FINA Y EMILIO
El despertador ha sonado hace más de media hora, pero Fina no se levanta; clava con firmeza la espalda contra el colchón y se aferra al embozo de la sábana, vigilando la embestida de algo cuyo nombre se ha borrado. Emilio se acerca a la cama y se desespera, sabiendo que tendrá que pelear con ella, arrancar de sus manos el tejido dedo a dedo, cuidándose de que la mano liberada de su cepo no vuelva a trabarse en la tela. Para Fina la cama es un bastión; el refugio frente a un mundo que se ha vuelto incomprensible. En esos magros dos metros cuadrados, su enfermedad avanza sin diques y, cacique implacable de un universo de sombras, desteje un laberinto de neuronas rotas por el que su alma se sume en el silencio.
No hace tanto tiempo, cuando se desvelaba, Fina saltaba sonriente de la cama a las tantas de la madrugada para poner la casa en jaque: anticipaba desayunos y comidas, devoraba novelas románticas, preparaba los hilvanes de algún arreglo de ropa pendiente de entrega, echando, de cuando en cuando, un vistazo a la tele por el rabillo del ojo. Cuando Emilio entraba en la cocina apartándose las legañas, se encontraba con un plato en el que dos huevos fritos retorcidos como el fuelle de un acordeón sentaban plaza bajo un cacho de bacon reseco: «Pero quién cojones le mandará —pensaba para sí, mientras llevaba el tazón de café directo al microondas sin siquiera probarlo—. Si además sabe que los huevos me sientan mal»:
—Joder, Fina —deslizaba la pulla fingiendo cabreo—; si quieres envenenarme, hazlo con disimulo.
—De desagradecidos está el mundo lleno —contestaba ella alzando la voz sobre el ruido que generaba con su trajín.
Poco a poco, las acciones cotidianas empezaron a toparse con barreras ignotas: tomar cubiertos del lavavajillas y llevarlos al baño para quedarse un rato indagando su propósito; poner el azúcar en el tarro del café y el café entre la sal; pelearse con la puerta del vecino por rechazar la entrada de su llave; salir del taller a comprar bobinas de hilo, llegar al portal y no recordar por qué estaba en él; confundir los caminos, no reconocer los trayectos, como si un genio maléfico estuviese moviendo las casas, retorciendo las calles, jugando al cubo de Rubik con las manzanas de la ciudad. Las palabras fueron difuminándose, perdiendo sus aristas hasta quedar confundidas en una pasta amorfa en la que “perro” valía por “salto”, “manzana” por “billete”, “lágrima” por “exprimidor”; apagándose día tras día y desvaneciéndose en la nada, sin más ceniza que ese lenguaje propio y aliterado del que ahora es prisionera: Pechi–Pechi, Michi–Michi, Ruchi–Ruchi; una estrella de neutrones que aplasta sujetos, verbos y predicados, y de la que sólo escapa el pulso de una sonrisa como reclamo de compresión. Un buen día el mando de la tele desapareció sin dejar señal; Emilio lo buscó como un sabueso persigue un rastro; revolvió el salón, desmontó los sofás para hurgar en cada pliegue; vació todos los cajones de todos los armarios al tiempo que aprovechaba para hacer limpieza de cachivaches inútiles; no dejó un rincón sin remover. Cuando por fin se dio por vencido, le preguntó a Fina sabedor de que la pregunta era baldía: «Michi–Michi.»
De lunes a viernes Fina va a un centro de día y Emilio puede descansar unas horas. Él espera paciente la llegada de la ambulancia que se encarga del transporte, mientras ella se pelea con la puerta automática del portal hasta que Emilio le toma la muñeca o, directamente, la acompaña afuera para que deje de enredar. Cuando llega la ambulancia, la lleva cogida de la mano como a una niña hasta la altura del coche; ella saluda a la cuidadora abrazándose a su talle y dándole un beso que ésta recibe con una sonrisa piadosa, mientras la ayuda a subir al interior vigilando que su pisada dubitativa no falle sobre el estribo del furgón; allí la sienta con autoridad y le pone el cinturón de seguridad. Y ella se despide de Emilio, por inercia, con la mirada perdida, saludando jovial con la mano, como quien va de excursión a un paraje promisorio. Y no lo es; aunque su demencia le hace ver como nuevo lo que no es más que una repetición monótona de las mismas escenas. El equipo de médicos, enfermeros y terapeutas que se encarga de su cuidado no es más que un ejército experto en retiradas: cada partida de tangram marca una línea defensiva en retroceso; cada puzle abastiona una colina sobre la que ondeará la bandera de la nada pocas horas más tarde; cada ejercicio de verbalización acredita la pérdida de una inflexión de voz; cada plastilina que modela anticipa el amasijo de hierros que se crispará entre sus manos meses más tarde.
A media tarde Emilio espera con la misma paciencia la llegada de la misma ambulancia; en verano, tomando el aire en la calle, dejándose acariciar por los rayos de sol y mecer por la brisa; en invierno, resguardándose de la lluvia dentro del portal. En ocasiones su mente vuela sobre el asfalto gris, sobre el trasiego continuo de coches y peatones, anticipando el día fatal en que sus fuerzas fallen y no pueda hacerse cargo de ella; o peor aún, el día en que el enemigo se imponga en su cruzada sin prisioneros y siente sus reales sobre un cuerpo de despojos; el día en que Fina quede confinada en una realidad tan perfecta en su anomalía que el cerebro se desentienda por fin de todo y su masa se reduzca a una amalgama de órganos revoltosos, diafragmas desacompasados y esfínteres indóciles. A veces repasa mentalmente aquellos primeros síntomas a los que no prestó atención o que no supo desentrañar en su vileza, y se la imagina repitiendo maquinalmente «tengo un dolor aquí», «tengo un dolor aquí», mientras clavaba con ansia sus dedos debajo del estómago. O le ataca la rabia y la impotencia imaginándosela sentada en silencio delante de la máquina de coser, como si ésta fuera un rompecabezas irresoluble al que le faltasen la mitad de las piezas en lugar de la herramienta compañera con la que arrancó su pan durante tantos años. Cuando llega la ambulancia se repite el ritual en sentido inverso: la cuidadora la libera del asiento, vigila su descenso hasta la acera, saluda a Emilio, y Fina se despide de ella dándole un beso, mientras por deformación profesional, la vuelve a ceñir por el talle, haciéndole saber a su manera que ya ha perdido mucho peso con el régimen y que vaya pensando en comer un caldo: «Ruchi–Ruchi.»
Los sábados toman el aperitivo con su pandilla de amigos de toda la vida. Casi siempre son los primeros en llegar; él pide por los dos: un vermú de color para él y una coca cola sin cafeína ni azúcar para ella. Fina devora su pincho de gamba a la gabardina e intenta alcanzar el de él, que se lo niega: «Fina, que estás cogiendo kilitos —dice, mientras le pellizca cariñosamente el michelín—. Ésta es mía; la tuya ya te la jalaste»; y ella se ríe con ganas a medida que la gente va tomando asiento y los saludos van dando paso las conversaciones. Como quien dice hasta ayer, arrastrada por su instinto locuaz, Fina intentaba participar en la charla; no necesitaba desentrañar el sentido último de las palabras porque aún se le se le imponía de modo fulminante, atravesando la piel, taladrando los ojos como un chispazo de luz conectado de modo íntimo a una emoción o a un recuerdo vívido, refugiado de la intemperie. Y su cerebro ralentizaba con sutileza los argumentos que la abordaban antes de tomar partido o ponderar en su jerga:
—Sí; no me hables de política que es deprimente.
—Puff; es que no hay dónde colgar un candil.
—Pechi–Pechi…
—¿Alguien vio el partido del Sporting?
—Mejor no lo hubiera visto.
—¿Qué tal jugamos?
—Si te digo que mejor no lo hubiera visto, ¿cómo crees que jugamos?
—Ruchi–Ruchi…
—Abuelo, ¿me das dinero para comprar una chuche?
—Jimena, estás todo el día igual; bueno, toma pero no te forres a chocolate que luego tu madre me riñe a mí porque no comes la comida.
—Michi–Michi…
Ahora ya no; las conversaciones se suceden como jeroglíficos que no suministran ninguna clave de solución, y a los cinco minutos se agota y entra en un estado letárgico del que sólo la saca alguna interpelación directa: «Fina, ¡cómo estás!», «Abuelita, que no te enteras»… Y ella sonríe y abraza a su interlocutor entre besos: «Ruchi–Ruchi»; y termina dándole un sorbo a la coca cola. Cuando se acerca la hora de la comida y se levanta el campamento, Emilio la provoca: «Fina, paga»; y ella se ríe, y marcha a la barra a abonar una cuenta imaginaria desperdigando sonrisas por el camino. No es extraño que en el periplo alguna cara le suene, le infunda una energía súbita y se detenga con el camarero, el vecino o el conocido a departir sobre viejas batallas o trasladar algún requiebro que ella termina de agitar en su coctelera asintáctica entre gestos cariñosos, hasta que una mano próxima la recupera de ese vuelo libre para devolverla a la férula familiar:
—Vamos, anda, que hay que comer. ¿Ya pagaste?
—Pechi–pechi…
—Ya sabía yo que estabas forrada… por eso me casé contigo.
El jueves Emilio compró unos fréjoles, unas zanahorias y unos puerros para completar los ingredientes de una menestra; llevaba varios días comiendo de cáterin por comodidad, se encontraba un poco estragado y le apetecía entonar el cuerpo con algo más saludable y ligero. Sabía que en el congelador quedaban los restos de su última cosecha primaveral: una bolsa de corazones de alcachofa, una de fabas de mayo y otra de guisantes que le había llevado un par de horas esbillar;
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los había dejado hacerse demasiado y la vaina ya estaba algo correosa. Picó los ingredientes con la meticulosidad maniática de siempre: «qué, cariño, te saco la regla y el compás» —le zahería siempre Fina para espolear su faena de pinche—, los echó en la olla, recubrió con agua, y cuando ésta empezó a borbotear fue volcando el contenido de las bolsas congeladas. Cuando le llegó el turno a los guisantes, un palmeo seco hizo saltar una lengua de agua hirviendo que le abrasó la mano. Fue corriendo al grifo, se alivió con un chorro generoso de agua fresca, y cuando se acercó a los fogones para indagar qué había pasado, descubrió flotando entre la sopa multicolor una carcasa de plástico negro
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cuyos botones empezaban a escaldarse.
El sábado llovió. Emilio se desveló; estuvo peleándose con la almohada una hora larga, contando mentalmente inspiraciones y expiraciones, dando vueltas y revueltas para conciliar un sueño esquivo. Cuando comprobó que la vigilia era irreversible se incorporó, tanteó con los pies descalzos en el suelo para localizar las zapatillas; se las encajó a pie cambiado y fue caminando por el pasillo con paso zambo hasta que corrigió la posición del calzado. Prendió la luz de la cocina y salió a la terraza. Corría una brisa fresca que le tensó la cara afilando los cañones de barba que empezaban a descrestar por la piel. Estuvo un rato largo mirando ese horizonte mañanero de crápulas nocturnos en retirada, hombres industriosos de paso ágil, palmeras indianas en decadencia, con el patio del colegio en sordina, sin pensar en nada, dejándose taladrar por el graznido de las gaviotas. Al cabo de un rato empezó a sentir que el frío penetraba dentro de su pecho y entro en la cocina; encendió la radio, sintonizando uno de esos programas musicales que aceptan peticiones de los oyentes y se sentó a roer una manzana.
Empezó a sonar una canción con arreglos celtas; el roncón de la gaita atravesó toda la casa, penetró en el dormitorio, cristalizó como una bola de papel almidonado en el cerebro de Fina, que se levantó empujada por un muelle imperativo; recorrió el pasillo rastreando la fuente de la tonada y llegó a la cocina. Allí cogió a Emilio por la mano apretándole con la fuerza de una tenaza y obligándole a incorporarse, al tiempo que apoyaba su mano derecha sobre el hombro de él y conducía los primeros pasos del baile. Sus ojos centellearon imponiéndose al brillo tenue de la barra fluorescente, inflamándose en cada giro con el recuerdo de otros tiempos en que todo estaba por pelear y todo por conquistar, purificando su cuerpo de temblores, de bolas de plastilina con los colores mezclados, de pirámides truncadas y triángulos de tangram, de puzles de madera, de pastillas de
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y de toda la mierda que llevaba tragando desde que la fatalidad decidió robarle el habla. La canción fue apagándose en una lenta coda y el baile ralentizando sus pasos, hasta que acabaron quietos en medio de la cocina, suspendidos por la mirada en un no tiempo eternal:
—Michi–Michi… —dijo, mientras le acariciaba la barba incipiente con los nudillos.
—Sí, vida mía; yo también te quiero.
Y el brillo de sus ojos se fue acelerando en una espiral centrípeta, retenida por un segundo en la frontera última del iris, hasta terminar devorada por sus pupilas, fundida en un silencioso miel mate. La electricidad abandonó sus músculos; su espalda se destensó para abovedarse ligeramente y reparó en el frío de las baldosas, frotando la planta de cada pie contra el empeine del otro, mientras que Emilio la cogía por la cintura para acompañarla hasta la cama.
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En casi toda Asturias, desgranar; sacar los granos de la vaina de ciertas legumbres, generalmente a mano.
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