martes, 22 de septiembre de 2015

V. MAD MAX

[1]

AÑO: 1979.
DIRECCIÓN: GEORGE MILLER.
GUIÓN: GEORGE MILLER.
REPARTO: MEL GIBSON, STEVE BISLEY, ROGER WARD, JOANNE SAMUEL, HUGH KEAYS-BYRNE, TIM BURNS, GEOFF PARRY.

La acción discurre en una sociedad que da muestras de decadencia económica. Las infraestructuras presentan un estado de conservación lamentable, con un coste de vidas considerable. El protagonista, Max Rockatansky (Mel Gibson), aparece por primera vez poniendo a punto el motor de su coche patrulla, cuando recibe por radio aviso de que un delincuente ha matado al policía que le custodiaba, huido en su coche, y le están persiguiendo. Con toda flema, Max interrumpe las labores de puesta a punto, se limpia la grasa de las manos, se vuelve a vestir la cazadora del uniforme y se pone en marcha: en el arcén podemos ver un cartel oficial que advierte de la peligrosidad de la carretera y de las vidas que se ha cobrado en lo que va de año (High Fatality Road. Deaths This Year: 57); además a lo largo de la película son frecuentes las escenas de persecuciones que terminan penetrando en zonas de carreteras cortadas y prohibidas al tráfico.


Esa sensación de agotamiento económico es especialmente palpable en el funcionamiento e instalaciones que dependen del Estado. La comisaría central en que presta sus servicios Max parece decrépita, con el cartel de la entrada tomado por la maleza, las dependencias desordenadas y la pintura ajada. La dotación de medios de la policía es mínima: en la comisaría central las cocheras están casi vacías, y la unidad de intercepción de último modelo V8 con que el capitán Fifi McAffee (Roger Ward) intenta engatusar a Max para que no abandone el cuerpo está fabricada artesanalmente por el mecánico a base de sacar piezas de donde puede, pero él mismo afirma que no podrá hacer otro; la propia existencia de ese coche es motivo de discusión entre el capitán McAffee y uno de sus superiores, que desaprueba que se gasten así los recursos (Esta escena es interesante desde un punto de vista simbólico. El capitán McAffee aparece sin uniforme, con una simple camiseta de algodón, mientras que el atuendo del contable es incomprensible: debajo del traje lleva un peto samurái, y de la que marcha coge un yelmo oriental y se lo emboza antes de perderse por las escaleras; quizás transmitiendo la idea de choque de cosmovisiones entre el hombre de acción que reclama el presente y el mundo anquilosado por unos valores viejos que sólo subsisten en una función meramente ritual). Si la dotación de medios materiales es escasa, no la superan los medios humanos pues apenas si se ven efectivos por la comisaría, pese a que el nivel de violencia que se exhibe es alto: cuando la radio anuncia que Nightrider ha matado a un agente, el patrullero que dormita en el coche se encalabrina como si la situación fuese habitual.


Parece que la sociedad vive acuciada por una crisis energética: la megafonía de la comisaría recuerda a los miembros de la fuerza central que está prohibido comerciar con gasolina, y que ésta deberá suministrarse por el depósito de fondos públicos; las carreteras están casi desiertas y la banda de moteros no consigue carburante asaltando una gasolinera, que parecería la opción más cómoda, sino que abordan directamente el camión cisterna, lo que da idea de algún tipo de restricción administrativa en el comercio de carburantes. Sin embargo, cuando Max sufre su crisis vocacional y se marcha con su familia unos días de descanso al campo para aclarar sus ideas, aparece comprando un perro a un lugareño al lado de una instalación gigantesca de BP que parece una refinería y presenta buen aspecto; quizás para reforzar el contraste entre el peligro de la vida urbana y la placidez con que el protagonista idealiza la vida campestre, y que terminará demostrándose mera ilusión.

Sin embargo, todavía hay servicios básicos que aparentemente funcionan, como los sanitarios. Cuando los moteros vándalos sacan de la carretera a Goose (Steve Bisley) y lo queman dentro de la furgoneta, Max acude a visitarlo a un hospital que parece razonablemente limpio y presentable. Lo mismo ocurre cuando su mujer es atropellada: hay médicos atendiéndola e instalaciones en buen estado. En una escena de transición en que el capitán McAffee acude al lugar donde se ha producido un accidente para advertir a Max de que corre peligro, se ve un conductor malherido con la cabeza estampada contra el cristal del parabrisas, pero también hay ambulancias y grúas para retirar los coches colisionados y despejar la carretera. También hay servicio ferroviario: los pandilleros llegan a un pueblo casi vacío para recoger el cadáver de Nightrider. La estación está desierta, pero un empleado del servicio les acompaña al apeadero donde está depositado el féretro, y hemos de suponer que no ha llegado allí volando.

Al lado de esos servicios básicos, hay otros que sin serlo parece que también se prestan: la televisión aún emite, la telefonía opera, y hay comercios que funcionan: cuando la radio de la policía avisa a sus agentes de que hay una persecución, Goose está almorzando en un restaurante de carretera charlando con un parroquiano en un ambiente de absoluta normalidad; también se nos muestra al propio Goose relajándose tras la jornada de trabajo en un garito nocturno con música en directo que presenta un aforo bastante concurrido. Cuando Max coge su descanso de reflexión campestre, se le pincha una rueda y acude a un taller para que le reparen el pinchazo. El mecánico le dice que no repara neumáticos salvo que le llamen de la carretera, de no ser así, prefiere venderlos que repararlos; por lo que hemos de entender que no está muy necesitado de dinero y puede permitirse aún el lujo de seleccionar su faena. Mientras Max discute con él, su mujer, Jessie (Joanne Samuel) se va a un chiringuito de playa que queda cerca a comprar un helado. En suma, que aún se ejerce el comercio y que el medio de pago básico es el dinero, es decir, que el Estado sigue conservando la capacidad para generar una mínima confianza y el dinero no se ha visto despojado del manto fiduciario que le da sentido.

Es interesante la descripción de la mecánica institucional. La comisaría de la Fuerza Central se anuncia con un cartel ruinoso que reza Palacio de Justicia (Halls of Justice). Podríamos pensar a partir de ello que estamos en presencia de un Estado policial que aglutina en los cuerpos de seguridad del Estado el ejercicio de las funciones jurisdiccionales junto con las correccionales, con la merma de garantías procesales que ello supone para todos quienes en un momento u otro pudiesen verse afectados por su actividad inquisitiva. Sin embargo, cuando los moteros violan a unos chicos en el pueblo y Max y Goose detienen a Johnny the Boy (Tim Burns) como responsable, el acusado es defendido por un abogado y se respetan sus derechos, incluida la presunción de que es inocente; tal es así que se le pondrá en libertad porque nadie comparece como testigo de cargo. Esto dispara la ira del agente Goose que agrede al detenido y provoca la protesta airada del abogado, que advierte al capitán McAffee de que informará de los hechos a los tribunales. El resultado es que la asimetría entre la capacidad dañina de las organizaciones criminales y las posibilidades del Estado de guardar y hacer guardar la ley es flagrante, desenvolviéndose este último en la vecindad del garantismo suicida, que contrarresta el capitán McAffee con la hipocresía práctica propia de los hombres de acción: dar carta blanca a sus subordinados para que hagan lo que quieran con tal de que no se enteren las autoridades.


El Estado parece reducirse a una suerte de legislador infatigable y pregonero radiado de sus ocurrencias legislativas: en la emisora de la policía y en los patios del aparcamiento policial, una perenne voz enlatada informa del contenido de los reglamentos; los hay sobre comercio de carburantes, incautación de vehículos, proscripción del lenguaje soez, reparaciones de automóviles, etc. Sin embargo, lejos de transmitir la sensación de omnipotencia estatal, lo hace de debilidad, porque a nadie se le escapa que cuando hay que recordar muchas veces el contenido y vigencia de una norma es porque de ordinario se vulnera.

Junto con la crisis energética y el desajuste institucional, la sociedad padece los efectos de la falta de moral pública, que en la órbita policial —la más profusamente descrita— desemboca en corruptelas y falta evidente de profesionalidad: cuando se da aviso por radio de la persecución de Nightrider, uno de los patrulleros dormita en el coche sacando los pies por la ventanilla, mientras su compañero se dedica a espiar por la mira de su rifle a una pareja que yace en un mato. Se suman a la persecución discutiendo sobre quién conduce y quién va de copiloto, resuelven sus desavenencias a insultos, acosan al perseguido hasta una ciudad en la que provocan un accidente grave y ponen en peligro la vida de ciudadanos inocentes.

El perenne recordatorio por la megafonía de la comisaría del contenido de las normas resulta muy ilustrativo de que las corruptelas más o menos dañinas están muy extendidas. Si los miembros de la fuerza central tienen prohibido comerciar con gasolina, es porque parte de los recursos públicos son desviados por los propios funcionarios hacia actividades de estraperlo. Si las reparaciones deben ser autorizadas por los capitanes y no se permite a los agentes negociar con los mecánicos, hemos de entender que en más de una ocasión el tiempo de los mecánicos se dedica a reparaciones no relacionadas con exigencias del cuerpo.

Esa situación de descreimiento social se relata en términos descarnados por el capitán McAffee en su conversación con el interventor Labatouche que le reprocha su despilfarro de recursos: “People don’t believe in heros any more”. Sin embargo, su lucha por restaurar la moral pública consiste en la erección de un fetiche fácilmente asimilable por el ciudadano medio, lo que refleja que su juicio íntimo de la sociedad a la que sirve es negativo, ya que no deja de considerar a sus paisanos más que como personas de mente simplona e infantilizada. Más aún, la estrategia pasa por retener a su mejor agente con el peaje de una cierta coima: una coche patrulla especial, la unidad V8. De esa laxitud nihilista no se escapan las instituciones públicas, antes al contrario, se ceba especialmente con ellas: en la escena inicial, el cartel oficial que advierte a los conductores del peligro de la carretera por la que circulan y de los cincuenta y siete muertos que van en el año se remata con un pie que reza: “Monitored by Main Force Patrol” (Carretera vigilada por la patrulla de la Fuerza Central) y donde Force (Fuerza) se ve tachado por Farse (Farsa).

En ese contexto de visible decadencia económica y moral, la aparición de grupos vandálicos que amenacen de forma directa la continuidad del sistema es inevitable. Este papel lo desempeña la banda de moteros que dirige Toecutter (Hugh Keays–Byrne). Incapaces de desarrollar una actividad económica constructiva, sobreviven dedicados a la depredación y el saqueo de la sociedad que se desmorona, cuyo precario orden desafían continuamente, amenazando a los particulares y vengándose con saña de los agentes de la ley que les plantan cara.

La actitud respecto del sistema dado es disolvente, sin embargo, observan una férrea disciplina interna; toda la banda está jerarquizada bajo la dirección de un cabecilla autoritario, Toecutter, que se extiende hasta los aspectos más aparentemente inanes; así, por ejemplo, cuando llegan al pueblo en que recogen el féretro de Nightrider, aparcan las motos ordenadamente y esperan a que sea éste quien dicte el momento en que han de apagarse los motores, previa fanfarria de darle al acelerador. De él parten todas las órdenes, sin dar pie a que haya insubordinaciones: cuando violan a la pareja de jóvenes en el pueblo de la estación, y Johnny the Boy se queda en el lugar de los hechos completamente drogado, Toecutter ordena a su hombre de confianza, Bubba Zanetti (Geoff Parry), que vaya a buscarlo. Éste le dice que no hará nada por Johnny y que hay que abandonarlo porque es un caso perdido; pero Toecutter zanja el debate respondiendo que no lo hará por Johnny sino por él, y Bubba obedece. Asimismo, cuando organizan el atentado contra el agente Goose y lo sacan de la carretera, ordena a Johnny que le pegue fuego al coche volcado en que ha quedado atrapado el policía. Johnny parece reacio a hacerlo, pero le fuerza a ello como modo de mostrar su lealtad personal, integrando una suerte de rito iniciático necesario para ser aceptado como miembro de pleno derecho dentro de la banda, su bautismo de sangre. Estamos, por tanto, en presencia de una forma primitiva de jefatura, en donde la autoridad depende más del desarrollo y mantenimiento de vínculos personales que del componente institucional.


No obstante lo anterior, son visibles ciertos indicios de la teatralización ritual que acompaña de ordinario al poder asentado; como ocurre, por ejemplo, cuando abandonan el pueblo tras la violación, y donde podemos ver a Toecutter subido en la parte trasera de una ranchera, sentado en una butaca a modo de trono, abrazado al féretro de Jinete Nocturno, y dispensando bendiciones a los motoristas que le adelantan con una pequeña cruz que sujeta con la mano. También cuando descansan en la playa entre fechoría y fechoría, mientras los demás miembros de la banda están dispersos por el suelo o subidos a lomos de sus motos, él está hundido en un sofá raído que le hace las veces de sitial, cubriéndose con una tela plateada en estampa virginal.


Queda la sensación de que esa jerarquía cuasi feudal flota sobre un magma en que se combinan un punto de ambigüedad sexual y fetichismo: en esa misma escena de la playa en que Toecutter se cubre como una madonna, otros dos miembros de la banda juguetean con un maniquí desnudo hasta que en la mente del cabecilla se dispara la demencial idea de que el muñeco es un policía infiltrado, momento en que le disparan en la boca. También en esa escena, Toecutter reprende a Johnny por dejarse capturar; no es una reconvención de verbo autoritario, sino que componen un cuadro de dominación sadomasoquista en que le ciñe el cuello con la corbata, le mete el cañón de la escopeta en la boca, mientras susurra al oído lo que debe hacer, antes de terminar abrazados en el agua del mar. También en ese registro, cuando llegan al pueblo y desmontan, Johnny intentará atusar el pelo leonado del jefe; y la propia forma de conducirse de los moteros en el pueblo, de hablar, jugar y provocarse es de una lubricidad amanerada que no se disimula.


Entre los grupos vandálicos y la sociedad sólo se interpone el precario dique de contención que representan las fuerzas del orden, minadas por su falta de medios, estímulos y excesos garantistas del Estado. Dentro de ellas se debate el protagonista, por un lado cautivado por las descargas de adrenalina que suministra la acción al límite, y por otro temeroso de perder contacto con la realidad. Pese a que tiene un entorno familiar amable, un hijo y una mujer de la que parece enamorado, lo encontramos interceptando a Nightrider en una escena casi suicida en la que encara su coche patrulla contra el del fugitivo, a la espera de que sea éste quien se raje y cambie de trayectoria, y sin tomar en consideración que tiene mucho más que perder que un criminal, que da muestras, por lo que dice a través de la radio policial, de estar totalmente desquiciado.

Su profesión es fuente de discusiones con su mujer, pero su adicción al peligro es alimentada por el capitán McAffee con la unidad de intercepción V8 para evitar que deje el cuerpo; y es que en los momentos de reflexión Max se da cuenta de que está desembocando en una vida circense. Cuando su compañero Goose sufre la agresión y queda desfigurado, abandona la policía. En el diálogo fundamental de la película, reconoce a su capitán que tiene miedo a acostumbrarse al nivel de violencia que le rodea y verse convertido en otro villano más, un villano con placa pero villano al fin y al cabo, e intentará conjurar ese peligro apostando por una suerte de escapismo campestre que pronto se verá frustrado.

Esa dualidad se resolverá de forma abrupta cuando su familia es atacada por la banda de Toecutter y su hijo muere. La paz campestre se ha roto, sin que el protagonista retorne a la guarda de la ley sino a la némesis justiciera para la que todos los medios son válidos: no duda en agredir al mecánico que intentó venderle los neumáticos, al que considera cómplice de los moteros, para sacarle información. El trato que recibirán éstos es expeditivo: no intentará detenerlos sino matarlos. Cuando finalmente liquida a Johnny, la mirada vacía de Max y la toma devoradora de asfalto en una carretera a ninguna parte nos colocan en presencia de un personaje que ha roto con la sociedad, cuya predicción se ha cumplido y que se ha convertido, amparado por la venganza de un ser inocente, en un villano más; de hecho, su furia vengativa es tan incontrolable que no llegamos a enterarnos de si su mujer sobrevive al accidente o termina falleciendo, porque Max abandona el hospital para iniciar la caza de sus agresores.


En definitiva, su desmoronamiento como ciudadano es paralelo al desmoronamiento de la sociedad en sí; las leyes ya no sirven para nada, no se guardan ni hay quien las haga guardar, por lo que el recurso a la autotutela parece una opción razonable.
——————————
[1] Cartel promocional, de www.filmaffinity.com.

domingo, 6 de septiembre de 2015

IV. DESTRIPANDO EL FINAL DE LA ISLA MÍNIMA

[1]

Con cierto retraso respecto de la fecha de estreno, pero con mucho interés por las buenas críticas, el palmarés de premios recibidos y alguna recomendación familiar, vimos hace un par de semanas la película “La isla mínima”, del director español, sevillano para más señas, Alberto Rodríguez. Confieso que apenas tenía referencias de este último ni de su obra cinematográfica previa, con la salvedad de la también magnífica película de 2002 “El traje”. Lo cual tenía la ventaja de permitir contemplar esta nueva cinta sin apenas prejuicios ni ideas preconcebidas acerca de la misma, de su trama, de su ritmo, de sus características técnicas o cualidades artísticas, ni de su enigmático, ambivalente e inquietante final.

Sobre esto último es precisamente sobre lo que pretendo aquí hacer una breve y somera reflexión —los comentarios más expertos, eruditos y enjundiosos los hace mi tándem en este blog, y además la propia película cuenta con decenas de entradas y “posteos” en la red—; aunque antes diré que, desde mi modesto punto de vista, Alberto Rodríguez borda una película seria, intensa aunque contenida, conmovedora y estéticamente magnífica, manejando para ello de manera magistral elementos que, en otras manos, se hubieran prestado con facilidad al efectismo, el sensacionalismo, la manipulación sectaria e incluso el cine gore. Me detendré aún en alguno de esos elementos, antes de entrar de lleno en el asunto del final y su eiségesis. (interpretación subjetiva de esa parte de la narración, pues no otra cosa permite la textura abierta que tejen las últimas escenas).

Por de pronto, la localización geográfica, el medio físico y las condiciones climáticas del lugar en el que se desarrolla la acción nos transportan a un paraje tan bello como duro y hostil, donde igual que el territorio de la marisma se anega e inunda con las lluvias, se empolva y resquebraja el suelo en la época de sequía; en el que la movilidad puede llegar a ser casi imposible y las condiciones en que ha de desenvolverse casi cada acto de la vida cotidiana son cualquier cosa menos confortables. Un escenario, en suma, típicamente opresivo, claustrofóbico, propicio para la locura, caldo de cultivo incluso para la criminalidad, como en efecto quedará plasmado en el film. No es extraño que a uno de los rincones decisivos de la parte más tenebrosa de la acción se le conozca como “La isla mínima”, la denominación le va que ni pintada.

Desde el punto de vista cronológico, los hechos se sitúan deliberadamente a comienzos de los ochenta, recién acontecida la transición política del régimen franquista a una titubeante democracia, al punto de que incluso alguno de sus protagonistas pone en duda la realidad de esta última. Lo hace el poli experimentado y de oscuro pasado por su presunta colaboración con la represión franquista, Juan (Javier Gutiérrez), en su primera confrontación dialéctica con el poli joven e idealista, Pedro (Raúl Arévalo), que —según explica el propio director— personifica a un policía real que fue sancionado por una publicación en la prensa del momento más o menos subversiva. Pero lo hace también el representante de la autoridad, el juez, que parece no tener mucho empacho en incurrir en un ejercicio caciquil de la función jurisdiccional. Esta hábil decisión del director y los guionistas (Rafael Cobos y el propio Alberto Rodríguez) de contextualizar la trama en los primeros años de la democracia permiten a su vez la combinación de otros elementos o variables de la situación política, social y económica española que serán relevantes en la integral conformación del marco en que tienen lugar los hechos: explotación y conflicto laboral, confrontación ideológica y tensión política secundaria, furtivismo y tráfico de drogas, posición subalterna de la mujer... Esta última de un modo particularmente intenso, por cuanto se erige en auténtico motor de una trama siniestra basada en la presión que sufren un puñado de adolescentes, atrapadas por un lado en un entorno familiar y rural que apenas si les ofrece alternativas al trabajo doméstico, el matrimonio y la crianza de la prole, y las duras labores del campo (las marismas del Guadalquivir son una de las zonas de mayor producción arrocera, aunque en el transcurso de la película únicamente se alude, aunque en varias ocasiones, a la inminencia de la época de la recolección; y lo hace el juez para acuciar a los dos policías venidos de Madrid, incluso con el acicate de una eventual “recompensa”, a que resuelvan el caso para evitar el ambiente de nerviosismo y tensión que cunde en la localidad). Por otro lado, las chicas se encuentran bajo el yugo del tardío ejercicio de un atávico “derecho de pernada” por parte del cacique del pueblo, el terrateniente, que para ello se servirá del bello embaucador Quini (Jesús Castro), el chico guapo —rotunda e incuestionablemente guapo— de la aldea. Este las seduce para luego dejarlas a merced de las morbosas e insanas apetencias de aquel, el hombre del sombrero, bajo cuyo fino tacto y elegante aroma se oculta, más que un verdadero depredador sexual, el clásico voyeur. Aunque, a decir verdad, en la re–visión de la película (no he dicho aún, pero lo aclaro ahora, que nuestras opiniones discrepantes sobre el sentido del final generaron tal polémica e intriga, que pocos días después de haberla visto por primera vez la volvimos a ver, esta vez casi con lupa y moviola) se constata que el viejo rico rijoso también practica en ocasiones el sexo con alguna de las desgraciadas niñas.

Algo que también se aclaró en esa segunda ocasión —al menos para mí, que era quien albergaba más dudas e interpretaciones dicotómicas— es que, con toda probabilidad, no existe unidad de acción entre lo que perpetran entre Quini y el amo al que sirve, y el ser auténticamente depravado que se encarga de la tortura, mutilación y muerte de las chicas, Salvador. Es este un personaje sumamente oscuro, en el fondo y en la forma, porque en la narración es el más complejo y difícil de aprehender. Se trata de un joven del pueblo que emigra a la Costa del Sol en busca de un mejor porvenir trabajando en el sector turístico. Y que tras haber prestado servicios durante un tiempo en un hotel retorna muy cambiado, casi irreconocible, transformado como luego se verá en un ser macabro. Salvador es, en efecto, el que, de manera oportunista, aprovecha el estado de angustia y miedo en que quedan las menores y se ofrece a propiciarles una huida de las garras de Quini y el señor, y de la vergüenza y el ultraje que conllevaría que todo el tinglado se descubriera, bajo el subterfugio de poder conseguirles un contrato de trabajo en algún hotel de la costa. Nada más lejos de la realidad, con la ayuda del desolado novio de otra muchacha desaparecida, los registros de algunos de los efectos personales de las chicas y el testimonio obtenido bajo amenaza y cierta violencia de la casera de la hacienda del Coto, los policías descubren que Salvador, que ejerce como guardés en las instalaciones de la marisma, es quien perpetra los sanguinarios crímenes, arrojando los cuerpos de las jóvenes a un colector en el que sus cuerpos son prácticamente triturados.

Quedan tres personajes decisivos que merecen mención aparte: un primer personaje amable, que introduce cierto pintoresquismo y algunas dosis de humor y simpatía, que es el del furtivo (Salva Reina), cooperador necesario de los dos policías, a los que orienta y sirve de guía en los agrestes territorios por donde discurre la acción. Otro personaje decisivo e igual de sombrío que la mayor parte del resto es el del fotógrafo de “El caso” (Manolo Solo), aunque sobre este volveré, porque es el artífice de la confusión final. Y, por último, pero no por ello menos importante, el personaje femenino de Rocío (Nerea Barros), la madre de las niñas Carmen y Estrella, un auténtico “pildorazo” de delicadeza y fortaleza a la par, y que expresa muy a las claras, aunque también muy sutilmente, cuál era el papel de la mujer en ese tipo de sociedad. Rocío es en apariencia la típica mujer dedicada a su familia, sometida a los rigores de la convivencia con un marido de carácter atormentado y hermético, Rodrigo (Antonio de la Torre); con la vida centrada en la atención de la casa, el cuidado de la familia y la crianza y educación de sus hijas; pero que tras esa pátina de tristeza y resignada abnegación conserva la esencia de la mujer de temple que no se doblega ante las adversidades de la vida, virtud o cualidad que se pone en juego dramáticamente en esa colaboración que, casi con sensual desesperanza, le presta en última instancia a Juan.

A lo que iba, el final. Hasta aquí parecería que todo está resuelto y aclarado. Máxime cuando, tras una trepidante escena de persecución del Dyane 6 blanco de Salvador, del que será rescatada Marina, la última de las chicas acosadas aún con vida; proseguida de una no menos crítica batida a pie para alcanzar y atrapar al torturador, este acabará con sus huesos en la misma exclusa que deglutía a sus víctimas. Eso sí, la caza se saldará con el joven policía y el furtivo heridos, pero con el primero erigido en héroe por obra de los medios de comunicación. Sin embargo, el final se complica merced a una trama paralela de la que son protagonistas el propio Pedro y el fotógrafo sensacionalista (recordemos que trabaja —al menos en relación con esos noticiables crímenes— para el tabloide “El caso”). Por cierto, el hecho de que coetáneamente el inexperto agente haya sido padre, o las tensas conversaciones que mantiene con su inquieta y angustiada esposa, resultan elementos narrativos que, desde mi modesto punto de vista, ni quitan ni ponen a la construcción de la historia. Pues bien, la irrupción en la escena del fotógrafo (al que Juan había impedido con vehemencia, y el auxilio de la Guardia Civil, tomar fotos de los cadáveres de Carmen y Estrella, y con el que ambos policías coinciden en el pub del pueblo) se pone al servicio del que casi es en realidad el componente clave del thriller. Al menos, de su final abierto, generador de duda y polémica.

En la primera ocasión en que Juan y Pedro acuden al bar de copas a descargar sus respectivas tensiones, mitigar sus mutuas discrepancias y Juan quizá también a ahogar en alcohol su temor a la enfermedad y la muerte (tanto la escena donde se le ve orinando sangre, como sus alucinaciones ornitológicas también me parecen escenas irrelevantes, aunque aporten su pizquita de morbo y estética surreal y mágica), el periodista intenta llamar la atención de Pedro, que aprovecha para enseñarle un negativo medio chamuscado en el que se intuyen las imágenes de las chicas muertas en la escena del crimen (en ropa interior o semidesnudas, posando sobre la colcha de una cama con cabecero de hierro y ante un espejo que refleja trofeos de caza). Un escenario que luego se comprueba con facilidad que corresponde a una de las estancias de la hacienda del Coto de caza, donde Quini las lleva a encontrarse con el terrateniente. Pedro le pide al fotógrafo que haga indagaciones sobre la procedencia, características y contenido del negativo, lo que el periodista acepta a cambio de lograr fotos morbosas de los cadáveres para su comitente, el diario sensacionalista más célebre de la época. Tras las oportunas averiguaciones, el periodista le confirma al joven policía que ese tipo de negativo es raro y que sólo se consigue previo encargo en una tienda de Sevilla, donde lo adquiere Quini, que es quien se encarga de tomar las fotos. Esto no deja de ser un hecho previsible. La cuestión es que en una de las imágenes se atisba la presencia de una tercera persona, de la que, tras un considerable esfuerzo, se llega distinguir un brazo, en cuya muñeca se exhibe un reloj. Con toda probabilidad impulsado por un cierto afán revanchista, en la escena decisiva final el periodista le entrega justo a continuación a Pedro un sobre en el que se contienen fotos de la hasta ese momento controvertida participación de Juan en una carga policial contra unos manifestantes en la que resultó muerta —supuestamente a manos del propio Juan— una joven. La controversia se muestra en una escena previa en la que los dos policías vuelven a exteriorizar sus tensiones y pugnas ideológicas, y en la que Juan desmiente la versión más o menos oficial sobre la autoría de los disparos que a él se le atribuye, y le cuenta a Pedro que en realidad él lo único que había hecho era encubrir y tratar de proteger a su compañero. Versión que Pedro cree, y que junto a la euforia de la resolución de los crímenes (para la que la intervención de Juan, no se olvide, fue decisiva), la paternidad reciente (Juan, entre vapores etílicos, le dice unas emotivas palabras a ese respecto) y el éxito mediático, contribuyen a cierta sensación de armonía final. El último plano, sin embargo, acrecienta la duda: el brazo de Juan rodeando a una de las dos mujeres con las que está celebrando la resolución del caso, con especial hincapié en la imagen del reloj. Es más, cuando volví a ver la película, tuve la sensación de que, desde el principio, cada vez que se tomaba un plano corto de Juan, salía su brazo y su reloj.

Mi duda (y la de mucha más gente, por lo que he visto en la red) era: la tercera persona que, aunque borrosa, se ve en el negativo ¿es Juan o es el terrateniente? Avalan la participación del primero sus antecedentes represores, su acreditada pericia en la tortura y el reloj. Contradicen esta conclusión otros muchos datos de peso como su decisiva y muy directa y decidida implicación en la averiguación de los hechos, la inexistencia de indicios de que fuera conocido previamente en la zona ni reconocido por ninguno de los vecinos o implicados en los hechos, o lo inverosímil de que, prestando servicio en Madrid, fuera a dedicar su tiempo libre en viajar hasta un lugar tan remoto y hostil sólo para participar como subalterno en una orgía de sangre. La cuestión es que esta desazón y la fuerte discrepancia con la versión e interpretación de casi todo el mundo de mi entorno con quien comenté el final de la película, nos llevaron a volver a verla. Tengo que reconocer que en ese segundo visionado me convencí de que el brazo del reloj no era el de Juan. Sólo una razón avala, para mí, esa conclusión: Juan lleva el reloj en la mano izquierda, y el terrateniente, al que sólo se le ve al completo y con su reloj en una ocasión (en la escena en que declara estar a disposición de los policías para ayudarles a resolver los luctuosos sucesos) lo lleva en la derecha. La imagen del negativo muestra una mano derecha. ¿O será que es la imagen inversa de la realidad?
——————————
[1] Cartel promocional, de www.filmaffinity.com.