domingo, 31 de enero de 2016

XIII. VIENTO DE CEDRO

Hijos licenciosos de la palabra,
que ufanos exhibís vuestro trofeo:
conmociones febriles, los sesudos;
sonrisas cómplices, los ágiles;
suspiros quedos, los dulces;
humores recónditos, los audaces...

Sabed que vuestro gesto retorcido,
vuestra maníaca exploración
en las tinieblas del verbo,
desembocará en la nada.

Tanta sinécdoque mutagénica,
metonimia trabucada
entre causas y efectos,
hipérbole rizada
en su universo giganteo,
sinalefa abalanzada
sobre el vacío métrico...

No conseguirán abortar
                      en sus entrañas
la equivalencia paradójica
de una vida tan maravillosa
que ha de contender en un mundo
                                 tan rastrero.

sábado, 16 de enero de 2016

III. UNA FORMA DE VIDA. AMÉLIE NOTHOMB


De las que componen este pequeño ciclo sobre la autora belga, [1] [2] esta novela es la que más sorprende por técnica narrativa, desarrollo y desenlace. La columna vertebral que sustenta la historia es el intercambio epistolar entre la autora y uno de sus lectores, Melvin Mapple, que se presenta como un soldado estadounidense destinado en Irak.

La fuente de inadaptación social es de naturaleza física: padece obesidad mórbida. El sentimiento dominante que aflige a Melvin Mapple es la incomprensión que despierta su situación, fuente continua de desprecio y burlas grotescas que le escarnecen. En el cruce de cartas con Nothomb, el protagonista da cuenta de los pormenores de su vida, de los motivos que le llevaron a alistarse, de su rutina bélica en Irak y de cómo engordó. Casi todo su relato está presidido por la centrifugación de su responsabilidad personal: llega al ejército porque vivía en la calle pasando hambre sin porvenir, y quería al menos garantizarse techo y un plato de comida; sin embargo, la vida en el frente le resulta angustiosa y encuentra en la comida una válvula de escape. Es esa secuencia que va del combate a la comida pasando por el estrés la que degenera en el bucle de obesidad que le arruina. Mapple se ve a sí mismo como un efecto colateral de las políticas estadounidenses que priman las campañas militares sobre los esfuerzos sociales; en cierto sentido, parece presentarse como un preso político encerrado en su propio cuerpo. Sin embargo, un repaso más pormenorizado a los episodios de su vida anteriores a la milicia desvela una cadena de decisiones erradas que adopta libremente, y de las que quiere desmarcarse: sin calibrar su capacidad decide hacerse escritor, pero más que aplicarse a escribir se dedica a los aspectos malditos de la bohemia literaria; más a las drogas y el alcohol que a las palabras. Cuando ve que no le acompañan el talento ni la dedicación, decide pintar y ser actor con idéntico resultado. Es esa cadena de fracasos la que le lleva a la indigencia.

Sus padres, miembros de la generación hippy, no ven con buenos ojos que su hijo sea soldado; sin embargo, éste rehúye su consejo de vivir con ellos y se alista. En principio, que una persona rechace la ayuda de sus padres y opte por las estrecheces de la vida independiente refleja una personalidad que se afirma, que no renuncia a las riendas de su vida ni a la iniciativa; pero cuando el protagonista desarrolla cómo gesta la idea, ésta pierde toda nobleza porque su fin último no es otro que el de ponerse a la sopa boba con cargo al Estado. El resultado final difiere del plan trazado, al descansar su cálculo sobre la ilusoria convicción de que nunca llegaría a verse en el frente, pues según él, la primera Guerra del Golfo habría calmado el ardor guerrero de su gobierno para unos cuantos años. El punto de vista más realista aconsejaría haberse fijado en que los Estados Unidos son la primera potencia militar del mundo y en que hay pocos conflictos, por remotos que sean, en que no se ventile algún interés de su gobierno, que convierta los letales servicios del ejército en necesidad.

Ya en campaña, y completamente destruido por la gula, disipa su responsabilidad en un ejercicio de autocompasión y autocomplacencia. Por una parte se queja de la falta de movilidad; pero prefiere considerarla como un privilegio de los flacos más que una consecuencia de sus actos. Cualquier sugerencia de régimen o cambio de hábitos nutricionales choca con su radical negativa, pues se ve a sí mismo como un drogadicto de la comida; no puede aceptar su obesidad como tal, porque implicaría el reconocimiento de una culpa que debería expiar. Al mismo tiempo desarrolla una gran hostilidad respecto de sus compañeros delgados, que no se ciñe a aquéllos que le zahieren o embroman sino que se extiende a todos ellos por igual, sustentada sobre un juicio moral adaptado a sus necesidades: para el soldado Mapple, su gordura es el resultado de la sensibilidad, del juicio negativo sobre la naturaleza de la misión que desarrollan en Irak y del legado de destrucción que descargan sobre su pueblo; de esto se sigue que quienes no experimenten reacciones de tensión tras los combates son personas desalmadas, y su forma de echarles en cara la maldad en que viven es infligiéndoles el espectáculo de su grasa. Si al mismo tiempo logra mermar recursos de la maquinaria bélica estadounidense en forma de comida, ropa de tallas especiales, medicamentos, etc., tanto mejor. A este nivel llega el protagonista en una demencia de fácil resumen: es gordo por culpa de George W. Bush.

La incapacidad para asumir su responsabilidad desemboca en un estado de disociación. Melvin empieza a considerar su cuerpo como un sujeto independiente de él, una carcasa vacía que cobra vida propia al atiborrarse de comida y desemboca en una fantasía fetichista: Sherezade, la mujer-grasa con la que se acuesta, que le oprime con su peso, que es el peso de todos los muertos iraquíes provocados por la guerra. A esa anomalía de verse a sí mismo con ojos de un tercero contribuyen también las fantasías escapistas camufladas de nuevo como sueño artístico. Por sugerencia de Nothomb comienza a barruntar un proyecto consistente en mostrar a través de una secuencia de fotografías cómo llega a la obesidad mórbida desde la delgadez extrema de sus tiempos de vagabundo sin techo. El resultado de todo ello es que su cuerpo se cosifica, pasa a ser obra de arte, y se le asigna un significado político conectado con la guerra: su cuerpo grasiento será para la guerra de Irak lo que el napalm fue para la guerra de Vietnam, dando pie a una suerte de repetición de la Historia en un registro que no puede ser más que el de farsa. Pero no para ahí, sino que roza lo delirante cuando pide a Nothomb que recurra a sus contactos para lograr un agente artístico influyente y poder dar salida comercial a su obra, fantaseando con la repercusión que podría tener su exhibición en los Estados Unidos como epifanía sobre el alcance del belicismo.

Amélie Nothomb lo pone en contacto con un galerista de Bruselas que le pide fotografías en que aparezca vestido con ropa de campaña para que la asociación de ideas con la guerra no sea tan forzada, y es éste el momento en que la novela da un giro inesperado, porque Melvin corta en seco el frenético correo con la escritora, y ella tendrá que investigar su paradero. El resultado de las pesquisas es sorprendente: en realidad Melvin Mapple no es un soldado destinado en Irak, sino que vive en Baltimore en el almacén de neumáticos de sus padres, y envía las cartas a través de su hermano Howard que sí está de servicio en Irak, y que se enfada cuando Melvin le pide un uniforme para continuar con la patraña.

A partir de aquí la novela se precipita hacia un final abrupto un tanto absurdo, y es que Nothomb concierta una reunión con su epistológrafo, compra un billete a los Estados Unidos, pero cuando está en medio del océano siente vértigo y rellena el cuestionario de inmigración con todas las burradas que se le ocurren —que es una terrorista peligrosa, que pretende atentar contra la seguridad del país, que tiene armas biológicas, etc.— para que la policía la detenga y así evitar el encuentro.

Los personajes de la novela son un catálogo de neurosis y comportamientos psíquicamente anómalos; sus relaciones sociales, desnaturalizadas. Melvin Mapple vive una vida de absoluto confinamiento en un almacén de neumáticos propiedad de sus padres, al que llega después del período de vida bohemia que relata en sus cartas y que sí es verdadero. Sus padres ya no quieren verlo porque su gordura es un desafío a la vista; pero en lugar de discutir ese estado de cosas, buscar ayuda profesional, o incluso expulsarlo de su casa —si consideraran que su situación fuera inaceptable—, optan por apartarlo de su vista y limitar su trato al servicio de lavandería: recogen la ropa que su hijo deposita en una caja al lado del almacén y se la dejan allí mismo cuando está planchada. La desnaturalización del vínculo fraternal es el resultado de la disolución mercantil: por motivos que no constan, Howard debe un dinero a Melvin. Éste le pide el favor de que haga de intermediario para las cartas que quiere escribir a Nothomb, transcribiéndolas a mano del correo electrónico y franqueándolas en Irak para que sean más verosímiles; pero Howard, en lugar de hacerle ver la naturaleza profundamente enfermiza y autodestructiva de lo que plantea, se aviene a ello cifrando el importe de cada carta en cinco dólares. Y así hasta que su hermano–comitente le pide equipación militar de su talla, momento en que le manda al carajo porque considera que ya ha saldado su deuda con él, y lo que Melvin demanda es un extra no cubierto por el crédito. Pese a que la única persona con la que tiene contacto visual es el repartidor que le trae la comida basura que compra por teléfono o internet y llega al punto de rechazar el contacto visual con todo el mundo, busca y cultiva un vínculo virtual con una escritora a la que no conoce de nada y a la que convierte en confidente de una fabulación.

Fuera de la relación epistolar con Mapple queda muy poco, y también en ello dominan la angustia y el desequilibrio personal. Un breve encuentro que la autora tiene con otra joven novelista resulta revelador: la chica presenta síntomas evidentes del retardo intelectual que padecen las personas que toman ansiolíticos. No hace falta que Nothomb la interrogue sobre ello, sino que ella le espeta que toma muchos tranquilizantes porque la escritura le genera mucho estrés y no puede soportarlo. En suma, dondequiera que Nothomb fija la vista aparecen personas desprovistas de las más elementales armas para enfrentarse al dolor y la adversidad. En la caracterización novelesca de sí misma, en su elaboración como personaje, abunda el obrar errático: fomenta la conducta neurótica de su epistológrafo proponiéndole iniciativas demenciales como el proyecto fotográfico, indaga el paradero cuando Melvin interrumpe la correspondencia, y después de que éste reconoce su embuste y cuenta cómo se desenvuelve su vida cotidiana, concierta una entrevista con él, que termina abortando in extremis cuando cae en la cuenta de que es una estupidez, asumiendo el previsible castigo de las autoridades estadounidenses por declararse, entre otras cosas, terrorista.

En resumen, los tres cuentos que recogemos capturan la atención del lector y se sostienen sobre la descripción minuciosa de estados mentales alterados, pero flojean a la hora de construir historias redondas, solventes fuera de esa aureola de irrealidad que teje la demencia de los personajes: las transiciones de acción son abruptas y los desenlaces se precipitan dando la sensación de que se toma la primera salida a mano cuando se agota la anécdota que sirvió de arranque. No obstante, su universo es tan absolutamente personal que acercarse a él, de cuando en cuando, representa un soplo de aire fresco.
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lunes, 11 de enero de 2016

I. A PROPÓSITO DE LA ISLA MÍNIMA

[1]

Por Carlos Romero [2]

Paraje
duro y hostil,
bello.
La marisma es el territorio
                                        —mi territorio—
anegado con las lluvias
de tanto silencio como percibo
ahora que te sé ahí;
que se resquebraja con la sequía
claustrofóbica
que queda,
ahora que sé que no estás
                                        aquí
en esta isla mínima.
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[1] Fotografía, de www.shorpy.com.
[2] Un inesperado reencuentro con un antiguo y buen amigo, de esos que aguantan incólumes y pacientes el paso de los años, de las circunstancias y los acontecimientos de nuestras respectivas vidas, me proporciona la oportunidad de hacer una original glosa de mi croniquilla de La isla mínima.
En realidad no soy yo quien, inspirada en ese grato momento del reconocimiento mutuo después de años cuyo recuento exacto me resisto a hacer, hago la glosa; sino él mismo que, sin duda por lo pesados que resultamos quienes nos ganamos la vida escribiendo —ciertamente, sobre cosas mucho más prosaicas y tediosas—, e incomprensiblemente renuente o perezoso a completar la lectura de mi post, tuvo el ingenio de salir elegantemente por la tangente y escribir este poema.
Me resulta, en fin, una bonita forma de entrar no sé si en una variante poco usual de interlocución virtual, desde luego no a propósito de la película, o más bien en una especie de reto juguetón; un ejercicio de ingenio para el que, también sin la menor duda, él está mucho mejor dotado que yo.

viernes, 1 de enero de 2016

XII. VIENTO DE CEDRO

Qué tortura avanzar
expropiado a tirones
de ese perfume bajo
fermentado en las calles,
de esa codificación etérea
que tienta al olfato ilustrado
con un beso de Calipso
detrás de cada esquina.

Qué trampa del instinto
enredarse como un ovillo
en cada bolardo,
           en cada farola,
                      en cada árbol…
para atender a vientre descubierto
cantos de sirenas despreciadas,
ralentizando unos pasos
que siempre llevan ritmo ajeno.

Qué ironía reconocer
a través del banco de grisalla
que teje la memoria
un trazo que nosotros mismos pusimos:
la vindicación de un territorio
mil veces disputado,
de una cavidad que declara un celo…
           y que nunca serán nuestros de veras.

Qué paciencia
tener que recurrir al camuflaje
que brindan dos ojos mansos
y una lengua jadeante
para desviar, una y otra vez,
el mismo dardo que se empeña
en volar demasiado alto:

«¡Rufo, deja ya de joder con la correa,
                                            que pareces tonto!»