ALBA Y FLORIN
Hasta que tenía ocho años, su madre la llevaba al colegio Campoamor cogida de la mano, diciéndole a voces barbaridades de lunática. Alba aguantaba los tirones y el runrún de los corrillos que se sucedían durante el trayecto tapándose la boca y el miedo con un chupete; eso se terminó el día en que unos críos mayores extendieron hacia ella el brazo secular de la mofa, y todo el recreo se descojonó hasta que el silbato funcionarial ordenó volver a clase. Cuando Alba llegó a casa, tiró el chupete con toda su rabia contra la cama, y el armario atrapó el rebote y lo engulló entre sus fauces. De eso se cumplen tres años. Desde entonces recorre el camino a solas sin importarle lo que el reglamento escolar diga al respecto, y su madre se pasa todo el día tirada en el sofá viendo la televisión. Más allá del banco de alimentos, lotes de ropa usada en la parroquia de San Nicolás, trámites de subsidios en la plaza de la República y la compra esporádica de algo de comida fresca, se abre para ella un cero absoluto que sólo atemperan los culebrones y las arpías que se disputan los despojos rosas de algún cadáver reciente. Los únicos recuerdos que Alba conserva de su padre son las broncas con su madre y una tarde absurda destripando un Router Thomson ADSL con un cuchillo de cocina; por aquella época las broncas cesaron y de su padre nunca más supo.
Alba despierta casi todos los días con el estruendo que organizan en el portal los chatarreros que viven en el entresuelo. Por el hueco de las escaleras, trepan bocinazos en rumano, golpes metálicos, olor a olla revenida de repollo y algún que otro
hijoputa
o
mecagondiós,
que, como ejemplo de perfecta integración, suenan en un español bastante aceptable. Los días que hay colegio se enfunda su chándal azul y sus zapatillas desgastadas por el talón, y emprende la fatigosa tarea de sobrevivir a la soledad rodeada de gente. Nunca ha tenido amigos, ni ha hecho cambalaches de bocata en el patio, ni la han invitado a cumpleaños alguno. Los críos son críos pero no son gilipollas; su corta experiencia ya les ha enseñado que los héroes son tipos que mueren jóvenes y que el camino más rápido para convertirse en un paria social es confraternizar con parias sociales. Alba frecuenta la biblioteca escolar, y mientras sus compañeros le zumban al balón, sujetan la goma por los tobillos para dibujar sutiles corcheas, hacen bailar peonzas de plástico con una liviandad casi mágica, o dejan circular sus dedos por la pantalla de un teléfono móvil, ella lee en una esquina y observa el mundo con la mirada dura de quien es consciente del desdén que concita.
Los días que no hay colegio Alba se enfunda el mismo chándal azul, las mismas zapatillas desgastadas por el talón, y baja al portal a husmear los restos que amontona la patrulla rumana; allí, entre cuadros oxidados de bicicleta, marcos de somier y radiadores picados, no es extraño encontrar juguetes que escupe el agujero negro del tiempo. Un domingo estuvo entretenida toda la tarde dándole a una máquina de petacos en miniatura, hasta que llegó Florin, con su pelo cargado de brillantina y su paleto de oro refulgiendo entre los labios. Alba intentó escapar escaleras arriba, pero el chatarrero le cortó el paso y la invitó, con el acento sucio que limpiaba su sonrisa, a continuar jugando. En esas jornadas al acecho de quincalla fresca, no es raro que algún vecino pase a su lado dejando caer algún dicterio en que se igualan la chatarra y sus menestrales. Alba puede ver cómo el desprecio dibuja en sus rostros esos rasgos que para ella son tan familiares; y aunque no entiende ni la mitad de lo que farfulla, prefiere con mucho la sonrisa de Florin.
El primer día que lo siguió fue a una cierta distancia; el rumano sonrió en silencio viendo las torpes maniobras de espionaje de la cría. El segundo día se cruzaron la mirada un par de veces; él terminó haciéndole un gesto con la cabeza para que se acercara a su altura, y ella respondió al escorzo sin dilación. Desde entonces Alba acompaña a Florin en su ronda de recogida. Como un aprendiz deseoso de agradar se cuela con él en las naves abandonadas, en las obras inacabadas que la crisis del ladrillo ha convertido en esqueletos jurásicos y en las campas de las antiguas tejeras de Ceares. Entre los montones de cascotes que remueven, no hay casi nada aprovechable después de que el paso de los años haya visto sucederse tantas brigadas de husmeadores: algún cartel de latón con instrucciones de seguridad en el trabajo, algún tramo de cable oxidado y purrela por el estilo. Más jugosa es la cosecha en los contenedores de basura; más penosa, también. Alba se apoya con todo su peso sobre el pedal de apertura, mientras que Florin introduce su cuerpo hasta la cintura y remueve los desperdicios con un bichero roto que trincó en el puerto. En la boca de los contenedores más antiguos que no tienen pedales, Alba clava de canto una caja de plástico duro para mantenerla abierta, como el garrote que previene el mordisco de un cocodrilo. Así, pieza a pieza, a brazo partido contra esa digestión de monstruo inaplazable, recuperan la luz ilusiones agotadas de una sociedad pronta a la indiferencia. Los objetos metálicos se recogen, los desechos electrónicos son procesados
in situ.
Alba responde diligente al gesto de Florin, se llega al carrito de la compra del
Carrefour,
que hace las veces de vehículo nodriza, y le alarga la piqueta. Florin desguaza las carcasas de plástico o revienta las pantallas, y recupera componentes siguiendo un plan de acción que Alba no entiende. Los juguetes o asimilados se someten al juicio de la cría: si le gustan, se recuperan; si no, se cursa apelación a Florin y, si tampoco le interesan, se tiran de nuevo. Cuando dan por concluida su faena, limpian torpemente la acera con los pies; y mientras el ruido del tráfico va ahogando el traqueteo del carrito, no es extraño que, a los pies del contenedor, un cerco de dientes de plástico roto y lágrimas de vidrio levante mudo testimonio de su visita.
El jueves alguien llamó a la puerta de Alba. Su madre gritó desde el sofá que la dejaran en paz, y al tercer timbrazo, le ordenó a su hija que se acercase a ver quién coño era el que daba por el culo. Era Florin, pelo de brillantina, componiendo la mejor sonrisa con su paleto en oro bemol entre notas de marfil. Envuelto con un cacho de loneta de las que se cuelgan en los andamios de las casas en obra para hacer publicidad, le acercó un paquete. Cuando Alba lo tomó de sus manos, con una parla que mezclaba diez idiomas en la desnudez de su corazón, le dijo que su familia se marchaba y la invitaba a abrir el paquete. Alba obedeció la invitación y desató el envoltorio: era una máquina de petacos en miniatura, muy parecida a la de su primer encuentro. Florin explicó que le había desatornillado las patas para que pudiese ponerla sobre una mesa o una cama, pero que si quería podían volver a instalarse. Tras un silencio, dijo adiós y se fue. Alba cerró la puerta; pero unos minutos después, arrastrada por una fuerza incontenible, salió corriendo escaleras abajo saltando los peldaños de tres en tres. Cuando llegó a la calle, acababa de arrancar la furgoneta destartalada en que viajaban los rumanos. Alba gritó. Nunca se alegró tanto de ver cómo se encendían unas luces de frenos. Del revuelo de cuerpos que se intuía por la puerta trasera emergió Florin, que la inundó con su abrazo de olor a brillantina, sudor, guindilla encurtida y calidez. Le dio un beso en la frente, antes de volver a sentarse en el asiento trasero de aquella
Ford Transit
blanca. El motor emitió un quejido profundo al engranar la marcha; pero se puso en movimiento y se fue, dejando tras de sí una nube de humo, un tumulto de cabezas que se emborronaban a través de una luna sucia y un llanto sin tapacubos en el pecho de Alba.
El sábado llovió, y Alba se pasó toda la mañana mirando por la ventana el ir y venir de coches, oyendo el ruido pegajoso de los neumáticos sobre el asfalto mojado. Una pareja de gaviotas se crispó, y a su llamada, se juntó un bando que estuvo media hora larga atronando el cielo con sus graznidos, vuelo a bisturí, desventrando el orbayo. Supuso que quizás el vecino del tercero hubiese subido al tejado a quitar los huevos antes de que salieran los polluelos. Era tan gilipollas —sonrió para sí— que seguramente habría dejado pasar la ocasión de hacerlo cualquier día de aquella misma semana en que no había llovido ninguno. Un porrazo en el portal la sobresaltó y bajó a comprobar quién lo había dado, con la esperanza ahogada de que fuese Florin o alguno de los suyos. Después intentó hacer los deberes. Lo dejó. Probó a jugar con la máquina de petacos sobre su cama; pero pronto la venció el aburrimiento, y se dejó caer de lado sobre la alfombra que tenía a sus pies, reposando la cabeza en el antebrazo. Así estuvo un buen rato con la mente en blanco, hasta que reparó en un punto de luz que titilaba bajo el armario. Reptó y metió su brazo en aquella garganta tenebrosa hasta topar con un tacto gomoso y blando que la arrastró de inmediato a aquel día en que sus compañeros se habían reído de ella en el recreo. Sacó el chupete, le quitó las pelusas frotándolo contra el cuerpo, y venciendo las dudas, se lo metió en la boca. Soñó. Soñó que volaba como una gaviota. Que dejaba atrás para siempre aquella casa de gritos de loca y televisión basura, de olor a olla revenida de repollo y vecinos de mirada torva. Soñó que sobrevolaba el patio del colegio, que la censura de los brazos no la hería, porque sus compañeros se desdibujaban desde la altura hasta parecer tan insignificantes como su miseria los hacía ser. Soñó que cada chupeteo era una brazada de Ícaro que la acercaba al Sol; pero que ese sol nunca quemaba porque era la sonrisa de Florin. Y así, agotada por aquellos sueños que flotaban entre las manchas del techo, se quedó dormida.
Me encanta!��
ResponderEliminarGoal.
ResponderEliminar¿Por qué chungo?
ResponderEliminarLas Albas existen. He conocido a algunas. Los Florin estar...están,...personalmente no puedo dar fe de su existencia.
Es un relato precioso, conmovedor. Como los otros Blues.
Saludos.
Real como la vida misma. Vamos que no hay más que fijarse en lo que pasa por delante de tu puerta.
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