AÑO: 2011.
DIRECCIÓN: ENRIQUE URBIZU.
GUIÓN: MICHEL GAZTAMBIDE, ENRIQUE URBIZU.
REPARTO: JOSÉ CORONADO, RODOLFO SANCHO, HELENA MIQUEL, JUANJO ARTERO, YOUNES BACHIR, PEDRO MARÍA SÁNCHEZ, NADIA CASADO, KARIM EL-KEREM, ABDEL ALI EL AZIZ, WALTER GAMBERINI, NASSER SALEH, JUAN PABLO SHUK, EDUARD FARELO.
La película arranca en un bar decadente de barrio: luz grasienta, acordes electrónicos de máquina tragaperras, una pareja de mirada encanallada que se soba en una mesa apartada y un hombre mal encarado que trasiega cubalibres en la barra hasta que los camareros le echan. El borracho los increpa, se larga y busca dónde continuar su noche de desenfreno alcohólico; recala en un burdel en que tampoco quieren atenderle pese a tener la puerta abierta y la música encendida. Encabezonado, insiste en que le pongan una copa. La hostilidad con que el matón del burdel le advierte de que está cerrado y no van a atenderle crece hasta el punto en que la pelea parece inevitable; en ese momento, se presenta el jefe del tugurio y el borracho saca una placa de policía. El patrón se vuelve conciliador, apacigua al matón y ordena a la chica que le sirva la copa que le piden, mientras intenta calmar al cliente hablándole con deferencia y dedicándole una palmadita en el hombro. El policía reacciona violentamente, estampa al hombre contra la barra, desenfunda y abre fuego contra el matón. La puta intenta escapar horrorizada, pero también la abate. Sube a la planta superior en busca del ordenador que controla las cámaras de seguridad. Un individuo que se esconde en el despacho le empuja y huye. Retira los discos del ordenador y abandona la escena del crimen. Cuando llega a su casa, revisa los vídeos de seguridad y descubre una escena en que el jefe del puticlub está entregando una mochila cargada de dinero a un joven que no puede ser otro más que el testigo huido. El policía (José Coronado) se deshace de las pruebas de cargo y emprende la caza del testigo.
Hasta aquí podría tratarse de la típica película en que un criminal busca atar cabos sueltos, pero en este punto la trama gira porque el testigo pertenece a una célula de terroristas islamistas que planean un atentado atroz; y es esto lo que introduce un elemento enriquecedor, desde el punto de vista moral, al plantear hasta qué punto resulta socialmente útil un sujeto marginal y violento cuando se trata de combatir una amenaza mayor. De hecho, el resto de la película puede verse como un intento de redención del protagonista, reforzado por el elemento simbólico de su propio nombre: Santos Trinidad. No se trata ciertamente de una redención jurídica: el protagonista sabe perfectamente que ha cometido un crimen que no quedará impune si las autoridades le descubren y que no podrá mercadear con su probado valor por enfrentarse a los terroristas en solitario. Tampoco es en absoluto una redención funcionarial: su trabajo le asquea, trata a sus mandos a la baqueta cuando le preguntan por sus andanzas, elude el trato con los otros policías —hay una escena en un bar en que un joven policía se le acerca y se presenta como hijo de un antiguo compañero. Cuando el joven le cuenta la admiración que despertaba en su padre, Santos Trinidad le interrumpe y pide que no le diga que se han visto—. Tampoco puede decirse que sea una redención social: es un personaje que ha roto definitivamente amarras respecto de la sociedad, que vive solo, desordenado, alcoholizado y que actúa por libre. No es la reintegración social lo que le interesa. Se trata simple y llanamente de una redención personal, de un homenaje suicida al policía de raza e instinto que un día fue y que naufragó en la maraña burocrática de la profesión: cuando la jueza Chacón que investiga el caso (Helena Miquel) le interroga, sale a la luz su pasado policial, su brillante arranque en la carrera, sus primeras condecoraciones, y cómo todo se tuerce en un oscuro episodio en Colombia.
La visión del mundo de Santos Trinidad está provista de un sentido de la moralidad, de un código. La relación que tiene con la clase obrera es, dentro de sus cánones, cordial: en la escena inicial del bar, cuando los camareros le invitan a marchar porque deberían haber cerrado hace más de media hora y les está restando descanso, discute con ellos y llega a insultarlos pero no se le ocurre agredirlos. Cuando interroga a los suegros del Ceutí, el jefe de la célula terrorista es amable con ellos, empatiza con su dolor por la desaparición de su hija. En una de las cafeterías donde monta guardia, pide que le echen unas gotas de brandi al café —en las primeras escenas de la película sólo bebe alcohol. El personaje va progresando hacia esa suerte de ascetismo profesional en que afila sus dotes de sabueso—; cuando la camarera le contesta que no tienen alcohol, bromea con ella. Por el contrario, el trato que tiene con las autoridades es arrogante y retador: cuando la jueza Chacón le interroga por su periplo colombiano le contesta secamente que lo lea en el informe. Al insistir la jueza en que quiere oírlo de sus propios labios, contesta de mala gana y niega la versión con que ésta le replica reafirmándose en que la pistola se encasquilló y disparó por accidente hiriendo a su compañero (es el punto que permanece oscuro de su pasado, que determina su caída en desgracia dentro de la policía y que no se aclara. Queda flotando la sensación de que se enteró de algún manejo ilegal por parte de algún miembro del cuerpo, que actuó por cuenta propia y fue degradado).
El trato que dispensa a sus mandos refleja un desprecio absoluto por la disciplina y la mecánica policial: cuando su jefe en el departamento de desaparecidos le afea su absentismo y quiere saber de sus pasos, le contesta con un exabrupto. Y esa línea de rudeza se agrava cuando se relaciona con el mundo nocturno y marginal: cuando inicia sus pesquisas busca a su confidente Rachid (Younes Bachir); como no lo localiza, habla con su novia, Celia (Nadia Casado), una stripper que trabaja en un local nocturno. Si en una primera entrevista es duro aunque no obtiene información relevante, cuando la visita por segunda vez, la amenaza con darle una paliza si no colabora. Cuando encuentra a Rachid, no le agrede pero el trato que le da es humillante: le tira el teléfono móvil por la ventanilla del coche, lo insulta por no recordar el camino que lleva a la finca en que había estado con el Ceutí y lo amenaza veladamente; Rachid se da por enterado con docilidad: sabe que habla en serio y que más vale tenerlo en cuenta. El triple crimen inicial es impensable sin un prejuicio negativo de naturaleza moral: en un burdel no hay inocentes, ni él mismo es inocente; en ese espacio moral el crimen no es una anomalía sino el uso.
Resulta interesante la descripción de la mecánica institucional, donde es difícil no empatizar con la sensación de perplejidad que acompaña a la jueza Chacón en su quehacer: el Ceutí, jefe de la célula integrista, fue objeto de vigilancia por el departamento de narcóticos, que fue reemplazado en la vigilancia por el servicio secreto cuando hubo indicios de que el dinero que se obtenía por la droga se utilizaba para financiar grupos terroristas. Cuando el Ceutí elude la vigilancia devuelven el caso a narcóticos, pero los de narcóticos niegan la devolución del caso. La impresión que se traslada es la de una enorme descoordinación administrativa e ineficiencia en el manejo de la información, diagnosticada con lucidez resignada por el agente del servicio secreto con que la jueza Chacón se entrevista: “Somos un coladero”. Esta situación de ineficacia institucional para atajar amenazas graves sirve para replantear el caso en el terreno del conflicto moral, de la redención del protagonista por la necesidad de albergar al héroe marginal que resuelva por métodos ilegales lo que no tiene solución por los legales.
En ese retrato de la mecánica institucional, es interesante la forma de conducirse de los miembros de los cuerpos de seguridad con la jueza Chacón. Una mezcla de machismo y del recelo que la actividad judicial despierta entre los hombres de acción es la responsable de un cierto deje de superioridad, de displicencia: cuando la jueza Chacón llega al burdel con ocasión del levantamiento de los cadáveres, hace un gesto de disgusto. El comisario Leiva (Juanjo Artero), que en general es correcto con ella, no deja pasar la ocasión de afectar experiencia: “En estos sitios huele así”, le comenta. El mando de narcóticos que acude a declarar al juzgado entra en el despacho atendiendo el teléfono, lo pone sobre la mesa de la jueza y lo recoge para contestar a un mensaje como si estuviese en su oficina ante la perplejidad de la secretaria; cuando le preguntan, responde de mala gana a las preguntas. El mando de los servicios secretos, Ontiveros (Pedro Mª Sánchez), también muestra el desdén propio del hombre de acción que se dirige a la rata de biblioteca. Cuando la jueza le afea su descoordinación con el departamento de narcóticos al que dicen haber reenviado el caso de las drogas después de la huida del ceutí, le contesta tajante y orgulloso que saben hacer muy bien su trabajo y que la operación volvió a narcóticos. Sólo el agente del servicio de contra vigilancia la trata con respeto, con frialdad pero respetuosamente; es él quien le da la clave de los movimientos de drogas que entran en España: los colombianos traen la droga sirviéndose de las mafias magrebíes del hachís y les pagan por ello; de ahí, al resto de Europa, sobre todo Italia.
Resulta sorprendente por inusual el retrato de la inmigración magrebí. Huye de las mistificaciones progresistas tan afectas al modelo de la arcadia multicultural; por el contrario, destaca por su crudeza sin concesiones. Dejando de lado la actividad terrorista en que anda afanada una minoría, menudean las pinceladas que nos llevan a un panorama de difícil integración: en días aparentemente laborables por la abundancia de tráfico, se prodigan los corrillos de gente ociosa por la calle. Santos Trinidad entra en una asociación cultural magrebí, nadie sale a recibirle, curiosea por las estancias y encuentra a toda la parroquia de rodillas en el suelo rezando, ninguna mujer a la vista. Todo aboca a un modelo migratorio de baja productividad, en la estela de los zocos que fascinan a Juan Goytisolo, pero que difícilmente sirven para fundar una sociedad avanzada sin que se readapten sus aspiraciones al umbral propio de las tiranías feudales; en el modelo social escandinavo, mejor que ni se piense. Dan cuerpo a esa realidad de difícil acomodo los suegros del Ceutí: cuando Santos Trinidad los interroga en busca del paradero de su yerno, el padre lo expresa con el agotamiento que deja tras de sí un dolor inabarcable: educaron a su hija para que se sintiese igual que cualquier hombre y no renunciase a nada por ser mujer; todo se fue al garete cuando se enamoró del Ceutí y le sorbió el cerebro con sus ideas.
Los terroristas son personajes de una maldad plana y quedan absorbidos por su plan criminal. En relación con la falta de cualificación profesional que se describe, la película se deja arrastrar por un cierto exceso narrativo al introducir un elemento de “división étnica del trabajo” en la actividad de los terroristas, si es que puede considerarse que poner bombas tenga algo que ver con trabajar; y es que todos los terroristas tienen rasgos físicos marcadamente morunos con excepción del artificiero que arma las bombas y prepara los teléfonos detonadores, que tiene aspecto germánico, y que parece no pertenecer al grupo: no toma parte en los aspectos logísticos del atentado y se le ve tomando un autobús y abandonando la ciudad antes de que emplacen las bombas en sus objetivos. Da la sensación de que se trata de un mercenario contratado por los terroristas; y digo que me parece un exceso narrativo, porque cuesta creer que una célula yihadista de estas características y que planea un atentado múltiple confíe en terceros para una labor tan sustancial.
El inmigrante del que podemos extraer más información es Rachid. Tiene antecedentes penales por algún delito que no consta y eso le coloca en la órbita de la policía como confidente. Cuando le interroga la jueza Chacón declara que cometió errores pero que quiere llevar una vida honrada. Sin embargo, da la sensación de que su obrar se acomoda al modo de pícaro, en círculos de vida nocturna y gimnasio donde no hay que emplearse trabajando duro. Actúa en un único registro cultural como corresponde a una persona con escasa educación: se dirige igual a las clientas del gimnasio con las que anda de francachela que a la autoridad: cuando llega a la mesa en que se entrevistan Ontiveros y la jueza Chacón, se acerca comiendo, se limpia la mano a medias antes de extendérsela a la magistrada y sigue masticando mientras declara. Es un personaje animalizado que sólo responde a estímulos inmediatos: respeta el miedo que le infunde Santos pero no a Chacón, quizás por machismo, quizás porque su experiencia con la justicia le da idea de la lentitud con que opera y de la laxitud correccional que su actuación implica.
El retrato del país, sus paisajes, sus edificios y del ecosistema humano en que se desenvuelve la vida de la gente del común es crudo y sin barnices. Bares cutres, portales decrépitos, viviendas sucias, hombres en holganza, solares atiborrados de escombro, fincas rurales abandonadas, yermas y sin absolutamente nada plantado. Lo urbano es triste y lo rural languidece en una suerte de purgatorio urbanístico, a la espera de que una recalificación o un pelotazo le devuelvan su razón de ser. Esa sensación general de decadencia cobra cuerpo moral fluctuando entre la existencia agotada de los suegros del Ceutí, un matrimonio de clase obrera que ha entregado sus mejores años al trabajo duro y a la educación de su hija, desvelándose un esfuerzo baldío, y la vida de insustancialidad viciosa que representa Celia, una chica gogó que remata sus jornadas de trabajo en la discoteca metiéndose rayas de cocaína en su casa para seguir entonada.
Es ese componente moral subyacente el que permite plantearse quién es realmente el malvado que no ha de conocer paz. Podría muy bien ser Santos Trinidad, quien paga con la vida su desorden y excesos; podrían ser los terroristas que mueren por sus delitos; pero no lo creo: hay en su obrar un punto de conciencia —conciencia marginal y totalitaria, pero conciencia al fin y al cabo— que los excluye, todos ellos tienen motivos, saben lo que hacen y por qué. Quizás la clave se nos sugiere en la escena final: las bombas quedan donde los terroristas las colocaron, durmiendo su amenaza latente entre la ciudadanía común. Resulta revelador que las bombas no se coloquen en un organismo público, en una institución financiera, sino en un centro comercial, que operaría, de este modo, como una suerte de catedral pagana, una metáfora de los muchos problemas que se ciernen sobre la sociedad y a los que ésta ha decidido dar la espalda para vivir en una paz ficticia, con la creencia de que van a solucionarse solos. Una sociedad de instituciones que no funcionan, que se nutre de personas que por comodidad, cobardía o ignorancia resultan incapaces de abrigar ningún valor sólido y que permanecen magnetizadas en torno al culto del Dionisos consumista.
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Cartel promocional, de
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