domingo, 17 de junio de 2018

IV. BLUES DE EL COTO


JENARÍN Y LA MARQUESA

Hace años que Jenarín no gasta en despertadores. El último que tuvo vio cómo las pilas de la batería se le descompusieron en las entrañas con un cuadro de diarrea de carbono bastante desagradable a la vista; de modo que carcasa e inquilinas compartieron morada definitiva en el cubo de la basura. Desde entonces se levanta cuando cuadra y nunca cuadra muy temprano. En la puerta de su tapicería cuelga un cartel que reza «mañanas de 9 a 2 y tardes de 4 a 7»; aunque quienes le conocen por el barrio saben que el horario es puro atrezo comercial, y que para dar con él la mejor opción es cruzar la calle hasta Casa Florián y rescatarlo de su copazo de Tres Cepas con anís del Mono. Cuando arranca su jornada y ya se ha embaulado un café solo bien cargado con dos chupitos, se planta delante del taller y levanta la reja de la puerta previniendo el pinchazo lumbar con la mano que queda libre del arreón. Como el escaparate que está a la izquierda de la entrada nunca se desembaraza de su prisión de lamas oxidadas, la fachada semeja uno de esos cuadros barrocos con pícaro de guiño malicioso. En el interior del local la luz escasa se concentra en el fondo, donde coloca la faena en curso y la máquina de coser compone un ara menestral que preside un retrato de la Pasionaria; completan su devocionario comunista una colección de casetes del Coro y orquesta del Ejército Rojo y una bandera soviética de cuatro metros de ancho por diez de largo que, en la versión mítica de bar que resulta de trasegar unos cuantos cacharros, [1] ondeó sobre el Reichtag en ruinas. La realidad, que siempre es magra de épica, se encargó de trasladar la asamblea hitleriana de palafreneros al bazar chinorri de la esquina, y en él la mercó por cuatro perras un día que se acercó para ver si Chulín —así lo llama él— tenía un juego de sargentas con que trabar un bastidor recién encolado; allí la encontró enrollada alrededor de un canuto de cartón roído por los bordes y le pareció un retal aprovechable para lo suyo. De ahí a las fantasías bélicas, un paso. En el fondo a Jenarín el comunismo se la suda tanto como el budismo o el expresionismo, y no es más que una gansada con la que dar carnes a un personaje que se le ha ido de las manos y vuela por libre desde hace años: Dolores Ibárruri ya estaba plantada en la pared cuando alquiló el local y allí se quedó por pereza que él tiñe de tradición, y las tonadas rusas las exhumó de un arcón cuyo dueño le encargó forrar el interior de la tapa y que terminó renegando de ellas.
Nunca pudo decirse lo mismo de las mujeres, que siempre fueron con mucho su militancia más entregada. Altas o bajas, rubias o morenas, tablas o tetudas, jovencitas o maduras, en sus años buenos ninguna pasaba sin un requiebro tunante, y más de una acabó enroscada con él entre bobinas de espuma para relleno o sudando medio en pelota sobre un sofá por terminar: la verdad es que el tío era guapetón, y divertido o zalamero, según dictaran las circunstancias. Como el saber popular que aconseja no mezclar olla y polla resbalaba por su mollera como huevo frito en teflón recién estrenado, terminó pasando lo inevitable, y su legítima lo pilló en estampa de cariño esto no es lo que parece con la secretaria de un taller de artes gráficas que estaba yendo en dirección hacia la cárcel, donde hoy languidece un parquecito que sólo sirve para que los perros alivien vejigas y demás tractos. Un supersticioso como Jenarín nunca dejaría caer en saco roto tal conjunto de señales premonitorias: cuños de madera y corcho, ex libris de caucho, rejas, muros y penitencias; pero se trataba de una hembra de las que no se le presentan a uno todos los días. El caso es que maletas en la puerta y pensión de alimentos para tres críos pequeños. Y todo porque una de las compañeras de su mujer se equivocó, llegó una hora antes al trabajo, le dio el cambio de turno a su parienta porque no le apetecía matar el tiempo dando tumbos, y ésta tuvo la feliz idea de estirar las piernas y darle una sorpresa. Y sí, le dio una sorpresa. Jenarín no suele hablar de ello; pero las pocas veces que lo hace reparte las responsabilidades entre él, por dejarle las llaves de la tapicería a su mujer, y la compañera de ésta, ¿desde cuándo un funcioneta llega a trabajar antes de tiempo? «Están todos los días tocándose la puta polla, leyendo el periódico y de baja, y va la muy borrega y llega al curro una hora antes —argumentaba cual arbitrista encendido, con uno de sus íntimos—. Si tuviera que poner ladrillos en una obra, ¡por los cojones que se iba a adelantar!»
La chica se llamaba Aurora y la verdad es que era un bombón. Labios carnosos, carmín encendido, tez blanca, pelo negro azabache, con uno de esos peinados que dejan melena por delante y rasuran la cabellera por el cogote, como salida de un cómic manga —claro que por aquel entonces ni dios sabía lo que era un cómic manga— y curvas y más curvas en perfecta proporción. Era una delicia verla caminar, dando esos pasitos cortos a los que obligan los tacones altos y las faldas que se ciñen por debajo de la rodilla. Hasta las mujeres se giraban para mirarla, mitad admiración, mitad envidia. Desde el día de autos en que terminó tapándose las vergüenzas con un recorte de cretona mientras que a gritos el matrimonio feliz dejaba de ser feliz en tránsito hacia dejar de ser matrimonio, nunca había vuelto a hablar con Jenarín. En una ocasión que el azar los hizo tropezar por la calle, él intentó un saludo pero ella lo rechazó girando la cabeza; y como Jenarín no comulgaba con la divisa de poner la otra mejilla, pues a la mierda. Eso sí; sabía de ella porque en un barrio todo se comenta, y si además de tener negocio abierto desde hace años te pasas la mitad de la jornada de trabajo visitando capillas con tirador de cerveza y todo quisque te conoce, pues terminas enterándote de la talla de calzoncillos de cualquiera.
Aurora había seguido trabajando en el taller de artes gráficas hasta que su patrón se jubiló y el hijo del patrón se encargó de mandar a tomar por el culo en un año y medio lo que a su padre le había costado levantar cincuenta; aunque en su versión de los hechos, lo pilló la crisis perfecta. De ahí a un par de asesorías, a dejarse hacer un crío por un pijopera que desde que se acabó la risa nunca quiso saber nada de ella ni del churumbel, a una oficina de seguros, y de ésta a un braguetazo de alivio con un prejubilado de la mina que dijo pa’mí te quiero yo, y que la tiene de peluquería dos días a la semana y de uñas de gel dos días al mes, como a una reina; aunque Jenarín, que no anda muy al corriente del escalafón nobiliario, se refiere a ella como la Marquesa, porque la verdad es que desde que se riza por las cumbres aristocrático–mineras sus gestos han cambiado frescura por rigidez.
De no ser por esa extraña fijación a la hora de mezclar churras con merinas y faldas con faldones, Jenarín siempre fue un tapicero cojonudo capaz de engastar la voluta más inverosímil de cordón en el pliegue más retorcido; si bien es verdad que desde que se divorció perdió todo afán por ganar pasta. No trataba de escamotearle la pensión a su ex, simplemente le faltaba el estímulo. Y cuando a la peña le dio por tirar auténticas obras de arte a la basura para sustituirlas por esos forros que empaqueta Ikea y que hay que montar siguiendo unas instrucciones que vienen en birmano, Jenarín recibió el tiro de gracia. Ahora regenta un negocio de derribo, que mantiene abierto para trampear la renta al casero, agenciarse derivados de cereal, completar cotizaciones a la Seguridad Social y mandarlo todo a la mierda.
Como oficiales de primera no quedan muchos, hace un par de semanas la Marquesa se acercó a la tapicería de Jenarín, es decir, cruzó la calle hasta Casa Florián para buscarlo. En un mercadillo de beneficencia en Madrid, había comprado un sofá chéster de tres plazas, con uno de los reposabrazos ajado y el tapizado en terciopelo verde un tanto demodé, y quería darle —palabras textuales— una vuelta a esa cocada. Todo esto se lo espetó sin apearle el usted y sin que Jenarín, sentado en una mesa con el periódico abierto por la sección de sucesos, dejase de colocarse el paquete con la mano oculta, más por un reflejo automático que por salacidad. Cruzaron la calle y entraron en el taller; la impresión general de decadencia hizo que la Marquesa dudase de la rectitud de su idea, pero se reafirmó en ella al observar una butaca de franela que estaba por entregar al cliente, con un género en cobalto y flores de lis que daba gusto verlo. Como el muestrario de paños que tenía Jenarín no era precisamente el cuerno de la abundancia y ninguna la convenció, éste le sugirió una tienda de telas que estaba relativamente cerca y que él sabía que estaba muy bien surtida. Así lo hizo y ella se presentó al día siguiente con una chenilla de tono burdeos muy bonita. Cerraron el plazo, Aurora anticipó la mitad del precio con un talón al portador y acercó su media melena —que ya no era negra ni manga sino caoba y convencional— taconeando con vigor hasta la puerta; allí se giró y dijo: «Jenaro, no me falles». Había pasado un pegote de tiempo pero seguía estando muy buena.
A media tarde del jueves Jenarín se dejó caer por el Sluk, un bar que queda cerca del taller y que se ha convertido en uno de sus refugios de culto desde que lo llevan dos hermanas búlgaras que hablan un español con acento medio asturiano medio eslavo muy gracioso. Se pidió un cubalibre y estuvo ojeando un periódico sin que ninguno de los titulares lo arrastrara a una lectura más atenta. Cuando ya llevaba cuatro copas terminó agarrándose con otro parroquiano, que debía de andar un poco jodido por la eliminación del Barça en la Champions y que le espetó a Jenarín que era un facha por alegrarse de que el Inter le hubiera dado boleta a los culés. Del «mira, gallu, facha lo va a ser tu puta madre» al botellín volando y a una de las búlgaras metida por en medio y la otra llamando a la pasma, no debieron pasar más de veinte segundos. Jenarín dejó un billete encima de la barra y se despidió pidiendo disculpas a las dueñas.
Como ya andaba bastante pedo y no tenía ganas de ir a casa, se fue a la tapicería; cerró la reja a medias desde dentro, rescató de su escondite la botella de brandi y le pegó un buen tiento a morro. Ya estaba calentito, y el encontronazo tabernario terminó por arrastrarlo al ambiente de los cantares de gesta. De una balda llena de herramientas desordenadas, cogió el radiocasete Sanyo y las cintas del Coro y orquesta del Ejército Rojo, desenrolló la bandera roja y se envolvió con ella. La idea era aviarse una bufanda futbolera, pero como diez metros de largo dan para algo más que una bufanda, se apañó una suerte de toga romana con púrpura de Tiro mal añejado. Como el uso del pasado y el polvo del presente impedían ver bien los botones del radiocasete, tardó un rato en dar con la función de cada uno. Cuando localizó en una de las cintas el inicio del himno de la URSS, lo puso a todo lo que daba el aparato y acompañó la letra a voz en grito. En medio del éxtasis, el no tener ni puta idea de ruso es un inconveniente que sólo puede desalentar a los pesimistas; Jenarín cantaba mocosuena, en plan escaramesqui–pesqui–nesdrabia–consomolest, construyendo sobre la marcha un engendro idiomático, con una improbable marca de vodka cada tres palabras. Cuando ya había sonado el himno cuatro o cinco veces y las cuerdas vocales empezaban a pinchar en la garganta, una idea arrasadora surcó su mente: «¡Cago’n dios, la Marquesa me corta los güevos!»
Efectivamente, habían pasado casi dos semanas, faltaba apenas un día para la entrega y la mitad del trabajo por hacer. Después de unas cuantas blasfemias para cortar el vacilón, Jenarín entró en modo profesional. Apagó la música, encendió las luces del fondo, calentó agua para hacerse un café bien cargado y se puso a trabajar concentrado como un robot. Tomó las medidas con cuidado y las llevó a la tela con el patrón rudimentario que resulta de décadas de oficio. Las tijeras eran una prolongación de su mano, y sentado frente a la máquina de coser se podría haber dicho de él lo mismo que los indios supusieron de los conquistadores españoles que iban a caballo, que todo era uno. Espumas, husones, trenzas, remaches y botones se plegaban a los deseos de sus manos con la inevitabilidad de un destino mil veces augurado. No paró para comer ni para beber ni para echarse un cigarro; sólo una vez para cambiarle el agua al canario. Trabajó sin descanso durante veinte horas hasta dar la última puntada. Echó un último vistazo para verificar la calidad del trabajo, y cuando lo hubo dado todo por bueno, embaló el sofá con un protector de celofán.
La tarde era luminosa, y cuando los mozos que contrata para las entregas sacaron el sofá por la puerta, éste brillaba como un sarcófago egipcio recién restaurado. Después de despedirlos Jenarín cerró la puerta con llave, se sentó en una butaca grande que tenía pendiente de arreglo y se desmayó. Durmió durante horas sin lograr descanso; le atormentaron sueños febriles. En uno de ellos recorría un campo de batalla, buscando a sus tres hijos entre cadáveres y hombres destrozados que gritaban pidiendo auxilio. Cuando por fin localizó a su hija menor, que tenía los brazos extendidos hacia él, no pudo agarrarla porque le faltaban los suyos. La cría lloraba y él le decía que no lo hiciera, que no era para tanto y que ya se los volverían a coser.
El sábado llovió. En medio de la ensoñación, el tableteo de las ametralladoras se confundió con el martilleo eléctrico de la costura y Jenarín se despertó: era el teléfono. Lo descolgó y la voz de la Marquesa le destrozó el oído. Entre insultos y lamentos y sin dejar que éste pudiese decir ni mu, le ordenó que se presentara inmediatamente en su casa para ver —otra vez, palabras textuales— la puta mierda que había hecho. Dedujo por el léxico y el tono de su cliente que las posibilidades de follar con ella eran remotas, así que no se apuró. Se aseó un poco en el lavabo del taller; pasó por Casa Florián y se tomó un pincho de tortilla y un par de cañas para desayunar. Cuando recobró fuerzas se dirigió a casa de la Marquesa, que lo recibió de uñas. Casi a empellones lo condujo al salón y le mostró el sofá. La bronca seguía y los gritos terminaron por despertar al hijo de la Marquesa, que hacía apenas dos horas que había llegado de fiesta. Éste se acercó a la fuente de la algazara y se quedó en la puerta del salón, componiendo con las greñas revueltas y los restos rotos del precinto de celofán que se había enredado entre sus pies, una suerte de Nacimiento de Venus, en versión de Botticelli alternativo. Estiró el brazo, desplegó sus dedos amarillentos de tanto fumar petas en dirección hacia el sofá, y cuando el chorreo de su madre remitió por un segundo, exclamó: «¡Jo, mama, qué puntazo!» Y allí, distanciado por años luz de unos gritos que recobraban ímpetu, se quedó absorto contemplando en silencio respetuoso cómo, a través de un desfile de rombos en perfecto capitoné, sobre el respaldo de color rojo sóviet, flameaban rutilantes una hoz y un martillo.
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[1] En casi toda Asturias, dícese del combinado que resulta de mezclar un refresco, generalmente carbonatado, con una bebida espirituosa obtenida por destilación.

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