domingo, 24 de septiembre de 2017

VI. CANTAR DE MIO CID (II)


ENLACE A LA PRIMERA PARTE

Cuando el Cid habla de caloñadores y mestureros, [1] y sobre ellos vuelca la culpa de su caída en desgracia y de la ira regia —¡Esto me an vuelto míos enemigos malos!—, queda meridianamente claro que se está refiriendo a personas influyentes en la corte; el censo no puede ser más limitado: autoridades eminentes de la Iglesia o miembros de la alta nobleza. Sin embargo, el Cantar carece de referencia a figuras eclesiales de tronío; se agota en un escalafón eclesiástico bastante inferior al que podría tener privanza con el rey y entregarse a conjuras palaciegas. Ni el abad don Sancho, mayor del monasterio de San Pedro de Cardeña, ni mucho menos el obispo trabucaire don Jerónimo, del que se encarece su apego a las espadas más que a los cirios pascuales, se ajustan al perfil del burócrata venal interesado en arruinar el honor de nadie. A diferencia del tratamiento amable que reciben estos personajes religiosos, desde un primer momento se concita la animosidad del público contra los nobles más linajudos, en un frenético proceso in crescendo que culminará con los infantes de Carrión ultrajando a sus esposas en el robledo de Corpes. Si el personaje del Cid y los hombres de su mesnada quintaesencian virtudes, el Cantar no escatima notas denigratorias para caracterizar a la vieja nobleza, en lo que parece un interés decidido por trasladar la imagen de una enfermedad moral colectiva.

En el mejor de los casos los personajes de mayor alcurnia son fanfarrones y arrogantes; así, cuando llega a oídos del conde de Barcelona, don Remont, que el Cid hostiga las comarcas aragonesas que le rinden parias y parte en su defensa, éste desdeña la pericia y valentía de las huestes cidianas, presentándose en el pinar de Tévar con impedimenta y pertrechos de paseo, del todo inadecuados para campaña. La osadía es inmediatamente detectada por sus enemigos, que aprovechan para plantar batalla en el terreno más escarpado que les ofrece ventaja:

«Ellos vienen cuesta yuso e todos traen calças, / e las siellas coceras e las cinchas amojadas; / nos cavalgaremos siellas gallegas e huesas sobre calças, / ciento cavalleros devemos vencer a aquellas mesnadas. / Antes que ellos lleguen al llano presentémosles las lanças: / por uno que firgades tres siellas irán vazías.»

Cuando su ejército es derrotado y él capturado, sorprende su incapacidad para atar los cabos que unen las causas con las consecuencias; el conde prefiere aferrarse a una aparente subversión del orden natural de las cosas que dicta la derrota del inferior linaje; de ahí que opte por ayunar, por mortificar el cuerpo para expiar la falta moral responsable de su desdicha:

«—Non combré un bocado por cuanto ha en toda España, / antes perderé el cuerpo e dexaré el alma, / pues que tales malcalçados me vencieron de batalla»

Aunque en correspondencia con la caracterización un tanto bufonesca del personaje, en cuanto el Cid le comunica su intención de liberarlo renunciando al rescate que podría obtener por él y le anima a poner fin a su ayuno, el conde come copiosamente. Se hace explícita su incapacidad para mantenerse fiel a sus votos y para aguantar el menor padecimiento, es decir, evidencia su debilidad moral y física. Y no sólo eso, el Cantar quiere dejar patente la superioridad moral del Cid emitiendo un juicio concluyente sobre la validez de la palabra dada. Así cuando el conde don Remont por fin es liberado, no deja de mirar hacia atrás, temeroso de que su captor cambie de parecer y vuelva a prenderlo; que es tanto como decir que el conde no aprecia en mucho sus promesas, y por eso juzga de igual modo las promesas de los demás, frente al Cid, para quien su palabra es ley inquebrantable:

«Aguijava el conde e pensava de andar, / tornando va la cabeça e catándos’ atrás, / miedo iva aviendo que mio Cid se repintrá, / lo que non ferié el caboso por cuanto en el mundo ha, / una deslealtança, ca non la fizo alguandre.»

Si el tratamiento del conde don Remont es más o menos humorístico, el que recibe la vieja nobleza castellana representada por la casa de Carrión es acerbo. Ya desde sus primeras apariciones son personajes cuya acción desmiente su linaje. Lejos de alegrarse del éxito de las campañas cidianas en la medida en que éstas acrecientan la influencia y riqueza de su señor, las hacen de menos; así en la segunda embajada de Minaya, tras derrotar a las huestes sevillanas que atacan Valencia, el conde don García declara su desdén, al punto de ganarse la reconvención del rey por sus palabras:

«Maguer plogo al rey mucho pesó a Garci Ordóñez: / —¡Semeja que en tierra de moros non á bivo omne / cuando assí faze a su guisa el Cid Campeador!— / Dixo el rey al conde: —¡Dexad essa razón, / que en todas guisas mijor me sirve que vós!»

Y en la tercera embajada de Minaya ante el rey don Alfonso, cuando destrozan el cerco del rey Yúcef de Marruecos, el conde don García deja patente que la envidia emponzoña sus entrañas. Lo destacable es que las gestas de quien él percibe como antagonista no son un acicate para espolear sus ambiciones guerreras y llevarle a riesgos en campaña que acrecienten su buen nombre en la corte. No; son espoleta para activar un cálculo inverso que tiene de pedestre desde el punto de vista intelectual —cuanto más crezca la fama del Cid, más decrecerá la suya y la de su casa— todo lo que tiene de estéril desde el punto de vista de la acción práctica:

«pesó al conde don García e mal era irado, / con diez de sos parientes aparte daban salto; / —¡Maravilla es del Cid, que su ondra crece tanto! […] por esto que él faze nós avremos enbargo.»

En relación directa con la envidia está la codicia. Al tratar los aspectos económicos del Cantar, se abundará en el agotamiento de la infraestructura feudal que explica la decadencia de esta alta nobleza, y la fascinación que muestran estos personajes por las riquezas que exhiben los hombres del Cid. Estos tesoros que provocan la envidia del conde don García, son los que despiertan el interés de los infantes de Carrión, que ven en las hijas del Cid ocasión propicia para acrecer fortuna. Los diálogos que mantienen no sólo desvelan su naturaleza interesada —cosa que puede no ser muy elegante, pero que tampoco es moralmente reprobable, y mucho menos según los valores medievales— sino su mezquindad. Y es que les atrae el dinero, pero les asquea el linaje que lo porta:

«—Mucho crecen las nuevas de mio Cid el Campeador, / bien casariemos con sus fijas pora huebos de pro. / Non la osariemos acometer nós esta razón, / mio Cid es de Bivar e nós de los condes de Carrión.»

De los infantes parte la idea de casarse con las hijas del Cid. En el parlamento que dirigen al rey don Alfonso para que solicite al Campeador la mano de éstas, atemperan la crudeza de sus intenciones; pero haciendo énfasis en la naturaleza morganática del enlace, es decir, que los flujos de renta y honor serán unidireccionales, de ellas a ellos y de ellos a ellas, respectivamente:

«—Las nuevas del Cid mucho van adelant, / demandemos sus fijas pora con ellas casar, / creçeremos en nuestra ondra e iremos adelant.— […] Con vuestro consejo lo queremos fer nós, / que nos demandedes fijas del Campeador; / casar queremos con ellas a su ondra e a nuestra pro.»

En Valencia descubrirán que la vida de frontera no es la holganza y molicie que se imaginaban, sino la exposición a duros combates con la morería. El peligro, por una parte —su cobardía—, y los morrales llenos con la dote y parte del botín de Búcar, por otro —su recién ganada independencia económica—, serán motivo más que sobrado para que soliciten del Cid permiso para retirarse a su feudo de Carrión, que es mucho más seguro:

«Vayamos pora Carrión, aquí mucho detardamos. / Los averes que tenemos grandes son e sobejanos, / mientra que visquiéremos despender no los podremos.»

Y éste es el momento en que su codicia se hace más palmaria; pues no les basta con el dinero que atesoran, que a tenor de sus palabras podría abrirles las puertas de matrimonios principescos a la altura de sus ambiciones sociales, y garantizar su fortuna sin ver ocasión para gastarlo en toda su vida:

«D’aquestos averes sienpre seremos ricos omnes / podremos casar con fijas de reyes o de enperadores, […] Verán vuestras fijas lo que avemos nós, / los fijos que oviéremos en qué avrán partición.»

Es que elevan el nivel de la afrenta que ya llevan en mente —escarnecer a sus mujeres y abandonarlas a su suerte—, cuando contemplan la riqueza del moro Avengalvón que protege su comitiva camino de Carrión por orden del Cid. Los infantes se encelan de sus bienes al punto de planear su asesinato y robo, en la idea de que la distancia que separa Valencia de su feudo castellano es lo suficientemente grande como para garantizar la impunidad. Como se ve, la caracterización de los personajes no puede ser más envilecedora:

«—Ya pues que a dexar avemos fijas del Campeador, / si pudiéssemos matar el moro Avengalvón, / cuanta riquiza tiene averla iemos nós / tan en salvo lo abremos commo lo de Carrión, / nuncua avrié derecho de nós el Cid Campeador.»

Haciendo buena la máxima de que el dinero cobrado sin esfuerzo se despilfarra, los infantes dan muestra cumplida de su prodigalidad. No es que el Cantar los retrate abandonados a los placeres saltando de bacanal en bacanal; es más sutil pero no por ello menos contundente. Recordemos que marchan de Valencia con riquezas que consideran de cuantía bastante para no poder gastarlas en su vida, para ganarse matrimonios con hijas de reyes y para que los fijos que oviéremos en qué avrán partición, es decir, dejar herencia a sus hijos. Sin embargo, en el escaso margen que va de la afrenta de Corpes a las cortes judiciales en que el rey los condena a la devolución de las espadas del Cid y de la dote de tres mil marcos en oro y plata, afirman que «—Averes monedados non tenemos nós.—»; razón por la que se ordena traba de sus bienes para hacer frente al pago: «páguenle en apreciadura e préndalo el Campeador.» Aceptemos que las comunicaciones medievales distaban mucho de las presentes; supongamos que la burocracia forense alcanzase niveles de morosidad superiores a los actuales; y descontemos que el autor del Cantar hubiese optado por comprimir deliberadamente el tiempo narrativo para dar sensación de celeridad. Aun así, el manejo de los dineros que hacen los infantes añade otra pincelada de derroche más en un cuadro general de disipación.

Como cabe esperar de personajes de estas características también se adornan por la cobardía. Apenas llegados a Valencia queda claro que los infantes son medrosos y distan mucho de ajustarse a los cánones feudales. Cuando el Cid sestea en su escaño y se escapa un león, los infantes huyen despavoridos a esconderse en donde pueden, por indecoroso que sea el lugar, mientras los hombres del Cid hacen frente a la fiera. Cuando el Cid los llama después de aplacar al león, sus yernos regresan manchados y lívidos, dando pie a chanzas entre los hombres del Campeador:

«Ferrán Gonçález non vio allí dó s’alçasse, nin cámara abierta nin torre, / metiós so l’escaño, tanto ovo el pavor; / Diego Gonçález por la puerta salió /diziendo de la boca: —¡Non veré Carrión!— / Tras una viga lagar metiós’ con grant pavor, / el manto e el brial todo sucio lo sacó».

Que es exactamente la misma reacción que tienen cuando llegan las huestes del rey Búcar a sitiar la ciudad. Mientras que la mesnada del Cid se alegra con el suceso porque para ellos representa la posibilidad de cobrarse botín, los infantes tiemblan y reniegan de su traslado a una frontera tan peligrosa:

«Alegrávas’ el Cid e todos sus varones, / que les crece la ganancia […] mas, sabed, de cuer les pesa a los ifantes de Carrión, […] Amos hermanos apart salidos son: / —Catamos la ganancia e la pérdida no.»

La afrenta del robledal del Corpes no está propiciada sólo por la naturaleza débil de las víctimas, unas mujeres indefensas con las que es fácil ensañarse, sino por la perspectiva de impunidad. Ultrajan a sus mujeres pese a que éstas les llaman a respetar sus fueros so pena de reclamación judicial en vistas o en cortes. Como las distancias entre los feudos son enormes y la mecánica judicial les parece propicia dada su influencia en la corte, no consideran que la amenaza tenga suficiente entidad como para hacerlos desistir de sus propósitos criminales. Será cuando se fije fecha para las lides judiciales el momento en que se arrepientan de sus actos y tiemblen de pavor:

«Ya se van repintiendo ifantes de Carrión, / de lo que avién fecho mucho repisos son, / no lo querrién aver fecho por cuanto ha en Carrión.»

Las sociedades pacíficas no brindan muchas ocasiones para la exhibición de gallardía; ésta no suele apreciarse como virtud y es relativamente fácil que la cobardía se viva con tranquilidad o pase inadvertida del todo; no es así en las sociedades belicosas. Los infantes son cobardes, rápidamente descubiertos, juzgados como tales y escarnecidos por las burlas. Ya quedó dicho que el Cid mandó prohibir entre sus hombres tal juego como iva por la cort, es decir, las chanzas que a costa de sus yernos circulaban por la corte como consecuencia del episodio con el león; algo parecido ocurre después de luchar contra los moros. Minaya Álvar Fáñez encarece su valor en combate, y el Cid se muestra muy satisfecho por oír tales halagos; sin embargo, el resto de sus hombres repasa la batalla sin hallar rastro de los infantes y se ríe por lo bajini:

«e vuestros yernos aquí son ensayados, / fartos de lidiar con moros en el campo.— / Dixo mio Cid: —Yo d’esto só pagado, / cuando agora son buenos adelant serán preciados.— / Por bien lo dixo el Cid, mas ellos lo tovieron a mal. […] Vassallos de mio Cid seyénse sonrisando / quién lidiara mejor o quién fuera en alcanço, / mas non fallavan ý a Diego ni a Fernando. / Por aquestos juegos que ivan levantando / e las noches e los días tan mal los escarmentando».

El sentido cabal de estos versos apunta en la dirección de que el lugarteniente miente a su señor. Por una parte, para aplacar el orgullo herido de los infantes; por otra, para reconfortar al Cid, que se preocupa porque el buen nombre de sus yernos está en entredicho. Esta interpretación se confirma en las cortes judiciales, cuando Pero Vermúez se encara con uno de los infantes y pormenoriza los detalles de aquella batalla:

«¡Mientes, Ferrando, de cuanto dicho has: / por el Campeador mucho valiestes más! […] vist un moro, fústel’ ensayar, / antes fuxiste que a él te allegasses. / Si yo non uviás, el moro te jugara mal».

Pese a que la mentira de Álvar Fáñez es piadosa, su resultado es baldío, pues donde él ve ocasión para el desagravio, los infantes ven recordatorio perenne de su cobardía, y al ser destinatarios de unos elogios que saben inmerecidos, los interpretan, en mala parte, como regodeo ofensivo. Y todo ello sirve para apuntar otra nota negativa de carácter: el resentimiento. Los infantes, como buenos rencorosos, guardan un estadillo pormenorizado de afrentas que vengar y esperan pacientemente su desquite. El episodio del león y los elogios tomados a mal quedan grabados en su mente de modo indeleble, y las cuentas se saldarán sobre los cuerpos de sus esposas. Bien se encarga el autor de que no queden dudas sobre la naturaleza premeditada y alevosa de la agresión: se pergeña en Valencia antes de marchar, y en previsión de que no haya reparos a su desafuero, hacen marchar por delante a la comitiva para poder despacharse a solas con las hijas del Cid:

«aquí seredes escarnidas, en estos fieros montes, / oy nos partiremos e dexadas seredes de nós, […] nós vengaremos por aquésta la del león.— […] Cansados son de ferir ellos amos a dos, / ensayándos’ amos cuál dará mejores colpes. […] —De nuestros casamientos agora somos vengados, / non las deviemos tomar por barraganas si non fuéssemos rogados, / pues nuestras parejas non eran pora en braços.»

Véase cómo se hace énfasis en el ensañamiento —ensayándos’ amos cuál dará mejores colpes—, para buscar el paralelismo con las escenas de ardor guerrero que protagonizan el Cid y los suyos; obviamente, la similitud es puramente formal, y opera en el rango degenerado de producirse contra mujeres desvalidas en lugar de contra moros bien armados; la intención es clara: acentuar la villanía de los infantes. Obsérvese además cómo hay una progresión falaz en la justificación de sus actos, donde la venganza pasa de ser el resultado de verse embromados —por muy desproporcionada que fuese tal reacción— a ser el resultado de verse casados, ¡como si ellos no hubiesen tenido nada que ver en ello! Está claro que es el nivel de mendacidad propio de quien está acostumbrado a salirse con la suya y acomodar la realidad a capricho construyendo un relato legitimador de sus acciones. Lo que fue una acción interesada para mejorar fortuna se convierte por birlibirloque en un enlace gravoso que, al parecer, se les impuso del ronzal. No obstante, lo más sorprendente es la soltura con que el infante Ferrán González miente en juicio insinuando que se les obligó a aceptar un matrimonio morganático que los humillaba, a sabiendas de que el rey, que preside las vistas, conoce bien cómo se fraguó el matrimonio y de quién partió la iniciativa de celebrarlo:

«De natura somos de condes de Carrión, / deviemos casar con fijas de reyes o de enperadores, / ca non pertenecién fijas de ifançones; / porque las dexamos derecho fiziemos nós».

Para rematar el cuadro general de denigración de la alta nobleza, el Cantar se adoba con un personaje fanfarrón y desaforado, el hermano mayor de los infantes, que se presenta desaliñado y ebrio ante el rey, empeñando su palabra con argumentos absolutamente descompuestos que poco tienen que ver con la defensa de sus hermanos; su única intención es la de degradar al Cid:

«Asur Gonçález entrava por el palacio, / manto armiño e un brial rastrando, / vermejo viene, ca era almorzado, / en lo que fabló avié poco recabdo».

Queda patente con este resumen que la actitud narrativa dista de mucho de la neutralidad; se toma partido claro con una presentación halagadora de la baja nobleza en detrimento de la alta, que es caricaturizada y sobajada. Las únicas virtudes que se les reconocen son de naturaleza exclusivamente formal. Cuando llegan a Valencia, los infantes destacan entre el séquito del Cid y dejan a todo el mundo encantado con su buen porte —cavalgan los infantes adelant, adeliñavan al palacio / con buenas vestiduras e fuertemientre adobados, / de pie e a sabor, ¡Dios, qué quedos entraron!—. Y también cuando toman la palabra en las cortes judiciales, son retratados con desenvolvimiento y capacidad para la oratoria hueca; disipan un montón de energías con alegaciones para enervar las demandas del Cid, y se contentan con devolver las espadas que su suegro les había regalado al marchar de Valencia, en la creencia de que eso y sólo eso es lo que se les pide. Son el retrato de la prestancia y comodidad de quien frecuenta ambientes encopetados; frente a ellos, están los hombres del Cid que toman la palabra, se trabucan y exponen sus argumentos de forma abrupta:

«Pero Vermúez conpeçó de fablar, / detienes’le la lengua, non puede delibrar, / mas cuando enpieça, sabed, no l’ da vagar: […] ¡Mientes, Ferrando, de cuanto dicho has: / por el Campeador mucho valiestes más! […] vist un moro, fústel’ ensayar, / antes fuxiste que a él te allegasses. / Si yo non uviás, el moro te jugara mal».

Pero no nos engañemos, esa soltura palaciega, que no es más que el reflejo de las abrumadoras diferencias de formación entre unos y otros, está puesta al servicio de destacar su oquedad de valores materiales, como ocurría con el ensayo de lances sobre los cuerpos de sus esposas. El Cid y los suyos representan el canon de la caballería feudal; y la nobleza de abolengo, un ramal decadente, en tránsito hacia la aristocracia administrativa que surgirá con el Estado moderno. La ironía histórica consiste en que será ese cuerpo de pisaverdes venales quien señoreará el aparato del Estado durante los próximos siglos, a medida que el feudo tradicional se diluya por acción de los príncipes renacentistas y la milicia se concentre en sus manos.

(CONTINUARÁ…)
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[1] Citas, de Cantar de Mío Cid (Ed. Alberto Montaner), Barcelona, Galaxia Gutenberg SL., 2011.
Las transcripciones no son respetuosas con la tipografía original. Una barra (/) representa un salto de verso.

domingo, 17 de septiembre de 2017

XLV. VIENTO DE CEDRO

SONETO XIV

El corazón se rinde a la sequía
en un pantano roto y agostado,
cuyo lecho de venas cuarteado
pule el soplo de la melancolía.

Polvo y humo, fragor nunca olvidado;
rastrojo que ventea noche y día;
segundos que son horas de agonía
con el alma clavada en su pecado.

Devota religión de cenagal
que debe rendir lágrimas y albricias
a un coloso que tiene pies de barro;

a una liturgia de cuña y desgarro,
a un altar consagrado con mi sal
que antaño desbrozaban tus caricias.

domingo, 10 de septiembre de 2017

IX. ¿QUÉ HA SIDO DE LAS POLÍTICAS LABORALES DE IGUALDAD?

[1]

REFLEXIONES AL HILO DEL DÉCIMO ANIVERSARIO DE LA LEY ORGÁNICA PARA LA IGUALDAD EFECTIVA ENTRE MUJERES Y HOMBRES.

El pasado jueves día 7 de septiembre, víspera del Día de Asturias en que conmemoramos la festividad de nuestra patrona, la Virgen de Covadonga, tuve el honor y el placer de volver a intervenir en las actividades de la Escuela internacional de verano Manuel Fernández “Lito” de la UGT, que en esta nueva edición adoptó como lema Más allá de la Ley de igualdad, y en la que un plantel de profesionales de gran prestigio en sus respectivos ámbitos se ocuparon de reflexionar en voz alta y debatir sobre la repercusión que en sus diez años de vida ha tenido en la realidad la LO 3/2007, para la igualdad efectiva entre mujeres y hombres (LOPI). Lo del prestigio, como es natural, no lo digo por mí, pero se puede comprobar que así fue en efecto con sólo darle un vistazo al programa. [2]

A lo largo de las distintas sesiones se tuvo la oportunidad de analizar los diversos avatares de la gestación, adopción y aplicación de la LOPI. Lo ambicioso de su diseño original y los delicados equilibrios en el proceso de negociación hasta su aprobación y promulgación —que explican, cómo no, algunas de las debilidades, concesiones y limitaciones de la norma—; pero, sobre todo, las dificultades para su desarrollo ulterior, aplicación efectiva y puesta en práctica, y, en definitiva, lo mucho que aún queda por hacer para la consecución del objetivo de la plena equiparación en todos los ámbitos entre mujeres y hombres. También se apuntaron, en fin, algunas de las razones por las que sigue siendo tan dificultoso conseguir que todas las personas tengamos las mismas posibilidades de desarrollarnos como tales con plena libertad, tal y como proclama nuestra Constitución en su art.10.1 al definir los fundamentos del orden político y de la paz social.

Por lo que me concierne, tuve la magnífica ocasión de compartir mesa con otras dos colegas de la Universidad de Oviedo, la filóloga Esther Álvarez López, que se ocupó de trasladar al auditorio la historia de los estudios de género en la Universidad española y en la de Oviedo; e Isabel Viña Olay, ingeniera de minas y profesora de Mecánica de Medios Continuos y Teoría de Estructuras, que con una exposición cargada de humor compartió con todos los asistentes su audaz y apasionante experiencia personal como pionera en la incorporación de una mujer a unos estudios acaparados por hombres. Como no podía ser de otro modo, yo me ocupé de lo mío, que no es otra cosa que la igualdad entre mujeres y hombres en el ámbito laboral.

Como hemos hecho todos los laboralistas sin excepción, y sin considerarme yo una especialista neta en estudios de género, he dedicado buena parte de mis más de treinta años de vida académica a tratar los desafíos de la incorporación de las mujeres al mundo de trabajo. Y, como es lógico, también le presté en su momento particular atención al contenido laboral de la LOPI, y a su repercusión en el tratamiento de algunas instituciones significativas en este orden. En especial, al nuevo papel asignado a la negociación colectiva y al contenido y tratamiento de la igualdad en los convenios colectivos; y, desde luego, a los derechos de conciliación de la vida laboral y familiar. Sin perder de vista los efectos que sobre la situación de las mujeres tienen figuras como el contrato a tiempo parcial, o aspectos de la ordenación de la relación laboral como los que atañen al tiempo de trabajo, o al despido. Más recientemente, en un estudio en el que he tratado de establecer alguna conexión entre algunas de las nuevas reglas de ordenación del trabajo asalariado con la denominada pobreza laboriosa, y que se incluye en una obra colectiva que lleva por título Crisis de empleo, integración y vulnerabilidad social (dir. J. MORENO GENÉ y L.A. FERNÁNDEZ VILLAZÓN, Thomson Reuters Aranzadi, Navarra, 2017), he podido constatar cómo fenómenos como el que he calificado como descentralización salvaje, o en general la degradación de las condiciones de trabajo, afectan de manera especialmente insidiosa a las mujeres, como prueba de modo palpable el caso de las kellys, al que ya he me he referido en este blog. [3]

Así que, no ha sido demasiado difícil hacer un breve y somero balance de lo que en mi opinión supuso la LOPI y de lo que ha quedado en el camino y aún está por lograr. Comenzando por las primeras reacciones y valoraciones a que dio lugar la promulgación misma de la LO 3/2007, que no estuvo exenta de polémica y de crítica. En efecto, muchos comentaristas tildaron a la norma de legislación simbólica cuando no de pura propaganda, atribuyéndole un escaso valor normativo directo, una notable complejidad técnica y, en fin, una muy improbable ejecución práctica. Es cierto que la norma era un poco extraña, y su contenido eminentemente programático e incluso en cierto modo voluntarista, con clara sobreabundancia de declaraciones y postulados dirigidos sobre todo a los poderes públicos —aunque también a los particulares— enunciando propósitos, objetivos y orientaciones. Dicho de otro modo, era una ley eminentemente finalista, que nacía con necesidad de mucha voluntad y acción política posterior para su verdadera puesta en funcionamiento, así como del compromiso de muchos otros actores, particularmente de los encargados de la aplicación de sus desarrollos normativos concretos; en el caso de los derechos laborales, de empresarios, organizaciones patronales y sindicales, y jueces del orden social. Lo cual introducía un evidente factor de incertidumbre y zozobra en cuanto al cabal cumplimiento de los designios del legislador.

Visto con la perspectiva de estos diez años, no tengo más remedio que decir que algunos de esos cauces —efectiva acción política, correcto cumplimiento por los destinatarios, y adecuada interpretación y aplicación— no han llegado a desplegar sus efectos, o no lo han hecho por completo, como enseguida se ilustrará con algún caso real. Basta comprobar lo acontecido con el permiso de paternidad para darse cuenta de que lo que la ley bienintencionadamente se proponía —en el caso, fomentar y hacer real el principio de corresponsabilidad, y equiparar el derecho/deber de los padres con el de las madres a interrumpir su actividad laboral con fines de cuidado y atención de los hijos— transcurrida una década dista mucho de haberse convertido en un logro real y efectivo.

Se dudó igualmente del carácter novedoso y de la necesidad y oportunidad de adopción de la LOPI. Es cierto que algunas normas del tardofranquismo (la Ley de Derechos Políticos, Profesionales y de Trabajo de la Mujer es de 22 de julio de 1961) y de la transición habían suavizado los postulados y desarrollos del Fuero del Trabajo 1938 y muchas otras normas adoptadas en la fase más autoritaria de la dictadura caracterizadas por situar a la mujer en una posición jurídica de subordinación respecto del varón y por un decidido propósito de relegar a las féminas al ámbito doméstico, fuera del mundo laboral y profesional, y de la esfera pública. Pero la Ley de Relaciones Laborales de 1976, sin ir más lejos, al mismo tiempo que proclamaba la igualdad, también la retributiva, siguió permitiendo que el Gobierno excluyera a las mujeres de ciertos trabajos y profesiones. De modo que, aunque formalmente esa situación había ido siendo progresivamente corregida y quedado definitivamente superada con la promulgación de la Constitución de 1978, las inercias de décadas de dificultades y limitaciones en la equiparación entre mujeres y hombres hicieron necesarios constantes y mayores esfuerzos; junto con la integración de España a la Comunidad Europea —fundacionalmente comprometida con la igualdad entre mujeres y hombres, y que ya entonces contaba con un acervo normativo considerable en la materia—, la labor doctrinal del Tribunal Constitucional contribuyó de manera decisiva al progreso y al avance en la igualdad, como muestra, entre otras muchas, la STC 229/1992, de 14 de diciembre, que hizo explícita la derogación por inconstitucionalidad sobrevenida de una norma tan perniciosa como el Decreto de 26 de julio de 1957 sobre trabajos prohibidos a mujeres y menores, con motivo de un recurso de amparo formulado por una mujer a la que, aun habiendo superado las pruebas físicas y de todo tipo para la incorporación a ese trabajo, se le había denegado la posibilidad de desarrollar labores en el interior de una mina.

Acertaron, en fin, quienes pusieron el acento en el carácter integral y transversal de la LOPI, una disposición dirigida a impregnar con sus postulados todos los órdenes de la vida, y a regir en ámbitos tan dispares como el educativo y cultural, el electoral, el mercantil, el sanitario, el de la vivienda, el del mundo rural, el de las comunicaciones, la ciencia y la tecnología y, desde luego, el laboral y el del empleo público, incluidas las Fuerzas Armadas y otros cuerpos de la función pública. La transversalidad —el mainstreaming del que ya se había comenzado a hablar en 1995, en la Conferencia de Pekín— suponía introducir la perspectiva de género en todas las decisiones, políticas y actuaciones públicas y privadas. Lo cual, lejos de ser un simple eslogan o una consigna demagógica, sencillamente implica la necesidad de trascender de la aparente neutralidad o indiferencia de una determinada acción o decisión para valorar el impacto que puede tener sobre la situación, los derechos y las oportunidades de las mujeres.

Pese a todas las críticas, las objeciones, las dificultades y los inconvenientes que podía suscitar o plantear la LOPI, lo cierto es que en la literatura especializada norteamericana se cita esta iniciativa legislativa española como muestra por excelencia del tipo de herramienta capaz de luchar más eficazmente frente a las desigualdades, la discriminación y las brechas de género [Mc CONNELL, BRUE & MACPHERSON, Economía Laboral, séptima edición, McGraw–Hill, Madrid, 2011].

Entre los instrumentos jurídicos que introduce o potencia la LOPI se encuentran el reforzamiento del principio de igualdad entre mujeres y hombres como principio informador del ordenamiento jurídico en su integridad, de suma trascendencia a la hora de interpretar y aplicar el resto de las normas; la importancia de las acciones positivas —no me gusta el término discriminación positiva, porque precisamente lo que la acción positiva o afirmativa se propone es eliminar una discriminación histórica y de partida que no desaparece por el mero decurso de los acontecimientos o lo hace con mucha dificultad y lentitud—; la presencia equilibrada y la adecuada representación de las mujeres en todos los centros de decisión; el papel de la negociación colectiva y el cometido de los representantes legales de los trabajadores; la creación de órganos consultivos y de participación especializados [Comisión interministerial de igualdad entre mujeres y hombres; Unidades de Igualdad en todos los Ministerios; Consejo de Participación de la Mujer (RD 1.791/2009)]; el ahondamiento en la protección de la maternidad y condición biológica de la mujer, el reforzamiento de los derechos de conciliación y el fomento de la corresponsabilidad; los planes de igualdad, como conjunto ordenado de medidas que ciertas empresas están obligadas a adoptar para eliminar desigualdades y hacer efectiva la igualdad en derechos laborales de las personas de uno y otro sexo; y los distintivos de empresa —etiquetas y marcas— en materia de igualdad, implantados con carácter general a nivel estatal (RD 1.615/2009, de 26 de octubre) y también en las Comunidades Autónomas.

Es imprescindible hacer hincapié en la relevancia de los medios de tutela judicial, y en las posibles sanciones frente a los incumplimientos de los empresarios en los órdenes administrativo y penal. Respecto del primer aspecto, la tutela judicial se articula a través del procedimiento preferente y sumario al que alude el art.53.2 CE y que desarrolla en la actualidad la Ley 36/2011, reguladora de la jurisdicción social (LRJS) en sus arts.177 y ss. Una modalidad procesal a la que se incorporan, además de la rapidez, principios acuñados o refrendados por la doctrina constitucional y del Tribunal de Justicia de la Unión Europea como la modulación de la carga de la prueba —aplicando el sistema de indicios—, o la posibilidad y virtualidad de la prueba estadística; y consecuencias o efectos como la tutela reparadora que permite indemnizar a las víctimas de discriminaciones por el daño padecido, incluido el daño moral, aun asumiendo que este último presenta algunas dificultades de prueba y cuantificación.

Otro mecanismo de tutela de singular trascendencia —impuesto también por la normativa comunitaria sobre igualdad entre mujeres y hombres— es el que se articula a través de las garantías de indemnidad, que procuran evitar que el ejercicio de ciertos derechos —singularmente, los derechos de conciliación de la vida laboral y familiar, la mayor parte de los cuales suele comportar la interrupción o menor intensidad de la vinculación laboral de quienes los ejercitan— pueda repercutir negativa o peyorativamente en las condiciones de trabajo de esas personas, o motivar decisiones como la del despido. Garantías que suelen extenderse, además, al período de tiempo inmediatamente posterior a la reincorporación plena al puesto de trabajo. Junto a ello, los criterios de cálculo de las indemnizaciones por despido en los supuestos de reducción de jornada por motivos familiares, computando el salario íntegro correspondiente a la jornada completa, o la garantía de efectivo disfrute de las vacaciones cuando las mismas coincidan con la baja por maternidad (paternidad) o causada por dolencias o afecciones motivadas por el embarazo completan el dispositivo de garantías con que cuentan las personas —mujeres y hombres— que ejerciten derechos de conciliación.

En el capítulo de las sanciones por incumplimiento, el avance en esencia consistió en que tanto el Texto refundido de la Ley sobre Infracciones y Sanciones en el Orden Social (RD Legislativo 5/2000, de 4 de agosto) como el Código Penal incluyeran en sus tipos conductas específicamente relacionadas con la exigencia de trato igual y no discriminatorio por parte de los empleadores. Y, en particular, que se contemplara como infracción administrativa el incumplimiento de las obligaciones empresariales de adoptar medidas o, en su caso, implantar planes de igualdad en las empresas; también cuando estos se configuran como sanción sustitutiva de la accesoria en casos de previos incumplimientos de la misma índole.

Una novedad mucho más concreta —respecto de cuyo cumplimiento efectivo tengo razones para albergar algunas dudas— consistió en encomendar a la Autoridad Laboral encargada de la tramitación oficial del convenio colectivo y, en su caso, de la verificación del control de legalidad sobre el mismo (art.90.5 ET) el específico deber de velar por el respeto al principio de igualdad y de evitar que en los convenios colectivos se puedan contener cláusulas o previsiones discriminatorias, directas o indirectas, por razón de sexo. Añadiéndose que, a tal fin, dicha autoridad podrá recabar el asesoramiento del Instituto de la Mujer u otros organismos autonómicos equivalentes. Y que, en todo caso, cuando se active el dispositivo judicial para depurar la legalidad del convenio lo ponga en conocimiento de esos mismos organismos especializados (art.90.6 ET).

Para ir concluyendo este rápido repaso por las herramientas legales diseñadas o potenciadas en la LOPI, no menos importancia tuvo el papel atribuido a la Inspección de Trabajo y Seguridad Social en el ejercicio de su labor de vigilancia del cumplimiento de la normativa laboral. Al punto que la Inspección puso en marcha de inmediato un Plan específico de actuación en materia de igualdad (Instrucción 2/2008, con alcance hasta el año 2011), que arrojó resultados notables en forma de concretas actuaciones inspectoras y sanciones efectivas a relevantes empresas de significativos sectores —la banca e instituciones financieras, por ejemplo—. En paralelo, se introdujo en la LRJS [art.148 c)] una modalidad de procedimiento de oficio que permite a la Inspección, en caso de detectar eventuales situaciones de discriminación, poner en marcha el oportuno procedimiento judicial para depurar responsabilidades, incluida la reparación de los daños mediante la correspondiente indemnización —caso de que en el transcurso de la intervención inspectora se hayan podido aportar elementos para la valoración de esos daños—.

Para concluir este rápido balance sobre el significado y alcance de la LOPI y su repercusión en la práctica, por desgracia no es posible omitir algo a lo que ya he aludido en el comienzo, el hecho de que las brechas de género —y no sólo la salarial— persisten. Las razones, en el caso de las diferencias retributivas entre mujeres y hombres, las tengo bastante claras, quizá porque le he dedicado más tiempo a inquirir sobre ellas. [4] Y confluyen tres variables multifactoriales —porque en cada una de ellas vuelven a pesar el mismo tipo de prejuicios y resabios históricos y culturales—: la primera, la minusvaloración del trabajo femenino, la confluencia de criterios no neutros sino sexualmente connotados en la atribución de valor a un tipo u otro de trabajo, según se trate de profesiones u ocupaciones feminizadas o masculinizadas —que permiten situaciones de injusticia tales como que una camarera de piso cobre un salario considerablemente inferior al de un limpiacristales, un pinche o un jardinero—. La segunda, la segregación horizontal y vertical de las ocupaciones, el famoso techo de cristal, pero también el menos conocido suelo pegajoso, que siguen relegando preferentemente a las mujeres a un tipo de especialidades y sectores, y a los hombres a otros diferentes; coincidiendo además con que los primeros suelen corresponderse con actividades en el sector terciario —servicios, comercio, hostelería, cuidado de personas, sanidad, educación— que padecen, como es de sobra conocido, peores o más precarias condiciones de trabajo que los empleos de la industria, la construcción, las telecomunicaciones, la energía, las finanzas, etc.; y, lo que es peor, esa segregación determina frecuentemente las decisiones educativas y formativas de las mujeres, y sus preferencias a la hora de elegir sus estudios y decantarse por una determinada carrera o un específico ciclo profesional. Y, tercera, la división sexual del trabajo, las dificultades para la conciliación y los efectos perversos que la misma comporta para el acceso al empleo y para su mantenimiento, así como para dotar de la necesaria continuidad a las carreras profesionales y laborales de las mujeres, lo cual repercute de manera directa y decisiva en el derecho a la promoción profesional y económica, y, lo que es peor, en la consolidación y calidad de los derechos de protección social —la brecha de género en las pensiones es un asunto también suficientemente estudiado y medido—; por no hablar del clamoroso déficit de corresponsabilidad, que hace necesario seguir enfocando esta cuestión desde el prisma de la igualdad de oportunidades y la no discriminación, en la medida en que afecta predominante o eminentemente a las mujeres, para las que el ejercicio de estos derechos o la necesidad de acudir a estas instituciones se convierte en un indudable factor de discriminación y segregación; y todo ello pese a que llevamos mucho tiempo predicando e insistiendo en que la conciliación no es un asunto exclusivamente femenino, sino que afecta y concierne a ambos progenitores por igual.

Un factor decisivo para que ninguno de esos graves inconvenientes desaparezca o se supere definitivamente es el discreto papel que a mi modo de ver viene desplegando la negociación colectiva, que en escasa o modesta medida ha contribuido y contribuye a la erradicación de esos numerosos factores y motivos larvados de las frecuentes discriminaciones indirectas que siguen padeciendo las mujeres trabajadoras. Me he ocupado de esto en un horizonte temporal de varios lustros y no advierto avances significativos desde las reformas laborales emprendidas desde el año 1994 a la actualidad, pasando por la de la Ley 39/1999, de 5 de noviembre, para promover la conciliación de la vida familiar y laboral de las personas trabajadoras y la propia LOPI 2007. Desde luego, y salvo señaladas excepciones, no existe un enfoque transversal de la igualdad de género en los convenios colectivos; continúan siendo predominantes las declaraciones meramente programáticas, o la reiteración de la regulación legal, que relega al convenio a un papel meramente simbólico y, en el mejor de los casos, pedagógico; en escasa medida se acude a la acción positiva en aspectos tan significativos como la contratación, la selección y el acceso al empleo, la formación, la promoción y los ascensos; ni se han eliminado criterios sexistas en la clasificación profesional y en la estructura y composición del salario; en raras ocasiones se introducen fórmulas flexibles de ejercicio de los derechos de conciliación, ni mucho menos se resuelve el problema de la distribución y adaptación horaria con el mismo fin de conciliar la vida laboral y familiar. Y, por si fuera poco, el nuevo marco de ordenación de la negociación colectiva arroja más incertidumbres y dificultades para la igualdad. Aunque, en honor a la verdad, sí se ha avanzado en el desarrollo de protocolos de actuación en situaciones de violencia y acoso; y se pueden encontrar unos pocos pero significativos convenios de ciertos sectores o de grandes empresas o grupos empresariales en los que se incluyen verdaderas cláusulas innovadoras —sobre todo, medidas de acción positiva y de conciliación—, y en los que se atisban algunos avances significativos en la incorporación de la visión transversal de género a la negociación colectiva. [5] En cuanto a la puesta en marcha y ejecución de planes de igualdad, incomprensiblemente muchas y emblemáticas empresas llevan diez años de retraso en la verificación de los diagnósticos de situación; no digamos en la implantación práctica de los propios planes, y en el efectivo cumplimiento de los mismos y evaluación de los resultados.

Y lo que, con todo, me parece el peor dato, existen un sinfín de dificultades, incumplimientos y efectos perversos en el capítulo de los derechos de conciliación, donde la propia legislación resulta incompleta y deficitaria en corresponsabilidad y flexibilidad favorable a los trabajadores, y se constatan a su vez interpretaciones judiciales restrictivas. Digo lo primero porque, como ya anticipaba al comienzo, la equiparación de los derechos–deberes de madres y padres es aún un objetivo bastante lejano —la paternidad, recién ampliada, está muy distante de las dieciséis semanas que dura la baja por maternidad; y la reducción o ausencia por lactancia se atribuye en el art.37.4 ET únicamente a uno de los progenitores (ni que decir tiene quiénes son las que lo ejercitan en la inmensa mayoría de los casos)—; en otro orden de cosas, la reducción de la jornada por cuidado de familiares ha de proyectarse sobre la jornada diaria ordinaria o prefijada (art.37.5 ET), lo que impide cambios de horario para hacerlos más racionales —por ejemplo, comprimiéndolos en unos días o franjas concretos— y alteraciones de los turnos —impidiendo de hecho la conciliación—; y, en fin, porque apenas se ha desarrollado el derecho a la adaptabilidad horaria con fines de conciliación previsto en el art.34.8 ET, lo que lo convierte en un derecho sencillamente nominal, sin efectividad práctica.

En cuanto a las interpretaciones judiciales restrictivas o regresivas, es el Tribunal Supremo el que viene desde 2008 considerando esa imposibilidad de cambio de horario o turno, con o sin reducción de la jornada. Y ello pese a la doctrina constitucional contenida en las SSTC 3/2007 y 26/2011, que no sólo destacan el carácter eminente de los derechos de conciliación de la vida laboral y familiar desde el punto de vista de la efectividad de los principios y derechos consagrados en nuestra Norma Fundamental —la igualdad entre mujeres y hombres, y la protección jurídica de la familia—, sino que otorgaron efectivamente el amparo a una trabajadora y un empleado, respectivamente, que propugnaban ese cambio de horarios y turnos con el fin de poder ocuparse y cuidar a su familia. Aún es más, el primero de esos asuntos dio lugar a la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 19 de febrero de 2013, asunto García Mateos contra España, más conocido como el asunto de la cajera de Alcampo, en la que se condenó al Estado español a indemnizar a la trabajadora por no haberle procurado en ninguna instancia la tutela requerida. El TS, no obstante, ha acogido ese principio del carácter constitucional preminente de los derechos de conciliación, por ejemplo, en la STS de 23 de septiembre de 2013, a propósito del derecho al reingreso de un trabajador excedente voluntario para el cuidado de un menor.

Pero llaman poderosamente mi atención otras reticencias de los tribunales, por ejemplo, a aplicar las garantías reforzadas frente al despido sin causa a las mujeres embarazas cesadas durante el período de prueba; o a apreciar el valor de la prueba estadística, por poner otro ejemplo, en la llamativa STS de 25 de mayo de 2015, en relación con la impugnación por un sindicato de una modificación sustancial de condiciones de trabajo de carácter colectivo operada en una conocida gran empresa de distribución comercial, en la que la Sala considera no acreditada una situación de discriminación pese a que se recoge en los hechos probados que la medida que supone alterar el régimen de horario y libranzas de los trabajadores con jornada reducida por cuidado afecta mayoritariamente a mujeres trabajadoras.

Por concluir, por desgracia no es posible poner punto final a estas breves reflexiones sin aludir a la feminización de la pobreza. Sin detenerme mucho en describir el fenómeno, me limitaré a consignar algunos hecho, como el que muchos de los trabajos que ahora llamamos Hiperprecarios —contratos de muy corta duración o a tiempo parcial por horas, con fraude incluido— afectan en mayor medida a las mujeres; que los sectores con peores condiciones son los feminizados; que también entre las mujeres proliferan los falsos autónomos o autónomos con ocupaciones más precarias y mayor vulnerabilidad; que la devaluación del papel de la negociación y de las condiciones salariales y de trabajo alcanza de lleno a las mujeres —no hay más que ver la proliferación de anulaciones de falsos convenios de empresas en empresas o grupos de empresas multiservicios, sector de nuevo feminizado—; que este mismo tipo de empresas ha protagonizado esos supuestos de descentralización salvaje, a los que ya me he referido al mencionar el sangrante caso de las kellys; que el empleo irregular y sumergido cunde entre las mujeres —por sólo citar un caso, mencionaré a las empleadas de hogar—; que, como también he apuntado, las mujeres sufren un más difícil acceso a las prestaciones del sistema de Seguridad Social, o las perciben en menor cuantía; y que, en fin, se siguen detectando casos de discriminación estadística o simplemente prejuiciosa —el modelo del gusto por la discriminación de Becker—. Como simple muestra mencionaré la STS de 14 de mayo de 2014 (Rec.2328/13), donde, aquí sí, se considera discriminatoria la atribución discrecional de un «plus voluntario absorbible» por una empresa hotelera, que se abonaba en cuantía de 118,42 y 168,19 euros al mes a los empleados de los departamentos de cocina y bares, pero la cuantía era cuantía de 10,37 euros para las camareras de pisos.

Las posibles soluciones que se apuntan son archisabidas: la acción política, incluida la legislativa —se barrunta una nueva ley, esta vez sobre la brecha salarial de género; pero haría falta además otra batería de medidas concretas para hacer compatibles los horarios con la vida; recuperar o fortalecer los servicios sociales de cuidado; o implantar de verdad y con suficiente extensión escuelas infantiles y guarderías en los lugares de trabajo—; la educación y el cambio de cultura y actitudes de todos, empezando por los empresarios, y siguiendo por los representantes legales y sindicales de los trabajadores y de estos mismos; la concienciación de los agentes sociales y la recuperación de protagonismo de la negociación colectiva y la acción sindical —esta última presente, sin la menor duda, en la defensa judicial de los derechos e intereses del colectivo femenino—; y el compromiso y la contribución activa de todo el cuerpo social. A todos nos concierne, en definitiva, la lucha permanente e intensiva frente a todo tipo de discriminación.
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[1] Fotografía, de www.shorpy.com.
[2] www.fespugtasturias.com.
[3] www.leyteratura.blogspot.com.
[4] MARTÍNEZ MORENO, C. La incomprensible pero persistente brecha salarial entre mujeres y hombres, Liber Amicorum, Homenaje al profesor Luis Martínez Roldán, Universidad de Oviedo, 2016, pp.455-481.
[5] MARTÍNEZ MORENO, C. Últimas tendencias en los contenidos de la negociación colectiva en materia de igualdad entre mujeres y hombres, incluido en la obra colectiva Cláusulas de vanguardia y problemas prácticos de la negociación colectiva (dir. I. GARCÍA-PERROTE ESCARTÍN y J. R. MERCADER UGUINA), Lex Nova, Thomson Reuters, 2015, pp.403 y ss.

domingo, 3 de septiembre de 2017

XLIV. VIENTO DE CEDRO

Los coches rasgan la noche;
cabalga el jinete doppler
un ronroneo doliente
que crece y mengua en la nada.

Qué vano orzar entre un mar
de sábanas encrespadas,
en un sudoroso piélago
que la voluntad no aquieta.

Truena el vuelo de una mosca,
engranaje del vacío,
acicate de las sombras
que taladra la cordura.

¿Qué condena dicta el cuerpo
cuando impone su vigilia?
¿Qué mitología conjura
aferrándose al insomnio?

Y en mitad de la deriva
el sufragio de la paz:
tus muslos traban un cabo,
tu aliento pende el fanal.