domingo, 4 de febrero de 2018

VII. LAS PRIMERAS POETISAS EN LENGUA CASTELLANA (I)


En esta obra, Clara Janés nos pasea por el Siglo de Oro de las letras españolas, llevando el candil hacia la obra de mujeres que, en su mayor parte, no ganaron la inmortalidad que brindan los manuales de literatura. No hay en mi interés por ella pretensiones de revisión de género; carezco del saber necesario para ponderar cuánto olvido se depositó sobre estos nombres por ser de mujer, si fue la poesía para ellas mero divertimento, si entregaron obra con regularidad a las minervas de su tiempo, o si fantasearon con que sus versos fuesen reconocidos por el público, incorporados a cancioneros y recitados de boca en boca, bastardeados por una tradición oral que es fácil imaginar analfabeta. Lo que sí sabemos es que algunas de ellas —señaladamente, Santa Teresa de Jesús y Sor Juana Inés de la Cruz— disputan de tú a tú la gloria a sus coetáneos.

Primeras poetisas reúne poemas de más de cuarenta mujeres. En condiciones normales, analizar una compilación así de nutrida como si de una obra unitaria salida de una sola mano se tratase importaría forzar las licencias de la crítica hasta límites intolerables. Sin embargo, se entrevén algunos elementos comunes que dan una cierta unidad al conjunto y que autorizan, o al menos atenúan, la osadía: el primero es la observancia de moldes canónicos. El poeta del Siglo de Oro —y eso no cambia porque sean mujeres— no está infectado por el virus de la provocación formal; tiene especial interés en que su poesía se reconozca como tal; podrá retorcer el sentido de la palabra hasta límites inimaginables, escrutar los códices clásicos en busca de las referencias mitológicas más bizarras, o emplomar cada concepto con la polisemia más abstrusa que se le venga al magín; pero lo hará en forma de soneto, silva, octava, o si se relaja por los pagos populares, en forma de romance. Pero antes de que la vista abandone el plano general para la lectura del primer verso, ya se reconoce un compromiso métrico ineludible.

El segundo es la homogeneidad social. Los autores de la época provienen casi sin excepción bien de la nobleza, bien del clero; faltan aún siglos para que las huestes de la lírica se pueblen de burgueses exitosos que orean su mala conciencia mercantil con metáforas floridas, funcionarios ociosos que malversan su jornada laboral, hijos de papá que alivian la fortuna familiar jugando al poeta maldito, revolucionarios de corta y pega, arribistas de las lenguas subvencionadas, buhoneros, bohemios y popes culturetas varios. Esa homogeneidad social termina modulando el conjunto dentro de un tono socialmente conservador y limitando la temática sobre la que versan los poemas, donde es fácil constatar la hegemonía de lo religioso y de lo amoroso, con especial reverencia por los patrones del amor cortés. Eso no excluye poemas sobre la soledad, el paso del tiempo, la nostalgia, etc.; sólo que parecen casi siempre subordinados a una nota de clave, sin alcanzar la suficiente entidad como para erigirse en temas autónomos tal y como los entendemos hoy en día.

Pese a su importancia capital en las letras hispánicas, no se recogen muchos poemas de Santa Teresa de Jesús (1515–1582); no obstante, encontramos entre ellos un tratamiento del amor divino que desemboca en el encomio de la muerte, y que podemos rastrear como modelo de otros muchos. Son sobradamente conocidos los titulados Unos versos de la madre Teresa de Jesús, nacidos al fuego del amor de Dios que en sí tenía:

«[…] Mira que el amor es fuerte; / vida, no me seas molesta; / mira que solo te resta, / para ganarte, perderte: / venga ya la dulce muerte, / venga el morir muy ligero, / que muero porque no muero. // Aquella vida de arriba / es la vida verdadera; / hasta que esta vida muera / no se goza estando viva; / muerte, no seas esquiva; / vivo muriendo primero, / que muero porque no muero…» [1]

Todo el poema, más Otra glosa sobre los mismos versos, que repite idéntico estribillo y reproduce la misma idea, se sostiene sobre un inteligente juego paradójico en el que la muerte es creadora de vida, y la vida, un obstáculo para sí misma; evidentemente su efectividad depende de un par dialéctico, vida terrenal–vida espiritual, que se hace explícito y omnipresente. El poema es afirmación de gozo; pero de un gozo confinado en los márgenes de la comunión con Dios, más allá de toda experiencia mundana:

«[…] Acaba ya de dejarme, / vida, no me esas molesta, / porque muriendo, ¿qué resta / sino vivir y gozarme? / No dejes de consolarme, / muerte, que así te requiero, / que muero porque no muero.»

La vida material es una potencia de valor insignificante, lo que justifica que su tenedor pueda abstraerse de sí, renunciar a todo cuanto le rodee que comparta su carácter contingente y ensimismarse con la vida eterna. Véase, si no, esta Octava:

«Dichoso el corazón enamorado / que en solo Dios ha puesto el pensamiento / por Él renuncia todo lo criado, / y en Él halla su gloria y su contento. / Aun de sí mismo vive descuidado, / porque en su Dios está todo su intento, / y así alegre pasa y muy gozoso / las ondas de este mar tempestuoso.»

El pareado que remata la octava compendia bien la naturaleza irreductible del antagonismo en que se desenvuelven las fuerzas del espíritu y el mundo, anticipando una antropología pesimista que duda de la utilidad de aplicar las energías humanas a la solución de los problemas inmediatos. En esta misma línea de desprecio por la vida, tenemos las Liras en loor de los trabajos, de Sor Ana de Jesús (1545–1621):

«Quien no sabe de penas / en este valle lleno de dolores / no sabe cosas buenas, / ni ha gustado amores, / pues penas son el traje de amadores. // La piedra reprobada / por los hombres y por Dios elegida, / con penas fue labrada / dando su propia vida / con ansias y dolores sin medida. […] Con tan rica librea / se gozará su alma rodeada, / con tal querella se vea / como piedra labrada / en el alto edificio colocada. // Vengan, pues, los dolores / y labren esta piedra seca y dura. / Trabajos, desfavores, / congoja y amargura / duren mientras la triste vida dura.»

Este poema avanza un paso en la línea de descrédito del mundo. No es que la vida sea vana o procelosa; es que nace manchada de una ilegitimidad que es menester limpiar con dolor. No se entienden los trabajos como potencia creadora de valor —por desgracia, no estamos en la época ni en el país en que el arte se aplique en dignificarlos— sino como mero sufrimiento. Está en la naturaleza humana el rechazo de las penalidades —piedra reprobada por los hombres— y el apego a los placeres; esa querencia instintiva es una variante de pecado original que vuelve al hombre espiritualmente baldío; estado del que sólo puede redimirse tomando el martirio cristiano por ejemplo. Abundando en esta espiral de tremendismo nos encontramos con un poema bastante largo de Sor María de San José (1548–1603), compuesto en octavas reales, que se titula Ansias de amor. Éste arranca con el yo lírico despojado del objeto de su amor y sumido en un universo, ninguna de cuyas virtudes pueden competir con la perfección divina; esa contemplación mundana no puede sino agravar la sensación de desesperación:

«[…] mil suspiros, y a todos conjurando, / cada cual me arroja y da desvío; / vuelvo con triste llanto y cruda pena / a soltar al dolor copiosa vena. // Tornen los ojos al continuo llanto, / torne el gemido, torne la tristeza, / cubra el cielo su lustroso manto / y todo se vuelva en aspereza, / y nada me sustente, ni vea cuanto / cobija el firmamento y su riqueza, / que mientras no tuviere luz preciosa, / la que alumbra a los otros me es odiosa.[...] Y por que nada estorbe mi destino, / ni me impida ninguna criatura, / a todos doy repudio, y sé que atino, / porque sin ti, mi Dios, todo es locura…»

La abjuración del mundo se produce en términos absolutamente desabridos; no es que muero porque no muero, es decir, que la vida sea una forma de mora que dilata el cumplimiento del deseo; es que importa en sí misma una ofensa que no puede llevar más que a aquilatar los pesares:

«[…] No hay agua más preciada al sediento, / ni manjar más sabroso al sin hastío, / ni sombra do descanse el sin aliento / de la furia del sol en el estío; / ni tesoro escondido al avariento, / ni al ambicioso el mando y señorío / que más gustoso sea y agradable, / que a mi alma es la pena dulce, amable…»

Y que valida la opción de la reclusión como forma de evitar las añagazas mundanales, en la que no deja de observarse una aguda reflexión sobre la ambición desmedida como fuente de un bucle de insatisfacción que una vez activado no puede abandonarse; pero que genera una respuesta absolutamente desproporcionada:

«[…] ¡Oh, mundo crudo, desleal, insano!, / huir quiero de ti y de quien te sigue, / pues tu trato perverso e inhumano, / a aquel que más te ama más persigue. / […] Viva me enterraré por darte gusto, / y por poder con silencio contemplarte, / que por gozar de ti el trabajo es gusto, / y al infierno iré si allá he de hallarte…»

El mundo es intrínsecamente mórbido y, en consecuencia, la cura está en la muerte, portal para la vida plena en comunión con Dios. Analizado con cierto detenimiento, el poema resulta casi blasfemo. En la cosmogonía cristiana, todo es producto de Dios; sin embargo, se nos presenta como ejemplo de virtud un amor exacerbado por el Creador que desemboca en una impugnación de toda su obra sensible y en un requerimiento que se plantea en términos bastante perentorios; algo poco pío, en suma:

«[…] Morir quiero y me ofrezco a la partida, / y a todo lo visible doy de mano, / y quiero, mi Señor, ser despedida / por ti de cuanto tiene el ser humano: / […] acaba ya, Señor, sean concedidos / mis ruegos, que no es justo que el que espera / en ti, sea defraudada su esperanza, / pues el que en ti esperó todo lo alcanza.»

Bastante más modosa en sus pretensiones se muestra Luisa Manrique (1604–1660) al concebir sus Décimas. La imagen que bosqueja tiene concomitancias con la idea de la muerte entendida como tránsito feliz; no obstante introduce un elemento novedoso, la reprobación del gozo en sí. Si la muerte lleva a la fusión con Dios y ésta genera placer —sea de la naturaleza que sea—, se tizna de ilegitimidad, máxime cuando ese placer es concebido, buscado y recreado en la fantasía. El desenlace no puede ser otro que el dilema, la suspensión del deseo y la delegación del sufragio en los términos más gravosos:

«Señor, cuando os llego a hablar / no sé cierto qué pedir, / si vida para servir / o muerte para gozar. […] En duda tan conocida / que Vos elijáis espero; / la vida y la muerte quiero, / pero con tales reparos, / que, si vivo, he de obligaros, / y he de gozaros si muero. […] solo os pido que me deis / que nunca mi gusto hagáis, / que si el vuestro ejecutáis / lo más conveniente haréis.»

Un último ejemplo de esta tradición lo encontramos con Sor Hipólita de Rocaberti (1549–1624), en un poema compuesto por redondillas que titula, de modo harto expresivo, Himno en desprecio del mundo:

«Pues a cuanto el mundo alaba / pone fin la sepultura, / no quiero bien que no dura, / ni temo mal que se acaba. […] Pues el tiempo está pasando / y se me acerca la muerte, / quiero vivir de tal suerte / que en el bien me halle velando…»

El arranque del poema se suma esa larga tradición que alcanza su cumbre con Jorge Manrique, en la que se contraponen las virtudes siempre efímeras de la vida —belleza, riqueza, linaje, incluida también esa suerte de inmortalidad seglar que pretenden los notables a través de la gloria— con el imperecedero bien de la salvación del alma. La continuación es genuinamente barroca; no se trata de invertir con agudeza la vida terrenal para garantizar el disfrute de la eternal sino de mortificar el cuerpo:

«La cruz quiero por cayado, / séanme clavos y lanza / asilos de mi esperanza / en mi corazón fijados. […] ¡Oh!, si en esta tierra ajena / viviera yo de tal suerte / que cuando llegue la muerte / venga muy en hora buena.»

La estrofa de cierre es concluyente en la descripción del estado de extrañamiento. El yo lírico es ánima en estado puro y sus experiencias sensibles forman parte de una realidad paralela y desagradable; de hecho, se conciben como una serie de cárceles concéntricas que van desde en universo material en sí —esta tierra ajena— al propio cuerpo, que sería un mazmorra ceñida con saña. La conclusión es de sobra conocida: la muerte es una buena nueva.

También en la jurisdicción religiosa se desenvuelve Sor María de la Antigua (1566–1617), aunque cambiando la muerte liberadora por la admonición escatológica. Arranca su Canción —un largo poema compuesto por sextetos en lira— desarrollando una idea que recuerda vagamente el principio de la Coplas a la muerte de Rodrigo Manrique:

«Alma, que estando muerta / y en horrores de vicios sepultada, / Dios te llama y te despierta / con una voz tan dulce y regalada; / ¿qué haces, que no escuchas / sus amorosos ecos? ¿Con quién luchas? […] De ti te compadece; / ten lástima de ti, que vas perdida, / y si no te parece / que es muy grande tu culpa y tu caída, / mira, fiel, con cuidado, / verás lo que me cuesta tu pecado…»

El alma está distraída con veleidades temporales, es decir, su condenación eterna se anticipa al tránsito de la muerte matándola en vida a efectos espirituales. Debe ser advertida de las consecuencias de sus afanes y el yo lírico, un yo doliente, es el heraldo de esta mala nueva:

«[…] Mira estos ojos bellos, / por tu culpa sangrientos y eclipsados,/ y estos rubios cabellos, / en mi sangre teñidos y bañados; / verás al sol ponerse / y al oro entre la púrpura esconderse.[…] Mira si en el verde / leño se hace tan cruel castigo, / es para que se acuerde / cuál será aquel que se hará contigo, / que, dada a tus placeres, / seca de gracia y de virtudes eres…»

La resolución, claramente amenazadora, deja en boceto una semblanza divina que se aleja de los ejemplos de misericordia cristiana para entroncar con la severidad del Yahvé que nos lega el Antiguo Testamento:

«[…] Pero si estás tan dura / que no te mortifican mis dolores, / y tu vana locura / los oídos le niega a mis clamores, / alma, repara y mira / que cuanta es mi piedad, tanta es mi ira.»

Todos estos poemas compendian la ideología barroca. Atrás quedó el entusiasmo humanista del Renacimiento que lanzó a los europeos a la conquista del mundo y pobló sus obras de arte de referencias temporales, atendiendo al quehacer humano como fuente de inspiración y consagrando los cuerpos como molde ideal. El mundo barroco es deprimente; el cuerpo humano, una estancia que está a medio camino entre una celda y una fosa séptica diferida en el tiempo; la labor de los hombres, insignificante y estéril. Y todo ello, en el caso español, agravado por la decadencia política y la profunda crisis económica. La única inversión sensata para la existencia terrenal es la preparación para la muerte; no extraña que, de tanto preparar el óbito, la recreación artística de una vida tan anodina lleve al ferviente deseo de que la muerte se apresure.

Pero no sólo de religión se preocuparon nuestras primeras poetisas; también de la política; al menos, todo lo que de político resultaba permisible en el equivalente a un régimen de partido único como la monarquía de los Austrias. Un buen ejemplo de encabalgamiento conceptual lo brinda este Soneto a la muerte de Felipe III, de Silvia de Monteser; en él se conjuga la alabanza al soberano con la advertencia sobre lo mudable de nuestro estado. Nuevamente se nos advierte —en este caso de forma sutil e implícita— de que lo único perenne que hemos de gozar está traspuesto el dintel de la muerte. Qué mejor muestra de despojo que la de quien tuvo en vida toda la gloria por divisa:

«No pases, huésped, no, para y admira / la pompa de este túmulo arrogante / y esa inscripción te informará elegante / que es lengua muda de esta excelsa pira. // Penetra el mármol y en su centro mira / triste cadáver el cristiano atlante, / contra el hereje rayo fulminante, / que ya su imperio y majestad expira. // Aquí verás los triunfos por despojos / colgados en el templo de la muerte, / donde huella la púrpura y cayado. / Mas si no son dos ríos tus dos ojos / no pares, huésped, no, para y advierte / que aquí vives y mueres retratado.»

En un tono más encomiástico y con un discurso que se ciñe al ejercicio del poder temporal, despojado de referencias a la salvación del alma, se recoge este Soneto en alabanza de Felipe III, de Cita Canerol:

«Vive, Felipe, tan contento / como en agosto están mis labradores, / y alegre goza el fruto de tus flores, / que aspiran con las lises dulce aliento. // Salobres aguas y ligero viento / tus ejércitos corten vencedores, / porque en Jerusalén la cruz adores / y tenga culto donde tuvo asiento.[…] En nombre mío y de mi escuela en nombre, / por el que en elección tan justa gano, / te doy eternas gracias, mi Filipo.»

El poema se nutre de las mistificaciones de clase propias del momento. Convendría preguntar a los labradores de la señora Canerol —a la vista de la infausta fama de las tierras de señorío en España— cuán contentos estaban en agosto; pero algo me dice que nunca llegaremos a exhumar un soneto o siquiera un romancillo de alguno de ellos que nos despeje la inquietud. Por lo demás el poema aporta su grano de arena en la legitimación de las guerras de religión: la espada al servicio de la cruz; la cruz guiando la espada. Otro grano lo pone Cristobalina Fernández de Alarcón (1576–1646), con su Soneto a la batalla de Lepanto:

«[…] cuando de Carlos el valiente hijo, / español Escipión, César triunfante, / levantando en sus hechos su memoria: // “¡Virgen Señora del Rosario”, dijo, / “venced nuestro enemigo”, y al instante / se oyó por los cristianos la victoria.»

Una vez más los hechos ceden ante los rezos. La recreación poética de la batalla omite la muerte y el esfuerzo hercúleo de miles de tripulantes e infantes de marina para apostar por una resolución personalista y mística; basta con que don Juan de Austria se acuerde de la Virgen para que la victoria caiga del lado cristiano. Alguien podría pensar que lástima de memoria, no invocarla antes del primer hombre muerto.

Mucho más interesante por contener una crítica directa a una medida gubernamental es la Sátira en ovillejo en tiempo de Felipe VI y el Conde Duque, siendo presidente de Castilla Castejón; en ocasión de querer quitar el uso de los guardainfantes, año de 1651, de Francisca Páez de Colindres. Pese al título, no es un poema construido en ovillejo sino en una larguísima silva que recuerda la muy conocida Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos, de Quevedo. Como ésta, arranca su plática en una jurisdicción abstracta, atenta al ocaso de las virtudes ciudadanas más elementales:

«[…] se arrojan los demás a todo vicio; / no se les da castigo / al homicida ni al infiel testigo, / no se castiga el logro ni la usura / ni contra el ladrón hay judicatura; / ya no ha segura honra / porque cualquiera al prójimo deshonra; / ya sin restitución / de hacienda, ni opinión, / todo se vende, todo se compone, / y el dinero es quien todo lo dispone. / El blasfemo y el perjuro / entre sus culpas vive seguro; / gozan los ignorantes / los puestos que eran de los sabios antes; / trocáronse los frenos: / a los malos dan premios, y los buenos / al olvido entregados, / a un rincón viven siempre vinculados. / No hay vergüenza ni miedo; / todo es fraude, traición, maldad y enredo…»

Pero donde Quevedo imposta valentía —No he de callar por más que con el dedo…— para a renglón seguido mantenerse en un altermundo de virtudes, trabajos y disciplinas perdidas, creando la ficción política de que el gobernante no ha tenido ninguna influencia en el advenimiento de ese estado de cosas, con la perspectiva última de retorno al pasado imperial glorioso, Páez se muestra mucho más osada y directa: relaciona los vicios con el funcionamiento defectuoso de la maquinaria administrativa; desciende de los vicios teóricos a la penuria concreta, señala errores que un gobierno competente debería comprometerse en erradicar, y critica que éste escamotee sus responsabilidades con políticas pensadas para distraer a las masas, en este caso, prohibiendo un complemento del atuendo femenino:

«[…] Cuando España está perdida / y de tantos pecados ofendida / está a civiles guerras entregada, / de tantos enemigos fatigada / y con desdicha infausta / de gente y de dineros tan exhausta / y todos desollados, / los alimentos perdidos y aun quitados, / dais en los guardainfantes; / no causan ellos daños semejantes, / cáusalos la malicia / y que no se administra bien justicia. / Nadie mira al derecho / sino a cómo tendrá mayor provecho; / vos a vuestro sobrino / que cierto es un célebre pollino, / título queréis ver antes de un año…»

¡Todo un carácter doña Francisca!

ENLACE A LA SEGUNDA PARTE
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[1] Citas, de Las primeras poetisas en lengua castellana (Ed. Clara Janés), Madrid, Siruela, 2016.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso; dos barras (//), un salto de estrofa.

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