domingo, 29 de enero de 2017

II. SPQR. MARY BEARD


La Historia de Roma es la de una de las organizaciones políticas más exitosas de la humanidad, paso obligatorio para una compresión cabal de nuestra civilización. En este libro la autora nos sirve de guía en un viaje de casi mil años, desde los orígenes de la ciudad, oscurecidos por la neblina de los mitos fundacionales, hasta el año 212 de nuestra era, fecha de la Constitutio Antoniniana, edicto por el que el emperador Caracalla extiende la ciudadanía romana a todos los habitantes libres del Imperio. Una lección magistral sobre un período tan dilatado y prolijo de detalles desborda ampliamente mis conocimientos y los objetivos de esta humilde estafeta; no obstante y a modo de introducción, sí espigaré en aquella parte de la historia romana que me resulta más interesante, que no es sino la política imperial previa al Imperio que provocó la proliferación de los «grandes romanos», y con ellos, el colapso de las instituciones republicanas.

Dejamos atrás numerosos conflictos civiles, la expansión por el Lacio, la expulsión de los Tarquinos, la guerra de los órdenes que rediseña las relaciones de poder entre la nobleza patricia y la plebe, las guerras púnicas que enfrentan a Roma con un enemigo regional que compromete su subsistencia como nunca antes lo había hecho otro, los intentos reformistas de los Gracos y su sangrienta resolución; y nos vamos a Numidia, uno de los reinos clientes africanos que florecen tras la destrucción de Cartago, cuyas pugnas sucesorias colocan en el trono a un cabecilla ambicioso que hostiga los intereses comerciales romanos y se salta la obediencia debida. La guerra de Yugurta —como se conoce a este episodio merced a la obra de Salustio— pasa por varias etapas, que incluyen el soborno de senadores, hasta que en el año 109 a. c. el mando de las operaciones recae en Quinto Cecilio Metelo, quien toma a Cayo Mario como legado.

Mario, que se había dado a conocer en la vida pública romana merced a su carrera militar, es desde el punto de vista de las élites patricias un «hombre nuevo»; no forma parte de la crema social que se reparte las magistraturas más importantes, y está llamado a conformarse en política con posiciones subalternas como cliente de alguna de las familias más poderosas. Con las credenciales que le brindan sus méritos castrenses y el apoyo ocasional de la familia Cecilia Metelo, había alcanzado cargos como el tribunado militar, el tribunado de la plebe y la pretura; sin embargo, sus miras están puestas en el consulado y en los mandos militares más prestigiosos que se asocian a esa dignidad. No obstante, cuando traslada sus ambiciones a Cecilio Metelo —según el relato de Salustio— topa con la displicencia de éste, que considera que son demasiados honores para tan modesto pretendiente. Mario no se desalienta, consigue que le licencien, regresa a Roma, se postula al cargo y logra que le elijan cónsul el año 107 a. c.; y no se detiene ahí. Cuando el Senado prorroga el mando en Numidia, fuerza una votación en la Asamblea Popular a instancia del tribuno de la plebe para destituir a Cecilio Metelo y ocupar su puesto, cosa que logra.

Dejando de lado el conflicto constitucional que representa la Asamblea Popular desautorizando al Senado, el aspecto más relevante de la política mariana está en la reforma radical que introduce en los mecanismos de reclutamiento. Mario abandona las levas censitarias que restringen la condición de legionario a quien dispone de alguna propiedad, y permite que se enrolen voluntarios del «censo por cabezas», esto es, ciudadanos libres que a falta de bienes figuran censados como números. La medida resuelve de un plumazo las restricciones de personal pero crea, a medio plazo, un problema no pequeño; y es que la mayoría de los nuevos legionarios no tienen medios de subsistencia fuera de la milicia, lo que provoca un desplazamiento de la lealtad del ejército. Los soldados no atienden tanto a la posición institucional que ocupan sus mandos dentro del Estado como a las relaciones personales que forjan con ellos, porque en éstos más que en el Estado está la garantía de sus paquetes de licencia; son los generales quienes abonan las pensiones y quienes asignan los lotes de tierras de labor en que retirarse una vez agotado el período de servicio. Ese vínculo desestabilizará la política republicana deslizándola por la pendiente del militarismo; los políticos con más posibilidades de imponer su parecer serán los que estén investidos con comandancias más fuertes, y serán pocas las pugnas partidistas que no se resuelvan por las legiones, bien a punta de gladius, bien con su presencia amenazadora en las proximidades de la ciudad.

Mario volverá a ser elegido cónsul en otras seis ocasiones; en el año 88 a. c., ya al final de su carrera política, intentará hacerse con el mando en la guerra del Ponto por el mismo procedimiento. A instancia de un tribuno de la plebe, se vota en la Asamblea Popular una revocación del mando concedido por el Senado a uno de los cónsules en ejercicio. La pequeña diferencia estriba en el carácter de los destituidos; mientras que Cecilio Metelo es un patricio conservador y aburrido, que acepta su relevo sin más recompensa que dejarse ornar el nombre con el apelativo de Numídico, Lucio Cornelio Sila es un político —por definirlo de alguna manera— más imaginativo e innovador, que no está muy interesado en que le alarguen el nombre con adjetivos honoríficos, y sí en las riendas de una guerra potencialmente lucrativa. Así que ni corto ni perezoso va al encuentro de las tropas que había comandado en la guerra social, ejecuta a los representantes de la Asamblea que le salen al paso recordándole su cese, y viola la más sagrada costumbre militar romana haciendo que sus legiones marchen sobre la ciudad para anular los comicios. El golpe de Estado le devuelve la jefatura, y al partir hacia Oriente para enfrentarse contra Mitrídates VI, deja tras de sí una división política irreconciliable entre populares y optimates, que no tardará en desembocar en una lucha abierta y la anarquía más absoluta.

Para cuando concluye la primera guerra mitridática y regresa a Italia, Sila es un enemigo del Estado condenado a muerte que no puede reintegrarse en la vida civil sino es derrocando a los partidarios de Mario, que para entonces se han adueñado de las instituciones republicanas y desmantelado su legado político. Como demuestra la experiencia, quien puede lo más puede lo menos. Cuando la solución a un problema menor, como la conservación de un mando, se resuelve por Sila alzándose en armas contra el Estado, la solución a un problema mayor, cual es la conservación de la cabeza sobre los hombros, no abriga para él ninguna duda, quedando servido el único desenlace posible: una cruenta guerra civil en la que terminará imponiéndose. Tras la victoria reordenará el maltrecho aparato del Estado valiéndose de una vieja magistratura republicana caída en desuso: la dictadura. No obstante, el conjunto de poderes que reúne en sus manos y la duración indefinida de su mandato desnaturalizan la institución hasta hacerla irreconocible; nada que ver con las dictaduras del legendario Lucio Quincio Cincinato, quien, según cuentan, se encontraba arando cuando los representantes del Senado le comunicaron su nombramiento como dictador, y que después de desempeñar su cargo en una exitosa campaña relámpago contra los ecuos, entregó los poderes y volvió a las faenas agrícolas, recogiendo su arado en el mismo lugar en que lo había puesto. Por su parte, el Sila dictador dedicará gran parte de sus energías a clarificar el paisaje y el paisanaje, con especial mimo a los partidarios de Mario, dando pie a una actividad represiva que entrará en los anales de la historia romana; lo que no deja de ser meritorio, porque no es ésta precisamente la historia de un remanso de paz.

El legado combinado de Mario y Sila, es decir, un ejército profesionalizado y el ejemplo práctico de cómo convertirlo en influencia política, dejará una huella indeleble en la nueva generación de políticos que habrán de darle carpetazo definitivo a la República; todos, en mayor o menor medida, se conducirán al silano modo. Así el año 71 a. c., cuando concluye la tercera guerra servil y los restos de las huestes de Espartaco engalanan las márgenes de la vía Apia, Marco Licinio Craso y Cneo Pompeyo Magno se disputan el mérito de la victoria y el consulado, y ambos juegan la misma baza: no licencian a sus ejércitos sino que los hacen acampar a las afueras de Roma; ambos son elegidos cónsules el año 70 a. c. Sin menoscabo de su valía, a buen seguro que una presencia tan inequívoca y el recuerdo de las proscripciones de Sila contribuyeron a disipar las dudas de más de un indeciso.

Lo que viene a continuación, hasta los idus de marzo del año 44 a. c., es la parte más conocida de la Historia: una tragedia en varios actos, con algún entremés ameno como el intento golpista de Lucio Sergio Catilina. Pompeyo recibe el mando en la guerra del Ponto y lo aprovecha para extender los dominios romanos, rediseñando todo el mediterráneo oriental desde el mar Negro hasta Judea; será su momento de gloria. Pese a que sus relaciones con Craso nunca dejan de ser tensas, se enriquecerán con la aportación de un joven Cayo Julio César; juntos aunarán esfuerzos políticos y financieros para repartirse cargos y la parte del león de la industria bélica. Tras su consulado en el 59 a. c., César es nombrado gobernador de la Galia Cisalpina y Narbonense, y no tardará en desencadenar una guerra de agresión y conquista cuya legalidad dista mucho de ser pacífica en el Senado.

Mientras, Craso y Pompeyo, nuevamente cónsules en el 55 a. c., reciben el gobierno de Siria e Hispania, respectivamente. Craso perderá la cabeza intentando la gloria militar en Partia —y lo de «perder la cabeza» no es una metáfora: se la cortan tras el desastre de Carras, y terminará como parte del decorado en una representación de Eurípides en la corte el rey parto, ilustrando la idea de que sensibilidad para las artes y gusto macabro no están reñidos—. La estrella de César busca su cénit y la de Pompeyo su nadir. Cuando termina su gobierno en la Galia y el Senado le impone la entrega de legiones y poderes proconsulares, César exige el mismo trato para Pompeyo, quien gobierna a distancia Hispania por medio de representantes; éste hace caso omiso y aquél cruza el Rubicón con la legión XIII, es decir, la guerra civil; y tras ella, de nuevo, la dictadura. César reunirá en sus manos todo el poder, y será imposible distinguir la voluntad del Estado de su voluntad. La diferencia respecto de Sila estriba en que éste liquida la dictadura con su retiro, mientras que a César lo liquidan para resolverla; pequeñeces.

En resumen, Roma desemboca en un Estado con unas instituciones hostiles entre sí, incapaz de generar una voluntad armónica. El Senado se ha convertido en una cámara endogámica, en la que las magistraturas más relevantes se reparten entre los miembros de familias linajudas, y en la están sobrerrepresentados los intereses de la agricultura latifundista, obsesionada por la provisión de la mano de obra esclava que surge de las conquistas, con preterición grave de actividades industriales o comerciales que son potencialmente más creadoras de riqueza. La plebe, privada de los medios de sustento, malvive pendiente de los subsidios de grano, se ha vuelto vulnerable a la demagogia, y acepta de buen grado el esfuerzo militar porque sabe que los botines de campaña sostienen la legislación frumentaria.

En otro orden institucional, el ejército de nuevo cuño, más nutrido y poderoso, se integra por profesionales que portan un interés particular claramente diferenciado del general de la República, y cuya lealtad se desplaza de las relaciones abstractas que ocupan sus oficiales dentro del aparato del Estado hacia las relaciones personales que forjan con sus oficiales en sí. Asimismo el éxito militar genera su antítesis: frentes que se distancian, que estiran las líneas de suministro a lo largo de todo el Mediterráneo, manteniendo guerras contra enemigos que son potencias regionales. Ya no se trata de doblegar a ecuos, volscos o etruscos, en campañas de corta duración en el radio de unos cientos de kilómetros, sino de contender con imperios bien organizados a miles de kilómetros de distancia; y donde la estructura clásica del mando republicano, basada en magistraturas temporales cortas y de poderes limitados —propretores, procónsules y otras figuras anuales que han de rendir cuentas de sus actos ante un Senado quisquilloso— da pie a caudillajes de amplísimos poderes y duración ilimitada.

Con esos mimbres sociales e institucionales teje su cesto una generación de políticos ambiciosos y transgresores, provenientes de familias segundonas, que se rebelan contra la estrechez de horizontes que el orden senatorial dispone para ellos, que cimientan su carrera pública sobre los éxitos militares y que en sus campañas se acostumbran a actuar por libre. Ilustran bien el nivel de degradación de las costumbres republicanas las diferentes respuestas que, en el transcurso de cuarenta años escasos, reciben las sublevaciones de Sila y César por parte de sus oficiales; sólo un cuestor secunda a Sila, mientras que todos los oficiales de César, a excepción de uno, lo acompañan.

Para cuando el piquete de senadores que comandan Cayo Casio Longino y Marco Junio Bruto hunde sus puñales en la carne de César, las ideas de dignitas y libertas a las que dicen servir ya no significan nada para casi nadie. La mayoría de senadores se ha acostumbrado a que las magistraturas públicas —consulado incluido— sean figuras meramente decorativas, y que su responsabilidad se limite a refrendar el parecer dictatorial. Por su parte, el populacho interpreta la acción como una intentona reaccionaria por devolver el poder a las viejas familias patricias; es decir, lejos de ser libertadores se los considera simples criminales.

De todo esto y mucho más va la excelente obra de Mary Beard, que tiene la sabiduría de llevar el candil fuera del escenario para iluminar algo más que los actores principales del drama; no sólo eso, también la sensibilidad de hacerlo de forma sencilla y amena. Un gran libro.

domingo, 22 de enero de 2017

XXXIV. VIENTO DE CEDRO

LEX MERCATORIA

Las fauces del progreso
bosquejan en un gráfico
las dentelladas de su plan;
un trazo declama poder,
y dicta qué horizontes
han de sentir el yugo.

Ya no se conoce paz,
y la viruela de los objetivos
tachona mapas y cartas
sin el freno de las fronteras.

Aguardan deudos sañudos,
el gemido de cabestrante,
el sudor de herrumbre,
el cuajo de hormigón,
que se afilan de orgullo
cuando arañan las nubes.

Vano espasmo termodinámico
con que demorar la derrota,
y la vocación de polvo
que lo preña todo.

El tiempo siempre empuña
una orfebrería más paciente;
un raso implacable enguanta
la alquimia del olvido.

domingo, 15 de enero de 2017

I. EL MUNDO DE AYER. STEFAN ZWEIG


No se encuentra el género de Memorias entre mis favoritos. Si dedico una entrada a las de Stefan Zweig, no se debe sólo a su indudable calidad literaria, ni al interés por difundir la obra de un autor cuya luz ha ido apagándose con el andar de los años y que a día de hoy pocos conocen, ni a la lucidez de análisis en lo que conoce y a la humildad con que presenta conclusiones allí donde pisa terreno menos firme; sino fundamentalmente a que parece el suyo un personaje extraído de la lotería babilónica de Borges. Resulta muy difícil toparse con una persona que haya experimentado en el corto período que ocupa la vida de un hombre episodios tan abruptos de tránsito entre riqueza y pobreza, estabilidad y desamparo, respeto y desprecio, y entre ver cómo la propia obra se cotiza y cómo arde en las piras del fanatismo. Que sirva también el relato de este ciudadano del mundo como refutación de la Memoria histórica, oxímoron de nuevo cuño erguido sobre dos puntales tan dogmáticos como falsos: la expropiación de un patrimonio que nace de la experiencia individual y sólo puede ser personal, y su criba selectiva para la creación de una fantasía colectiva en que domina el sentimiento sobre el hecho.

Arranca su andadura en lo que define como El mundo de la seguridad; su niñez transcurre en Viena a finales del siglo XIX en el seno de una familia judía, integrante de la burguesía industrial. El Imperio Austrohúngaro declina como potencia política centroeuropea frente al auge del Imperio Alemán; pero eso no es óbice para que se beneficie del crecimiento asociado a la expansión del comercio que trae consigo el fin de las guerras napoleónicas, y que canalice no pocas energías hacia la producción cultural. El resultado de esa pax burguesa es un florecimiento de las artes sin precedente en el país; efectos colaterales son diferentes formas de conservadurismo social que van desde el prestigio desmesurado de la edad, a un sistema educativo más pendiente de atemperar las energías juveniles que de transmitir conocimiento e inquietud científica. Sea como sea, la sensación general que transmite es la de paz social, confianza en el progreso material y una fe casi religiosa en las instituciones políticas:

«Nuestros padres estaban plenamente imbuidos de la confianza en la fuerza infatigablemente aglutinadora de la tolerancia y la conciliación. Creían honradamente que las fronteras de las divergencias entre las naciones y confesiones se fusionarían poco a poco en un humanismo común y que así la humanidad lograría la paz y seguridad, esos bienes supremos […]. Tuvimos que dar la razón a Freud cuando afirmaba ver en nuestra cultura y en nuestra civilización tan sólo una capa muy fina que en cualquier momento podía ser perforada por las fuerzas destructoras del infierno.» [1]

No cae el autor en la quimera de escamotear el hecho de que ese progreso no alcanza a todas las capas sociales por igual. La clase obrera participa de la mejora en menor cuantía, y se beneficia a medida que la lluvia empapa la tierra y va filtrándose hacia los estratos más profundos. La comprensión del proceso no es especialmente acertada, desde mi punto de vista, por primar los aspectos legislativos sobre los económicos; pero el cuadro general no puede negarse, porque hubo avances relevantes para los más desfavorecidos de la sociedad antes del advenimiento del Estado social:

«Por doquier surgían nuevos teatros, bibliotecas y museos; comodidades como el cuarto de baño y el teléfono, que antes habían sido privilegios de unos pocos, llegaban a los círculos pequeñoburgueses y, desde que se había reducido la jornada laboral, el proletariado había ido subiendo desde abajo para participar, por lo menos, en las pequeñas alegrías y comodidades de la vida»

Esa frenética actividad cultural vienesa, común en otras capitales europeas, dependía del empuje de la parte más ilustrada de la élite económica, que encontró en el mecenazgo cauce para la exhibición de riqueza; pero también se alimentaba de una inquietud social soterrada, que empezó por atacar los cánones de lo que se entendía por creación artística para saltar al cuestionamiento del statu quo burgués en su conjunto. Habría de traducirse, en poco tiempo, en un aumento de la conflictividad política, inicialmente dirigida a la demolición del sistema de sufragio censitario que restringía la representación parlamentaria al estrecho marco de las clases pudientes; a continuación, a la abierta lucha de clases:

«Bajo el liderazgo de un hombre eminente, el doctor Viktor Adler, se constituyó en Austria un partido socialista con el fin de luchar por las reivindicaciones del proletariado, que exigía el derecho de sufragio auténticamente universal: igual para todo el mundo; apenas le fue concedido o, mejor dicho, apenas lo obtuvieron por la fuerza, la gente se dio cuenta de lo fina, aunque ciertamente valiosa, que era capa de liberalismo. Con ella, desapareció de la vida política pública la conciliación y los intereses de unos chocaron violentamente con los de otros: la lucha acababa de empezar.»

Y la violencia de la que habla Zweig no es metafórica, aunque sí conozca elementos simbólicos: partidos nuevos para tiempos nuevos con divisas nuevas: el clavel rojo socialista, el clavel blanco socialcristiano y la centáurea azul de los pangermanistas. El partido socialcristiano era fundamentalmente un movimiento pequeñoburgués que aglutinaba a las capas sociales derrotadas por el librecambio, temerosas de su proletarización, resentidas respecto de la gran burguesía que desplazaba con manufacturas industriales sus productos artesanales condenándolos a los márgenes del mercado, y muy sensibles a la retórica antisemita. En la combinación de su sustrato sociológico y de los métodos matones y antisistema del partido nacional–alemán encontraremos un anticipo de lo que habrían de ser los partidos fascistas de entreguerras:

«La utilización de una tropa de asalto salvaje que dispersaba manifestaciones a puñetazo limpio y, con ella, el principio de la intimidación por el terror de un grupo reducido contra una mayoría numéricamente superior, pero humanamente más pasiva. Lo que las SA hacían para el nacionalsocialismo […] para el partido nacional–alemán lo hacían las asociaciones de estudiantes, que, protegidas por la inmunidad académica, instalaron el terror del garrotazo»

Entre las sombras del mundo de la seguridad nos acerca también a la represión tenaz de la sexualidad. No se trata de una forma de violencia tan dramática desde el punto de vista colectivo; pero sí responsable de no poca frustración, y que además resulta paradójica. Una parte muy importante de la hegemonía burguesa se encuentra en la simbiosis de libertad de mercado y ciencia; sus miembros más despiertos se dan cuenta rápidamente de que el conocimiento es un arma muy poderosa para la aplicación eficiente de los recursos, la innovación de los métodos de producción, la creación de nuevos productos; y que todo ello se traduce en el control de mayor cuota de mercado, es decir, dividendos. Sin embargo, el cuerpo sigue viéndose como algo sucio que debe ocultarse a la vista —piénsese en la moda de la época, más dirigida a tapar y obstaculizar los movimientos que otra cosa—, y las fuerzas que gobiernan la sexualidad como potencias irracionales que escapan a cualquier posibilidad de descripción naturalista, por tanto, territorio de mitos y tabús:

«Una muchacha de buena familia no debía tener ni la más mínima idea de cómo estaba formado el cuerpo de un hombre, no debía saber cómo vienen al mundo los niños, y todo porque el angelito tenía que llegar al matrimonio no sólo con el cuerpo intacto, sino también con el espíritu «puro» […]. Pero entonces la imagen tierna solía volverse una caricatura mordaz y cruel. La muchacha soltera se convertía en «chica para vestir santos» y la chica para vestir santos en «solterona», blanco de las burlas triviales de las revistas satíricas.»

Ni que decir tiene que sus aspectos más crudos los padecen las mujeres, que son objeto de una idealización alienante que no excluye la burla descarnada cuando se frustra el único fin que se les asigna. Pero es que además, como toda la construcción social del buen burgués gira en torno al fetiche de labrarse una posición respetable, se abre una falla de muchos años entre la madurez sexual y la posibilidad de darle cauce ordenado dentro del matrimonio, con lo que la prostitución alcanza unos niveles alarmantes. Desde la callejera, ejercida en condiciones deplorables, que termina extenuando los cuerpos de las mujeres en muy poco tiempo y condenándolas a una muerte casi segura; hasta la que se desenvuelve en un ambiente más lujoso, aceptada por las autoridades pero no amparada por la ley por tratarse de una actividad inmoral, y enervada su acción por turpem causa cuando alguna prostituta intentaba hacer valer sus derechos por los cauces legales:

«Pero, en general, la base de la vida erótica de entonces fuera del matrimonio seguía siendo la prostitución; representaba en cierto modo la oscura bóveda subterránea sobre la cual se levantaba, con una fachada deslumbrante e inmaculada, el suntuoso edificio de la sociedad burguesa.»

La actividad económica que describe Zweig, como corresponde a una época de neto liberalismo, depende de una contratación mucho más ágil que la presente. Los aspectos de orden público en los que el Estado considera indispensable su intervención se reducen al mínimo; en referencia a su paso por los EEUU, ni siquiera hay una fiscalización administrativa de cuestiones que hoy se consideran centrales como la extranjería. La combinación de desregulación y abundancia de trabajo dota al sistema de gran dinamismo. Saliéndose del estricto marco de la actividad económica, apunta la paradoja de que ley y moral operen en sentidos opuestos: cuanto mayor es el nivel de reglamentación, más laxa es la moral; y viceversa, los códigos morales son más férreos allí donde la ley amplía el campo de juego:

«Nadie me preguntó por mi nacionalidad ni mi religión ni mi origen, y eso que había viajado sin pasaporte (algo inimaginable para nuestro mundo actual, un mundo de huellas dactilares, visados e informes policiales). Pero allí había trabajo esperando a las personas; eso, y sólo eso, era determinante. El contrato se firmó en unos pocos minutos, sin la enojosa intervención del Estado, sin formalidades ni sindicatos, en aquellos tiempos de libertad ya legendaria.»

De forma mucho más profunda de lo que se daba en siglos anteriores, donde el grado de exposición a la propaganda era menor y, por tanto, también menor el grado de infección sentimental de los conflictos, la Primera Guerra Mundial rompe de forma irreparable los lazos de comunidad cultural europea. No sólo eso; la aplicación de los adelantos de la industria al arte de guerrear destroza el continente, siega vidas en unas proporciones desconocidas hasta entonces y, por mor de un cierre de hostilidades revanchista, desguaza la economía de los vencidos preparando las condiciones de la siguiente conflagración. Su huella en la mentalidad de quienes la sufrieron es indeleble, y no puede extrañar que ocupe posición capital en las memorias de quien vivió compungido cómo ganaba terreno el discurso belicista, cómo la diplomacia apuraba órdagos y la soberbia señoreaba las cancillerías:

«De repente todos los Estados se sintieron fuertes, olvidando que los demás se sentían de igual manera; todos querían más y todos querían algo de los demás. Y lo peor fue que nos engañó precisamente la sensación que más valorábamos todos: nuestro optimismo común, porque todo el mundo creía que en el último momento el otro se asustaría y se echaría atrás; y, así, los diplomáticos empezaron el juego del bluf recíproco. (Agadir, Albania, Los Balcanes…)»

Desde el Congreso de Viena que cierra las guerras napoleónicas, Europa Occidental ha disfrutado de casi un siglo de paz. El recuerdo de los horrores se diluye, la lucha se mitifica y el destino de soldado permite elaborar una utopía que supera los horizontes a menudo estrechos del quehacer cotidiano: una forma de entroncar con el héroe hegeliano llamado a abandonar la seguridad de su aldea conceptual e irrumpir en la Historia. Esa tendencia irracional por dotar de sentido lo que no tiene por qué tenerlo se exacerba con la manipulación del sentimiento nacionalista, que pasa del yo al nosotros merced a la deshumanización de lo foráneo:

«Ese éxito sin igual arrancó a centenares de personas de sus pequeños oficios y sus pequeñas ciudades de provincias: el teniente Bonaparte calentó la cabeza a toda una generación de jóvenes. Los impelió hacia una ambición más elevada […] Todos los individuos experimentaron una intensificación de su yo, ya no eran los seres aislados de antes, sino que se sentían parte de la masa, eran pueblo, y su «yo», que de ordinario pasaba inadvertido, adquiría un sentido ahora. El pequeño funcionario de correos que solía clasificar cartas de la mañana a la noche, de lunes a viernes sin interrupción, el oficinista, el zapatero, a todos ellos de repente se les abría en sus vidas otra posibilidad, más romántica: podían llegar a héroes […]. Aquella marejada irrumpió en la humanidad tan de repente y con tanta fuerza, que, desbordando la superficie, sacó a flor de piel los impulsos más primitivos e inconscientes de la bestia humana: lo que Freud llamó con clarividencia «desgana de la cultura», el deseo de evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués y liberar los viejos instintos de sangre.»

Si ese apego a la manipulación sentimental es casi connatural en la prensa, como lo es su coyunda con intereses políticos y económicos, no lo es en la creación cultural, y mucho menos en la reflexión filosófica. Es deplorable el editor venal que rinde su periódico a los dictados de su gobierno, o que manipula la realidad para aumentar la tirada; pero ese vicio se eleva a crimen cuando afecta a la creación cultural y académica, porque debe ser mayor su compromiso con la verdad, mayor su dependencia de la circulación y comunión de ideas, muchas de ellas provenientes del extranjero, y mayor su influencia en la sociedad —queda claro que nos habla de un mundo que ha dejado de existir hace mucho tiempo—. Es por eso que el relato de Zweig se tiñe de desazón cuando describe la postura adoptada por el grueso de la intelectualidad respecto de la guerra; en unas ocasiones por hacer suyo el discurso belicista más grosero; en otras, porque el pacifismo es una añagaza para la promoción de otros intereses como el socialismo, el anarquismo, el sionismo, u otras cuitas políticas más locales, etc. Es esa dispersión de fines la que vuelve estéril todo intento por aunar esfuerzos intelectuales y presentar una voz común frente a la barbarie de la guerra, y sólo se alzan sobre la mezquindad los personajes más nobles, entre los que rescata a Romain Rolland:

«Las fuerzas que empujaban hacia el odio eran, por su misma naturaleza vil, más vehementes y agresivas que las conciliadoras; además, se escondían tras ellas intereses económicos con menos escrúpulos que los nuestros. […] Los escritores juraron solemnemente que jamás volverían a tener relación cultural con ningún francés ni inglés, y más aún: de la noche a la mañana negaron que hubiera existido nunca una cultura inglesa y una cultura francesa […]. Los eruditos fueron aún más severos. De repente, los filósofos no conocían otra sabiduría que la de explicar la guerra como un benéfico «baño de aguas ferruginosas» que guardaba del decaimiento a las fuerzas de los pueblos.»

En toda guerra, antes de que se pegue el primer tiro y se cuente la primera víctima, la verdad está muerta y enterrada sin ceremonia. Esa certeza y la sospecha de que el discurso triunfalista que le rodea es un mero espejismo, y que su país avanza hacia el desastre y la derrota, son las que fuerzan una epifanía personal, un destino revelado a contracorriente en el que concentrar sus fuerzas aun a sabiendas de su inutilidad:

«Había reconocido al adversario contra el cual tenía que luchar: el falso heroísmo que prefiere enviar al sufrimiento y a la muerte primero a los demás; el optimismo barato de profetas sin conciencia, tanto políticos como militares que, prometiendo sin escrúpulos la victoria, prolongan la carnicería y, detrás de ellos, el coro que ha alquilado, todos esos «charlatanes de la guerra», […]. Era la pandilla de siempre, eterna a lo largo de los tiempos, que llamaba cobardes a los prudentes, débiles a los humanitarios, para luego no saber qué hacer, desconcertada, en la hora de la catástrofe que ella misma irreflexivamente había provocado.»

Y tras la guerra, la derrota. Austria es desgajada del resto de su imperio y forzada a una independencia que rechaza. Su deseo de mantenerse unida a sus antiguos vecinos choca con el rechazo frontal de éstos, refractarios a cargar con un país absolutamente arruinado, y con posibilidad de verse de nuevo bajo la égida de los Habsburgo. La alternativa de integrarse en Alemania es contestada por las potencias vencedoras, que se afanan por debilitar a ésta en la medida de lo posible para prevenir futuras hostilidades. El primer problema económico, la hiperinflación:

«El Estado, ciertamente, impulsó el máximo rendimiento de la Casa de la Moneda a fin de producir el máximo posible de dinero artificial según la receta de Mefistófeles, pero ya no pudo dar alcance a la inflación; y así, cada ciudad, pueblo o villa empezó a imprimir su «moneda provisional», que era rechazada ya en el pueblo vecino y que, más adelante, cuando se tuvo conocimiento real de su falta de valor, la mayoría de la gente simplemente tiró a la basura.»

Ese mundo antiguo de la seguridad, que permitía ordenar legados de pensión vitalicia y otras extravagancias burguesas, y que consagró la edad de oro de las compañías aseguradoras, de la mano de la hiperinflación, muta en un estado de absoluta inseguridad. El dinero pierde todo valor de cambio, con consecuencias funestas no sólo desde el punto de vista económico sino también moral:

«Con semejante caos, la situación se hacía semana en semana cada vez más absurda e inmoral. Aquel que había ahorrado durante cuarenta años y además había invertido patrióticamente el dinero en préstamos de guerra se convertía en pordiosero. Quien tenía deudas, se veía libre de ellas. Quien se atenía correctamente a la distribución de víveres, moría de hambre; sólo quien la infringía con toda la cara comía hasta la saciedad. Quien sabía sobornar se abría paso; quien especulaba sacaba provecho. Quien vendía de acuerdo con el precio de compra salía perjudicado; quien calculaba con prudencia era estafado.»

La hiperinflación golpea inicialmente Austria. Son muchos los extranjeros que llegan para comprar valiéndose de divisas más fuertes que la corona austríaca; incluso alemanes, a los que la inflación sacude en menor medida. Ese estado de cosas dura aproximadamente tres años, momento en que la crisis inflacionaria se desplaza a Alemania y de forma mucho más virulenta. La degradación moral de la que da testimonio no se ciñe a los manejos del pícaro buscavidas que fuerza un código paralelo para subsistir, sino que compromete todas las facetas de la sociedad con un frenesí que dinamita las antiguas convenciones. Acierta Zweig al señalar la naturaleza espuria de ese libertinaje, y su parte afectada y enervante a la espera de una catarsis, en su caso, en registro reaccionario:

«Ni la Roma de Suetonio había conocido unas orgías tales como lo fueron los bailes de travestíes de Berlín, donde centenares de hombres vestidos de mujeres y de mujeres vestidas de hombres bailaban ante la mirada benévola de la policía. Con la decadencia de todos los valores, una especie de locura se apoderó precisamente de los círculos burgueses, hasta entonces firmes conservadores de su orden. […]. Pero lo más importante de aquel patético erotismo era su tremenda falsedad. En el fondo, el culto orgiástico alemán que sobrevino con la inflación no era sino una febril imitación simiesca; [...] por doquier se hacía evidente que a todo el mundo le resultaba insoportable aquella sobreexcitación, aquel enervante tormento diario en el potro de la inflación, como también era evidente que toda la nación, cansada de la guerra, en realidad anhelaba orden y sosiego, un poco de seguridad y vida burguesa, y que en secreto odiaba a la República […] Nada fue tan funesto para la República Alemana como su tentativa idealista de conceder libertad al pueblo e incluso a sus propios enemigos. Y es que el pueblo alemán, un pueblo de orden, no sabía qué hacer con la libertad y ya buscaba impaciente a aquellos que habrían de quitársela.»

Y en medio del caos, Hitler. El salto de un agitador demagogo al centro del tablero político no es fruto de la casualidad. No basta el carisma personal, la oratoria, la capacidad para enfebrecer a un auditorio por muy sentimental que sea el discurso, y la presentación de un programa que reduzca las inquietudes ciudadanas a consignas de fácil digestión. No; la primera dificultad es conseguir financiación; la segunda, tratándose de un partido de naturaleza paramilitar que vuelca no pocas de sus energías en la intimidación y la agresión terrorista, el entrenamiento de combate:

«Aquel hombre solo, Hitler, que por entonces pronunciaba sus discursos en las cervecerías bávaras, no pudo haber organizado y pertrechado a aquellos miles de rapazuelos hasta convertirlos en un aparato tan costoso. Debían de ser manos más fuertes la que impulsaban aquel nuevo «movimiento», porque los uniformes eran flamantes, las «tropas de asalto», que eran mandadas de una ciudad a otra, disponían —en unos tiempos de miseria, cuando los verdaderos veteranos del ejército llevaban uniformes andrajosos— de un sorprendente parque de automóviles, motocicletas y camiones nuevos impecables. Era evidente, además, que algún mando militar preparaba tácticamente a aquellos jóvenes.»

La rigidez diplomática de las potencias vencedoras, la crisis económica, los síntomas de descomposición institucional, el clima general de revuelta y el avance del KPD a expensas de la socialdemocracia, generan un cóctel explosivo que el nacionalsocialismo sabe aprovechar para hacerse con las riendas del poder; su promesa básica es orden en el desorden. Que parte muy notable de ese desorden le fuese directamente imputable —las acciones terroristas contra dirigentes de izquierda o ciudadanos hostiles a su política, el asesinato de Rathenau perpetrado por ultranacionalistas a los que los nazis rindieron tributo una vez llegados al poder, el incendio del Reichstag, cuya responsabilidad es aún hoy dudosa, pero del que fueron los grandes beneficiados, etc.— es una minucia que sólo puede distraer a los quisquillosos. Y como aderezo de la promesa principal, las mentiras. Y es que el triunfo de la demagogia se cimienta en la utilización de diferentes registros; en concreto, la nitidez para los pretorianos, la conveniencia para quienes tengan concomitancias ideológicas aunque no lleguen a ser adeptos, y la ocultación y la ambigüedad para el resto; ambigüedad respaldada por la creencia firme entre los alemanes de que la tradición jurídica de respeto por el derecho individual sería suficiente para conjurar los experimentos aventureros. Craso error:

«La inflación, el paro, las crisis económicas y, no en menor grado, la estupidez extranjera habían soliviantado al pueblo alemán: para el pueblo alemán el orden ha sido siempre más importante que la libertad y el derecho. […] Gracias a Hitler, la industria pesada se sentía libre de la pesadilla bolchevique; […] la pequeña burguesía depauperada, a la que Hitler había prometido en centenares de reuniones que «pondría fin a la esclavitud de los intereses», respiraba tranquila y entusiasmada. Los pequeños comerciantes recordaban su promesa de cerrar los grandes almacenes, sus competidores más peligrosos (una promesa que nunca se cumplió), y sobre todo el ejército celebró el advenimiento de un hombre que denostaba el pacifismo y cuya mentalidad era militar. […] Los partidos más diversos y opuestos entre sí consideraban a ese «soldado desconocido» —que lo había prometido y jurado todo a todos los estamentos, a todos los partidos y a todos los sectores— como a un amigo… Ni siquiera los judíos alemanes se mostraron demasiado preocupados. […] ¿podía imponer nada por la fuerza a un Estado en que el derecho estaba firmemente arraigado, en que tenía en contra a la mayoría del Parlamento y en que todos los ciudadanos creían tener aseguradas la libertad y la igualdad de derechos, de acuerdo con la Constitución solemnemente jurada?»

Contrariamente a lo que suele creerse, los programas totalitarios no se aplican desde el primer día en su forma más virulenta; sino que desarrollan una pugna con la sociedad por la hegemonía del significado; por conseguir que lo repugnante deje de parecerlo. De este modo los disidentes se ven atrapados en una rueda dentada que sólo avanza en el sentido de la ignominia y que nunca retrocede; pero se aferran al mismo tiempo a la vana esperanza de que la razón se imponga. Este es el motivo que explica por qué quienes demoraron más la huida del horror tuvieron que encararla en peores condiciones, y por qué muchos se quedaron atrapados y pagaron su confianza con la vida cuando se cerró para siempre toda vía de escapatoria:

«Pero recuerdo una conversación que mantuve con mi editor de Leningrado durante mi breve viaje a Rusia. Me habló acerca de los cuadros que había poseído antes, cuando era rico, y yo le pregunté por qué no se había ido del país como muchos otros antes de que estallara la Revolución.
»—Ah —me contestó—, ¿quién podía pensar entonces que algo como una república de soldados y sóviets pudiera durar más de quince días?
»Era el mismo engaño, fruto de la misma voluntad de vivir que llevaba a ese engaño.»


Un país débil como Austria, sin apenas ejército ni apoyos diplomáticos, es presa fácil del expansionismo alemán. Comienza el hostigamiento, la persecución de la obra, el exilio, la pérdida de la nacionalidad, la horrorosa condición del refugiado, que deja de ser ciudadano titular de derechos y obligaciones para depender de la concesión graciosa de algún gobierno. Y de nuevo, la guerra:

«No había empezado aún esa espantosa condición de apátrida, imposible de explicar a quien no la haya padecido en carne propia, esa enervante sensación de tambalearse suspendido en el vacío con los ojos abiertos y de saber que dondequiera que uno eche raíces puede ser rechazado en cualquier momento»

Resumiendo, las memorias de Zweig permiten iluminar ángulos oscuros de la actualidad como la invectiva populista contra la democracia representativa, la conversión del sentimiento en categoría de acción política, la superación de la ley formal por la voluntad popular autoproclamada, la erosión del concepto de ciudadanía, la fuga de la realidad, la apelación a soluciones mágicas para problemas muy tangibles, y el refugio en quimeras ancestrales y cosmovisiones escapistas; en suma, las diferentes formas de irracionalismo que sobreviven, generación tras generación, agazapadas esperando su momento, y de las que guerras, limpiezas étnicas y columnas de refugiados son triste legado.

Stefan Zweig y su segunda mujer, Lotte Altmann, se suicidan el 22 de febrero de 1942, en Petrópolis, Brasil. Pocos días antes, el ejército japonés tomaba Singapur y su avance por el sudeste asiático parecía imparable. El ejército nazi, rechazado en los cielos del Canal de la Mancha, había dirigido su ataque contra la Unión Soviética y se cernía sobre Moscú. En aquel momento, una victoria de las potencias del Eje no era hipótesis descabellada; fue a lo largo de 1942 que cambiaron las tornas, su avance se estancó y se vieron empujadas a una guerra defensiva mientras que las fuerzas aliadas tomaron la iniciativa. No es de extrañar que caracteres sensibles inmersos en aquellas circunstancias, en la suma de tormento emocional, agotamiento físico y desesperación intelectual por ver cómo se destruía su patria física y moral, optasen por una vía expeditiva; todo ello se trasluce en su nota de despedida:

«Cada día he aprendido a amar este país y quisiera no haber tenido que reconstruir mi vida en otro lugar después de que el mundo de mi propia lengua se hundió y se perdió para mí, y mi patria espiritual, Europa, se destruyó a sí misma.
»Pero para empezar todo de nuevo un hombre de sesenta años necesita poderes especiales y mi propio poder se ha desgastado después de años de vagar sin asiento. Por eso prefiero terminar mi vida en el momento adecuado, justo, como un hombre para quien su trabajo cultural fue siempre la más pura de sus alegrías, y también su libertad personal la más preciosa de las posesiones de este mundo.
»Dejo saludos para todos mis amigos: quizás ellos vivan para ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, más impaciente, me voy antes que ellos.»
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[1] Citas, de El mundo de ayer. Memorias de un europeo (Trad. Joan Fontcuberta Gel y Agata Orzeszek Sujak), Barcelona, Acantilado, 2011.
[2] Nota, de www.pijamasurf.com.