domingo, 11 de agosto de 2019

VII. LA VIDA MENGUANTE. PEDRO LUIS MENÉNDEZ


Se dedica esta entrada a La Vida Menguante, obra del poeta gijonés Pedro Luis Menéndez. No me resisto a declarar que la primera sensación que me produjo su lectura fue propiamente extraliteraria; y es que me resultó sorprendente el periodo tan dilatado de tiempo que su autor había dejado transcurrir desde el poemario precedente, Canto de los Sacerdotes de Noega, publicado el año 1985. No se trata de indagar los motivos por los que un poeta se decide a escribir y publicar o no —cada uno es dueño de sus palabras y sobre todo de sus silencios—, sino de confesar mi incapacidad para desterrar lo que, en el fondo, no sea quizás más que un prejuicio: la idea de que este libro, también en lo que tiene de voz recobrada, representa un caso de radical coherencia temática, en el que el tiempo, más en concreto, el apremio del tiempo, lo penetra todo.

No están las bazas de La Vida Menguante concentradas en la innovación temática o formal, sino en la perspicacia de la mirada, la elaboración paciente del verbo, el apoyo en metáforas certeras y la defensa de una posición moral ajena a la transacción meliflua; porque hay que decirlo con claridad desde un principio: el poeta se ha afanado en proscribir el lenitivo para amolar una realidad de perfiles cortantes.

El poemario se divide en tres partes que bien podrían considerarse como una suerte de presentación, nudo y desenlace. La primera sección, El Camino, dobla en extensión a las otras, y esboza el contorno de una realidad hostil, dominada por la soledad y la ignorancia, sirviéndose de dos tipos de poemas: unos abstractos, en los que el yo lírico traslada una realidad fría e incompresible; otros concretos, que arrancan de la evocación del pasado o de una impresión sensorial inmediata. Veamos un ejemplo de los primeros:

«Por los costados sangras un tiempo tan difunto / que los huesos se apiadan de tanta desmemoria. // Nadie habita el silencio. // El dolor es un mundo que galopa sin amo, / fatigoso e inerme. // Nadie lo habita. // En el patio de armas han nacido violetas. // Nadie.» [1]

Todo el poema se domina por fuerzas maquinales, ajenas a la intervención de una voluntad, y por ello, refractarias a toda transacción: el tiempo se sangra y, además, aflora muerto; no hay un recuerdo aglutinador que dé coherencia a la información sino que ésta se abandona a la desmemoria, es decir, a la versión apática del olvido; el dolor es una resulta casi burocrática que no obedece a imperio alguno. La imagen en la que se plasma de modo más nítido la derrota de la voluntad son las violetas que nacen en un patio de armas. La metáfora puede parecer hermosamente poética, pero en el contexto en que se plantea, esas flores son una presencia ominosa en un espacio inequívocamente afirmativo; y esto sólo puede interpretarse en el sentido de que la capacidad de deseo del hombre declina; además la imagen se refuerza con una sutil paronomasia —viole(n)tas—, que abunda en la interpretación sugerida.

Esa realidad algorítmica e impersonal se martillea por una particular anáfora que pierde miembros periodo a periodo hasta quedar reducida a un lacónico Nadie; una particular figura de dicción que avanza desnaturalizándose para introducir una suerte de anti–personaje en el que se concreta la ausencia de relaciones sociales e intercambios de información significativos; cuerpo de un no–ser que reaparecerá en otros poemas; así en:

«Me siento y miro al cielo. La oscuridad en torno / me anuncia su codicia de vacío voraz / porque hoy ya no amanece. // He preguntado a nadie si sabe los motivos, / si conoce respuestas a esta gris / permanencia de frío desolado, / si entiende cómo cruzan las fronteras los años, / pero nadie comprende. // Recuerdo algunos miércoles que amanecían siempre. / Un hombre dice no y se acaban las albas. // Cada quien en su cárcel entiende lo que digo. // No quiero hablar más claro.»

El poema nos presenta un sujeto que siente, inquiere y recuerda; sin embargo, en el escenario no rige lo volitivo sino lo fatal. Nos desenvolvemos en una jurisdicción sombría: la oscuridad circundante, el hoy que no amanece, el agotamiento de las albas. El tiempo, en su potencia liquidadora, es omnipotente y no respeta las fronteras; mientras que en su potencia dinámica, es mórbido y se agita en un bucle vegetativo: el yo lírico recuerda un miércoles perenne. El factor humano se contagia y claudica: un hombre dice no; el mismo yo lírico no quiere quebrar las tinieblas con la palabra: no quiere hablar más claro. El anhelo de respuestas se canaliza hacia el vacío, hacia el no–ser social, hacia nadie; esto introduce una fértil polisemia: no se trata de que no haya hombre que conozca las respuestas sino de que éstas corresponden al no–hombre, es decir, al hombre privado de relaciones sociales; lo que explica que la inteligencia del discurso del yo lírico quede confinada en la cárcel íntima de cada cual.

Parecidas ideas informan este otro poema; aunque el desenlace sugerido es mucho más comprometedor desde un punto de vista moral; dice así:

«El frío es una mina del alivio, / coronel que bosteza y custodia la torre. // No hay nadie en la distancia, / ni una luz / ni un espejo de armadas imposibles. // He subido en la noche y sus ojos me han dicho / que el frío es una mina de luna sin tristeza. // No sonarán alardes. / Moriremos de hastío.»

En una particular sinestesia, la soledad y la ignorancia se activan por el frío —en el anterior poema era por la oscuridad—. De nuevo se nos presenta un dominio castrense desnaturalizado; la afirmación de poder impresa en el genotipo militar se plasma en una versión pusilánime y paradójica: la fuerza defensiva es deplorable —la torre se custodia por un coronel que bosteza— y la fuerza ofensiva recae en unas armadas imposibles de las que no hay noticia; es decir, la experiencia humana no se ve cercada por potencia irrefragable alguna. Es la contienda con un enemigo tan negligente lo que eleva la derrota hasta el nivel de la infamia, y lo que explica un fallo moral concluyente, implícito en el último verso: quien muere de hastío es inhábil para la vida; o dicho de otra manera, merece morir.

Semejante evocación marcial también nos la sugiere este otro poema; dice así:

«Contemplo la muralla. Un domingo y otoño. // Los días son los días y pasan. / Las noches son las noches y tiemblan. // Eras la luz. Qué esquina te deshizo. / Con qué ángulo necio tropezaste. // Dónde está tu victoria. // Aunque queden los nombres. / Piedra muerta.»

El yo lírico nos presenta un espacio acotado, o cuando menos, un obstáculo que entorpece la mirada; el domingo y el otoño nos trasladan una idea del tiempo que también es crepuscular. El poema juega al filo con uno de los enemigos íntimos de la poesía, cual es la tautología, conjurándola in extremis con una metonimia que repliega el efecto psicológico sobre su causa: las noches son noches y tiemblan. Y en medio de ese desenvolvimiento mecánico de fuerzas irrumpe un hombre claudicante, que no sólo se separa de su naturaleza —Eras la luz— sino que parece no comprometerse con el ser íntimo de sus actos ni arrostrar sus consecuencias: su quiebra moral es el resultado de un tropiezo con una esquina, con un ángulo necio, en pos de una victoria inexplicable.

El juicio moral es severo: pueden quedar nombres, es decir, los atributos formales de la humanidad, pero no su esencia. Una piedra siempre es inerte; si se reafirma uno de sus rasgos naturales —piedra muerta— es para resaltar su función funeraria, su empleo como lápida: si el hombre no se atiene a su ser, si le falta voluntad, si no puede explicar sus actos ni asumir las consecuencias de éstos, ese hombre está muerto, o peor, es un muerto viviente.

Como se dijo al principio, en esta primera parte también hay otro tipo de poemas que resultan mucho más concretos, en los que el yo lírico parte de recuerdos o da traslado de sentimientos o anhelos. Veamos algún ejemplo de ello:

«He cerrado los ojos. Tengo miedo. / Me tapo los oídos. // El tambor de la muerte / retumba como un bosque de lápices gastados. // Una vez algún niño habitó mis rincones. / El parque está vacío.»

Más que un ejemplo, este poema nos brinda un buen anti–ejemplo. El yo lírico niega sus sentidos: cierra los ojos y se tapa los oídos. La evocación del pasado también se muestra fallida: no hay un recuerdo plácido de la niñez que contrarreste el redoble de la muerte. El poema se construye sobre el miedo a ésta, que parece descansar, precisamente, en la incapacidad para recordar la niñez: los lápices están gastados, las ilusiones marchitas: ¿cómo pudo ocurrir si eran un bosque, un caudal que parecía inagotable? Esa podría ser la pregunta que arrastra al yo lírico a la perplejidad: hubo un tiempo en que esto no fue así y algún niño habitó mis rincones. El alma se reduce a un espacio amorfo, innominado, a mero rincón. Y éste es el punto en que la reflexión vacilante se vuelve a conectar con la realidad: El parque está vacío. La congruencia de esa reconexión presenta una faz pavorosa: no fue una pesadilla.

Explotando también la fusión entre recuerdo ingrato y estado emocional alterado nos encontramos con este otro poema; dice así:

«Mi historia son recuerdos de noches sin sosiego. // ¿Quién poblará las luces que aún me sobreviven? // Las ciudades no duermen. / Eternas condenadas a desvelar las sombras. // ¡Qué frío si amanece!»

En este poema, la memoria, vinculada a la noche, es fuente de agitación espiritual; y la luz también aparenta conflictiva: las ciudades, que son la tradicional representación del espacio ilustrado, están condenadas a su labor inquisitiva; más que desear la vigilia y el conocimiento, los padecen. La posición del yo lírico es contradictoria; su pregunta plantea como sobrevivencia lo que en rigor es contemporaneidad, es decir, que asume para sí una experiencia vital amortizada, un vivir sin vida. Es la resolución del poema la que ata, en clave paradójica, todos los flecos: el amanecer que es descrito en su dimensión física —es al rayar el alba cuando más frío hace— resulta relevante en su dimensión metafísica, desvelando la realidad: es el yo lírico quien se sobrevive a sí mismo en un bucle ansioso.

La búsqueda de respuestas que quizás no existan, la fatiga tras un sentido trascendente son el fino hilván que anuda casi todos los poemas; lo vemos también en éste:

«Uno busca en la sombra raíces y palabras. / Pero no siempre acuden. // Algunas veces pierden su ser entre silencios. / Otras no dicen nada, / Juego simple de engaños. // Y sin embargo uno las siente sonrientes / entre las voces mudas, / _esperando su turno. // Uno. Dos. Tres. / Alineadas en el embarcadero. / Cuatro. Cinco. Seis. / Deseando zarpar.»

Da la sensación de que en este poema el yo lírico tropieza con un problema estructural, epistemológico: la inefabilidad del sentido, la incapacidad del logos para atraparlo. La búsqueda afirma un vínculo entre raíces y palabras, que se frustra por ineptitud de las segundas: no acuden, se apagan, son engañosas o inanes, al punto de fundirse con el mismo silencio. Abunda en la perplejidad la dislocación entre el resultado práctico de la palabra y su predisposición teórica, colmada de jovialidad inconsciente.

Si la primera parte del poemario nos introducía un paisaje hostil, carente de relaciones sociales y sentido vital, la segunda parte, Ariadna, intenta insuflar un soplo de esperanza. Ya el mismo título, por sus reminiscencias clásicas, nos sugiere la idea de guía en medio de la incertidumbre; aunque el peligro que se arrostre en este caso no sea un minotauro concreto sino la zozobra difusa con que la vida moderna empapa el alma como un manto de bruma. Si en la primera parte el yo lírico tenía por interlocutor principal al no–ser, no extraña que el intento de afirmarse se produzca sobre el amor, sobre la negación más íntima de la soledad; así en:

«Los días doses pueden ser doblemente dulces / cuando tienen tu rostro, / tus ojos encendidos en el límite exacto del amor / que no sabe ni conoce más días / que los que tú le ofreces / cuando llegas y estamos / tan juntos que el poema / _se me escurre / y termina. // Un momento. / No olvides que la vida sí importa.»

Este es uno de los poemas que más me gusta de toda la colección por la sutileza de las contradicciones que plantea. Se abre con un juego de palabras que da énfasis a la pareja como potencia multiplicadora de la vida: su sola presencia puede doblar la dulzura de los días ordinarios, convertir en doses a los días unos. El amor que se describe no sólo es fuente de placer sensual o sentimental; es luz, sentido y precisión —tus ojos encendidos en el límite exacto—; es decir, es un logos alternativo que cancela la palabra: el poema se me escurre y termina. Y éste es el trance que el yo lírico quiere conjurar en último término, porque la energía que le anima sigue siendo, en lo primario, intelectual, y percibe que el amor genera una distorsión narcótica que sublima lo particular inhibiendo lo general.

Ese choque entre cabeza y corazón, entre razón elaborada y subconsciente, lo vemos también es este otro poema, aunque en un registro más existencial:

«Un cansancio de edades me vence en la frontera. / Entre la nieve corro con la voz ahogada. / Amanece y es lunes. / _Porque ya no te tengo / el silencio me llena con todos los vacíos. // El aduanero mira mis papeles azules. / Yo contengo la sombra que puede delatarme. // Como un ladrón de versos escucho las canciones / Que otras voces pensaron. / _Luego llego a mi casa. / La soledad se ríe en mis narices tristes. / Por la avenida, ruidos. // Hoy guardaré tu sombra debajo de mi almohada. / Tal vez a media noche se despierte y me hable.»

Este poema se une a otros muchos en los que el yo lírico se esfuerza por señalar una referencia temporal nítida: Amanece y es lunes. Los domingos son el ocaso; los lunes la desolación; la semana laboral y la rutina se alzan como fuerzas confiscatorias que arrancan al hombre de su ser íntimo para imponerle convenciones fiscalizadas con minuciosidad: El aduanero mira mis papeles. Se impone la contención en toda su polisemia: por una parte portamos otro yo auténtico, una sombra delatora; por otra intentamos ponerle coto. La búsqueda de sentido se mantiene en los mismos términos de fidelidad a la razón elaborada, a la palabra, al verso, a la canción, a otras voces que pensaron; y con similar incapacidad para explicar un mundo carente de sentido: Por la avenida, ruidos. Es hora de aferrarse al amor, a su recuerdo, o para ser más precisos, a la espiritualización de su ser más puro, que es, paradójicamente, otra sombra que se custodia celosamente.

Esa referencia temporal como pórtico por el que penetra un sentimiento de pérdida también se muestra en este otro poema:

«Cuando encierre este sábado / en el baúl sin llave de los días perdidos, / recuérdame que antes lo despoje del brillo / fugaz de la apariencia de sentirte / a mi lado / en los minutos siempre tan breves de tu voz. // Desde el norte ciego que agota mi amargura. // Mañana, entre las horas de un domingo sin ti.»

El sábado representa, por metonimia, la felicidad, la pareja; momentos efímeros, siempre tan breves, que contrastan con la crudeza y permanencia de su clausura, perdidos en un baúl sin llave y despojados del brillo. Más aun, parece que la consciencia del desenlace anticipara la amargura, convirtiendo el amor en un ejercicio espiritual vano.

Un ejemplo más de ello lo encontramos aquí:

«Te supongo dormida, en esta hora lenta / Y tan distante / _que mis brazos no pueden reunirte / y mis besos son humo que no sientes. // Las heridas son años que se cumplen, / madrugadas sin piel, / sueños que temen / el instante de todos los cansancios, / _esa derrota / última del cuerpo, / tu soledad al fin contra mi olvido. // Esto es solo un poema, pero apenas si miente. // Cumpleaños feliz.»

La idea del amor se informa por unos principios que podrían ser la antítesis del Amor constante más allá de la muerte. Donde el sentimiento quevedesco incorporaba un sentido propio que se imponía a los rigores de la materia, en este poema el amor sufre la decadencia del cuerpo. No puede decirse que se deje de amar; más bien que no se recuerda por qué se ama. Nótese cómo se juega con el tránsito de lo vago a lo concreto: la mujer amada se evoca entre luces y sombras; se la supone dormida, no se la reúne con el abrazo, los besos son humo que no se siente; mientras que la ausencia de fuerzas es presente, afirmativa, aforística: Las heridas son años que se cumplen. El desenlace nos devuelve a los dominios de la razón: el poema es poema, pero apenas si miente; es decir, no se compromete con la dulcificación de la realidad construyendo un mythos amable e inspirador. Es esa militancia en la realidad la que, paradójicamente, da un valor emocional añadido al último verso: el alma se rebela contra el olvido recordando una fecha señera: Cumpleaños feliz.

La tercera parte del poemario resulta sugerente desde el mismo título, Al otro Lado de la Desolación, porque en rigor y pese a lo tremendista del enunciado, la conciencia de saberse al otro lado de algo implica que ese algo se ha dejado atrás. ¿Y cuál es el estado emocional que se nos sugiere? Pues resulta algo confuso, pero podría decirse que domina la resignación. Veamos ejemplos:

«No puedo con la noche que me aplasta sin tregua, / tan segundo a segundo, tan ausencia y silencio. // Y no estás. // Y en esta noche exacta de infierno sin memoria, / no me quedan ya fuerzas para soñar contigo.»

Este poema guarda relación temática con la sección anterior y sirve de puente entre ambas. La noche invierte su función primaria, y en lugar de acoger el descanso excita el tormento. El ser amado ya es pura ausencia; ahora sí, asertiva: Y no estás. Sin embargo, la noche avanza sin memoria; es decir, se ha invertido la disposición psicológica del yo lírico: en el poema anterior la evocación de la pareja era difusa; en éste, concreta; en aquél se luchaba contra el olvido; en éste se reconoce la derrota, y no quedan ya fuerzas para soñar.

Aunque se trata de un poema sobre la derrota final que se sabe cierta, el yo lírico todavía sufre, todavía no ha alcanzado la serenidad que sí se intuye en casi todos los poemas de la sección:

«Cuando la vida sigue sin dirección alguna / en brazos de la química sabiamente prescrita, / cada día se pierde un poquito de uno, / diluido en jirones, marchito, tan cansado / que el cansancio gobierna / con su mano aturdida / _las idas / y regresos, los silencios, las noches / que empiezan a olvidarte, como se olvida / todo lo que no permanece, lo inútil, / lo insalvable, lo estéril, lo imposible. // La memoria es un juego de cartas marcadas / que apenas reconoce las verdades que hubo. / Y los juegos son siempre trampantojos del alma. // Cuando la vida sigue sin dirección alguna, / a veces se detiene en una esquina u otra / y contempla el paisaje de un pasado borroso, / echa cuentas y ríe entre el dolor y el miedo, / pesadilla de sombras que vagan sin descanso.»

El enervamiento como anti–fuerza explicativa es omnipresente. El poemario se pliega sobre sí mismo dando entrada de nuevo al componente maquinal que ya vimos en la primera parte, reforzado en este poema por la anáfora: cuando la vida sigue sin dirección alguna. Más aun, para todo hay una razón profunda, una química sabiamente prescrita; el drama es que esa razón se nos escapa y el intento de imponer una razón propia —por la vía del amor o por otra vía— se demuestra baldío. La conciencia de ello nos lleva al desengaño, a la risa torpe en que se extinguen deseo y memoria.

Combinando esas mismas ideas, nos encontramos con este otro poema:

«Las luces del verano cerrarán su ventana. / Los recuerdos resisten el tiempo necesario / hasta volverse sombras, / _escollos del camino / que cierran los encuentros. // Entonces, la tristeza será tristeza vieja / y las enredaderas serán humo de nadie. // Un día, una mañana, otoño en el espejo / te dirá que la vida menguada permanece / a un paso de ti mismo. // Y tendrás la respuesta a todas tus preguntas. / Pero ya será inútil / porque el pasado es sólo una ficción antigua, / y los cuentos son cuentos, / _relatos que nos llevan / del silencio a la nada.»

La suma de estilo sentencioso, profundidad filosófica y escarmiento moral me resultan especialmente emocionantes. El paso del tiempo y su conciencia están capturadas con una imagen muy efectiva que pasa de modo abrupto de lo indeterminado a lo concreto: Un día, una mañana, otoño en el espejo. Este poema avanza un paso en la línea del absurdo; si en el poema anterior el sentido se nos escapaba, en éste se nos revela, como los pergaminos de Melquiades durante la devastación de Macondo, en el momento de su inutilidad. Si para los niños los cuentos son verdad; para los adolescentes, mentira; para los adultos, ficción; el autor nos sugiere un estado postrero en que los cuentos, es decir, la recreación de nuestro propio pasado, son simplemente relatos huecos que anticipan el vacío.

En resumen, con La vida menguante, Pedro Luis Menéndez ha querido llevarnos al concreto punto en que la existencia humana ha apagado su llama y subsiste como mero rescoldo; pura inercia física en pos del fin. Que ese esfuerzo se administre sin estridencias, comprometido con una posición moral refractaria al sentimentalismo, y con una contención lírica que sólo cede ante imágenes bien hilvanadas y minuciosas relaciones entre las palabras, es su virtud principal. Por poner un solo pero, diría que es aconsejable intercalar descansos en su lectura, porque el grueso de los poemas se domina por un tono lúgubre que puede terminar entenebrando las meninges de los más sensibles; máxime si tenemos en cuenta la fortuna que nos asiste por vivir en una civilización en la que felicidad y lozanía se imponen por decreto, en la que el más leve rictus de severidad en una cara merece extirparse a golpe de escoplo, en el que hordas de turistas cercan los memoriales que atestiguan la existencia de campos de exterminio para hacerse selfies con cara de memo, en el que una alcaldesa puede oficiar sonriente y jovial en un acto de homenaje a las víctimas de un atentado yihadista en su ciudad, sin que nadie concluya que es una deficiente mental; porque si reparásemos en esos nimios detalles, la presente obra alcanzaría las cotas de la provocación insoportable. Con todo, un gran poemario.
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[1] Citas, de La vida menguante, Gijón, Ediciones Trea, 2019.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso; dos barras (//), un salto de estrofa; un guion bajo al principio de verso (_), una sangría izquierda del texto.

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