un circo […] Una vez, tras haber matado de hambre a los leones / por más de un día, / me metí en la jaula y empecé a pegar a Bruto, / León y Gitano / Y de pronto Bruto saltó sobre mí / y me mató».

Sin embargo, a medida que avanza la obra, se observa una evolución en el tipo de conflicto planteado: se espiritualiza. Tiende a abandonar la forma de confrontación de intereses para adoptar la forma de choque de cosmovisiones. Pierde virulencia física, para volverse más desasosegante desde un punto de vista moral. Se reduce su coste pecuniario, pero aumenta su coste emocional; veámoslo en Cassius Hueffer: «Mi epitafio debería haber sido: / “La vida no fue amable con él, / y en él los elementos se combinaron de tal manera / que le hizo la guerra a la vida / y en ella le mataron”»; y Julian Scott: «Hacia el final / la verdad de los otros era falsedad para mí; / la justicia de los otros, injusticia para mí; / sus razones para morir, mis razones para vivir; / sus razones para vivir, mis razones para morir; habría matado a los que ellos habrían salvado, / y salvado a los que ellos habrían matado». En muchas ocasiones, esa relación dialéctica entre los personajes y su medio fuerza los primeros a síntesis escapistas, que van del alcoholismo autodestructivo del Diácono Taylor: «[…] los del pueblo creen que he muerto de comer sandía. / La verdad es que tenía cirrosis hepática, / pues cada mediodía, durante treinta años, / me escabullía a la trastienda / de la farmacia de Trainor / y me echaba mis buenos tragos»; al ensimismamiento beato de Lydia Humphrey: «De casa a la iglesia, de la iglesia a casa […] hasta que estuve canosa y vieja; / soltera y sola en el mundo […] Sé que se reían de mí y me creían rara […] y que me desdeñaban y no querían ni verme. / Pero si el aire de las alturas era dulce para ellos, dulce era para mí la iglesia»; pasando por el refugio en la soledad poetizada de James Garber: «[…] cuando el amor de una mujer guarde silencio […] cuando las caras de amigos y parientes / se vuelvan como borrosas fotografías […] cuando ya no le reproches a la humanidad / el haberse conjurado contra las manos alzadas de tu alma […] piensa que ni un hombre, ni una mujer, ni una labor […] pueden calmar el anhelo del alma, / la soledad del alma».

ENLACE A LA SEGUNDA PARTE
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[1] Citas, de Antología de Spoon River (Trad. Jesús López Pacheco y Fabio L. Lázaro), Madrid, Cátedra, 2004.

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