La crítica cinematográfica, teatral, ensayística o narrativa suelen progresar apoyándose en los personajes, las tramas, los argumentos o los desenlaces. Afirmar que una historia es endeble o sólida, sus protagonistas, esquemáticos o genuinos; un razonamiento, tópico o revelador, no destierra por completo la razón, antes al contrario, la concita. La poesía, por el contrario, se desenvuelve en una jurisdicción de fronteras mucho más lábiles; en su naturaleza libérrima de forma, argumento, trama y sentido, está la semilla de la disolución en el solipsismo, esa tierra de nadie en que el autor puede abandonarse a la confederación incongruente de personalidades que, en mayor o menor medida, todos llevamos dentro. Su crítica obliga a una labor preliminar que me resulta desagradable: el examen de los fundamentos de la poética propia, del terreno donde se acepta como tal lo que por poesía se presenta. Es esa faena de desnudo la que en general me aparta de ella; si me animo a hacerlo en estas líneas es porque concurren en este poemario dos condiciones: reconocer en sus versos poesía —ciertamente de una naturaleza muy diferente de la que es más de mi grado— y preciarme de conocer a su autora, doña Alba García Torres.
Raíces Urbanas huye del esoterismo, de la torre marfileña conceptual, para afirmarse sobre el verso de la experiencia. Es irrelevante que indaguemos su naturaleza autobiográfica o su desdoblamiento en un sosias literario, porque casi todos los poemas versan sobre sentimientos muy universales que interpelan los propios recuerdos del lector apoyándose en la utilización de formas verbales empáticas y vocativas: «Se escriben al revés las historias / que no te atreves a contar, / cuando tienes que ir a la compra, / y seguir con tu vida». [1] Abunda en ese entronque con la realidad que muchos de los poemas arranquen con una datación precisa o la incorporen: «Ya han caído los últimos / días / de enero, / y la luz se refleja / en los adornos de Navidad…», «La noche del primero de noviembre»; aunque, en ocasiones, opten por difuminar sus perfiles en una cronología hipotética que resulta aún más evocadora: «Hay mañanas, como la de hoy…», «Hay días en los que te apetece…», «Esas tardes en las que / me duelen los recuerdos», «Aún tengo restos de aquel septiembre…». Acompaña ese tiempo concreto una localización espacial detallada: «Nunca olvidaré aquella estación / de autobuses de Madrid, / ni cómo repetías que / esa ciudad no dejaba de robarte / a las mujeres de tu vida», «Ya no tengo miedo / al monstruo que vive en las Ramblas», «Y entonces, en aquella esquina del barrio de Argüelles con Princesa.», que por momentos desemboca en la minuciosidad forense: «Compruebo mi equipaje de mano. / Llegada: 13.30. / (Hora local) / Boston, MA, USA.»
La perfecta definición del marco espacio–temporal que arropa la acción y el sentimiento que la precede o sucede no deja dudas —por si quedaba alguna después del título— de que no viajamos a un locus amoenus pastoril sino que se nos conduce a una epopeya cotidiana, en la que la autora despliega un esfuerzo militante por vindicar el paisaje metropolitano del que no se escapa ni el mobiliario más modesto: «…encontró su final definitivo nuestra historia / al colisionar el viejo Ford Sierra… con un turismo azul que se saltó / los ceda el paso del destino.», «El reflejo de los escaparates / de las tiendas que ya / huelen a Navidad», «Declaraciones de amor / para las que inventábamos coreografías / en los semáforos en rojo.». No se trata tanto de un alegato en términos ciudadanos o políticos, cuanto de la creación de un ágora emocional que, en primer lugar, se conquista por la vía de los hechos, es decir, de los sentimientos que en ella se vuelcan: «En aquel banco frente al puerto / en el que comenzamos a querernos. », «El reflejo de las farolas, / distorsionado / en el asfalto de una carretera mojada, / me recuerda que llueve tu ausencia. / Las gotas rompen contra el suelo / mi calma.», y que, a continuación, se funde en un todo unitario con el narrador, trasciende a su función de mero decorado y opera como sujeto: «Las ciudades tienen sus propias raíces / y te cuentan su historia esos días / que las paseas ausente de tu cuerpo: / Se quejan…Sueñan… Ríen… Crecen… deseando que la ciudad me haya revelado / nuevos secretos para contarte.»
Lo que fluye por ese espacio definido y definitivo es la vida contemporánea, dejando tras de sí un sabor metálico a fragor, a experiencia inconclusa: «Perdona si la urgencia de la vida / evitó que te esperara», que sólo en la quietud del descanso, es decir, de la parte de vida privada que logramos rescatar de la ciudad, alcanza significado: «Nos amamos tantas noches / como días te quise / en silencio», abocándonos a la falsación de una hipótesis de plenitud idealizada que no encaja bien con los hechos: «Las caricias que se dan / con urgencia / son testigo mudo / de que se escapa, / entre nuestros dedos, / un tiempo que creíamos / eterno.», y cuyo desenlace no parece prometedor: «Cuando tu intimidad se desnuda / se para mi tiempo, / y comienza una batalla / entre nosotros y la realidad. / El final de la lucha nos deja / un olor arrogante a victoria / que, con su paso, nos condena / a vivir, cada día, / un poco más lejos de la vida.»
La inseguridad es el resultado de la aceleración que se experimenta con la madurez y de la constatación de que, entre deontología de la vida y su descripción naturalista, se abre una falla insalvable que vigilan jueces rigurosos: «En esta ciudad construida de vientos, / en estos mares de incertidumbres / que amenazan con romperse / si no pisas donde debes». Las metáforas refuerzan la idea de que el avance no es disponible sino preceptivo; de que quien en medio de la ciudad se halla no puede sustraerse a él por más que quisiera frecuentar la seguridad de lo dado frente a la inmensidad inconcreta de lo porvenir: «Pero hoy, allí, / entre la calle del pasado, / y la avenida de lo incierto, / estaba el ángel caído», y en la que siempre se guarda la baza del amor como fuerza redentora: «Y me hacen temer que esta ciudad / deje de ser mía / si decido no esperarte».
No obstante, la baza amorosa dista mucho de ser garantía de indemnidad, pues no es inmune al contagio del fragor circundante, del conflicto de intereses y de la necesidad de llevar estadillo de haberes y afrentas: «El amor no es cuestión / de ideología / pero de nada vale que quisiera / rescatar lo nuestro / cuando tú ya sólo / añadías ceros / a la cuenta del olvido.», «Y tú ausente de lo nuestro, / mirando la línea del horizonte / en esa playa a la que siempre volvemos, / ganándome la partida, / una vez más, / a base de razones y realidades», aunque se opte a veces por el espejismo de su negación: «Yo no pedí nacer, / pero aún creo en los finales felices. / No quiero que me regales palabras, / sólo deja hablar… a la vida. / Si al final del camino no salen las cuentas, / haremos juntos inventario»; solución paradójica porque en ocasiones se recurre precisamente a las palabras para dilatar los confines de una vida que se antoja como horma sofocante: «Cuento los días que llevas / guardando ese trozo de mí, / que se quedó contigo / y decidió ser feliz / en un instante y para siempre. / Me prometiste un verso / por cada noche que faltara / a tu lado.», saltándonos el vallado de la realidad en un ejercicio de escapismo literario: «Miro los libros que debería / estar ordenando, / y todas las vidas / que he vivido se tumban a mi lado».
La idea de confrontación y de hostilidad ambiental es omnipresente; la asimetría entre los sueños y su concreción práctica fuerza al hombre atrapado entre sus redes a la toma de una decisión trascendental: la claudicación o la resistencia. El impulso inicial puede ser titubeante, no explícito: «Anotaste un par de posdatas al olvido, / y prometiste que nada nos cambiaría»; pero intentará afirmarse y eludir la doma; en ocasiones, forjando una suerte de milicia de la condición propia en un sentido trascendente: «Desde que tengo recuerdos / he soñado, / pero mis sueños / existieron antes que yo / y permanecerán cuando me vaya… Los fracasos, el día a día, / la precariedad del que sabe / que lo pierde todo si despierta. / La convicción de que mientras / no nos rindamos / seremos eternos.». Aunque esa resistencia individual flota sobre un halo de tradición, de batalla recibida en legado cuya llama se ha de transmitir viva, el desenlace no suele ser exitoso. Las más de las veces se impondrá el paso implacable del tiempo, su molienda de costumbres, el vaciamiento de la pareja en una sexualidad estéril, con la inevitable reducción del yo imaginario al yo físico: «Y las horas cayeron / con un ritmo lento, / al compás del sonido del colchón, / y pasaron de puntillas nuestros sueños, / y sólo quedamos / tú y yo.»
El resultado que se nos presenta asume la derrota, la quiebra del sueño o de la pareja. Unas veces ahogados por la rutina: «Mientras mis pasos caminan / hacia la oficina de siempre, / otra vez a la rutina… recuerdo que al compás / de esos pasos aburridos / viajan hacia ti mis letras, / mudas, / encerradas en un sobre blanco.», otras, revisitados en el poso de la melancolía: «La tristeza de los recuerdos, / rompió a llover / como si nunca / hubieran existido las distancias.», «Han pasado muchos años… Ya no hay confesiones, / ni historias entre susurros, / ni risas al atardecer.», «Ya no me transmiten / esa alegría que sentía / cuando a voces cantábamos la lista de la compra / frente al espejo del baño», que queda tras la constatación de que el paraíso se ha perdido para siempre «Recuerdos de aquel largo viaje, / en el que me acurruqué en tu hombro, / cuando me pudo el cansancio de los sueños. / Y ahora nada me queda de ti…».
La nostalgia trae de la mano la duda, más aun, la confusión entre lo real y lo imaginario que se liquida en una particular variación melancólica, la que genera lo no vivido: «La ciudad es un bosque de recuerdos, / de historias que no fueron / y de canciones que se sueñan / en la distancia», «El tiempo nos roba todo, / menos lo que nunca ha sido.», «Y volvemos a besarnos en los portales, / y a reírnos en nuestros bares de siempre, / en esos en los que nunca / hemos estado juntos.». De esa situación transitoria renace la necesidad de buscar cimientos sólidos para la personalidad y barrer los escombros: «Y mientras luchas por dejar / de llorar nostalgias, / caen las horas en ese andén / en el que alimentas las ganas / de huir de todo, / incluso de tus sueños.», «Las hermosas bolas / con purpurina / me devuelven / la imagen de esa niña / que fui, / y que se resiste / a que la olvide.»
Los recursos poéticos que maneja García Torres son clásicos y contenidos. Recurre con frecuencia al contrasentido envuelto en juegos de palabras: «Como pasos callados / por un desván abandonado / así transcurre nuestra historia… entre cajas y bultos, / vacíos de recuerdos / y llenos de olvidos», «Y que este sueño que cada día / es más real, / y más difuso, / siempre estará / teñido por la añoranza de ti.», y giros antinómicos «…te escribo largas cartas, / todas en blanco, / siempre sin final», «Y tus besos siempre / tenían ese sabor / a soledad que sólo existe / en las grandes ciudades, en las que vivo / sin ti.», que en los poemas más narrativos llevan con frecuencia a desenlaces paradójicos: «Tengo envidia de todas las mujeres que soy, / —y que volveré a ser mañana— / cuando estoy a tu lado.», «Y todo ocurre antes de que despertemos, / antes de que empiece de nuevo el día, / antes de que nos dé tiempo, otra vez, / a abandonar / dos camas separadas / que nunca fueron la nuestra.».
Es natural, en una obra de genealogía urbana, que la metáfora se tiña de geometría: «Sé tú mi ausencia, / vértice común de todas / nuestras nostalgias. / Aristas del tiempo, / destellos inestables / de nuestros recuerdos. / Vértice donde confluye/el dolor y el deseo.», «Bordeó la línea fronteriza / que separa la esquina de mi casa / de esa ciudad construida / de versos rotos / y canciones olvidadas.». Aunque también nos encontramos con poemas que aprovechan la experiencia para intentar una inducción más general: «Lo he pensado mejor: / Prefiero un futuro condicional, / que un presente condicionado»; y no sorprende, en estos casos, que la abstracción se arrope con un registro casi paremiológico: «Recuerda que existe una cierta incertidumbre: / La vida. / Una incertidumbre cierta: / Vivirla.»
Como no podía ser de otra manera, cosas hay que me disgustan; dejando de lado artefactos sintácticos como el inefable «El fracaso es cuando / se pierden los secretos… El fracaso es cuando dejamos / de ver la vida con ojos de literatura… El fracaso es cuando hemos traicionado / nuestra intimidad psíquica…», que a todos los que tenemos una edad nos extirpaban del caletre en la EGB a pescozones, hay ocasiones en que la idea logra la pirueta conceptual de resultar a un tiempo manierista y tener un desenlace naíf: «Anoche me desvelé / intentando entender / la Teoría de las Cuerdas / Y tú me dices que… si quiero, con todas esas cuerdas / a las que no encuentro significado, / me construyes un columpio.», que recuerda mucho los recursos pseudolíricos de AMELIE, esa película que tanto daño ha hecho. Por otra parte, menudean los guiños populares. Sostener, pasada ya más de una década del siglo XXI, la pretensión de originalidad es de todo punto infantil. Doy por sentado que en toda creación literaria, de forma más o menos consciente, se filtran a través de las meninges del autor sus influencias; hasta aquí nada hay objetable. Me desagrada, no obstante, su declaración explícita; esa omnipresencia de los Springsteen, Beatles, Leonard Cohen, Martín Gaite, Pessoa, Woody Guthrie, Dylan, PJ. Harvey, Jose Agustín Goytisolo, etc., deja en la boca una sensación de regüeldo, de digestión mal hecha, cuando no, de una declaración de militancia ahormada en las prensas de la corrección política.
En conclusión, Raíces Urbanas me parece una obra meritoria, porque su autora tiene la valentía de asumir un compromiso con el significado, de huir del fraude esotérico y arrostrar el difícil camino de interpelar al lector; y no sólo eso, sino también la suficiente sensibilidad como para que el significado se vuelque sin prosaísmo, acompañándolo siempre con el esfuerzo de mutar su realidad en liviandad, aunque ésta sea desasosegante o trágica. No es ciertamente un poemario maduro, o mejor dicho, es el poemario maduro de quien se asoma a su propia madurez; todo él puede interpretarse como un rito de paso: la ciudad como escenario en que se confrontan las fantasías adolescentes con la realidad adulta y se percibe la disonancia. No es de extrañar que ésta se plasme de primera mano en la experiencia amorosa y su frustración, y que haya tantos poemas dedicados a retratarla, porque es el amor una de las fuerzas más poderosas y de las que primero contribuyen a forjar el carácter individual. Son estos materiales, la ciudad y el sentimiento, los que traban la ferralla sobre la que García Torres vuelca su hormigón lírico; lo demás es trabajo del tiempo: la evocación nostálgica del pasado, la fragua del dolor y el retirado del encofrado para desvelar la personalidad consolidada. En fin, una obra recomendable.
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[1]
Citas, de
Raíces Urbanas,
Madrid, Torremozas, 2013.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso; dos barras (//), un salto de estrofa.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso; dos barras (//), un salto de estrofa.
Llevas un tiempo esperando para escribir, y cuando escribes notas de dónde salen las palabras. ¿Rebuscas?.
ResponderEliminar¿Te has preguntado si estas hecha de silencio?
¿Si escribes para calmar la locura?