domingo, 22 de mayo de 2016

XX. VIENTO DE CEDRO

Inconsciente impulso
que buscas en la gravedad
un digno desafío.

Como un ariete de savia
impones tu voluntad
a la sequía del terruño
y al pisotón displicente,
irguiendo sobre tu peso
un nervio encelado
en su estuario de luz,
una ofrenda de hojas
al tañido del viento.

Pura belleza ausente
en su épica rutinaria,
en su horda de espigas
y artillería de estambres…

Mero artefacto
en preñez de sí.

domingo, 15 de mayo de 2016

V. MACBETH. WILLIAM SHAKESPEARE (II)


ENLACE A LA PRIMERA PARTE

Interesante es también el tratamiento de la mujer en el drama. Una primera impresión nos lleva inevitablemente a la idea de que su consideración es negativa, pues el principal personaje femenino, lady Macbeth, es un compendio de villanías. Desde el mismo momento en que su marido le informa por carta del oráculo que le predice el trono, no concibe otro camino hacia él más que la traza criminal. La misión que se encomienda a sí misma es la de derribar las reticencias de su marido insuflándole coraje homicida y renegando de todo atisbo de compasión: «Ven deprisa, que yo vierta mi espíritu en tu oído y derribe con el brío de mi lengua lo que te frena […] Espesadme la sangre, tapad toda entrada y acceso a la piedad […] Venid a mis pechos de mujer y cambiad mi leche en hiel, espíritus del crimen, dondequiera que sirváis a la maldad en vuestra forma invisible». [1] Junto con Macduff, lady Macbeth es un personaje genuinamente político, en el sentido de que porta un concepto nítido de qué es el poder y cómo opera; en su mente poder y maldad forman un par de acción que descarta la tibieza y que no puede ensombrecerse con arrepentimientos estériles: «Tú quieres ser grande y no te falta ambición, pero sí la maldad que debe acompañarla. Quieres la gloria, mas por la virtud; no quieres jugar sucio, pero sí ganar mal.»

No encontramos en ella la caracterización habitual de la mujer medieval como solaz del guerrero; antes al contrario, es una mujer urdidora que no da descanso a su marido. Apenas llegado Macbeth al hogar y pese a que su laconismo indica cierta gravedad espiritual, no duda en abordarlo e incitarle al crimen: «Parécete a la cándida flor, pero sé la serpiente que hay debajo. Del huésped hay que ocuparse; y en mis manos deja el gran asunto de esta noche». En cierto sentido personifica una noción moderna de la mujer; define con claridad cuáles son sus objetivos, analiza las posibilidades de alcanzarlos, y una vez comprometida con unos medios, es resuelta e implacable. Sin embargo, entiendo que la imagen que el autor traslada de la mujer no es negativa, porque la caracterización de lady Macbeth progresa sobre la base de negar feminidad al personaje; en ocasiones porque ella misma la refuta: «Venid a mis pechos de mujer y cambiad mi leche en hiel, espíritus del crimen, dondequiera que sirváis a la maldad en vuestra forma invisible»; en otras, porque despierta ese juicio incluso en su marido: «¡No engendres más que hijos varones, pues tu indómito temple sólo puede crear hombres!», que es tanto como declarar su ser desnaturalizado. Ella misma porta un concepto de la acción claramente masculino; así cuando Macbeth reconoce la dignidad del rey, los honores que ha recibido de su mano e intenta desistir de la idea del crimen, lo ataja poniendo en duda sus redaños: «Cuando te atrevías eras un hombre; y ser más de lo que eras te hacía ser mucho más hombre», y a ese mismo modelo de acción varonil, de violencia como dominio masculino, se ve arrastrado Macbeth bajo su influencia; así cuando se enfrenta en el banquete al espectro de Banquo lo hace en profesión de hombría: «A cuanto el hombre se atreva, yo me atrevo: […] O resucita y rétame a campo abierto con tu espada; si el temblor me señorea, proclámame una niña.» El desenlace opera en un registro doblemente moralizante: lady Macbeth enloquece y se condena por su maldad, pero también por irrumpir en un mundo de hombres.

Tampoco las fatídicas son una imagen femenina fiable. Son seres etéreos que viven entre dos mundos; aparecen de la nada y en la niebla se disipan sin dejar rastro de sí. Su descripción física en los labios de Banquo es teratológica: «¿Quiénes son éstas, tan resecas y de atuendo tan extraño que no semejan habitantes de este mundo, estando en él? [...] Sin duda sois mujeres, mas vuestra barba me impide pensar que lo seáis.» Ni siquiera su forma de hablar semeja al de las personas; su leguaje se agrupa en haces conceptuales: «¿Cuándo volvemos a vernos? ¿Bajo lluvia, rayo y trueno? [...] Cuando acaben brega y bronca y haya derrota y victoria», que potencian su vínculo con un elemento telúrico o fuerza de la naturaleza: «¿Dónde has estado hermana? Matando Cerdos. Y tú, hermana, ¿dónde? Con castañas en la falda […] Te doy un viento […] Yo, uno más. Yo ya tengo los demás, y los puertos donde soplan», y dejan tras de sí un nudo paradójico de difícil interpretación: «Bello es feo y feo es bello. Flota en bruma y aire espeso», del que terminan contagiándose el resto de personajes; así Macbeth cuando parece intuir su primera aparición: «Un día tan feo y bello nunca he visto.» Su función no se ciñe a la propia de un oráculo que aguarda en lugar sagrado la consulta de quien quiere una adivinación, sino que irrumpen en la acción. Se ciernen sobre Macbeth desde un primer momento tentándolo con la corona, pero cocinan la ruina a sus espaldas. La intervención de Hécate sirve para que ese juego sucio se dignifique con la apariencia de una sentencia, en la que Macbeth no sería condenado por sus actos sino por su debilidad de carácter: «¿Cómo habéis tenido la insolencia de tratar con Macbeth para moverle con enigmas y pláticas de muerte […]? [...] Y lo peor es que sólo habéis logrado trabajar al servicio de un reacio, rencoroso y brutal que, como todos, no os ama más que en beneficio propio […] Asciendo al aire: pienso dedicar esta noche a un propósito fatal.»

El único personaje femenino digno de tal nombre es lady Macduff, víctima de la orgía represiva que desata Macbeth al enterarse de que su marido ha huido a Inglaterra. Este personaje es el que resulta más conmovedor de toda la obra, el que mejor representa la sensación de irrealidad que provoca ser víctima de una arbitrariedad manifiesta, de resistirse a creer que pueda estar pasando, y de desesperarse impotente cuando la realidad funesta toma cuerpo: «¿A dónde huir? Yo no he hecho ningún daño. Aunque bien recuerdo que estoy en el mundo, donde suele alabarse el hacer daño y hacer bien se juzga locura temeraria.» Cuando los asesinos la persiguen, queda tras ella una estela de humanidad desnuda con la que es imposible no identificarse.

La estructura del poder que se intuye es la propia del Estado feudal que se aúpa sobre la relación de señorío y vasallaje. El concepto de soberanía es patrimonial, como se encarga de fingir lady Macbeth ante Duncan: «Vuestros siervos administran a sus siervos y a sí mismos con sus bienes para rendir cuentas cuando así lo dispongáis y devolveros lo que es vuestro.» Esa relación de señorío se refuerza con el componente personal. El rey se rodea de los suyos, los agasaja y acepta de buen grado que le correspondan; así Duncan es en extremo cortés cuando se presenta ante su anfitriona, y cuando Macbeth se ausenta del banquete para que los asesinos de Banquo le informen de su misión, su mujer le afea el gesto: «Mi regio esposo, no das acogimiento. Un banquete es comida que se cobra si, en su curso, no se brindan atenciones: hay que mostrar complacencia.» De ese modo no extraña que los cargos y dignidades se otorguen por favor personal del rey, y que los castigos, como la ejecución del barón de Cawdor, resulten más del agravio personal que de la violación de la ley.

La referencia a la invasión noruega podría llevarnos a datar la acción en la época posterior a las correrías sajonas, a finales de la alta Edad Media, cuando los recién instaurados reinos escandinavos volcaron en las islas británicas parte de sus ansias expansionistas, y que llevaron a Canuto de Dinamarca al trono inglés. Sin embargo, la implicación aparentemente altruista del rey de Inglaterra en la restauración de la casa de Duncan me mueve a pensar que ha pesado más en el ánimo de Shakespeare el período de anarquía señorial que vivió su país durante la Guerra de las Dos Rosas, que inspira su Ricardo III y que le queda mucho más próxima en el tiempo. Sea como sea, la atmósfera de convulsión dinástica es perenne. En un espacio de tiempo muy reducido tenemos una rebelión local capitaneada por MacDonald con auxilio de los irlandeses, una invasión noruega en la que participa el barón de Cawdor, el asesinato del rey Duncan, el exilio de sus hijos, las purgas políticas de Macbeth, una invasión inglesa y la restauración dinástica de Malcolm. Resulta reveladora la huida de los hijos de Duncan al conocerse el asesinato del rey. El sentimiento de vulnerabilidad es comprensible; pero que ambos busquen refugio allende las fronteras de Escocia carece de sentido sin tomar en consideración ese factor de inestabilidad, de linaje no asentado con firmeza en la corona, donde una situación como la que se plantea puede voltearlos sin dificultad: «Donde estamos, en sonrisas hay puñales; más cercano a nuestra sangre, más sangriento», dice Donalbain. «No nos demoremos en corteses despedidas y, sin más, partamos. Si es grande el peligro, hurtarse a su vista es hurto legítimo», le responde Malcolm.

Como el reflejo de una dinastía desarraigada se entiende la acción de gobierno de Macbeth. Él sabe bien que depende del consenso de la nobleza en torno a su legitimidad; la misma que le aupó al trono puede desbancarle de él. De ahí que cuando quiera deshacerse de Banquo no pueda ordenar su detención y componer leyes y tribunales a su arbitrio para ejecutarle como haría un príncipe renacentista al estilo Tudor, sino que deba recurrir a acciones terroristas que no comprometan su honorabilidad. Sólo en la fase final de su reinado, cuando se extiendan las deserciones, no le importará prescindir de los barnices del buen gobierno para operar como un tirano que se apoya sobre la violencia desnuda y una red de vasallos dedicados a la delación, como se ve en el proceso contra Macduff, antes de ordenar que se mate a su familia: «Pero le citaré: no hay ninguno en cuya casa yo no tenga un informante»; y como atestigua Malcolm al recuperar el trono, cuando establece como prioridad de la corona: «repatriar a los amigos desterrados que huyeron de las trampas de un tirano vigilante, denunciar a los bárbaros agentes de este carnicero y su diabólica reina».

El contraste de caracteres y virtudes de gobernante entre Macbeth y Malcolm es evidente. Fuera de sus dotes de militar, Macbeth es un hombre sin carácter, fácilmente manipulable, y que cuando se lanza a la acción resulta arrebatado, propenso al pensamiento mágico y cegado por la acción irreflexiva. Frente a esto Malcolm construye sus opiniones a partir de los hechos conjugando empirismo y acción: «Lloraré lo que crea, creeré lo que sepa y, lo que pueda, hallaré ocasión de corregirlo.» Desde el momento en que la suerte le resulta adversa se muestra prudente. Se da cuenta de que la ejecución de los guardias de cámara de su padre resulta sospechosa y no avala la versión oficial sino que la ensombrece, y actúa en congruencia con sus reservas buscando seguridad en el exilio. Cuando recibe a Macduff en la corte inglesa, escruta con cautela sus intenciones, y sólo cuando está seguro de su lealtad le informa de sus planes.

Del diálogo que sostienen Malcolm y Macduff podemos entresacar un concepto del buen gobierno, visto por un súbdito, en que teoría y práctica se funden a la perfección. Cuando Malcolm describe los muchos vicios que le invalidan como rey, Macduff intenta convencerlo con la idea de que el gobernante no ha de ser un ángel virtuoso, sino una persona inteligente que tenga habilidad para mantener sus vicios dentro de unos límites socialmente tolerables y dar ocasión para que sus gobernados puedan prosperar a su vez: «La intemperancia sin freno es tirana de la vida […] Mas no temáis tomar lo que es vuestro: en secreto podéis dar campo libre a los placeres pareciendo casto y así engañando al mundo. Damas complacientes no escasean […] La codicia arraiga hondo y crece con raíces más perversas que la lujuria […] Mas no temáis: Escocia es pródiga en recursos que colmarán vuestro deseo, y sólo en vuestras propias tierras»; lo que equivale a una defensa de la corrupción y su comprensión dentro de un concepto mundano. Sin embargo, marca una frontera nítida entre lo que se considera aceptable e inaceptable, de inteligencia muy germánica y práctica, a saber: que no es lo mismo que el gobernante peque de lujuria que de codicia. Mientras la lujuria no conoce más límite que la complacencia de las damas y se declara que éstas no han de escasear, la codicia topa con un límite más tangible, pues ha de colmarse «y sólo en vuestras propias tierras», lo que casa con las tradiciones del parlamentarismo británico y su arraigado liberalismo. Sin embargo, y esto es lo más sorprendente, el concepto de gobierno que se presenta como aceptable se distancia del que los exiliados viven en la corte inglesa, donde se respira una atmósfera de irrealidad mágica, con un soberano investido de poderes sobrenaturales: «a enfermos con males pasmosos […] los cura colgándoles del cuello una medalla de oro que les pone rezando […] A su insólito poder se une el don celestial de la profecía».

El honor en su versión caballeresca es omnipresente. El rey noruego accede a pagar una indemnización por daños de guerra de diez mil táleros para que los escoceses le permitan enterrar a sus hombres muertos. El barón de Cawdor que complotó con los noruegos en contra de su rey se muestra sereno y digno en el momento de su ejecución, al punto de levantar el elogio nada sospechoso de complicidad del mismo Malcolm: «confesó palmariamente sus traiciones, implorando vuestro augusto perdón y mostrando su hondo pesar. En su vida nada le honró tanto como el modo de dejarla: murió como el que ha ensayado su muerte». En la escena final, cuando Ross informa a Siward de la muerte en combate de su hijo, éste suspende su duelo con una pregunta que hoy consideraríamos improcedente por insensible: «¿Fue herido por delante?» Sólo cuando Ross le contesta que sí, es decir, que murió como un valiente plantando cara al enemigo y no como un cobarde que huye de la batalla, deja escapar una bendición contenida: «Sea entonces soldado de Dios. Si tuviera tantos hijos como tengo cabellos, no podría desearles mejor muerte»; sentencia con que formula el ideal caballeresco de la milicia: la muerte en combate como acto supremo que da sentido a la vida del soldado, que se distingue con nitidez del que maneja un político como Malcolm, para el que la violencia se justifica subordinada a un fin práctico, como se desprende de su lacónico discurso: «Él merece más duelo; yo se lo daré».

También relacionada con el sentido del honor está la respuesta de los nobles escoceses a la invasión de los ingleses, donde la legitimidad se separa del poder establecido para descansar sobre la dignidad del pretendiente, sobre un juicio sobre sus actos y virtudes. La conversación de Menteth, Angus y Lennox es clarificadora de cómo la adhesión moral desborda la institucional, hasta desembocar en el juicio de Cathness que nos traslada la imagen ruda de cómo la putrefacción moral no admite más lenitivo que la sangre por derramar: «Bien, en marcha, a rendir acatamiento a quien le corresponde. Vayamos al encuentro del médico que ha de sanar esta nación y derramemos con él cuantas gotas de sangre purguen nuestra patria.» Pero es que hasta un personaje tan desquiciado como Macbeth no puede sustraerse al decoro de un gesto noble, como es el de ponderar las virtudes de Duncan como rey: «Duncan ejerce sus poderes con tanta mansedumbre y es tan puro en su alta dignidad que sus virtudes proclamarían el horror infernal de este crimen como ángeles con lengua de clarín».

En definitiva la obra se asienta sobre los valores nobiliarios, aunque se entrevén las fisuras por las que se filtra el dinero como basamento de lo que con el tiempo será el orden burgués. La historia en que estos valores se encauzan apunta la siniestra conclusión de que la violencia genera su propia lógica mercantil. Macbeth mata a Duncan por el poder. La acción es ilegítima y brutal pero racional: hay un fin y unos medios adecuados para su consecución. Sin embargo, una vez alcanzada la corona, Macbeth se ve arrastrado a un obrar demente cuyo fin no es más que eliminar los costes que la violencia genera. Su problema es que los costes operan en un régimen usurario que invalida cualquier intento de saldo, es decir, sigue matando porque ha matado y no puede volver atrás; ese es el verdadero destino revelado.
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[1] Citas, de Macbeth (Trad. Ángel–Luis Pujante), Barcelona, Libros del Zorro Rojo, 2012.

domingo, 8 de mayo de 2016

XIX. VIENTO DE CEDRO

Pechos en estado de sitio
donde el corazón late su asedio,
invisible como un puñal de turba
que eviscera la noche.

Qué orfandad de risas,
con dedos prontos al chasquido,
fuerza levas entre las palomas,
borbotea en fundición
el bronce de las campanas,
y flota globos cautivos
para hostigar las nubes…

Cómo apresa todo resuello
esa marcialidad sorda,
que con el manto del hábito
nos reduce a mera sombra.

lunes, 2 de mayo de 2016

V. A VUELTAS CON LA BRECHA SALARIAL DE GÉNERO

[1]

Al hilo de la conmemoración del día por la igualdad salarial entre mujeres y hombres (22 de febrero) y el día internacional de la mujer trabajadora (8 de marzo) ha vuelto al primer plano de la actualidad el debate y la reflexión acerca de la llamada brecha salarial de género. Indagar acerca de sus razones, los factores que la originan y sus causas profundas, y sobre algunas posibles soluciones para reducirla no es tarea fácil; a pesar de los portentosos dispositivos institucionales, normativos y de medición y análisis con que se cuenta. Lo que aquí se pretende es simplemente aportar alguna información de interés para quienes deseen aproximarse al asunto.

Empecemos por el principio, por clarificar conceptos y desbrozar datos: se entiende por brecha salarial de género la disparidad de remuneraciones entre mujeres y hombres (en salario medio por hora), medida sin tener en cuenta diferencias de partida como la segregación ocupacional por sexos, la diversidad de puestos o niveles profesionales, la mayor cualificación o experiencia, la existencia de jornadas parciales, o cualesquiera otras condiciones o circunstancias que pudieran justificar objetiva y razonablemente el contraste de cuantías.

La discriminación salarial se produce sea cual sea la desagregación verificada —las mujeres cobran menos que los hombres en cualquier caso—, y es universal. Lo muestran fuentes de la autoridad del Global Gender Gap Report (informe que elabora el Foro Económico Mundial), que en términos de equidad salarial sitúa a España en el puesto 106 de un total de 145 países; o el Informe Mundial sobre salarios 2014–2015 de la OIT; mientras que la Comisión Europea fija la brecha en una media del 16,5%, que en España se mueve en una horquilla de entre un 18 y un 27%.

Por paradójico que pudiera parecer, la brecha aumenta cuanto mayores son los niveles de formación, la edad o la antigüedad del trabajador; más elevado el puesto de trabajo, mejor el empleo, y mayor y más competitiva y productiva es la empresa. Si se toma la variable del rendimiento del trabajador, la brecha se incrementa aún más (41,3%, frente a 19,3%).

Las tres variables multifactoriales —en el sentido de que en todas convergen estereotipos, prejuicios, tradiciones y cultura empresarial— que determinan estas diferencias se pueden reducir a tres: la ya aludida segregación de las ocupaciones, tanto horizontal como vertical; la estructura del salario y los criterios de atribución de valor al trabajo; y la división sexual de las tareas y los tiempos dedicados a su desempeño.

El porqué siguen existiendo profesiones y actividades masculinizadas y feminizadas tiene mucho que ver con la manera en que las mujeres se han reincorporado al mercado de trabajo y al empleo productivo fuera del hogar. Un reingreso en desventaja, después de décadas de estar relegadas al ámbito doméstico, y apartadas, incluso por imperativo legal, de ciertos trabajos y ocupaciones; y, consiguientemente, de los estudios y ciclos formativos correspondientes. Esto explica —pese al porcentaje de mujeres que completan sus estudios con éxito, incluso en carreras técnicas— la pervivencia de sectores eminentemente feminizados como el textil, la alimentación, la educación y los servicios. El porqué en esos sectores los salarios son, en general, inferiores es difícil de explicar, pero esto corresponde al ámbito del segundo de esos factores múltiples de segregación y desigualdad, la atribución de valor al trabajo y la composición y estructura de los salarios.

Respecto de la valoración del trabajo, de nuevo pesan los antecedentes: era común en las normas sectoriales del franquismo —las Reglamentaciones de Trabajo y las Ordenanzas Laborales— la fijación de un salario femenino, que no era otra cosa que un salario, para el mismo tipo de trabajo, de cuantía inferior al de los hombres. Lo que se ha sumado al empleo de criterios de valoración sexualmente caracterizados, la fuerza física, entre otros muchos (SSTC 145/1991, 58/1994, 147/1995 y 250/2000). Por su parte, en la estructura y composición de los salarios ha sido tradicional premiar condiciones y circunstancias como la mayor antigüedad, otras como la peligrosidad, la penosidad, la toxicidad, la insalubridad, la nocturnidad o la turnicidad, típicas del trabajo industrial, ya de por sí masculinizado; y en el ámbito de los servicios, la mayor dedicación, la puntualidad, la asiduidad, la permanencia, la prolongación de la jornada, el exceso de trabajo o el trabajo en festivos. Todos esos pluses tienden a penalizar a las personas con dedicaciones o trayectorias más cortas en el tiempo, intermitentes o discontinuas. Por fin, las retribuciones en función del rendimiento o la productividad, y los programas de remuneración por objetivos —bonus, primas, stock options, participación en el accionariado y otros similares—, característicos de puestos normalmente de libre designación y de mayor nivel, mando o responsabilidad, ni que decir tiene que excluyen en gran medida a las mujeres, por aquello del techo de cristal. En definitiva, ha sido normal minusvalorar de un modo u otro el trabajo femenino. De ello ofrecen ejemplos de gran crudeza los tribunales, como es el caso, por poner sólo un ejemplo, de la STS de 14 de mayo de 2014 (Rec.2328/13), que consideró discriminatorio por razón de sexo la atribución de un plus voluntario absorbible por una empresa hotelera, cuya cuantía era de 118,42 y 168,19 euros al mes para los empleados de los departamentos de cocina y bares, mientras que para las camareras de pisos era de 10,37 euros; sin más explicación que la mera discrecionalidad de la empresa.

En fin, la última pero no por ello menos importante, de las claves para entender la pervivencia de la brecha es la división sexual del trabajo, el reparto de las obligaciones de conciliación y de las tareas dentro y fuera del hogar, y los déficits de corresponsabilidad. Las estadísticas nos dicen que las mujeres dedican más tiempo que los hombres a trabajar en tareas domésticas y de cuidado, con independencia de cualquier otra variable —situación familiar, nivel de estudios o de renta—; que la contratación de mujeres es inferior a la de los hombres en todos los tramos de edad, pero sobre todo entre los 30 y los 44 años; o que las mujeres solteras ganan más de media que las casadas, al revés que ocurre con los hombres. Es más, la posibilidad o el deseo de ser madre influye incluso en las propias decisiones de las mujeres sobre su educación, formación académica, capacitación profesional y elección de empleo. Lo que explicaría, por ejemplo, la opción preferente de algunas féminas por el empleo en el sector público. Los hombres, en fin, despliegan una progresión en el empleo más lineal y con mayor continuidad que las mujeres, que tienen mayores interrupciones.

Es muy difícil de calibrar qué cúmulo de factores inciden en todo esto, pero algunos economistas lo explican mediante dos modelos o nociones: el modelo de Becker sobre el gusto por la discriminación, y la discriminación estadística. El primero es en realidad un simple prejuicio, la exclusión de la contratación y/o la promoción de una categoría de personas. La segunda consiste en juzgar a una persona en función de las características medias del grupo al que pertenece, lo que parece mover a ciertos empresarios a dejar de emplear a mujeres antes la mera expectativa de un embarazo o de la existencia de cargas familiares. Esto no ocurre, en cambio, con los varones.

Un ejemplo real de cómo operan estos prejuicios o inclinaciones de los empresarios se contiene en la STS de 18 de julio de 2011 (Rec.133/10), donde, a partir de la prueba estadística, se considera discriminatorio el sistema de ascensos que se aplica en una gran empresa —por libre designación y sin publicidad, o mediante la evaluación continuada por el superior jerárquico—, del que resulta que únicamente ascienden trabajadores varones, cuando la plantilla de ingreso es más o menos paritaria. Este no es ni mucho menos un caso aislado.

Acrecientan las diferencias y contribuyen a la depauperación de la situación de las mujeres modalidades más precarias de empleo como el trabajo a tiempo parcial. El hoy más conocido como trabajo por horas se ha potenciado con la crisis, pero también se han incrementado los casos de elección no voluntaria, a la par que se mantiene su carácter netamente feminizado. Tanto en la Europa de los 28 como en España, la mayor parte de los trabajadores a tiempo parcial son mujeres —en nuestro país más del 70%—. El impacto adverso que esta forma de trabajo tiene sobre los derechos laborales y de Seguridad Social de las personas trabajadoras lo erige en una de las principales fuentes de discriminaciones indirectas, como pone de relieve el mismísimo Tribunal de Justicia de la UE.

Otros fenómenos que acompañan a la crisis, como la devaluación salarial, también golpean con más fuerza al colectivo femenino; así en el último Boletín del Observatorio de la negociación colectiva a cargo de la Comisión Consultiva Nacional de Convenios Colectivos del MEYSS se destaca que la mayor parte de los descuelgues salariales de convenio se llevan a cabo en pequeñas empresas del sector servicios, donde la presencia de las mujeres es mayor. Pero otro tanto cabe decir de los nuevos y de los falsos autónomos, y en general del empleo irregular y sumergido. La feminización de la pobreza es un hecho.

Las desigualdad en el reparto de tareas y responsabilidades en el ámbito doméstico, y las dificultades para hacer real la conciliación de la vida personal, familiar y laboral —acrecentadas por algunas opciones interpretativas de las normas legales de los derechos de conciliación por parte de los tribunales ordinarios— darían para un extenso monográfico.

¿Qué se puede hacer para tratar de remediar esta indeseable y pertinaz situación de desigualdad? Pues resulta cuando menos llamativo que alguna literatura especializada en el ámbito de la economía laboral subraye el hecho de que si hay algo efectivo para lograr avances en este campo es, curiosamente, la legislación y la acción política, incluidas las acciones positivas o afirmativas, que, según dicen, han dado buenos resultados en países tan dispares como los EEUU o España —con mención expresa de la LO 3/2007, para la igualdad efectiva entre mujeres y hombres—. Y no será por falta de normas, pues lo cierto es que la normativa internacional, comunitaria e interna en este orden es ingente.

La igualdad y la no discriminación son valores y principios universales y transversales que se proyectan sobre todos los demás derechos humanos y libertades de las personas, forman parte del patrimonio inalienable de la humanidad, y comprometen a los poderes públicos a la adopción de medidas para su efectividad, para eliminar los obstáculos que los entorpecen. Así lo corroboran textos de la relevancia de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU 1948; El Convenio Europeo de Derechos Humanos del Consejo de Europa de 1950 (CEDH); la Carta Social Europea de 1961 (revisada en 1996); o textos monográficos y más específicos como la Convención de Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer de 1979 (CEDAW); o el Convenio nº100 de la OIT, relativo a la igualdad de remuneración entre la mano de obra masculina y la mano de obra femenina por un trabajo de igual valor, adoptado en Ginebra el 29 de junio de 1951 (ratificado por España en noviembre de 1967). Muchos de los cuales, por cierto, consagran ya el principio de igualdad retributiva —derecho a un igual salario por un trabajo de igual valor—, y propugnan el uso de criterios neutros y objetivos en la evaluación del trabajo.

En un entorno más próximo, el Derecho de la Unión Europea muestra ya desde el Tratado de Roma de 1957 la preocupación por la igualdad entre personas de uno y otro sexo, otorgando una posición preminente al principio de igualdad entre mujeres y hombres, especialmente en materia de remuneraciones. Más recientemente, el Tratado de Funcionamiento de 2012 convierte a la igualdad en objetivo institucional prioritario y exigencia de funcionamiento y de la acción política UE. Por su parte, la Carta de Derechos Fundamentales de la UE añade la posibilidad de adoptar medidas de acción positiva en favor del sexo menos representado. Entre las normas de Derecho social destaca la Directiva 2006/54/CE, de 5 de julio, relativa a la aplicación del principio de igualdad de oportunidades e igualdad de trabajo entre hombres y mujeres en asunto de empleo y ocupación, que se refiere a la retribución en términos similares al Convenio nº100 OIT, y alude expresamente a los sistemas de clasificación profesional. Y en la esfera del soft law, en fin, se puede mencionar el Compromiso estratégico para la igualdad entre mujeres y hombres 2016–2019, entre cuyas áreas prioritarias figura el aumento de la participación de la mujer en el mercado laboral, su independencia económica respecto del varón en condiciones de igualdad y la reducción de la brecha salarial y en las pensiones.

La normativa española, como en tantos otros ámbitos, dio un giro de ciento ochenta grados a raíz de la Constitución de 1978, dando lugar a la inconstitucionalidad sobrevenida de instituciones o disposiciones como la excedencia por matrimonio o la prohibición de un sinfín de trabajos y actividades enumeradas en el Decreto de 26 de julio de 1957 que, cumpliendo los designios del Fuero del Trabajo de 1938, pretendían libertar a la mujer casada del taller y de la fábrica. Con la transición en ciernes, la Ley 56/1961, de 22 de julio, sobre derechos políticos, profesionales y de trabajo de la mujer, reconocía la igualdad de remuneración pero seguía posibilitando la exclusión de las mujeres de ciertos trabajos.

La Constitución de 1978 no sólo reforzó el elenco de preceptos dedicados a proclamar la igualdad en general y entre mujeres y hombres en particular (arts.1, 9.2, 14 y 35.1), sino que dio pie a la aprobación de un Estatuto de los Trabajadores de 1980 que ahonda en las medidas necesarias para ese logro, incluidas acciones positivas para el empleo y otras como la eliminación de criterios sexualmente caracterizados en los sistemas de clasificación profesional, y promoción y ascenso, además de recoger y reiterar el principio de igualdad retributiva [arts.4.2 c); 17.1 y 4; 22.3; 23.2; 24 y 28]; o, más cercano en el tiempo, a que la doctrina del TC declarase la indudable dimensión constitucional de los derechos de conciliación [SSTC 3/2007 y 26/2011; STEDH de 19 de febrero de 2013, asunto García Mateos c. España; y STS de 23 de septiembre de 2013 (Rec.2043/2012)]. La ya mencionada LO 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva entre mujeres y hombres adopta, en fin, el criterio de la transversalidad —la adopción de la perspectiva de género en todos los ámbitos de actuación de los poderes públicos—, atribuye a la igualdad el papel de principio informador e interpretativo con carácter general, y refuerza el papel de la negociación colectiva al encomendarle el diseño y la adopción de medidas y Planes de Igualdad en las empresas.

De todos modos, queda mucho camino por recorrer. Las leyes por sí solas no cambian conductas ni eliminan prejuicios, aunque ayudan siquiera sólo sea mediante una función pedagógica. Sigue siendo imprescindible la concienciación de todo el cuerpo social, la educación igualitaria y la acción decidida de los poderes públicos. Y para todo ello no pueden ser excusa ni coartada la tan manida crisis, los recortes o los ajustes. En un enfoque más pegado al terreno, es preciso introducir sistemas de valoración del trabajo neutros, [2] que midan en verdad la productividad y la eficiencia, a partir de la formación, la capacitación y el rendimiento; eliminando quizá la fijación de salarios por tiempo para sustituirlos de nuevo por modelos salariales en función de resultados. Combatiendo a la vez el pernicioso presentismo laboral español, y extendiendo las medidas de conciliación en régimen de auténtica corresponsabilidad.

Los mismos autores que evidencian la existencia de decisiones discriminatorias —prejuiciosas o racional y estratégicamente calculadas— constatan que las empresas que las adoptan son, a la larga, menos rentables y competitivas. Y que la motivación, la satisfacción y el buen clima laboral contribuyen a incrementar la competitividad y la rentabilidad de las empresas. Todo ello no es concebible sin integrar a las mujeres.
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[1] Fotografía, de www.shorpy.com.
[2] Algunos pasos en ese sentido se han dado, como el diseño de una Herramienta de autodiagnóstico de brecha salarial de género [www.igualdadenlaempresa.es] en el marco del Plan Estratégico de Igualdad de Oportunidades 2014–2016; o la guía para la Valoración de puestos de trabajo con criterios no sexistas [basada en el criterio cualitativo de asignación de puntos por factor de la OIT: cuatro grandes factores: calificaciones, esfuerzos —mental, emocional y físico—, responsabilidades y condiciones de trabajo; y por competencias, personales, relacionales y situacionales].