domingo, 6 de mayo de 2018

VII. LOS ENEMIGOS ÍNTIMOS DE LA DEMOCRACIA. TZVETAN TODOROV (II)


ENLACE A LA PRIMERA PARTE

Las dos primeras oleadas de mesianismo democrático dejaron sentir sus efectos fundamentalmente en sus países de cuna o entre los de su órbita cultural. Importa una cierta ligereza afirmar que bien está que los aventureros carguen con las resultas de sus aventuras, porque arrancada la máquina del estrago, ésta nunca distingue entre lunáticos, tibios ni juiciosos. Hubo muchos que advirtieron de las consecuencias funestas que tendría la construcción de concepto de ciudadano a partir de una dialéctica maniquea de buenos y malos, con la atribución por los primeros de un deber–derecho de purificación social; no fueron los suficientes o sus voces fueron ahogadas. No debe extrañar. La voz de la razón siempre es más sutil que la de los sentimientos; no digamos ya, la de las vísceras.

El hecho de que el núcleo de países que contribuyeron a la doctrina moderna de la democracia y los derechos humanos no haya guerreado entre sí en los últimos cincuenta años no debería llevarnos a pensar en la desaparición del mesianismo democrático; [11] a sus formas clásicas ha sucedido un desplazamiento hacia zonas periféricas. El principio de no injerencia en los asuntos internos de otro Estado nunca superó la formulación teórica; en la práctica, las superpotencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial intervinieron siempre que sus intereses lo reclamaron, fuese donde fuese. No obstante, estas acciones nacían lastradas por el unilateralismo y, salvo raras excepciones, no contaban con el respaldo jurídico internacional del que gozan en la actualidad. A esta situación se ha llegado, en gran medida, por el colapso del imperio soviético y la hegemonía internacional de la democracia, que ha desembocado, paradójicamente, en una forma de perversión de sí misma, a saber, su instrumentalización como coartada moral para la injerencia.

Propiciar el advenimiento de la democracia y el respeto de los derechos humanos es un fin loable; hacerlo mediante la guerra ya es más discutible. La primera objeción a esta forma de proceder resulta evidente: hay demasiados países en el mundo donde el régimen político es autoritario y donde se violan los derechos humanos. Las razones que explican la intervención en unos casos y la inhibición en otros son absolutamente arbitrarias y no tardan en teñirse por los intereses de quien actúa. Por otra parte, el medio al que se recurre implica en ocasiones la destrucción casi total del país en cuestión y un reguero vergonzoso de bajas inocentes. No se trata de una deslegitimación genérica de la guerra. Una misma contienda puede ser justa o injusta dependiendo del bando en liza; no puede compararse la posición moral de quien desencadena una guerra de agresión con la de quien se defiende de ésta. Se trata de cuestionar la congruencia de un sistema que ve en la guerra un medio apto para la consecución de un fin aparentemente legítimo, porque ¿acaso son irreversibles las muertes que provoca un tirano y reversibles las que provoca quien lo desaloja? ¿Puede una bomba ser humanitaria? Sólo una brújula moral desnortada permite la lectura de la pregunta sin reparar en el oxímoron.

Dejando de lado las cuestiones morales previas, están los hechos que, de modo obstinado, acreditan el error del planteamiento. La democracia es un sistema político complejo que depende de condiciones económicas y sociales muy concretas, y que no se puede imponer por decreto como si se tratase del sistema métrico decimal o del reglamento del balompié. Los países que sufren las bombas tienden a rebelarse contra quienes supuestamente los liberan, y ya liberados, no suelen aceptar el gobierno de las facciones locales que pasan a controlar el poder, a los que se ve como títeres de las potencias occidentales. El resultado no puede ser más alejado de los objetivos declarados: al poder despótico sucede la anarquía, y los valores democráticos se ven comprometidos durante generaciones al identificarse con el imperialismo y no con la razón. Un buen ejemplo de este proceder lo suministra la Segunda Guerra del Golfo, donde los argumentos invocados apenas pudieron disimular los evidentes intereses estratégicos de las potencias intervinientes, elevados por la administración estadounidense a principios rectores de su política de defensa.

En un documento titulado La estrategia de seguridad nacional de los Estados Unidos de América, firmado por George W. Bush unos meses antes de la invasión de Irak, se pueden leer declaraciones tan diáfanas como ésta: «Actuaremos activamente para llevar la esperanza de la democracia, del desarrollo, del libre mercado y del libre comercio a todos los rincones del mundo». [12] Cualquiera que tenga unas mínimas nociones de historia conocerá de la íntima relación entre desarrollo del capitalismo, libertad de mercado y advenimiento de la democracia. Pero este texto no un ensayo sobre teorías de economía política; es un documento programático para justificar acciones militares. La mezcla deliberada de argumentos de todo pelaje no sirve para legitimar los espurios, sino para prostituir los nobles. Si la inclusión de la democracia entre tal batería argumental ya es forzada, la de la economía de mercado es estupefaciente: ¿se va a hacer la guerra a todo país que no comulgue con ella? Vaya por delante que discrepo radicalmente de las críticas acerbas que recibe la economía de mercado como agente de todo mal; antes al contrario, considero que ha contribuido en mucho al progreso material y moral de la humanidad. Pero el contenido expuesto por la Casa Blanca en tales términos inquieta; y la inquietud se eleva a honda preocupación con la lectura del cierre:

«Tomaremos las acciones necesarias para asegurar que nuestros esfuerzos por afrontar nuestras obligaciones con la seguridad global y la protección de los americanos no se vean afectados por las posibles investigaciones, indagaciones o persecuciones por el Tribunal Internacional de Justicia (TIJ), cuya jurisdicción no es extensiva a los americanos y no debemos aceptar. Trabajaremos junto con otras naciones para evitar problemas en asuntos de cooperación y operaciones militares, y lo haremos a través de mecanismos tales como acuerdos multilaterales y bilaterales que protejan a los ciudadanos americanos del TIJ». [13]

Se mezclan sin rubor los intereses particulares con los generales para desembocar en las peores tradiciones mesiánicas: la arrogación de un deber de protección que justifica intervenir en todo lugar del mundo y que, cómo no, escapa de cualquier control de legalidad internacional, cuya sola formulación se tiñe de ilegitimidad. Lo que se está pidiendo, en este caso por el gobierno estadounidense, es ni más ni menos que un acto de fe: somos los buenos; actuamos en pos del bien; no se admiten preguntas. Yugoslavia, Irak, Afganistán, Libia, Kósovo, Siria, etc. ilustran bien la idea. En la guerra civil, las potencias democráticas occidentales se alían con una facción que, de la noche a la mañana y sin ningún elemento relevante que lo justifique, pasa a definirse como democrática o como pueblo —resulta curioso comprobar cómo, en las funciones propagandísticas, los argumentos del orden coinciden con los de la dialéctica pueblo–antipueblo que postulan teóricos del populismo de izquierdas como Ernesto Laclau—. No nos engañemos. En este registro, democrático es un eufemismo que vale por “dócil a nuestros intereses”:

«Gracias a sus éxitos tecnológicos, económicos y militares, están convencidas de su superioridad moral y política sobre los demás países del planeta. Deciden pues que su poder militar les otorga el derecho, incluso el deber, de gestionar los asuntos del mundo entero […], de imponer a los países mal considerados los valores que creen superiores y, en la práctica, los Gobiernos que estiman aptos para dirigir la política adecuada». [14]

Si el mesianismo resulta de un desbordamiento de la idea de progreso, otra de las amenazas para la democracia resulta del desbordamiento del individuo, el ultra–liberalismo. Conviene recordar, antes de continuar, que la democracia es inconcebible sin el reconocimiento de un espacio personal indisponible por el Estado, o por emplear las palabras de Benjamin Constant:

«La soberanía sólo existe de manera limitada y relativa. En el punto en el que empieza la independencia de la vida individual acaba la jurisdicción de esa soberanía». [15]

Si es la democracia quien crea al individuo como sujeto de acción política, ¿cómo llega éste a comprometer su origen? En las inmediaciones del período revolucionario la independencia individual estaba fuertemente relacionada con libertades que hoy consideraríamos políticas —libertad de culto, conciencia, expresión, prensa, reunión, asociación, etc.—; es con el andar de los años que esta vindicación del individuo salta de órbita, pasando de la política a la economía a medida que ésta empieza a considerarse como una realidad autónoma que conviene desgajar del continuo moral, social y político de la comunidad tradicional, y que alcanza su formulación teórica más refinada en La riqueza de las naciones, de Adam Smith. La prosperidad pasa a ser un objetivo en sí mismo; la autonomía económica individual, su principal valedor; y la comunidad, un factor que entorpece su plenitud.

El liberalismo económico, así entendido, desemboca en una antropología exótica que presenta a un hombre quimérico, por autosuficiente. Un hombre aislado, básicamente solitario, que dirige su atención primaria a las cosas y con ellas entabla relación; y que sólo de forma residual busca relaciones humanas. La sociedad resultante bien semeja un club de adscripción voluntaria del que uno podría darse de baja cuando quisiese. El hombre es un dios menudo que ha creado su mundo en seis días, y que dedica el séptimo, casi por aburrimiento, a indagar en la sensación de alteridad que le provocan sus congéneres.

Sostener que las relaciones sociales son posteriores al individuo y su simple complemento está en contradicción flagrante con los datos que suministran la antropología, la psicología, la historia y cualquier ciencia que haya hecho del ser humano objeto de estudio principal o accidental. Las consecuencias políticas, en todo caso, son evidentes. Como el elemento nuclear de la sociedad es el individuo, el Estado debe limitar su acción a la salvaguarda de los derechos políticos y la seguridad de los ciudadanos. Su cometido exclusivo es impartir justicia y el mantenimiento del orden interior (policía) y exterior (ejército); en lo demás, debe dejar hacer a los individuos y que sean éstos quienes se organicen—laissez faire, laissez passer—. Todo implica un rechazo radical de las políticas voluntaristas que interfieren en el desenvolvimiento de la competencia.

Si el marxismo fabricaba su paradoja superando el determinismo infraestructural que aprisiona al individuo mediante la acción consciente de la militancia, y a partir de ahí el fatalismo devenía puro voluntarismo colectivo, el ultra–liberalismo desanda el camino para fabricar la suya. Al homo economicus está confiada en exclusiva la tarea de hacer medrar la sociedad; a tal punto que éste termina siendo factótum de un destino colectivo prefigurado: si la sociedad no interfiere en la competencia entre los talentos individuales, se logrará el máximo progreso de la mente humana; lo que no deja de ser una versión de la epifanía hegeliana. Si para San Agustín nada deberíamos esperar de dios, para Constant, todo deberíamos esperarlo de la naturaleza, eso sí, por intercesión de los espíritus emprendedores. Es decir, no se penaliza la voluntad sino que ésta sea colectiva:

«Los liberales que abogan por suspender las intervenciones públicas en el ámbito económico no preconizan la pasividad de los individuos, sino todo lo contrario. Los que persiguen sus objetivos con más empeño son los más dignos de elogio. Sólo el Estado debe someterse a las leyes de la Providencia, o a las leyes inflexibles de la historia […], la diferencia entre neoliberales y socialistas no es que unos sean voluntaristas y otros no, sino que el voluntarismo, que comparten, es ante todo individual en un caso, y colectivo en el otro». [16]

En resumen, tanto en una como en otra visión, el hombre está condicionado por leyes en cuyo conocimiento hay que profundizar: las del determinismo social y las del mercado. Y ambas se asocian a un destino cerrado: la sociedad sin clases y el progreso. Las dos cosmovisiones confían en acelerar su perfección mediante la intervención voluntarista: la colectiva y la individual. Si el marxismo al negar al individuo es incompatible con la democracia por definición, el ultra–liberalismo entra en trayectoria de colisión con ella por su desprecio de la faceta social del hombre; en concreto, de todas aquellas necesidades humanas que no son mensurables económicamente.

En el análisis de su funcionamiento, Todorov hace énfasis en los aspectos negativos que ha traído consigo la globalización de la economía; con especial atención a la confusión entre poder económico y político:

«Gracias a este mercado unificado, un individuo o un grupo de individuos que no gozan de la menor legitimidad política pueden, con un simple clic en el ordenador, transferir su capital a otro lugar o dejarlo en el país, y con ello sumirlo o no en el paro y en la recesión. Pueden provocar problemas sociales o ayudar a rescatarlos. Por lo tanto, son individuos que poseen un enorme poder y que no tienen que rendir cuentas a nadie». [17]

Y éste en un punto espinoso en que discrepo del autor, que parece concebir la democracia dentro de los confines de la socialdemocracia. Ese mercado global al que se imputa todo mal es el resultado de una evolución tecnológica que ha devenido en factor infraestructural. Lamentarse de él es como lamentarse del cambio de estaciones, del número de tetas en la ubre de una vaca, de los hábitos nutricionales de las abejas o de la trayectoria de la Corriente de Humboldt.

Efectivamente esos individuos o grupos de individuos carecen de legitimación política en el sentido filosófico o administrativo del sintagma; pero eso no les priva de toda legitimidad, en concreto, la de velar por sus intereses. Confundir influencia política con repercusión política importa un punto de demagogia. Cuando un inversor retira activos de un país y los traslada a otro y de ello se sigue un perjuicio económico para el primero, hay que tener meridianamente claro cuándo se ha querido extorsionar a un gobierno y cuándo se ha querido preservar la rentabilidad de una inversión. Porque no es lo mismo. Es verdad que los ejecutivos que dirigen hedge funds, fondos buitres y compañías trasnacionales no responden ante la sociedad sobre la que se pueden dejar sentir los efectos de sus decisiones, pero sí responden ante juntas de accionistas preocupadas por su capital.

Las desinversiones son una posibilidad que deben valorar los gobernantes que se animan a políticas fiscales agresivas o a políticas expansivas del gasto público mal respaldadas por el valor añadido de lo que su país produce, porque, por suerte o desgracia, el valor ya no está representado por barras de oro que se pueden trabar en una frontera, ni siquiera por billetes, sino por electrones que circulan por fibras de vidrio y ondas de radio. Y con eso debe contar el gobernante por muy loables que sean sus fines políticos declarados.

Sí estoy de acuerdo con el autor en la amenaza que representan aquellos intereses económicos que sin ambages tutelan la vida política de un país, bien condicionando sus inversiones a la concesión de privilegios —me vienen a la cabeza las condiciones draconianas que imponía el Sr. Sheldon Adelson a la C. A. de Madrid para invertir en Eurovegas, y que incluían expropiaciones de terrenos, subvenciones públicas, blindajes fiscales, inaplicación de la ley antitabaco, reformas laborales ad hoc, avales públicos frente a la quiebra, etc.—, bien financiando bajo cuerda campañas electorales u organizándose como grupos lobby.

Ejemplos como éste sirven para ilustrar una de las consecuencias de la globalización, la tendencia a que el desequilibrio de las posiciones contractuales se agrave. Ya no sólo penaliza al particular respecto de la corporación sino a ésta respecto de la que opera trasnacionalmente. Si el liberalismo descansa sobre el contrato y éste presupone libertad, una posición negociadora de absoluta sumisión convierte al contrato en un expediente formulario para blanquear la tiranía privada. El nuevo reto es encontrar el modo de que la ley —su contenido indisponible por contrato, aquel en el que se plasma de modo más nítido el modelo de civilización al que responde— vuelva a ser eficaz:

«Si este tráfico (el de esclavos) se interrumpió un día no fue por la libertad de la que gozaban los agentes de la trata, sino gracias a la intervención, por motivos morales y políticos, de otros agentes de la vida social, y por último de los propios Estados, por lo tanto de la voluntad general. La prohibición de la trata garantizó la libertad de los esclavos, y la ausencia de leyes que la impidieran garantizaba la de los comerciantes, que eran también mucho más poderosos que los esclavos». [18]

No se insinúa que los desequilibrios contractuales sean equivalentes a la esclavitud, sino que la salvaguarda corresponde a la ley en ambos casos. No obstante, me gustaría apartarme un poco del criterio del autor para aventurarme a una versión menos almibarada de los hechos, que descansa no tanto en la evolución de las ideas cuanto en la mutación de los intereses. Mientras la esclavitud fue indispensable para la productividad de los países que la practicaban, su cuestionamiento nunca dejó de ser un exotismo marginal. Cuando el desarrollo de nuevas técnicas de explotación económica del medio y de ordenación del trabajo convirtió el recurso a la mano de obra esclava en un anacronismo ineficiente, fue cuando ésta se abolió. La historia de EEUU ofrece un buen ejemplo de cómo esta pugna de intereses se traslada a la política y alienta una guerra cruel. Los estados del Norte habían culminado con éxito su revolución industrial; la garantía de productividad del trabajo ya no estaba en la esclavitud sino en la cualificación creciente y en la contratación voluntaria. Por su parte, los estados sureños eran agrícolas, con preponderancia de plantaciones algodoneras, cuya recogida era difícil de mecanizar y dependía de braceros. Esa necesidad de mano de obra no cualificada determinó que la Confederación tuviese una relación de costes y beneficios sobre la esclavitud radicalmente distinta de la Unión. Fue su retraso industrial el que selló su destino; no la inmoralidad de su ideología. Sin embargo, fuera del ejemplo que me parece mejorable, la idea subyacente, tomada de Henri Lacordaire, es impecable: «Entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, entre el amo y el criado, la libertad es lo que oprime, y la ley lo que libera». [19]

En cualquier caso el ultra–liberalismo distorsiona a conveniencia su deuda con la sociedad. Su concepto de libertad y la consideración del contrato como única fuente de derecho, omiten deliberadamente toda referencia al acervo jurídico que depende de la comunidad en su conjunto, sin el cual la libertad y el contrato no serían más que papel mojado o tiranía, dependiendo del grado de fuerza privada que respaldase lo acordado:

«Esta diferenciación (la del vínculo legal que refleja la voluntad colectiva y el contractual que refleja la voluntad particular) consagra el hecho de que determinados valores y normas no proceden de la negociación entre individuos, porque se decidieron anteriormente, antes incluso de que nacieran, y al margen de su voluntad, lo que a su vez nos recuerda que la sociedad no se reduce a la suma de los individuos que la forman, como da a entender la frase a menudo citada de la antigua primera ministra británica, la ultraliberal Margaret Thatcher: “La sociedad no existe” […]. Si el tercer garante desapareciera, volveríamos al reino animal, a lo que erróneamente llamamos la “ley de la selva”, estado en el que sólo cuenta la fuerza. El régimen totalitario es el que más se acerca a él, porque el jefe del Estado no se siente obligado ni por las leyes ni por sus propias promesas, y sólo cuenta su voluntad en cada momento». [20]

Son muy sugerentes los apuntes de Todorov sobre la formación de las ideas en las sociedades capitalistas, en particular, por su relación con la libertad de expresión. Cómo la inviolabilidad de la publicación científica deja paso a unas fronteras artísticas y políticas más difusas, en las que no son admisibles todas las ideas. El terreno tiene de fértil todo lo que tiene de inaccesible. La nota singular de la democracia respecto de otros modelos de organización social es el imperio de la ley sobre la voluntad; es un gobierno de leyes, no de hombres. Ese presupuesto debería llevar indefectiblemente a la abstracción, a la superación de la circunstancia como modo de interdicción de la arbitrariedad; sin embargo, no siempre es posible —recordemos que el modelo es perfectible, no perfecto—. Sobre la naturaleza meta–social a la que parece condenado el arte, nos dice:

«Las democracias liberales contemporáneas consideran que la creación artística exige libertad absoluta, lo que probablemente es una fórmula excesiva, ya que postula una ruptura salvaje entre arte y no arte. O implica una curiosa desvalorización del arte, porque decidimos de entrada que, digan lo que digan, las obras de arte no incidirán en la vida de la sociedad. Paradójicamente, los regímenes totalitarios, que prohibían a algunos pintores y quemaban los libros de algunos escritores, mostraban mucho más respeto por su actividad». [21]

Quizás esa paradoja se explique por la monotonía cultural que induce el totalitarismo. Cuando toda expresión artística es una forma de propaganda o no es, controlar que no haya creación a contrapelo del dictado gubernamental se vuelve obsesión. Si además tenemos en cuenta que los regímenes totalitarios suelen lograr que la miseria moral se acompañe por la miseria material y que, por tanto, no haya muchas actividades en las que disipar el excedente económico del trabajo porque sencillamente el trabajo no genera excedente alguno, no extraña que sea el propio Estado quien asigne los magros recursos de la sociedad y fije prioridades. No creo que éstas vengan determinadas por su respeto por el arte. Si los sistemas totalitarios pudiesen lograr sus objetivos con pastillas de lavado de cerebro e implantes de memoria, difícilmente recurrirían a que el teatro, el cine y la pintura oficialista dejasen sentir sus efectos de gota malaya.

Es mucho más interesante la posición que el arte ocupa en las sociedades libres, sublimada y relegada a un tiempo, porque ¿quién decide que el arte no tenga influencia en la vida social? ¿No será acaso que tal influencia depende de un componente místico que se aviene mal con el comercio? Téngase presente que la obra de arte tiene que optimar su función como mercadería; tiene que aspirar a su máxima cotización mercantil; de ahí el acento que se hace en su autoría, autenticidad, antigüedad, reproducibilidad, etc. Pero por otra parte, tiene que negarla presentándose como obra, como cristalización de renta pura incontaminada por el trabajo; de ahí que el acto creador prescinda de los requerimientos gremiales que lo trababan en el pasado. El artista no depende de canon o esfuerzo alguno; es artista por una suerte de emanación. El dilema se resuelve mediante la erección de una clerecía validadora: el tropel de comisarios, jurados, críticos y demás guardavallas del negociado. Pero el resultado no se puede lograr sin impostura; el público lego, condenado al trágala, se encoge de hombros ante el nuevo arte para no pasar por bruto, y el artista se desconecta del ciudadano y sus intereses. Todo es artificial; la cultura se convierte en un rito endogámico para que las élites de enterados se reconozcan entre sí, y la sociedad pierde una poderosa arma de dotación de sentido estético, intelectual, moral y político. Y no es sólo por culpa de los mercaderes, ¿cuántos farsantes obtienen pingües beneficios en estampa de artista transgresor? ¡Cómo para forzarles a desmontar el chiringuito!

Desde un punto de vista exclusivamente teórico, comparto la nítida separación que hace Todorov entre ultra–liberalismo y populismo. Como hemos visto el primero amenaza a la democracia agigantando al individuo; el segundo, achicándolo frente a la masa. Sin embargo la práctica tiende a usos mucho más promiscuos donde las fronteras ya no parecen tan claras. A partir de una determinada masa crítica las corporaciones son micro estados, grupos de grupos empresariales, con abundantes ramificaciones e intereses. Es difícil que alguna de sus terminales no se dirija al control de los medios de comunicación; lo que hoy en día significa que en el mejor de los casos fabrica opinión, cuando no, que manipula sentimientos:

«Nuestros imperativos de acción se fundamentan en las informaciones que tenemos del mundo, pero esas informaciones, incluso suponiendo que no sean falsas, han sido seleccionadas, clasificadas, agrupadas y conformadas en mensajes verbales o visuales para llevarnos hacia determinada conclusión en lugar de hacia otra». [22]

En estos últimos años hemos sido testigos de cómo el empleo de la información es cualquier cosa menos inocente. Una brecha de seguridad en una empresa privada, Facebook, ha comprometido los datos más íntimos de millones de usuarios, de los que otra empresa privada, Cambridge Analytica, se ha servido —está pendiente de dilucidarse si por precio o por piratería— para aplicarlos a campañas de desinformación mediante la selección de perfiles ideológicos y el bombardeo de noticias falsas. En entredicho queda la limpieza de procesos electorales como las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016 y el referéndum de permanencia en la UE del Reino Unido de 2016; ahí es nada.

Una ciudadanía que encuentra en la emoción el único combustible social se cosifica. La sublimación del sentimiento popular tiene por corolario el descrédito de las garantías democráticas más elementales, que empiezan a percibirse por el mainstream ideológico como un engorro prescindible, cuando su función consiste justamente en ser un engorro imprescindible:

«Los movimientos extremistas identifican en la vida pública del país a un responsable de todos sus males y lo señalan para que el pueblo se vengue […] Las fuerzas de extrema izquierda definen al enemigo culpable en el plano social: los ricos, los capitalistas y los burgueses. Para curar la sociedad es preciso vencer a estos enemigos y hacerles “apoquinar”, si no eliminarlos […] La extrema derecha actual se define por su toma de posición xenófoba y nacionalista: todo es culpa de los extranjeros, de los que son diferentes de nosotros, así que echémoslos. Desde este punto de vista, y pese a algunos préstamos pasajeros tomados del vocabulario marxista, un movimiento como la ETA vasca, básicamente nacionalista, se emparenta políticamente con la extrema derecha». [23]

En el fondo el populismo no es más que un concepto relativamente nuevo para una realidad antigua: la demagogia. Como régimen, ésta carece de naturaleza propia. Es un proteo que depende de las mil y una formas que adopte el demagogo en función de las circunstancias; un artefacto administrativo para canalizar la arbitrariedad. La energía emana de la excitación popular y a ella se llega por la vía de la corrupción: penalizar virtud, principios y ejemplaridad; engatusar con quimeras, envanecer con halagos, comprar voluntades, exacerbar intereses, aplacar con amenazas, dividir la sociedad y, sobre todo, canalizar las frustraciones contra grupos señalados a quienes se va desproveyendo paulatinamente de todo rasgo de humanidad y caracterizando como encarnación de la maldad. El populismo jamás incorpora un verdadero programa de gobierno sino que se agota en un modelo de conquista del poder.

Acierta Todorov cuando señala la deriva xenófoba que invariablemente adopta la demagogia en las sociedades más conservadoras. La sola presencia del extraño galvaniza el miedo a lo desconocido y, en períodos de recesión económica, azuza del fantasma de la depauperación. ¿Qué nexo común permitiría superarlo?:

«Debe considerarse que determinado principio es obligatorio no porque sea de origen cristiano, sino porque forma parte de los principios democráticos, que además tienen más que ver con el pensamiento ilustrado que con determinada tradición religiosa. Sugerir que los que no respetan el cristianismo deben marcharse del país es una extravagancia». [24]

El mundo se ha hecho un lugar pequeño; ninguna época anterior conoció movimientos de personas con la frecuencia e intensidad que se dan hoy por los motivos más dispares, por desgracia y en muchas ocasiones, fatales. Las sociedades democráticas contemporáneas están llamadas a la multiculturalidad. El reto estriba en saber si ésta se verá como oportunidad para el enriquecimiento mutuo o como punto de apoyo para clavar palancas identitarias. No se trata de aceptar un hecho evidente, que en la sociedad hay influencias culturales de lo más variopinto, sino de saber si éstas van a confluir en un cauce común o patrocinar políticas de compartimientos estancos que cohabiten en un espacio físico sin convivir en un espacio moral. En las polémicas sobre el pañuelo y el velo islámico tenemos un botón de muestra:

«Uno de ellos (argumentos) es que el velo integral es un signo de alienación, y que las mujeres que lo llevan se liberarían si se lo quitaran […]: ¿cómo vamos a favorecer la libertad individual sancionando algo que es producto de la libre elección de un individuo? Sin duda podemos lamentar que existan estas prácticas, pero cuando luchamos contra ellas por la fuerza, no ampliamos la libertad de quienes las eligen, sino que la disminuimos, a menos que consideremos que algunas personas no merecen gestionar su vida por sí mismas, que son como menores de edad, enfermos mentales o prisioneros privados de sus derechos, que deben someterse a las decisiones de los demás». [25]

Nuevamente nos hallamos ante un asunto peliagudo sobre el que no es fácil un fallo concluyente. Me expongo a declarar el mío. Creo sinceramente que, salvo en sociedades donde la xenofobia haya superado un determinado umbral —y no me parece que el presupuesto se cumpla en la Europa democrática a día de hoy—, tales prohibiciones no tienen por objeto dificultar la integración de las minorías religiosas ni hacerles su vida cotidiana más antipática. Si se llega a ellas es porque hay serias dudas de que se cumpla la premisa mayor, a saber, que sean fruto de decisiones libres. Dondequiera que hay libertad, la experiencia demuestra que surge la pluralidad de opinión y conducta. Cuando toda una comunidad se conduce de la misma manera, no es aventurado colegir que se están imponiendo mecanismos de coacción que sin alcanzar eficacia general respecto de la sociedad en su conjunto, sí son tangibles dentro de las minorías en cuestión; hipótesis que nos devuelve a la sentencia de Henri Lacordaire: «Entre el fuerte y el débil, entre el rico y el pobre, entre el amo y el criado, la libertad es lo que oprime, y la ley lo que libera». Entenderlo de otra manera es propiciar que la única libertad que se plasme en hechos sea la del imán, marido, hermano o novio, que pueden imponer su voluntad a la mujer sin preguntarle por su parecer. No discuto que haya mujeres musulmanas que tomen esa decisión libremente. El confort que genera una exhibición de arraigo cultural puede ser un estímulo poderoso; pero tampoco debe desdeñarse el gusto que experimenta el individuo al disolverse en el anonimato. Llama la atención, en todo caso, que cualquier asomo de duda se resuelva por sistema en la misma dirección.

Soy consciente de que hay movimientos feministas que denuncian la falta de libertad de las mujeres occidentales para regir su propio cuerpo y destino, y el dictado férreo de las modas y los cánones de belleza. No voy a hacer tesis sobre los efectos psicológicos que estas formas de control social provocan en las mujeres; pero basta con darse un paseo por la calle para desacreditar la idea de que se traduzcan en una imposición insalvable. Comparar lo uno con lo otro es saltar sobre los hechos para salvaguardar los prejuicios ideológicos. El día que todas las mujeres occidentales quepan en la misma talla, se ericen sobre los mismos tacones, se tiñan con los mismos tintes, se implanten las mismas siliconas, etc., será el momento de tales símiles.

Desde mi punto de vista, acierta Todorov cuando señala como causa de la xenofobia la crisis de identidad colectiva a que conducen las revoluciones posindustriales. El extranjero introduce un elemento vívido de dialéctica personal que permite, por reacción, agavillar un sentimiento local que en condiciones naturales —es decir, posindustriales— se mantendría disperso. El populismo actúa sobre este sustrato emocional fértil para llevar a la sociedad a una deducción viciada, a un tránsito perverso de lo abstracto a lo particular:

«¿La verdadera razón de su inquietud es la mayor presencia de extranjeros? Cabe pensar que reside más bien en la acción conjunta de dos procesos de gran envergadura: el ascenso imparable del individualismo y la aceleración de la globalización […]. Pero el individualismo y la globalización son abstracciones intangibles, mientras que los “extranjeros” están entre nosotros y es fácil identificarlos, porque a menudo tienen la piel oscura y sus costumbres son extrañas». [26]

Como primera providencia que deben adoptar las sociedades democráticas para preservar su carácter estaría desconfiar de las simplezas. Los problemas sociales son complejos por definición, y la complejidad es refractaria a los ensalmos. Unas reglas mínimas para gestionar la diversidad imponen el respeto escrupuloso de las instituciones y de todas aquellas costumbres foráneas que no contravengan de forma clara la ley. Por otra parte, una sociedad sin un vehículo de comunicación efectivo entre sus integrantes es una obra artificial, un cachivache cuyo movimiento dependerá de la cantidad de cuerda que se le dé, y eso no suele ser duradero. Es imprescindible garantizar que todas las personas hablen la lengua del país de acogida: ha de ser una obligación para los inmigrantes y garantizar su aprendizaje gratuito un deber público.

Me gustaría rematar esta entrada con un párrafo del libro referido, que resume muy bien cuáles son los peligros que se ciernen sobre la democracia y sus causas, los retos a que se enfrenta y las consecuencias que acarrearían las malas decisiones. Lo suscribo de punta a cabo, con la humildad de quien reconoce el magisterio de quien sabe bien de lo que habla. No en vano Todorov nació en Bulgaria; creció y pasó su primera madurez bajo el yugo de una tiranía totalitaria; y no ha dedicado energías en blanquear la prosapia de aquéllas que se allegan más a sus postulados: todas son una negación del hombre. Puedo disentir de bastantes de sus opiniones; pero reconozco en su mirada una rara simbiosis: la del intelectual riguroso con la del hombre compasivo:

«Los actuales cambios de la democracia no son efecto ni de un complot ni de una intención malvada, y por eso son difíciles de frenar. Son consecuencia de la evolución de la mentalidad, que a su vez tiene que ver con una serie de cambios múltiples, anónimos y subterráneos, que van desde la tecnología a la demografía, pasando por la geopolítica. El ascenso del individuo, la adquisición de autonomía por parte de la economía y el mercantilismo de la sociedad no pueden derogarse mediante un decreto de la Asamblea nacional ni volviendo a tomar la Bastilla. La experiencia de los regímenes totalitarios está ahí para recordarnos que si pasamos por alto estas grandes líneas de fuerza históricas, nos encaminamos inevitablemente hacia la catástrofe». [27]
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[11] Aunque ha habido guerras cruentas en Europa durante este período de tiempo, éstas se han localizado en países periféricos geográfica y políticamente. Las guerras de los Balcanes sirven de ejemplo tanto para el intervencionismo militar–democrático de línea más clásica, como para ilustrar los manejos geoestratégicos de las grandes potencias. La RFA, en atención a sus intereses económicos, reconoció inmediatamente la independencia de Eslovenia y Croacia, y apoyó militarmente a ésta. Su desprecio por las consecuencias fue absoluto; al punto de que el entonces secretario de Estado del gobierno estadounidense, Warren Christopher, llegase a hablar de la “particular responsabilidad” de Alemania. Esa misma irresponsabilidad alemana se ha repetido en Ucrania, apoyando, contra un gobierno democráticamente elegido, a una oposición que ya había cruzado el límite que marca el respeto a la ley. ¿Y cuál fue el crimen contra los derechos humanos del presidente Víctor Yanukóvich? Pues rechazar el tratado de asociación con la UE; es decir, una opción política tan legítima como su contraria, y perfectamente reversible en un régimen democrático, que en atención a su juventud necesitaba apoyo, no intrigas. Ucrania vive ahora una guerra civil en el Donbáss, que dejará tras de sí miles de muertos, dos comunidades irreconciliables y, muy probablemente, otro Estado fallido.
[12] Todorov, Tzvetan. Los enemigos íntimos de la democracia (Trad. Noemí Sobregués), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2012, pg. 53.
[13] Los interesados disponen de una versión completa del documento en www.espacio.uned.es.
[14] Todorov, Tzvetan. Op. Cit., pg. 73.
[15] Ibidem, pg. 84.
[16] Ibidem, pg. 89.
[17] Ibidem, pg. 97.
[18] Ibidem, pg. 100.
[19] Ibidem, pg. 103.
[20] Ibidem, pg. 115.
[21] Ibidem, pg. 132.
[22] Ibidem, pg. 135.
[23] Ibidem, pg. 152.
[24] Ibidem, pg. 159.
[25] Ibidem, pg. 162.
[26] Ibidem, pg. 168.
[27] Ibidem, pg. 189.

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