Es dura la vida de animal
de sangre fría.
Su costumbre metabólica
de congelar en el corazón
todo asidero a la vida
más allá de unas sábanas
asustadas por el alba.
Tener que prendérselo
a primera hora
cobrando altura por las tapias
con movimientos lentos y previsibles
para exiliarse de la sombra.
Pasar las mañanas
haciendo cumbres menores
en los «buenos días» del portero,
la sonrisa de la vecina adolescente
—fugitiva del penal ortodoncial—
y la receta de ingredientes imposibles
que facilita algún vecino en la cola del pan
preocupado por mi sudor nacarado,
hábitos alimentarios
y ojeras…
Que sólo se alcance
el definitivo tono muscular por las tardes
con niñas pizpiretas que sacan la lengua
y preguntan cómo te llamas,
antes de que las desaloje
el comprensible rigor materno:
«Deja tranquilo a ese señor. Usted perdone»
Y empezar a perderlo
con el crepúsculo
por las calles
en los bares,
tanteando con la lengua bífida
de escepticismo y melancolía
todos los recovecos y juntas
en pos de la huella térmica
que deja el ser humano.
de sangre fría.
Su costumbre metabólica
de congelar en el corazón
todo asidero a la vida
más allá de unas sábanas
asustadas por el alba.
Tener que prendérselo
a primera hora
cobrando altura por las tapias
con movimientos lentos y previsibles
para exiliarse de la sombra.
Pasar las mañanas
haciendo cumbres menores
en los «buenos días» del portero,
la sonrisa de la vecina adolescente
—fugitiva del penal ortodoncial—
y la receta de ingredientes imposibles
que facilita algún vecino en la cola del pan
preocupado por mi sudor nacarado,
hábitos alimentarios
y ojeras…
Que sólo se alcance
el definitivo tono muscular por las tardes
con niñas pizpiretas que sacan la lengua
y preguntan cómo te llamas,
antes de que las desaloje
el comprensible rigor materno:
«Deja tranquilo a ese señor. Usted perdone»
Y empezar a perderlo
con el crepúsculo
por las calles
en los bares,
tanteando con la lengua bífida
de escepticismo y melancolía
todos los recovecos y juntas
en pos de la huella térmica
que deja el ser humano.
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