AÑO: 2009.
DIRECCIÓN: MARELO PIÑEYRO.
GUIÓN: MARCELO FIGUERAS, MARCELO PIÑEYRO (SOBRE NOVELA DE CLAUDIA PIÑEIRO).
REPARTO: ERNESTO ALTERIO, JUAN DIEGO BOTTO, GLORIA CARRA, ANA CELENTANO, PABLO ECHARRI, LEONARDO SBARAGLIA, GABRIELA TOSCANO, JUANA VIALE.
La acción discurre casi por completo dentro de una urbanización de clase pudiente argentina. Los personajes caen de pleno o lindan con el estereotipo del nuevo rico: vidas opulentas, nivel de gastos altísimo, fiestas lujosas, gustos exquisitos. El transcurso de la película desvelará, sin embargo, la naturaleza endeble de los cimientos sobre los que se asienta su ascenso social, minado por el colapso financiero, económico y social que vive Argentina, y por la inanidad de su proyecto vital en sí.
Aunque el planteamiento es coral, puede considerarse que la película descansa sobre el matrimonio que forman Tano (P. Echarri) y Teresa (A. Celentano). De puertas a afuera se presentan como la pareja ideal: hombre de negocios triunfador, de carácter y trato social arrollador; mujer encantadora, madre perfecta, anfitriona impecable. De los labios de Tano escucharemos la formulación ideológica más elaborada de lo que representa esa forma de vida, mezcla de idolatría pecuniaria y fetichismo individualista. En la primera escena en que aparece, cuenta a un amigo el rosario de creencias desechadas a lo largo de su vida, que van desde Dios hasta la democracia para concluir, cómo no, que es el dinero su única creencia presente firme. La moralidad que desarrolla en los negocios es la que cabe esperar: ninguna. Cuando la firma holandesa para la que trabaja cierra, idea un negocio de una sencillez diabólica: compra bases de datos de aseguradoras y cruza los registros para localizar enfermos desahuciados a los que adelanta dinero para sus tratamientos (que sabe costosos e inútiles) a cambio de cobrar el seguro de vida cuando se produzca el óbito, y ello sin importarle en absoluto que el enfermo sea conocido o incluso amigo suyo. Para Tano la vida es de una simpleza meridiana: ser lobo o cordero; no hay zonas de penumbra, quedando reducido el encuadre taxonómico a una cuestión de pura voluntad y determinación. Cuando en la escena final, Ronnie (L. Sbaraglia) le corrige diciendo que más que gustarle “la” vida, le gusta “su” vida, Tano reacciona expeditivo: “la vida te la haces”. Cree en lo que dice y busca proyectar esa imagen de ganador hasta la frontera del exhibicionismo: monta regularmente timbas de póquer en las que se conduce como un fanfarrón, participa en las competiciones deportivas que se organizan en la urbanización con la victoria como única idea en mente. Cuando ve la destreza con que Gustavo (J. D. Botto) juega al tenis no duda en deshacerse de su pareja habitual y formar equipo con él.
El caso de Teresa es distinto. Vive una existencia mucho más disociada entre su yo social y su yo doméstico. La imagen de perfección que trasmite guarda muy poca semejanza con la realidad de frustración perenne que la rodea, y que nace en su mismo matrimonio: no quiere a Tano. Las escenas de intimidad reflejan a las claras que intenta siempre esquivar la presencia física de Tano. Cuando por fin accede a tener relaciones sexuales con él, su gesto no es entregado sino distante y frígido, agotándose su libido en fantasías masturbatorias. Tampoco sus hijos parecen fuente de satisfacción personal. Apenas si comparte tiempo con ellos, más allá de exhibirlos en los festejos en que son anfitriones: se levanta mucho más tarde que los niños y se limita a preguntar a la sirvienta si han comido o dejado de comer, sin que parezca importarle mucho que le contesten que casi no desayunan. La forma que tiene Teresa de resolver esa realidad disociada es simple: el Prozac. Este hecho tiene una importancia capital en el desarrollo de la historia, porque su descubrimiento accidental por Tano dará pie al replanteamiento integral de su vida, crisis existencial y desenlace fatal.
El matrimonio que forman Martín (E. Alterio) y Lala (G. Carra) es el que representa de forma más perfecta el colapso de un espejismo, y cómo la sacudida emocional se ve agravada por la destrucción de los mecanismos de arraigo tradicionales. Martín es básicamente un hombre débil, incapaz de reaccionar en un mundo que se tambalea a su alrededor. Ya desde la primera aparición trasmite un aspecto inseguro y dubitativo, consultando permanentemente a Tano sobre lo que hacer con su dinero, si sacarlo del país o mantener sus inversiones. Su mujer lo desprecia, arrobada como está por el empuje de Tano; y para su hija es un cero a la izquierda: se enfrenta con él cuando la reprende y llega a ridiculizarlo. Todo ello se agrava cuando pierde su empleo de abogado de firma. Y es que ésta es la clave desde el enfoque de clase: son ricos, pero no integran las élites financieras e industriales que manejan los países, sino que forman parte de la aristocracia laboral, de los profesionales que dependen de las rentas del trabajo cualificado para mantener su nivel de vida; pero que pueden verse degradados de posición en un contexto de crisis económica como el que se cierne sobre ellos. Martín llega a somatizar su debilidad: hay una escena en que repasa su capítulo de gastos, en el que destacan las cuotas de la urbanización, y cuando ve el total en la pantalla del ordenador empieza a sangrar por la nariz. Su escena principal es de un patetismo descorazonador: cuenta a su mujer cómo es de acuciante su situación económica y lo perentoria que es la necesidad de vender la casa, abandonar la urbanización y emigrar a otro país más serio. Su parlamento se asienta sobre la centrifugación de la responsabilidad individual y la atribución de la culpa a la sociedad en su conjunto: hice todo bien, hice lo que todo el mundo hacía, cómo iba a pensar que todo se iría al garete; confundiendo ética con estadística, demostrando nula capacidad para la construcción de una moral crítica que cuestione el discurso de valores dominante, y falta de previsión para ver que cuando muchos hacen lo que no se sostiene, lo más probable es que el resultado se vaya al suelo. Pero el punto en que el patetismo alcanza su cénit es cuando el plano se abre y descubrimos que su interlocutor es una butaca vacía: no tiene valor para enfrentarse a su mujer y desvelarle la realidad.
Lala vive en un estado de completa alienación inducida por las apariencias. Si puede vivir donde lo hace, lo da todo por bien empleado pese al desprecio que siente por su marido. En una escena en que hace de cicerone para una recién llegada a la urbanización, pondera los efectos relajantes del césped de gama alta. Cuando pasan por delante de la casa de unos vecinos que por reveses de la fortuna liquidan en mercadillo sus efectos personales antes de dejar la villa, comenta en tono hiriente que eran de los pocos que no tenían el césped con el tono verde requerido y qué clase de gente es la que vende las muñecas de sus hijas, haciendo esa típica inferencia entre éxito social y rectitud moral. No hay nada en su vida que se sustente sobre cimientos sólidos: su matrimonio es una farsa, su hija la desprecia y ella la ignora: hay una escena en que ambas discuten, Lala pide a una sirvienta que le prepare un gintonic. Cuando ésta vuelve con la bebida, su hija intercepta el vaso y se lo bebe de un trago sin que haya reacción de autoridad alguna.
Gustavo y Carla (J. Viale) son un matrimonio de recién llegados a la urbanización. En su primera escena aparecen en faena de mudanza, trasegando cajas con las estanterías del salón aún vacías. Su llegada va rodeada de una aureola de cierto misterio que no tarda mucho en disiparse: Gustavo es un maltratador. Su traslado obedece a un último intento de normalizar su relación encontrando un entorno en que se pueda sentir más tranquilo, en el que todo vaya bien según sus palabras; pero tal pretensión se demostrará ridícula desde un primer momento. En una escena descubre a Tano saliendo de su casa. Carcomido por la inseguridad y los celos, pregunta a su mujer qué hacía a solas con Tano. Cuando ella le responde que se había acercado a traerle ingredientes para hacer un postre, le estampa la cara contra el plato. Sin embargo, y éste es el aspecto penoso de su relación, se quieren. Cuando Teresa le recrimina su conducta y se ve descubierto, se refugia en casa esperando a su mujer. Al llegar Carla, la agrede, intenta asfixiarla y desiste, no por la resistencia de ella que ya estaba vencida, sino porque recupera la conciencia de lo que está haciendo, de su propia debilidad, y rompe a sollozar. Carla no lo abofetea ni lo aparta, como parecería normal, sino que lo acoge compasivamente.
El matrimonio que cierra el cuadrado de protagonistas es el que forman Ronnie (L. Sbaraglia) y Mavy (G. Toscano). Esta pareja, dentro de sus excentricidades, es ajena al complejo exhibicionista que comporta la vida en la villa. Ronnie ha perdido su trabajo hace mucho tiempo y lo que es más, no parece muy interesado en volver a trabajar: su mujer le comenta que hay un puesto en su antigua empresa, y él responde que no se vuelve a donde se ha salido para ocupar un cargo inferior. Vive a expensas de Mavy, que dirige una agencia inmobiliaria, y da la sensación de haber interiorizado el papel de bufón dentro de la urbanización. No obstante, los lazos afectuosos parecen sólidos: la familia se reúne a cenar y se observa una mínima disciplina. Su hijo adolescente quiere levantarse de la mesa pero su madre se lo prohíbe y él obedece. Hay una escena en que Ronnie y Mavy están viendo un partido de tenis y ella recibe una llamada telefónica dándole cuenta de que han sorprendido a su hijo en un acto exhibicionista; abandonan el campo y se marchan a casa rápidamente para leerle la cartilla al crío. Sin embargo, ya comienzan a sentir los efectos del desplome económico. Cuando Carla acude a Mavy para pedirle trabajo porque se siente ahogada en su casa y ve que Gustavo vuelve a maltratarla, Mavy le dice que no puede contratarla. Las propiedades han alcanzado unos niveles de cotización altísimos y es casi imposible conseguir ventas.
Éste es a grandes rasgos el marco en que se desenvuelve la vida de estas parejas. La realidad social, con un país que está fracasando como proyecto común, es algo que parece filtrarse tan sólo por la televisión: Martín es el único a quien se ve fuera de la villa en un ambiente que no sea lujoso, atrapado en un atasco en las proximidades de una estación de servicio que se ha quedado sin carburante que dispensar y con ruido de claxon por todas partes. Sin embargo, una mirada más detallada nos desvela los primeros desconchones en la carcasa del paraíso. Al margen del mercadillo de los vecinos que liquidan para irse, cuando Teresa le enseña a Carla las caballerizas de la urbanización, vemos que ya no quedan caballos, sólo suciedad, montones de paja podrida y palomas. La diversión de los jóvenes es disolvente, basada en relaciones sexuales despersonalizadas, y trasiego de drogas.
Como ya expuse antes, las claves que terminan siendo determinantes en el devenir de la historia afectan al núcleo que forman Tano y Teresa: Él descubre accidentalmente que su mujer toma antidepresivos. Este hecho le lleva a la crisis, al agotamiento existencial y, finalmente al suicidio. Teresa, por su parte, sufre una convulsión de otras características: se enamora de Carla. Fantasea manipulando digitalmente fotos colectivas para crear otras en que está a solas con ella. Este enamoramiento parece colmar inicialmente su vacío existencial, pues se la ve en una escena arrojando por el retrete las pastillas de prozac. Sin embargo, cuando intenta convertir su fantasía en realidad, se ve rechazada por Carla, que quiere de veras a Gustavo a pesar de lo tormentoso de su relación con él.
Tano presenta el suicidio como una última negociación en que se logra arrancar algo de la muerte: la indemnización de un seguro de vida, dejar en mejor posición a un ser querido, etc. Con ese argumento, entre bromas y veras, busca la compañía de sus amigos en ese postrer viaje. El plan es sencillo manipular los fusibles de la instalación eléctrica, meterse en la piscina, y arrojar en ella el equipo musical. Tan sólo Ronnie considera que la broma y la borrachera han llegado demasiado lejos y se despide del grupo. Sentado en la terraza de su casa, comprobará cómo las luces y la música que llegan desde la casa de Tano se caen de repente. Cuando, pasados unos días, reúne en su casa a sus amigas viudas para contarles la charla que tuvieron la noche en que murieron, se encontrará con la hostilidad que su versión despierta en Teresa, quien no sólo rechaza la posibilidad de que su marido se haya suicidado, sino que insinúa que Ronnie está propagando chismes a instancia de la compañía de seguros, que intenta evitar el pago de las indemnizaciones presentando como suicidio lo que fue accidente. Esa hostilidad hace que el núcleo familiar de Ronnie se apiñe y abandone la urbanización inmediatamente.
En muchos aspectos, la película tiene elementos propios de las distopías totalitarias. Falta, evidentemente, la coerción burocrática y la tiranía estatal; pero su función opresiva sobre el individuo se suple eficazmente por el peso de las apariencias y los servicios de seguridad de la finca. Son las apariencias las que privan a las muertes del efecto catártico que podrían tener sobre la comunidad al acogerse rápidamente la tesis del accidente. La vigilancia es perenne y opresiva: el hijo de Ronnie y la hija de Martín se reúnen en el columpio porque es el único punto ciego que dejan las cámaras. Los miembros del cuerpo de seguridad son corruptos. Uno de ellos es quien le suministra las drogas a la hija de Martín, recopila datos de la muchacha, graba cintas en que mantiene relaciones con otros jóvenes, y llegará a chantajearla y violarla. Cuando la familia de Ronnie abandona la urbanización, la advertencia de los vigilantes sobre la magnitud de los disturbios en las calles es impositiva y excede los límites del trato que suele darse entre un propietario y su subordinado. Frente a la aspereza que genera la conversión de la vida en mero decorado, la fuerza redentora es el amor. Teresa se humaniza al enamorarse de Carla, más aún, se eleva a un plano moralizador cuando recrimina a Gustavo el trato que le da. Sólo la frustración de sus expectativas, la devuelve a la miseria moral en que habita, a aferrarse al asidero de la apariencia, a rechazar de plano la versión que le cuenta Ronnie y a insinuar la villanía de que éste actúa por una comisión que le pagan las aseguradoras. Los únicos personajes que sobreviven al desastre son los que se ven arropados por relaciones personales sólidas: Ronnie, Mavy y su hijo, y la hija de Gustavo que intenta recomponer su afecto en torno al chico: la relación con su madre parece destruida irremediablemente. En el funeral se la ve apartando con gesto desabrido la mano que su madre le acerca.
El punto que me parece más controvertido es la evolución de Tano. Martín y Gustavo componen personajes que por diferentes motivos son débiles. Es fácil imaginárselos asumiendo el suicidio como solución a sus problemas. Sin embargo, la película dedica demasiado tiempo en convencernos de que Tano es un ganador. No parece verosímil que un revés personal genere una crisis existencial tan devastadora. Para los personajes de sus características siempre se presentan soluciones escapistas de bajo coste: los deportes de riesgo, las amantes, la política, etc. Con eso y con todo, nos encontramos ante una película interesante, más que por su ejecución, en ocasiones excesivamente fría, por el tipo de vidas que exhibe y las cuestiones que plantea.
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Cartel promocional, de
www.filmaffinity.com.
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