domingo, 31 de diciembre de 2017

V. LAS ARMAS Y LAS LETRAS. ANDRÉS TRAPIELLO (II)


ENLACE A LA PRIMERA PARTE

Entre los descubrimientos más gratos que ofrece la obra está el diplomático chileno Carlos Morla Lynch, que llega a España el año 1928 como secretario de la Embajada de Chile. Cuando estalla la guerra, el embajador Núñez Morgado abandona el país, y Morla queda al frente de una legación diplomática que, resistiendo las amenazas de asalto, da cobijo a más de dos mil almas; él personalmente recoge a refugiados en su domicilio, negocia canjes y demás afanes. Sus experiencias republicanas las vuelca en dos obras: En España con Federico García Lorca. Páginas de un diario íntimo, 1929–1936; y las propiamente bélicas en España sufre. Diarios de guerra en el Madrid republicano, 1936–1939.

Sin embargo por lo que más se pueden rastrear sus pasos es por sus desavenencias con Pablo Neruda, quien por aquellos años fue cónsul de Chile en Madrid, y le acusó de tener preferencia por los aristócratas como demandantes de asilo y de negarle a Miguel Hernández aquél que le hubiese salvado la vida. Cada cual puede prestar crédito según su gusto; pero el testimonio que deja de su antagonista es demoledor. Retrata a un Neruda mentiroso, egoísta e inicialmente despreocupado pero pronto empavorecido por el cariz de los acontecimientos. Conviene recordar, en este punto, que Neruda envió a su mujer y a su hija discapacitada a Barcelona, con la promesa de reunirse con ellas; promesa que nunca cumplió porque prefirió quedarse en Madrid con su amante, Delia del Carril. De aquel tiempo, Morla cuenta:

«Recibo una llamada de Pablo Neruda y Manolín Altolaguirre. Pablo es de un egoísmo y de un ensimismamiento abrumador, y si reconozco que es un gran poeta, es persona no poética. Llegan a casa. Se trata de un muchacho marino, en peligro, perseguido. Lo de siempre. Debo meterlo en casa o en la embajada, pero Pablo, él, con su consulado vacío… ¡Ah, no! No lo puede hacer. […] huye el gobierno a Valencia… Nos quedamos con nuestros refugiados, cuatrocientos, y que sea lo que Dios quiera… Pablo Neruda, aterrado, no pensando más que en sí mismo, cierra el consulado. Se va mañana temprano, por la carretera de Valencia, la única libre, con los Alberti, y Delia del Carril, naturalmente.» [18]

Interesantes también, por la nota pintoresquista, son las aventuras que protagonizan los Alberti y sus edecanes, encastillados en el palacio de los Heredia Spínola, en Madrid. De esta guisa los describe Morla, en los estertores de la parranda, sin ahorrarse un juicio mordaz:

«La habitación de María Teresa León es la de la marquesa. Duerme en una cama llena de cortinajes y pieles de armiño. Este es el comunismo. Los moradores tenían, sin embargo, caras largas ante el temor de que aquello durara poco.» [19]

Está claro que los Alberti, aparte de disfrutar de ciertas comodidades burguesas difíciles de conciliar con los ideales proletarios que decían defender, desplegaron por aquel tiempo una actividad frenética que Trapiello resume así:

«En esos meses los Alberti, que parecían disfrutar del don de la ubicuidad en frentes, ciudades y congresos, normalmente muy alejados de la primera línea, realizaron no pocos viajes: a París y Moscú, Barcelona y Valencia, sin contar sus colaboraciones en la prensa, su dedicación al traslado de los fondos del Museo del Prado, su secretaría de la Alianza, su dirección del Museo Romántico o la colaboración de Alberti con su mujer en la dirección del teatro La Zarzuela, donde se representaron algunos cuadros dramáticos de él mismo y su adaptación de la citada Numancia de Cervantes.» [20]

No resulta sorprendente la idea que Rafael Alberti conservó de aquella época. En fecha tan tardía como el año 1965, sobre una fotografía juvenil suya en que luce insignia de las Brigadas Internacionales y pecho aspado por correajes militares, tuvo el cuajo de escribir de su puño y letra la dedicatoria «Para Luba y Ehrenburg en la belle époque». [21] Repugnante. No es ya la inmadurez de un joven como Arconada, ni el desenfoque de un anciano sorprendido por una realidad brutal que sigue con mirada atónita. No; es la ensoñación de un cincuentón refractario a cualquier atisbo de realidad, que considera que una balacera con casi medio millón de muertos y fuente de odio secular entre compatriotas puede dignificarse como souvenir, porque a él le fue bien mientras duró… ¡lástima que acabara!

¡Cuán distinta fue la suerte de Federico García Lorca! Y es curioso porque no se caracterizó por el sectarismo sino justamente por lo contrario: ideológicamente promiscuo y de humanidad arrolladora; lo que hoy consideraríamos un demócrata íntegro. Fueron sus muestras de compromiso social abanderadas de la alegría, no del encono. Una breve semblanza de Trapiello:

«Al poco del triunfo del Frente Popular, Antonio Machado, Lorca y otros habían firmado el Manifiesto de la Unión Universal por la Paz. Eran meses de continuas proclamas, alineamientos y sufragios. Unos meses después Alberti, Altolaguirre y Lorca firmaron un nuevo manifiesto pidiendo la libertad para el dirigente comunista brasileño Luis Carlos Prestes, y algunas semanas después envió su adhesión al semanario Ayuda, publicado por el Socorro Rojo y dirigido por María Teresa León. También firmó otro manifiesto antifascista, y él, que se confesó en muchas ocasiones un hombre apartidista, declaraba a menudo que alguien como él solo podía ser “del partido de los pobres”.» [22]

Todos ellos son actos allegados al pensamiento de izquierdas que no sirven para acreditar ningún fanatismo; mas la facción estaba por simplificar el paisaje simplificando el paisanaje, y declaraciones más o menos inocuas antes de la guerra se convertían, arrancada ésta, en prueba de cargo y sentencia sumarísima. Visto el desenlace del caso, está claro que Lorca valoró erróneamente la situación cuando decidió trasladarse a Granada desde Madrid; posiblemente pesó mucho en ello el hecho de cultivar amistades íntimas en ambos bandos y el no tenerse por enemigo de nadie. Quedó patente que otros sí lo tenían por tal. El relato, por lo que tiene de administrativo, escalofría:

«Lorca dejó entonces su Huerta de San Vicente y pidió asilo al joven poeta Luis Rosales, hermano de conocidos falangistas de la ciudad, y falangista él mismo. Rosales incluso se ofreció a pasarle de zona. Lorca, una vez más preso de su destino, rehusó el ofrecimiento, convencido de que en casa de Rosales podría esperar hasta que pasase la tormenta, y se fue a vivir allí el día 9 de agosto. Lo detuvieron el 16. Luego, lo metieron en un coche y se lo llevaron a Víznar; allí, en compañía de otros tres detenidos, un maestro y dos banderilleros, pasó el poeta sus últimas horas. La madrugada del día 19 de agosto, los sacaron, los asesinaron a los cuatro, y enterraron sus cuerpos en un barranco.» [23]

Aunque escalofría todavía más pensar que este expediente se multiplicó por miles y miles; víctimas selladas en el olvido por su naturaleza anónima, en fosas sin más registro que el eco de la descarga que las propiciaba. Si llega hasta hoy el nombre de esta ignominia, es por la notoriedad del asesinado:

«Los nacionalistas comprendieron pronto su estúpido error y decidieron negarlo, y puede decirse que hasta 1975 el mismo Franco negaría cínicamente ese asesinato. Lo negó, desde luego, durante todo el primer año de guerra: “En Granada no han asesinado a ningún poeta”, dijo a un corresponsal extranjero en 1937, con toda la frialdad de la mentira, pero aprendió la lección, y firmó el indulto de Miguel Hernández cuando lo suplicó Sánchez Mazas.» [24]

Se me escapa el sentido de esta frase del general Franco. Puede que negara los hechos, a saber, que se hubiera dado muerte a un poeta. Puede que negara su calificación, a saber, que no lo considerara un asesinato sino una ejecución legal, en su universo de legalidad paralela. O quizás, en estampa de crítico literario, puede que no considerara poeta a Lorca. Como habitualmente me resulta arcano el designio del ciudadano común, no es de extrañar que no alcance a desentrañar el del tirano megalómano.

Saliéndonos del campo estrictamente literario, también hubo ocasión para pinceladas narrativas a cargo de periodistas como Manuel Chaves Nogales. Enemigo acérrimo de los totalitarismos que señoreaban la Europa del momento, se convenció desde un primer momento de que la suerte democrática de España estaba echada, y de que la guerra no podría alumbrar más que una u otra forma de tiranía. Parte de sus impresiones más lúcidas las volcó en el prólogo de su novela A sangre y fuego, publicada en Chile, en 1937:

«Yo era eso que los sociólogos llaman un “pequeño burgués liberal”, ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la aristocracia terrateniente […], ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista.» [25]

Me resulta emocionante su tono de derrota por lo que tiene de evocación de una realidad tangible. No se identifica la crispación del fanático que ve arruinada su particular quimera —ésa en la que indefectiblemente brotan ríos de leche y miel— sino la nostalgia del ciudadano escéptico que reconoce los defectos del sistema, sus márgenes de mejora y los obstáculos que la traban; entre los cuales, cómo no, está lidiar con los poderosos; es sabido: quien paga gaitero, elige tonada. Esa hondura de reflexión le acompañará en el diagnóstico del futuro inmediato de posguerra:

«El hombre que encarnará la España superviviente surgirá merced a esa terrible e ininteligente selección de guerra que hace sucumbir a los mejores […]. Sea el que fuere, para imponerse, para subsistir, tendrá, como primera providencia, que renegar del ideal que hoy lo tiene clavado en un parapeto con el fusil echado a la cara, dispuesto a morir y a matar. Sea quien fuere, será un traidor a la causa que hoy defiende.» [26]

Esa «ininteligente selección» es la que surge de un entorno tan letal que convierte cualquier virtud en un severo hándicap para la supervivencia. En cualquier caso, qué diferencia de espíritu entre el Chaves pequeñoburgués y el intelectual orgánico que representa Alberti, que se creía inmerso en la belle époque.

También encuentra Trapiello sitio para una de las figuras políticas más señeras e injustamente olvidadas de la República, Clara Campoamor. Volcada en la defensa de los derechos de la mujer, a su impulso se debió la ley de sufragio universal que le granjeó la animadversión de la izquierda. Entendían los partidos izquierdistas que las mujeres eran pieza de confesionario y vocacionalmente conservadoras, y por ello la culparon de la victoria radical–cedista en las elecciones de finales de 1933. No es necesario insistir en que el panorama no estaba para sutilezas jurídicas y que la universalidad de los derechos cedía ante el apetito de victoria. Por si esto no fuera suficiente, sus trabajos también contribuyeron a que se aprobase la ley de divorcio; es obvio que ello no sirvió para que la derecha ultra católica la convirtiese en santo de su devoción. Un buen ejemplo de la tercera España que no pudo ser; abandona Madrid para no engrosar la triste nómina de los muertos a manos milicianas, y cuando parte al exilio, unos falangistas la reconocen en el barco que la lleva camino de Italia e intentan asesinarla. Guatemala y Guatepeor.

Sus ideas sobre la contienda las plasma en un ensayo que ve la luz en Paris cuando aún falta mucho para conocerse el resultado, La révolution espagnole vue par une républicaine (1937). Lo primero que llama la atención de este libro es su título; la idea de revolución —Clara Campoamor vive la guerra en Madrid y ve cómo se conducen las huestes gubernamentales— plantea de inmediato una cuestión sobre la que tradicionalmente se ha pasado de puntillas, que no es otra que la solución de continuidad en la legitimidad gubernamental. Un régimen parlamentario no puede sobrevivir a un Parlamento que ya sólo opera como simulacro. En agosto de 1936, a la convocatoria de Cortes sólo acuden cien parlamentarios de cuatrocientos setenta; entre la mayoría de izquierda que sustenta al Gobierno, de doscientos sesenta faltan ciento sesenta. No extraña su conclusión:

«Si el porvenir trae la victoria triunfal de los ejércitos gubernamentales, ese triunfo no llevará a un régimen democrático, ya que los republicanos ya no cuentan en el grupo gubernamental. El triunfo de los gubernamentales será el de las masas proletarias, y al estar divididas esas masas, nuevas luchas decidirán si la hegemonía será para los socialistas, los comunistas o los anarcosindicalistas. Pero el resultado sólo puede significar la dictadura del proletariado, en detrimento de la República democrática.
»Si, como ya hemos indicado, las causas de la debilidad de los gubernamentales llevan a la victoria a los nacionalistas, estos habrán de empezar por instaurar un régimen que detenga los enfrentamientos internos y restablezca el orden. Ese régimen, lo suficientemente fuerte como para imponerse a todos, sólo puede ser una dictadura militar. Pero si la dictadura militar es una forma de gobierno fácil de imponer, es muy difícil salir de ella.»
[27]

Nada que ver con las fantasías orteguianas del totalitarismo salvífico del liberalismo y del liberalismo templador del totalitarismo; sino cruda profecía de una realidad en la que no encajan las extrañas simbiosis que dictan los deseos.

Con el traslado del Gobierno de la República a Valencia, terminará ésta convertida en el núcleo creador y emisor de cultura por antonomasia en territorio leal. Apunta Trapiello que la nota distintiva de la obra alumbrada en zona gubernamental es el relativo pluralismo en que aventaja a su némesis. Lo explica así:

«Resulta de gran evidencia que lo que diferenció, intelectual, literariamente ambas zonas, a la republicana y a la sublevada, fue ese talante liberal y crítico. Liberal, con todas las reservas que se quieran poner, pero gracias al cual se podían cuestionar posiciones consideradas ortodoxas, dominantes […]. Algo parecido en la zona nacional habría sido impensable; una sola crítica adversa de los poemas de Rosales, Pemán, Vivanco o Ridruejo, o de la novela de Foxá o de las teorías de Laín, habría significado para su autor represalias sin cuento. Aunque más significativo es ya que ni siquiera pudieron producirse […]. De ahí que no exageremos un ápice al sostener que mientras los nacionales militarizaron todas las ideas, los intelectuales republicanos conservaron en su mayor parte el carácter civil de su pensamiento y de su obra, al pairo de otras fuerzas preponderantes como los comunistas que ejercieron su poder cuando pudieron (con Nin o Robles, por ejemplo).» [28]

Aunque el autor se refiere a las polémicas sostenidas en la revista Hora de España (1937–1939), entre otros, por Rosa Chacel, Serrano Plaja, Luis Cernuda, José Renau y Ramón Gaya —que se atrevió a comparar los carteles del anterior con los anuncios de refrescos—, la última frase no es pequeña enmienda al conjunto del párrafo; un pluralismo de esas características sería hijo de la imposibilidad material de su extinción antes que del compromiso con principios ciudadanos homologables en una democracia digna de tal nombre. Y esa imposibilidad material es a su vez resultado de un pequeño detalle: las otras facciones gubernamentales también portaban armas. Cuando las circunstancias concretas desequilibraron el control del poder, no hubo talante liberal y crítico que valiese: los sucesos de mayo del 37 en Barcelona validan esta hipótesis. Un hecho aislado, como la ocupación de la sede de Telefónica por fuerzas de la FAI y del POUM, sirvió de excusa para que los comunistas —con la inestimable ayuda del NKWD que comandaban Lelaiev y Orlov desde la embajada soviética— se entregasen a uno de esos tajos en que su productividad laboral es legendaria, la purga. No nos engañemos, toda la retórica puesta a su servicio estuvo presidida por la idea de aniquilamiento. Estos hechos quedaron profusamente descritos por George Orwell en su obra Homenaje a Cataluña (1938); y todo apuntaba en la línea de que el equilibrio de fuerzas empezaba a desbalancearse y que la influencia comunista derivaría en hegemonía, también en las letras:

«El tono de El Mono Azul, por tanto, pudo ser incluso más extremo que el de muchas personas que componían su consejo de redacción, y a medida que pasaba la guerra, como también le ocurrió a la España republicana, su orientación se fue haciendo enteramente filocomunista, y las referencias admirativas hacia el “camarada Stalin” o el “camarada Dimitrov” empezaron a ser habituales en sus páginas, al tiempo que la mayor parte de sus colaboradores era de esa tendencia.» [29]

El mes de julio del 37, también en Valencia, se celebró el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en el que se dieron cita más de un centenar de autores provenientes de casi una treintena de países; todos ellos identificados con el antifascismo, aunque no necesariamente al tanto de las particularidades que tal causa revestía en España; lo apunta bien Trapiello:

«Es cierto que los responsables del congreso, Alberti y Bergamín, trataron de presentar a los republicanos cohesionados y unidos, pero a nadie se le escapa que por lo que luchaban los anarquistas, comunistas, republicanos o poumistas españoles no coincidía en todo momento ni en cada uno de los frentes ni en según qué regiones. Para los escritores extranjeros la causa republicana podía resumirse genéricamente como la causa del antifascismo.» [30]

Y es que a la Guerra Civil Española le cupo el discutible honor de ser la primera contienda mediática, cuyos progresos fueron seguidos con atención allende sus fronteras; baste con recordar que muchos extranjeros, ahora ya hermanados para siempre por la tierra en que vertieron su sangre, vieron ponerse el sol para siempre en la piel de toro.

Ambos bandos volcaron no pocas energías en la propaganda internacional; y en ese frente paralelo, la victoria de la República fue incontestable: «Solo en Inglaterra, 148 escritores e intelectuales colaboraron en una publicación, Authors Take Side of the Spanish War, que congregaba desde celebridades como Shaw, Wells o Pound hasta los más jóvenes». [31] En ocasiones sirve de consuelo ver cómo el juicio desajustado no fue patrimonio exclusivo de los escritores españoles, cuya capacidad de análisis es fácil de comprender que se viera embotada por las dimensiones de la brutalidad circundante, sino que también se extendió a extranjeros más o menos entregados al turismo de guerra; así Stephen Spender dirá:

«Dado que la zona de los combates en España era limitada y relativamente restringidos los métodos de guerra, las voces del individuo no quedaban apagadas, como quedaron en 1939, por la gran máquina militar y la propaganda. Tanto dentro como fuera de España, la Guerra Civil fue en cierto modo un importante debate y en él las tres grandes ideas políticas de nuestro tiempo (fascismo, comunismo y socialismo liberal) eran escuchadas y discutidas.» [32]

Todo el párrafo resulta estupefaciente. Sí; la Segunda Guerra Mundial fue un hito de barbarie difícilmente superable a cuyo lado todo palidece; pero hay que estar muy alienado pelando quisquillas a cientos de kilómetros del frente o ser un completo idiota para entender que la Guerra Civil Española fuese ocasión para debate alguno; salvo que concedamos al silbido de las balas alguna capacidad dialógica cuyo alcance se me escapa. Separados de estos tristes hechos por unas cuantas décadas y muchos kilómetros —por ejemplo, en Ruanda— los seres humanos hemos vuelto a demostrar lo diligentes que podemos llegar a ser ahogando voces con métodos de guerra aún más restringidos, a saber, azadas, cuchillos y machetes. Una estampa mucho más fiel a la realidad y moralmente digna es la que nos deja Simone Weil, a raíz de sus experiencias como miliciana en la Columna Durruti:

«Nunca nadie ni entre los españoles ni los franceses que estaban en España combatiendo o de visita […] habló de las matanzas inútiles con repulsa, disgusto o rechazo siquiera. Sí, es verdad que el miedo desempeña un papel importante en la carnicería […]. Mi teoría es que una vez que las autoridades temporales y espirituales han decidido que las vidas de ciertas personas carecen de valor, nada es tan natural en el hombre como matar. Tan pronto como los hombres saben que pueden matar sin temor a represalias, empiezan a matar, o al menos, animan a los asesinos con sonrisas de aprobación.» [33]

Quedan para el final Manuel y Antonio Machado por lo tuvieron de símbolo, de triste metáfora de guerra entre hermanos, y de partido asignado por el destino. La guerra sorprendió a Manuel en Burgos, a donde se había desplazado por motivos familiares. Su primera valoración de los acontecimientos fue un tanto frívola, llegando a ironizar sobre las similitudes de la sublevación militar con los pronunciamientos y carlistadas del XIX; no estaba el horno para tales bollos y acabó en el calabozo. Aprendería la lección; había llegado el momento de las adhesiones concluyentes y, como otros, a ellas cedió. De ahí a poeta del régimen, unos pasos, facilitados por el hecho de ser el más grande vate entre los de su facción.

Mucho más triste fue el final de su hermano Antonio. Leal a la República hasta el final, desplegó durante la guerra una ingente actividad plasmada en artículos, poemas y discursos, con los que correspondía a su magra asignación gubernamental. No me extenderé en el periplo devastador que lo lleva a Colliure porque es muy conocido; aunque hay dos notas que ignoraba y que me parecen reveladoras de su carácter. El primero es que muere en oficio de poeta, dejando tras de sí un enigmático verso alejandrino, apertura de un poema inconcluso: «Estos días azules y este sol de la infancia…»; [34] catorce sílabas que sirven de pórtico para el más amargo de los exilios, el del tiempo. El segundo es una forma muy particular y emotiva de evacuar la tristeza, a la que, pasados los años, podemos añadirle el valor del vaticinio:

«Quizá, después de todo, nunca aprendimos a hacer la guerra. Además, carecíamos de armamento. Pero no hay que juzgar a los españoles demasiado duramente. Esto es el final; cualquier día caerá Barcelona. Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado.» [35]

Y es imposible concluir este repaso sin una breve mención a don Manuel Azaña, a quien el autor dedica el último capítulo. Comparto plenamente el veredicto de Trapiello: de no ser por sus responsabilidades políticas, difícilmente habría llegado a nosotros su literatura; de modo mucho más acerbo —acrecentado hasta la injusticia por su animadversión personal— resumía don Miguel de Unamuno esta idea: «Cuidado con Azaña, es un escritor sin lectores y será capaz de hacer una revolución para tenerlos». [36] Dejando de lado sus manifiestos errores políticos, rozaría la canallada omitir a sabiendas un testimonio que acredita su talante conciliador y grandeza de espíritu, como el que se encierra en este emocionado discurso:

«Es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lectura y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón.» [37]

Termino con una confesión personal. España representa para mis creencias un permanente desafío; y es que siendo enemigo acérrimo del determinismo genético y del fatalismo geográfico, en pocos lugares del mundo puede uno encontrar personas mejor dotadas para guerrear con sus hermanos que entre los españoles. Parecen, las españolas, tierras sobre las que pesa una abominación bíblica, espacios idóneos para la errante sombra de Caín que inflama el verso machadiano. Un paseo por su Historia, siquiera somero como éste, sirve para que no se pueda desechar por exótica la idea de Ramón Gómez de la Serna, que señalaba período a esa pulsión suicida en una guerra civil cada cien años. Esto podría tranquilizar mucho a don Ramón, que acababa de pasar la suya y encontraba el horizonte del 2036 demasiado remoto; pero para los que aún no hemos “disfrutado” de la nuestra, sin que el exceso de canas o el defecto de pelo nos prive de aspirar a semejante almanaque, accidentes como ser español y vivir en España no son garantía de indemnidad sino más bien de inquietud. Máxime cuando uno comprueba con estupefacción cómo prosperan ideas disolventes como la reducción de la democracia al fetichismo de las urnas, la consideración de que la ley es un mero relato superable por la voluntad, que se puede hacer a un lado cuando disguste su tenor sin molestarse en derogarla o enmendarla; como la idea de que el concepto de ciudadano es absorbible por el concepto de pueblo; como la idea de que el diálogo no es el expediente que precede a la aprobación de las leyes sino el que sucede a su violación; y, cómo no, que la función del Gobierno no consiste en dirigir la política del Estado dentro del marco que brindan unas competencias regladas sino la libre interpretación del volksgeist. Todo muy exótico; especialmente si se tiene en cuenta que quienes propalan tan ilustradas teorías no son un cuadro de borrachos que mueve el cubito de hielo en un vaso de tubo semivacío; sino sujetos que han enchufado su cargador en el presupuesto público y se adornan con alguna de las más altas magistraturas del Estado. Todo muy tranquilizador.
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[18] Trapiello, Andrés. Las armas y las letras, Madrid, Círculo de Lectores SAU (por cortesía de Ediciones Destino), 2011, pg. 116.
[19] Ibidem, pg. 130.
[20] Ibidem, pg. 131.
[21] Ibidem, pg. 133.
[22] Ibidem, pg. 160.
[23] Ibidem, pg. 166.
[24] Ibidem, pg. 169.
[25] Ibidem, pg. 183.
[26] Ibidem, pg.186.
[27] Ibidem, pg. 191.
[28] Ibidem, pg. 239.
[29] Ibidem, pg. 87.
[30] Ibidem, pg. 379.
[31] Ibidem, pg. 361.
[32] Ibidem, pg. 363.
[33] Ibidem, pg. 368.
[34] Ibidem, pg. 465.
[35] Ibidem, pg. 463
[36] Ibidem, pg. 53.
[37] Ibidem, pg. 501.

domingo, 24 de diciembre de 2017

V. LAS ARMAS Y LAS LETRAS. ANDRÉS TRAPIELLO (I)


Esta entrada se dedica a un ensayo al que, pasados veinte años desde su publicación, no es exagerado calificar como clásico. Se mueven sus páginas a caballo entre la Literatura y la Historia, dando cuenta de las posiciones fundamentalmente políticas e ideológicas, pero también artísticas o tan sólo humanas, que tomaron o se vieron forzados a tomar los escritores e intelectuales atrapados por el colapso de la II República y la Guerra Civil Española. Sin duda su punto fuerte es que la erudición y vivacidad de relato saben conciliarse con la pausa lírica; la amplitud de espectro en la mirada y la capacidad para ahondar en el detalle son encomiables y entrañan, por momentos, un auténtico derroche de conocimiento. Vemos desfilar por sus episodios, junto a estrellas de relumbrón conocidas por todos, a personajes valleinclanescos sacados de la bohemia más oscura. No se trata, sin embargo, de un ejercicio escolástico encopetado que busca abrumar al lector con un aluvión de datos, sino de una obra que se lee con el gusto de una buena novela y que, con alguna visita al diccionario —lo que viene siempre muy bien—, se conduce con un español llano y vibrante.

No pretendo resumir en pocas líneas un libro de más de seiscientas páginas, sino animar a su lectura dando cuenta de lo que me resultó más interesante. La primera impresión es general y emocional: como me ocurre con todos los libros que guardan alguna relación con la Guerra Civil, la tristeza y el enervamiento de energías terminan adueñándose de mí. No resulta fácil digerir el fracaso de una experiencia democrática en la que muchos depositaron su anhelo de progreso; ni ver cómo instituciones que son el fruto de siglos de reflexión ilustrada se convierten en pedruscos, a cuyo pie el interés partidista busca hacer palanca para imponerse con total desprecio por las consecuencias; y ya metidos en faena, comprobar cómo el fanatismo más criminal alcanza el estatuto de la normalidad. La segunda impresión es más particular y reflexiva: la confirmación de que la intelectualidad del momento —con muy honrosas excepciones— no supo estar a la altura de las circunstancias.

El libro se organiza siguiendo un patrón muy particular, en que lo cronológico se mezcla con lo geográfico; el criterio para arracimar a los personajes no es tanto la afinidad ideológica como la mera coincidencia, en ocasiones fortuita, en el teatro de operaciones. En un primer momento, no obstante, es el enfoque generacional el que domina la foto fija que los retrata como a purasangres nerviosos en los cajones de salida, antes de desatarse las hostilidades; porque esa es la sensación que transmiten casi todos: la de vivir un modelo interino que a nadie satisface a la espera de su particular arcadia de promisión. Ese primer fogonazo generacional sirve para descartar la influencia política de los hombres del 98, que el autor resume así:

«Para ser político hay que ser optimista, parecerlo o fingirlo, y tener un fondo rousseauniano, y los del 98, de naturaleza nihilista y pesimista, no podían ser nunca políticos, porque los que no eran de la escuela de Hobbes, eran biznietos de Diderot, Montaigne, Nietzsche o Schopenhauer, en el mejor de los casos; en el peor, de Voltaire.» [1]

Carezco de argumentos para refutar esa explicación que hace descansar sobre el carácter y preferencias filosóficas de sus integrantes el papel secundario de la Generación del 98. No creo que el autor quiera decir con ello que fuese una generación apolítica. En absoluto; sino más bien que tenían una visión negativa de la política, en la que quizás pesase también la merma de energías que traen los años y el escepticismo fruto de dos experiencias políticas fallidas: la revolucionaria y la restauradora. Lo que no admite discusión es que por los años que transita el ensayo los primeros protagonistas son los hombres del 14, muchos de ellos integrantes de la Agrupación al Servicio de la República —organización de raíz no revolucionaria pero sí abiertamente antimonárquica— y quienes rematan con entusiasmo la faena son los jóvenes de la Generación del 27.

Por muy trágico que fuese el desenlace, las desavenencias no surgieron de modo inmediato. También hubo, en lo literario, una tierra común que por desgracia tardó poco en convertirse en tierra de nadie. Entre las publicaciones, la más relevante del amanecer republicano fue La Gaceta Literaria (1927–1932); en ella participaron con frecuencia los escritores del 27, dejando puente tendido al encuentro intergeneracional, pues entre sus páginas es fácil toparse con firmas del 98; y en menor medida del 14, más devotas, éstas, de la revista España y de la Revista de Occidente, fundada por Ortega y Gasset. Clarificador testimonio de cómo avanzaban las ideas de enfrentamiento en detrimento del pensamiento liberal es un texto publicado en La Gaceta Literaria en fecha tan temprana como el día 1 de enero de 1928, firmado por César Arconada, quien con el venir de los tiempos terminaría siendo un fervoroso comunista:

«Ante todo es necesario sentar este principio: en el momento actual los que se llaman liberales son los retrasados, los reaccionarios […]. Violencia. Lucha. Arte Nuevo, al fin […]. Un joven puede ser comunista, fascista, cualquier cosa, menos tener ideas liberales. Para un joven nada más absurdo, más incomprensible, más retrógrado, que las ideas políticas de un doctor Marañón, de un Castrovido. Los jóvenes queremos para la política, como hemos querido para el arte, las ideas actuales, de hoy, con el perfil y el carácter de nuestra época. Pretender que todavía nos sirvan las viejas ideas liberales es tan absurdo como pretender que las viejas chisteras sirven para jugar al fútbol.» [2]

Categorizaciones y principios, esos atrevimientos de juventud considerada valor primario. De no ser por la riada de sangre en que desembocaron tales planteamientos, destila su discurso una jovialidad adolescente conmovedora. No nos engañemos: el tigre pintado con trazos naíf también tiene garras y muerde. Es la suya una repulsa, mitad estética, mitad orgánica, llamada a un alineamiento intercambiable: ¿comunismo o fascismo? Qué más da; lo que reclame el momento. Es, en suma, un bonito ejercicio de adanismo, de pies desnudos pisando tierra recién descubierta. Pasados tantos años, chocan la necesidad de ser justos con esas palabras —necesidad acentuada por el hecho de jugar con la ventaja de conocer el resultado— y el imperativo que dicta la prudencia más elemental, que aconseja no tensar en demasía las costuras de la sociedad: el progreso de esa cosmovisión aniquila el espacio ciudadano y ahoga toda política. En esa labor de voladura de puentes los extremismos se dan la mano por debajo del tablero:

«La tercera España empezaba su retirada. “Todo español que no consiga situarse con la debida grandeza ante los hechos que se avecinan, está obligado a desalojar las primeras filas y permitir que las ocupen falanges animosas y firmes”, había dicho Ledesma en La conquista del Estado [3]

Habida cuenta de que el último número de La Conquista del Estado se publicó el 24 de octubre de 1931, podemos fechar este discurso inflamado dentro del corto período de seis meses desde la proclamación de la II República. Una perfecta contribución a la profecía autocumplida. Todo es un exceso: la estigmatización de la prudencia, la apología de las gónadas. Constitucionalismo muscular; la guerra como deporte. Es muy certero el diagnóstico del autor:

«[…] nadie quería una España liberal, moderada y laica, porque le había llegado la hora a una España que, más que republicana y demócrata, tenía que ser fascista o comunista.
»Antes de la catástrofe, antes de que se oyera la voz de Ortega en España con un apodíctico “no es esto, no es esto”, que condenaba a la República en una frase y le pasaba a él a la reserva, antes se vivió la euforia del nuevo régimen, por el que todos lucharon y del que todo se esperaba. Puede decirse, incluso, que todos, hasta las derechas, a excepción de los monárquicos y tradicionalistas, fueron republicanos el 14 de abril de 1931.» [4]

Hay en todo este arranque un regusto de maldición bíblica, de dios implacable que niega a sus hijos dilectos la entrada en la tierra prometida; en realidad, era ficción. No esperaba la tierra prometida sino la tierra de la sangre, la tierra de los hijos animosos que reclamaba Ramiro Ledesma:

«La Gaceta Literaria terminaba cuando empezaba la República. En cierto modo, acababa la literatura y se daba paso a revistas enteramente políticas, como La Conquista del Estado o Arriba, o muy politizadas e ideologizadas como Octubre o Nueva Cultura. Las voces, más juiciosas sin duda, más sopesadas, de la vieja Revista de Occidente o de Cruz y Raya (en las que se publicaron no obstante un gran número de ensayos políticos), empezaban a ser inaudibles frente a un mar cada día más embravecido. Y en este corto período que va de 1931 a 1936, el de la República, los españoles más jóvenes empezaron a pensar en España en términos de victoria, o sea, de guerra civil. O sea, de fracaso.» [5]

Como se ha dicho, la organización del libro depende más de lo geográfico que de lo ideológico, o mejor dicho, lo ideológico cobra notoriedad arraigando en lo geográfico. Los capítulos sobrevuelan los diferentes feudos republicanos y sublevados, y por ellos pasean, o en ellos están atrapados —que de todo hay—, los protagonistas de la historia. Así se nos retratan el Madrid de la resistencia antifascista y de las checas, la Pamplona del cura Yzurdiaga y su revista Jerarqvía, la Valencia gubernamental y del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, el virreinato sevillano de Queipo, la Barcelona de la diáspora, el Burgos faccioso, el exilio parisiense, la Salamanca del Cuartel General. Y en ésta última, la figura enorme de don Miguel de Unamuno.

Entre las adhesiones a los sublevados, ninguna fue motivo de tanto regocijo para ellos como la de don Miguel de Unamuno; un intelectual de semejante talla respaldando sus posiciones representaba todo un aldabonazo y refutaba la idea de que la República monopolizaba los principios del conocimiento, el pensamiento y la cultura, frente a un barbarismo refractario a toda ilustración. Sin embargo, no era don Miguel hombre acomodaticio dispuesto a renunciar a la crítica y la búsqueda de la verdad. Si tomó partido por los sublevados, fue por considerar que la deriva anarquizante de la República era irreversible, y que la única vía para el restablecimiento del orden y la regeneración nacional pasaba por la intervención militar. Conocer de primera mano los usos criminales de sus patrocinados, nos lleva al Paraninfo de la Universidad de Salamanca, en el día 12 de octubre de 1936, y a uno de los discursos más valientes que jamás haya pronunciado español alguno. De éste —cuya lectura íntegra recomiendo— entresaco la réplica al desbarre del general Millán Astray. Entiéndase que no fue un parlamento continuo sino jalonado por múltiples interrupciones, insultos y abucheos de follones exaltados dispuestos a lincharlo allí mismo:

«Acabo de oír el grito necrófilo y sin sentido de ¡Viva la Muerte! Esto me suena lo mismo que ¡Muera la vida! Y yo, que me he pasado la vida creando paradojas que provocaron el enojo de los que no las comprendieron, he de decirles, como autoridad en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Puesto que fue proclamada en homenaje al último orador, entiendo que fue dirigida a él […] El general Millán Astray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma […]. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre (no un superhombre) viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como dije, que carezca de esa superioridad del espíritu, suele sentirse aliviado viendo cómo aumenta el número de mutilados alrededor de él […]. El general Millán quisiera crear una España nueva (creación negativa sin duda) según su propia imagen. Y por ello, desearía ver a España mutilada, como inconscientemente dio a entender […]. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir, necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España. He dicho.» [6]

Dos cosas llaman la atención en este discurso. La primera es la valentía; quizás pueda parecer una tontería retrógrada, pero soy de ese género de personas a quienes la contemplación de un hombre valiente que encara su suerte aún las emociona. Durante la guerra civil, muchos fueron los españoles que pagaron sus ideas con la vida, pero fueron pocos quienes la arriesgaron en el acto mismo de expresarse en un entorno hostil. La segunda es la superación del pensamiento por la realidad. Bastante antes de que sonase la primera descarga de fusilería, España se había inmunizado contra la razón y el derecho. Quizás por desfase generacional, Unamuno parece no enterarse de que ya se había perdido toda posibilidad de convicción, si alguna vez la había habido: recordemos las palabras del embravecido Arconada.

Una buena muestra de romanticismo mal avecindado con la realidad la exhibe, triste y premonitoriamente, en un artículo del año 1934:

«No cabe participar en una guerra civil sin sentir la justificación de los dos bandos en lucha; como quien no sienta la justicia de su adversario —por llevarlo dentro de sí— no puede sentir su propia justicia.» [7]

Quizás lo que don Miguel quería decir es lo que, con más pausa para la reflexión, cuenta en una carta dirigida al escultor Quintín de la Torre, en la que refiere el episodio del paraninfo de la Universidad, escrita ya bajo arresto domiciliario, poco antes de su muerte:

«Yo dije aquí, y el general Franco me lo tomó y reprodujo, que lo que hay que salvar en España es la civilización occidental cristiana. Lo ratifico. Pero desgraciadamente no se están empleando para ello métodos civilizados ni occidentales ni menos cristianos.» [8]

Por esas fechas Unamuno fue un buen ejemplo de cuán caprichosa puede llegar a ser la lotería de Babilonia. Su defección de la República significó que Azaña lo destituyese de todos sus cargos, incluida la rectoría vitalicia de la Universidad de Salamanca. En premio por su apoyo a la causa nacionalista, el general Cabanellas, presidente de la Junta de Defensa Nacional, lo restituye en todos ellos. Diez días después del encontronazo con Millán Astray, el general Franco encuentra tiempo para estampar su firma en un decreto que lo depone definitivamente. Independencia intelectual y guerra, agua y aceite; es sabido.

Otras figuras que también se dejaron caer por el feudo salmantino fueron Ernesto Giménez Caballero y Agustín de Foxá. El primero, fundador de La Gaceta Literaria, se mostró fiel al apetito de vanguardia por el que clamaba Arconada, y terminó evolucionando hacia posiciones de neto fascismo. Ya ha quedado explicado: lo moderno mandaba. Aunque menos encuadrable en el apetito de modernidad y más en el de pura extravagancia fue su posterior evolución. En fecha tan reciente como el 23 de mayo de 1979, bien ingresado en sus años provectos, se puede exhumar una entrevista suya publicada en el diario El País en la que declaraba: «Yo no me arrepiento de haber sido fundador de las Juventudes Socialistas, de haber sido fascista, vanguardista y de estar hoy de vuelta al anarcosindicalismo». [9] Todo un personaje; como se dice en estos casos, de la revolución a la reacción sin parar en la moderación; o viceversa, que también vale.

Agustín de Foxá, hoy apenas conocido, fue en aquellos tiempos escritor muy celebrado por el franquismo. Autor de la que se consideró la primera obra maestra del movimiento, Madrid de Corte a Checa (Salamanca, Jerarqvía, 1938), ocupó sus días, aparte de la literatura, con la diplomacia y el espionaje. Cualquiera que se moleste en buscar fotos suyas verá la estampa de un hombre sonriente y bonachón, cuyas formas pícnicas parecen inhábiles para cualquier rapto enajenado; un ejemplo de que las intuiciones lombrosianas no son fuente de un saber muy cualificado, y de que todos tenemos nuestro momento; aquí uno suyo:

«La nueva España afirmativa, ofensiva, violenta, respeta mil veces más a los rojos que nos combaten cara a cara que a ti, pálido desertor de las dos Españas, híbrido como las mulas, infecundo y miserable.» [10]

Como vemos, todo muy templado; eterno aprecio por la categorización, por el esquematismo mental; por la simplificación, en suma. Destaca Trapiello, con razón, los rasgos esquizoides que exhibe la literatura fascista: en ella la naturaleza intimista y nostálgica de las obras de pura creación convive con la extrema violencia de los textos políticos.

Saltar las líneas y visitar la otra facción en lid es encontrarse un panorama similar; aunque con matices: nunca fue tan homogéneo. La postura de un Miguel de Unamuno sería única y, no nos engañemos, apenas si traspasó los muros de la Academia. Jamás se consintió por los sublevados la publicación de texto alguno que desdibujase la versión oficial. No obstante fueron muchos quienes justificaron las tropelías republicanas bien atribuyéndoselas a bandas de incontrolados —la cuantía de las víctimas y el cartesianismo de los victimarios lleva a pensar que nos encontramos en presencia de una rara variante de incontrolado, caracterizada por actuar con gran control—, bien dándoles un barniz de legitimidad. Quizás se dieron en Madrid los mejores ejemplos de ello:

«La inteligencia tenía que ser también combatiente —nos dirá María Zambrano—. La inteligencia vistió ese traje sencillo de la guerra, ese uniforme espontáneo del ejército popular. Todavía hay quien se extraña. Pero convendría recordarles que en los días del nacimiento de la razón, cuando en Grecia, con maravillosa y fragante intuición, se quiso representar a la diosa de la sabiduría, Palas Atenea, se la vistió con casco, lanza y escudo. La razón nació armada, combatiente.
»Todo, hasta los errores, se realiza bajo el imperio de la necesidad.» [11]

Es lo que tenían los tiempos, que también daban para la proliferación de metáforas bizarras de inspiración grecolatina… y eufemismos donde “error” suplía con prestancia a “crimen”. No debió de parecerles muy convincente su alegato a quienes, en el seno de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, acusaron a María Zambrano de fascista, habida cuenta de su amistad con José Antonio y con Alfonso García Valdecasas, cofundador de Falange Española; acusaciones por las que hubo de poner océano de por medio yéndose a Chile una temporada. Bromas, pocas. Algo parecido se dijo de José Ortega y Gasset, quien alegó coacciones en su firma del manifiesto aliancista en apoyo a la República; aunque versiones sobre ese particular hay para todos los gustos:

«Fue entonces cuando empezó a decirse en los periódicos que la filosofía de Ortega, quien había intentado ya la creación de un vasto Partido Nacional en la República, había señalado el camino al fascismo y que entre sus secuaces se encontraba el mismo José Antonio Primo de Rivera, lo cual no era falso en absoluto […]. Que se denunciase a Ortega como mentor del falangismo era una invitación para que alguien se tomase la justicia por su mano. En agosto de 1936 Julián Besteiro puso al corriente a Ortega, al parecer, de que había gentes que iban a asesinarle, y Ortega, providencialmente, consiguió huir, vía Valencia, llegar a Marsella, y de aquí pasar, después de un mes y medio en Grenoble, a París. Al poco tiempo fue destituido de su cátedra en Madrid. Con todo, corrió mejor suerte que el republicano Melquíades Álvarez, a quien sí asesinaron por esos días en Madrid.» [12]

Tiempo después, repudiada definitivamente la República, expresará de modo concluyente su punto de vista:

«El totalitarismo salvará al liberalismo destiñendo sobre él, depurándole, y gracias a ello veremos pronto a un nuevo liberalismo templar los regímenes autoritarios.» [13]

Si un yerro de juicio de tal calibre siempre sorprende, viniendo de uno de los más grandes pensadores españoles de todos los tiempos no sorprende; empuja a un estado narcótico. Nada resulta comprensible; lo menos, dentro de la nada, el adverbio: ¿pronto? Si la primera persona del plural sirve para integrarse en un sujeto inmemorial, un nosotros que puede transitar sin merma las generaciones, no debería preocuparse don José por el resultado de la guerra, pues hasta el comunismo más sañudo vendría con fecha de caducidad, fuera ésta cifrada en años, décadas o generaciones. ¿Qué quiere decir con desteñir? Porque a fuerza de aplicar lejía no es que se vayan los colores, es que se descompone el paño. No se sabe si el desenfoque es resultado del bloqueo que induce la barahúnda o del cálculo de posguerra que aconsejaba prudencia en el juicio sobre los sublevados. Prefiero aferrarme a la primera hipótesis. Lo resume Trapiello de modo elegante:

«El drama de Ortega, como el de otros, fue ser liberal en un mundo que no aceptaba los liberalismos, obligado, por tanto, a elegir un campo de batalla, cuando ninguno se acomodaba a sus ideas, y, por supuesto, ninguno placía a su naturaleza pacífica, escolástica y especulativa.» [14]

¿Por qué será que al final son los personajes tachados de huraños, de difíciles y aun de elitistas —lo que en una guerra donde la retórica de clase fue munición de curso común, y un marbete de esa guisa bien podía llevarle a uno a visitar un paredón sin billete de retorno— quienes transmiten una imagen más humana y real de la barbarie? Léanse, si no, las sufrientes palabras de Juan Ramón Jiménez en referencia a los poetas de guerra, turistas de frente y demás laya:

«Yo creo que un hombre fuerte todavía, si tiene vocación peleona, debe pelear con los que pelean sin vocación y a la fuerza. Si no, debe quitarse de en medio y no estorbar. No debe ver y llevar a los extranjeros a que vean, como turistas, la guerra y la cuenten como teatro; no debe celebrar con banquetes los triunfos de la muerte; debe alejarse, hacer lo que pueda por todos sin mermarle pan y abrigo ni lugar al que lo hace todo.
»La poesía de la guerra no se escribe, y sobre todo no se escribe desde lejos, se realiza. Poeta de la guerra es el que sufre de veras en la ciudad o el campo, no el que se desgañita en un refugio seguro y cree en la eficacia de su jemido y su llanto resguardado.»
[15]

O aquéllas en que da cuenta de su compromiso inquebrantable con la República; mejor dicho, con el ideal de la República que está más allá de los hombres que la guardan:

«La poesía, como todo lo esencial, es eterna, no se modifica con las circunstancias […]. Hay casos tristes, como el de España, en el que el poeta libre pierde su fe y no sabe qué hacer, si ha visto lo que ha visto de un lado y otro. Pero puede alejarse de las personas, nunca de su ideal, y dará por él todo, su hogar, su trabajo, su vida si es preciso, antes de claudicar.» [16]

Es ese compromiso irrenunciable con el ideal el que lo llevó, estando ya en el exilio portorriqueño, a negarle el saludo a Segundo Serrano Poncela, delegado de Orden Público en Madrid de la Junta de Defensa y firmante de más de una de esas sacas de presos que daban en la fosa común, y al que despachó con la conocida frase «Yo no me he exiliado para darle la mano a un asesino»; [17] suficiente testimonio para acreditar su probidad y vergüenza. Muchos Juan Ramón hubieran sido menester; pero por desgracia sólo hubo uno.

ENLACE A LA SEGUNDA PARTE
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[1] Trapiello, Andrés. Las armas y las letras, Madrid, Círculo de Lectores SAU (por cortesía de Ediciones Destino), 2011, pg. 32.
[2] Ibidem, pg. 39.
[3] Ibidem, pg. 40.
[4] Ibidem, pg.43.
[5] Ibidem, pg. 45.
[6] Ibidem, pg. 56.
[7] Ibidem, pg. 58.
[8] Ibidem, pg. 59.
[9] www.elpais.com.
[10] Trapiello, Andrés. Op. Cit., pg. 76.
[11] Ibidem, pg. 83.
[12] Ibidem, pg. 91.
[13] Ibidem, pg. 95.
[14] Ibidem, pg. 97.
[15] Ibidem, pg. 105.
[16] Ibidem.
[17] Ibidem, pg. 556.

domingo, 10 de diciembre de 2017

XLIX. VIENTO DE CEDRO

No creo que sean las olas
las que reduzcan
nuestros trazos a borrones.

Su débil naturaleza
difícilmente resista
durante el tiempo necesario
a esa turba de zapadores distraídos.

Vendrá la mano indócil del niño
a buscar materiales de obra
armado de cubo y paleta;
el cortejo zigzagueante de las gaviotas
arrastradas de su estómago e instintos;
el paso decidido del lebrel
en pos del palo y la palmada del amo;
la pareja de novios
que dé fugaz registro de su amor
con la punta del paraguas.

Y bien venidos sean.

Todos denunciarán
la lentitud de las mareas,
la inutilidad del estrago
en lo que ya no es nada.

Pero allí quedará la arena
esperando que alguien
de nuevo
                                 la acaricie.