MERCEDES Y MANOLITO
Mercedes tiene ochenta años, la espalda torcida, un gato gordo que se llama Manolito y tres vástagos: uno que no puede, una que no quiere y otro de quince centímetros de titanio alojado en el fémur. Mercedes se mueve por su casa empujando un tacatá que le han prestado los servicios sociales porque la paga no da para una mierda, y que estrella contra la zapatera del pasillo así que se despiste un tanto como nada; en un armario de la cocina al lado de la ventana guarda un bote de Reparador, pero a ver quién es el guapo que se agacha a frotar mataduras cuando asearse el alerón y ponerse el sostén son faena de titán. Todas las mañanas sin falta, haga sol o llueva, sale de casa antes de las diez. Como le da palo ir por la calle pegando el cante de inválida, aparca el tacatá y lo sustituye por un carro de la compra último modelo, de esos que rotan el eje y cambian el juego de ruedas para salvar los peldaños con más comodidad; eso fue lo que le dijo el droguero cuando lo compró, y en aquel momento le pareció una buena idea; pero el tiempo, que es muy perro y carroñea los menudillos de las buenas ideas, ya se ha encargado de desvelar que brinda mal sustento quien no se aguanta solo en pie.
A doscientos metros escasos de su portal, en un parquecillo que queda camino del colegio, aguarda su faena diaria: pelearse con Gabriela, una brasileña divorciada que le disputa el gobierno de una colonia de gatos callejeros feos como demonios. Gabriela es amiga de los túper llenos de arroz enriquecido con tropezones de pescado o carne; mientras que Mercedes recela de los cachivaches plásticos porque son cancerígenos y del arroz porque es comida de chinos: «… Y si los chinos acaban con los ojos así —dice, mientras fuerza con los dedos las comisuras de los párpados hacia afuera—, será por algo». Ella es devota de las rosquillas
Friskies
de buey con zanahoria; y paga esa devoción con un puyazo en sus finanzas de trapo, que enjuga multiplicando sobras y parcheando parches. Cada tetrabrick de leche que se acaba pasa por el fregadero; lo llena y rellena varias veces hasta que el agua expulsada sale tan limpia como ha entrado; entonces saca unas tijeras de pescadería que tiene en un cajón de la mesa y juega a las manualidades con sus dedos entorpecidos por la artrosis, para recortarle a la caja un lateral y aviar con él un abrevadero o comedero felino cuya alma refulge en los días de verano cuando algún tímido rayo de sol lo hiere de pleno.
Ni Mercedes ni Gabriela disponen sus comederos al tuntún; los colocan en función de la querencia de los gatos por algún rincón particular del parque, la probabilidad de que llueva, que haya pasado la muchachada estudiantil o que ronde alguna gaviota, porque todos son animalitos de Dios, pero coinciden en que unos más que otros. Y así, en un parque de chichinabo, mudo testigo de los años de especular con hormigón y recalificar solares, y que ahora nadie se molesta en limpiar, tenemos a una docena de gatos callejeros feos como demonios, siguiendo con interés administrativo, las evoluciones de un remedo de divisiones Panzer en un bosque de las Ardenas de juguete. De cuando en cuando una se distrae y la otra aprovecha la oportunidad para cobrarse pieza y tirarla al contenedor que queda cruzando la calle, porque ya han decidido prescindir de disimulos, y si eres tan idiota que no proteges bien tus bártulos y te los dejas capturar, mereces verlos arder.
Casi nadie en el barrio está al corriente de que a pocos metros de sus casas se libra una batalla tan fiera, pero muchos toman partido sin saberlo: ayudar a Mercedes a cruzar la calle o tomarle la bolsa significa verse la cara cruzada por un aspa imaginaria en la cabeza de Gabriela; charlar con ésta del tiempo o de lo achuchada que anda la vida es ganarse un escupitajo virtual de aquélla. Gabriela se refiere a su antagonista como la jorobada loca, y Mercedes baja el tono para decir que la otra es brasileña, como si en Brasil el menú diario fuese pernil de bebé.
El jueves pasado un Fiat Uno de color rojo fue el árbitro involuntario de la disputa. Al tomar la curva de entrada a la calle más rápido de lo que aconseja la prudencia, obligó a Mercedes a precipitar un paso para ganar el bordillo. Su fémur dijo hasta aquí, y no fue el único que dijo algo: el traumatólogo de guardia dijo que de operar nada de nada, el hijo que no podía dijo que seguía sin poder, y la hija que no quería dijo que seguía sin querer, pero que a ver qué firmaba, no fueran a quedarse con el piso. Así que Mercedes espera en la Cruz Roja a que los servicios sociales le asignen un asilo, o como quiera que se llamen ahora los asilos por la cosa de la corrección.
El sábado por la mañana llovió, y Manolito, que llevaba un día y medio sin papear, se vio lo bastante ágil, desesperado o aburrido como para saltar sobre el armario de la cocina en que está guardado el bote de
Reparador
a mirar por la ventana. El viento empujaba la lluvia contra los cristales; las gotas de arriba atrapaban en su caída a las de abajo y formaban unos regatos cimbreantes que Manolito intentaba cazar sin sacar del todo las uñas. El sábado Mercedes lloró por primera vez en un montón de años. Lloró porque tiene un hijo que no puede, una hija que no quiere, un clavo de titanio inútil metido en el cuerpo y una ofensiva fallida en un bosque de las Ardenas que para ella nunca fue de juguete. Y lloró porque su gato Manolito llora las lágrimas que no puede llorar acariciando gotas de lluvia a través de un cristal; y eso no hay
Reparador
que lo repare cuando tienes una paga que no da para una mierda.
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