El grueso de la poesía desarrolla desde tiempo inmemorial los mismos temas universales —amor, muerte, tiempo, deseo, memoria, pervivencia, justicia…— de los que es difícil que un poeta, bien entrado el siglo XXI, pueda sustraerse con el fin de crear su propio universo temático. El reto poético presente queda así confinado en unos límites más modestos, espigar trochas y pequeños márgenes sin desbrozar, que permitan recorrer esas estaciones canónicas hallando tramos de soledad en los que pueda surgir, si no la voz propia, al menos el deje.
Quizás tenga mala suerte con mis lecturas, o simplemente me falte criterio; pero lo cierto es que he llegado a conformar la idea de que la poesía actual languidece encallada en dos vías absolutamente estériles, cuales son esoterismo y obviedad. La primera supone la hipertrofia simbólica; el tropo muta sus fines y deviene fin en sí, sin que el excedente formal compense la pérdida de comprensión a que todo lenguaje, por muy monumental que se pretenda, viene obligado para seguir siendo tal. Si se me permite la metáfora cósmica, el esoterismo representa el universo convexo de la poesía, la muerte térmica del lenguaje.
La obviedad opera de un modo diametralmente opuesto; comienza con el anatema de la prosodia, salta a la proscripción de la metáfora como material básico de construcción lírica, pasa al imperio de la anécdota y concluye con la reducción del poema a los registros más burdos de la parla popular. En la nueva poesía social, donde sobreactuación, demagogia y grosería forman un todo de difícil disolución, tenemos campo abonado para la verificación de este modo de hacer. Siguiendo con la metáfora propuesta, esta forma de desaprender los pasos dados representa el universo cóncavo de la poesía, la muerte del lenguaje por colapso en una singularidad primitiva.
No obstante, se topa uno de vez en cuando con obras como la que justifica esta entrada, que infunden un rayo de esperanza. Y es que González del Rey apuesta por una poetización a contra pelo que nace paradójicamente del aquietamiento del verbo, de la negación de todos los atributos clásicos de la poesía sin la renuncia al clasicismo. Sus poemas desandan los pasos no para caer en el populismo impostado sino para dar mayor profundidad de campo a la mirada, para que las preguntas se afilen. El retorno a la singularidad no importa un ser primitivo sino primario en su sentido etimológico, es decir, lo que es primero en grado, lo esencial.
Conozco desde hace tiempo la poesía de González del Rey, y es en este poemario en que su apego a la sencillez y al lenguaje riguroso ha cristalizado de modo más perfecto. Ya el mismo título del libro, Pequeñas muertes, nos remite al universo de lo cotidiano; y es en esa experiencia universal, empática, donde el poeta teje su malla. Nada hay más próximo al tópico, no ya literario sino mundano, que la constatación del paso irrefragable del tiempo y la derrota inexorable que arma. El poema juega al límite con la obviedad para conjurarla en el filo retorciendo el tiempo sobre sí mismo con una paradoja; una banda de Möbius en la que el hombre no muere, simplemente desaparece:
«En este breve suceder / de tránsito ininterrumpido, / en que el tiempo se nos duerme a los costados, / somos recuerdos, apenas, / muertos condenados al olvido. // No es fácil existir en la certeza: / _mañana / _nunca fuimos.» [1]
El compromiso poético con la sencillez reduce los apoyos en la adjetivación a su mínima expresión y fuerza soluciones alternativas como la polisemia. El tiempo gramatical se funde con el experimental, y el resultado coopera con la interpretación natural del poema abundando en la sensación de aturdimiento. La resolución tiene la elegancia de las soluciones lógicas:
«De nuevo confundo mi tiempo/ y olvido la exacta dimensión / de su vigencia. // Ignoro entonces / si son días o años / lo vivido. // Ayer es un pasado / perfecto e imperfecto. / Un tiempo ambiguo.»
En otras ocasiones, el juego con el tiempo se traslada a la dislocadura de las funciones sintácticas que corresponden de ordinario a los adverbios; éstos se sustantivan, abandonan las posiciones subalternas de la oración y se aúpan a puestos preeminentes en detrimento del yo lírico. Éste sigue siendo el sujeto; pero un sujeto de energía claudicante. En realidad, un mero pretexto para el desencadenamiento maquinal de la acción:
«Cuando espero llegar / y me encuentro en el mientras, / ese tiempo de paso inconsistente, / sin memoria, / y de repente alcanzo, / un ahora consciente, / temo / que tras otro ejercicio / de inútil intervalo / no haya ahora.»
En relación íntima con el transcurso del tiempo, Pequeñas muertes aborda el papel del recuerdo. Sin embargo, el autor elude la tentación de la lenidad y el intento desesperado de conjuración de la derrota a través de la memoria, para comprometerse —e intentar su redención a través de la belleza— con la cruda descripción naturalista. Y siempre con el lenguaje entendido como realidad autónoma que merece un trato principal:
«Se desordenarán un día las palabras / pequeñas y gastadas que me queden. // Diré pan, cuando quiera decir rosa, / un nombre, en lugar de otro nombre, / un verbo, una conjugación / equivocados. // Me llamarán y no responderé, / dueño de un idioma solo y propio.»
En correspondencia con el desbroce de elementos formales y materiales del poema, el yo lírico derrotado por el tiempo se ve arrastrado a la simplificación de sus atributos vitales en busca del morfema existencial, la unidad mínima capaz de dotar de sentido a la vida, que no es sino el amor. El final es, de nuevo, polisémico: marca el término inexorable y la liberación:
«Olvido las palabras / con que nombrar mis miedos / pequeños, mis breves / pensamientos. // No termino las frases, / lo sé, / por eso apenas hablo / y sólo os quiero. // Eso me basta, / al fin.»
Aunque quizás sea no más que expresión de un deseo fugaz, condenado a extinguirse ante la magnitud de las fuerzas que arrostra. El desenlace también apuesta por la agudeza: pronombres, adjetivos y adverbios se funden en un todo pronominal aliterado:
«Como la letra escrita / sobre un papel / —impresa—, / al paso de los años pierde / color, se difumina / y deja de decir lo que decía. // Así el olvido borra / aquello que vivimos / como si todo y tanto / nada y nunca.»
En relación directa con la memoria concebida como intento de pervivencia, encontramos la paternidad: la memoria de la sangre, la disolución del individuo en el torrente de la especie. Unos pocos versos sirven para cuestionar los porqués con sutileza. ¿Dónde la decisión consciente? ¿Dónde el imperativo del instinto? El juicio es justo en su rigor: la sola racionalización de la procreación la hace ilegítima; no merma su injusticia la sobrecarga emocional. Y, de nuevo, una paradoja cierra el poema, ligando contra natura un adjetivo y un nombre de campos semánticos mal avenidos:
«Recreamos en su infancia / nuestra infancia perdida. // Sobrevivimos en ellos / por instinto. // Lo llamamos amor / pero es un modo / sublime / de egoísmo.»
La lectura de Pequeñas muertes no deja una sensación de complacencia. Queda patente su acercamiento esteticista a la realidad —¡qué sería de la poesía sin él!—; pero sin que importe el corrimiento de un velo que escamotee la crudeza de las fuerzas que constriñen la vida. La sensación de fatalidad surge, unas veces, de la traición de las emociones:
«No es la nostalgia del tiempo pasado / sino la sensación de entonces, / que se teme irrepetible.»
Otras veces, de procesos físicos que escapan a nuestro control:
«El insomnio de la vejez / quizá sea el preludio de la muerte. // El cuerpo compensa desvelado / el inminente sueño eterno.»
Y con más dolor, en forma de conciencia y asunción de la realidad:
«Quizá la edad / también consista en eso: / _dejar de esperar / _lo que tanto tiempo se ha esperado / _y nunca pudo ser / _y nunca ha sido. // _Saber, por fin, / _que no será.»
Llevando al límite el juego con la polisemia y la paradoja, abundan los poemas que se atreven a explorar las posibilidades poéticas de la paremia, en una suerte de anti greguerías donde la apuesta es a todo o nada. Donde Ramón tira de ingenio metafórico y fantasía, González del Rey exprime conceptos, como la igualación por la muerte, para reducirlos al vacío de propiedades que entraña su naturaleza íntima:
«Llegaremos al mismo no lugar / en el mismo no tiempo.»
O atreviéndose con la revivificación de la frase hecha, donde las posibilidades semánticas permiten mudar lo teleológico por lo escatológico, resolviendo el trance con una paronomasia formalmente ingeniosa, y bien descriptiva del sentir humano:
«El fin / justifica los miedos.»
O abordando el tiempo con un poema elíptico que oculta tanto como exhibe; el presente se manifiesta por su omisión y por la concreción de unas fronteras que, al instante, se disuelven en una nada adverbial que absorbe el predicado como un agujero negro sintáctico:
«Mañana y ayer / tienen en común / que nunca.»
O bien se sustantiva el adverbio para posibilitar una bifurcación semántica. Operando como sujeto, el poema suena lapidario; mientras que si respeta su función demostrativa, el sujeto elidido hace que el resultado sea vaporoso:
«Siempre / es una nostalgia / o un deseo. // Es otro / y todo tiempo.»
Pequeñas muertes ofrece un buen muestrario de estos poemas breves y minuciosos. En ocasiones, la agudeza nace por dar continuidad a una misma palabra aunque alterando su función:
«Descubrir la belleza cotidiana / consiste en abandonar / la cotidianidad de la mirada.»
O formando una suerte de encabalgamiento conceptual, en el que una oración se resuelve para emplearse como premisa de otra que amplía su sentido o lo cancela:
«Irse es quedarse, / en la nostalgia. // Quedarse es irse, / en el deseo.»
Si el autor recurre con frecuencia a la polisemia como recurso técnico que permite explotar diferentes sentidos dentro de un mismo poema, no debería extrañar que aproveche los ángulos muertos que forman las sinonimias imperfectas entre dos palabras:
«Será el momento exacto. / Quién sabe / si el momento justo.»
O en la que el cuestionamiento del sentido trasciende al propio lenguaje, para poner en entredicho su lógica subyacente:
«Los límites / afirman y niegan / lo que alcanzan.»
Hasta ahora hemos prestado atención al cómo, echemos un vistazo al qué. No engaña el título; la mayoría de los poemas tienen una clave de réquiem, un canto a la expropiación de fuerzas que implica vivir y a la conciencia del desgaste. No extraña que un poemario que finca sus pies en esa jurisdicción cuente con poemas que revisiten el tópico literario del carpe diem. La muerte tiene un tratamiento bifronte: es potencia negativa, arruinadora; pero también acicate mundano. Donde Manrique reduce la vida a mero tránsito y a inversión que garantice la salvación eterna, González del Rey anima a alcanzar una vida que resulte intrínsecamente significativa; y es en la formación de ese imperativo moral —aunque sobre este punto volveré más adelante porque la posición del autor me parece equívoca— donde la contribución de la muerte es valor neto que contribuye a conjurar la molicie:
«Es ella la que empuja / a vivir este instante, / a inventar el deseo / que nos colme mañana. // Es la muerte sabida, / la certeza de paso, / por quien vale la pena / arañar cada hora.»
Aunque da la sensación de que concibe una presencia ominosa en nuestra naturaleza, que coopera con el envejecer o se activa por él, cuya finalidad última no es sino la de frustrar todo esfuerzo por arañar las horas y darles sentido:
«Graba hondamente los recuerdos / de los tiempos felices, / construye cuantos puedas, / pues llegará un momento / en que la felicidad / solo será un recuerdo / —ni siquiera un deseo—.»
La decadencia del hombre y la inminencia de la muerte contagian al tiempo. El poema intenta una traslación de emoción a lo inanimado; pero sólo alcanza una emoción infectada que convierte al tiempo en sujeto doliente:
«Acostumbra a acompañar / al otoño que empieza, / un tiempo de ambigua vigencia, / aún tibio y luminoso. // Le duele al verano / dejar de ser verano.»
Ese mismo intento de insuflar soplo vital a lo inerte se observa en otros poemas; y en todos, con un desenlace paralelo y romántico, como un conato propio de doctor Frankenstein, que se frustra de inmediato:
«Parásitas sombras / sobre la tierra arrojadas, / prendidas de los muros. // Pese a su ingravidez, yacen como muertas, / ahogadas por la luz / que nos expropian.»
O que no alcanza la plenitud de lo que pretende porque una herida mortal se afana en su labor:
«El poso de la copa de vino, / atravesado por la luz, / dibuja una vena / roja sobre la blanca piel, / inerte, de la mesa, / que sangra.»
Como no podía ser de otra manera, hay poemas que no me gustan; especialmente entre los que apuestan por la jugada relámpago. González del Rey no pretende cobrarse pieza disparando a ráfaga sino con un disparo certero, y ello entraña sus riesgos. En unas ocasiones, porque la paradoja se cancela sin que me quede claro a dónde quiere ir a parar. No porque la indefinición sea invalidante en sí misma, sino porque creo que no se compadece bien con el laconismo del poema:
«Ser otro / es imposible. / También / ser uno mismo.»
En otras ocasiones, el rechazo surge porque el poema se vuelve excesivamente teorético, fruto de una meditación de cátedra que fulmina ese mínimo de vivacidad que es imprescindible para transmitir emoción:
«La felicidad, / como su propia construcción sugiere, / es una posibilidad, / una potencia, / no un estado.»
Y a veces porque el juego combinado de hipertrofiar el sujeto y elidir el predicado nos lleva a una de esas fantasías de estatismo haiku, que no digo yo que no cuenten con sus adeptos, pero que a mí me repatean:
«El preciso instante, / fugaz y diminuto, / en que el tiempo presente, / el breve ahora, / se transfigura en recuerdo, / en pequeña eternidad / cotidiana.»
Y un último tipo de poemas donde la discrepancia trasciende a lo lírico y se sumerge en lo filosófico, y con lo que retomo el debate sobre la conformación del imperativo moral que impele al hombre a buscar una vida significativa. Podría aceptar sin mayores problemas una posición nihilista que negara de raíz tal exigencia moral o que ahogase sus requerimientos en el hedonismo más insustancial; sin embargo, abrigo más dificultades para el encaje de su afirmación dentro de los límites de un obrar amanerado, lánguido y atento a la mera fijación de la belleza:
«Crear recuerdos, / ir al encuentro del tiempo / armado de amor y lucidez. // Tomar nota y dar fe de cada instante. // Guardar las horas, / ordenarlas, / conservar la belleza contemplada. // Recrear, / hacer de nuevo el tiempo viejo, / reposar en el cálido lecho de lo amado, / perseguir con todo aliento que la vida / valga algo más / que la pena.»
Quiero insistir en que mi repudio no es literario; el poema está bien resuelto, maneja el lenguaje con minuciosidad; es delicado, elegante, y abunda en ese proceso de extensión de la frase hecha más allá de su sentido agostado por el uso común. El rechazo es metapoético. Entiendo la decadencia como tema perenne de poetización; pero una cosa es el acercamiento lírico al declive y otra su ennoblecimiento. En la máxima de acción que propone este poema, la vida queda relegada a una función registral agotadora, que la vacía de sí, con un desenvolvimiento próximo al fetichismo, y que orilla el hecho evidente de que la fealdad y el crimen son fuentes potenciales de ilustración y lucidez tan brillantes como la belleza, a la que, por otra parte, se trata como a una mortaja plácida. La suma de todo ello me parece incompatible con el deber de arañar cada hora que está, para bien o mal, en los cimientos de nuestra civilización; una civilización que claudica, sí; pero que algunos —entre los que me cuento— aún prefieren a los éxtasis contemplativos y a los mandalas budistas.
En resumen, Pequeñas muertes ofrece un buen ejemplo de poesía densa y reflexiva, sobre temas universales como el envejecimiento, la muerte, la memoria y el amor. Su punto fuerte es, desde mi punto de vista, el manejo del lenguaje, la consciencia del significado preciso de las palabras y el aprovechamiento de sus posibilidades. A menudo la lectura de poesía deja la sensación de aleatoriedad en la expresión; de palabras sueltas, peor aún, de frases enteras, que irrumpen salidas de la nada y que podrían sustituirse por cualesquiera otras sin minusvalía del resultado. No es el caso. Los poemas que nos ofrece González del Rey pueden ser más o menos agudos; pero forman estructuras lógicas que traban las palabras entre sí con un vínculo de necesidad. Pero no todo es lógica; ésta se subordina a un compromiso estético y sentimental, por momentos, conmovedor. Es en esa fragua candente de la sensibilidad, en el choque térmico con la fría lógica y en el martilleo paciente sobre el yunque de la palabra, donde se forja una voz muy particular. Un gran poemario.
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[1]
Citas, de
Pequeñas muertes,
León, Eolas Ediciones, 2017.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso; dos barras (//), un salto de estrofa; un guion bajo al principio de verso (_), una sangría izquierda del texto.
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